Recuerdo el día en que Stinker Pinker, que hacia el final de su carrera en Oxford solía ir a los barrios bajos de Londres a ejercer su ministerio, me refirió sus sensaciones la tarde en que, mientras radiaba su luz en Bethnal Green, había recibido un inesperado puñetazo en la boca del estómago, procedente de un vendedor ambulante de frutas. Me dijo que había tenido una sensación sumamente extraña, como de sueño, mezclada con la impresión de penetrar en una espesa niebla. Y menciono este detalle porque mis sensaciones en aquel momento fueron extraordinariamente parecidas.
La última vez que había visto aquel mayordomo fue en el momento en que vino a decirme que Madeline Bassett me pedía que le consagrase unos instantes, y se recordará que dije que me pareció que vacilaba. Ahora no me parecía ver un mayordomo rutilante, sino una especie de masa nebulosa con algo «mayordómico» vibrando dentro de ella. Entonces cayó la venda de mis ojos y pude darme cuenta de las reacciones del resto del auditorio.
Todos parecían tomar la cosa en serio. Pop Basset, como el tipo aquel del poema que tuve que escribir cincuenta veces en el colegio, por haber introducido un ratón en la clase durante la hora de Literatura inglesa, tenía claramente el aspecto del astrónomo que contempla el cielo en el momento en que un nuevo planeta entra dentro de su campo visual, mientras tía Dalia y el agente Oates semejaban respectivamente a Hernán Cortés contemplando el Pacífico y a sus hombres mirándose unos a otros detrás de él profundamente intrigados, sentados silenciosamente sobre una loma del istmo de Darien.
Pasó un largo rato antes de que nadie se moviese. Después, con un grito ahogado, como la madre que descubre a su perdido hijo en alta mar, el agente Oates se lanzó sobre el casco, y se lo puso en la cabeza con verdadero éxtasis.
La acción pareció romper el hechizo. El viejo Bassett volvió a la vida, como si alguien hubiese apretado un botón.
—¿Dónde… dónde ha encontrado usted este casco, Butterfield?
—En un macizo de flores, Sir Watkyn.
—¿En un macizo de flores?
—Es extraño —dije—, muy extraño.
—Sí, señor. Estaba paseando el perro de Miss Byng, y al pasar casualmente por este lado de la casa, vi que Mr. Wooster dejaba caer algo por la ventana. Penetré inmediatamente en el macizo de flores y una inspección me demostró que se trataba de este casco.
El viejo Bassett respiró profundamente.
—Gracias, Butterfield.
El mayordomo se marchó, y el viejo Bassett, dando media vuelta sobre su eje, me miró a través de sus resplandecientes anteojos.
—¡Conque esas tenemos! —dijo.
No es fácil hallar respuesta a un hombre que dice: «¡conque esas tenemos!» de aquella manera, y guardé un prudente silencio.
—Habrá algún error —dijo tía Dalia, avanzando en el terreno con una intrepidez que le sentaba bien—. Probablemente caería de otra ventana. Con la oscuridad es fácil confundirse.
—¡Tchah!
—O a lo mejor este hombre miente. ¡Sí, esa es la explicación lógica! Este Butterfield es el culpable. Ha robado el casco y viendo que su descubrimiento y la detención del culpable eran inminentes, decide usar de una estratagema y cargarle las culpas a Bertie. ¿No es eso, Bertie?
—No me extrañaría, tía. No me extrañaría en absoluto…
—Es indudable que esto es lo ocurrido. Cada vez lo veo más claro. No hay que fiarse ni pizca de estos mayordomos con cara de santo.
—Ni pizca.
—Ahora recuerdo que este hombre tenía una mirada como furtiva.
—Yo también.
—Te has dado cuenta también, ¿no?
—¡Claramente!
—Me recuerda a Murgatroyd. ¿Te acuerdas de Murgatroyd, de Brinkley, Bertie?
—¿El de antes de Pomeroy? ¿Aquel tipo raro?
—El mismo. Con un rostro más respetable que un arzobispo. Con esto nos engañó, por su aspecto. Pusimos nuestra confianza en él. Y ¿cuál fue el resultado? Que nos robó una pala de pescado, la empeñó y se jugó el dinero en las carreras de galgos. Este Butterfield es otro Murgatroyd.
—A lo mejor son amigos.
—No me extrañaría. En fin, ahora que todo está arreglado y Bertie absuelto y sin mancha, ¿qué les parece a ustedes si nos fuésemos a dormir? Es tarde, y si no duermo ocho horas, estoy hecha un guiñapo.
Había infiltrado en la atmósfera tal ambiente de camaradería y de «vamos a dejar todo esto», que cuando nos dimos cuenta de que el viejo Bassett no estaba en absoluto de acuerdo con todo aquello, quedamos profundamente sorprendidos. En seguida dio la nota desagradable.
—Estoy completamente de acuerdo con usted, Mrs. Travers, sobre la teoría de que alguien miente. Pero cuando afirma usted que es mi mayordomo, tengo que discrepar de su opinión. Mr. Wooster ha sido sumamente hábil… sumamente ingenioso…
—¡Oh, gracias…!
—Pero temo verme imposibilitado de absolverlo, como dice usted, sin una mancha. Si quiere usted que le sea franco, no tengo la menor intención de absolverlo.
Me hizo un gesto frío de amenaza con sus lentes. No recuerdo haber visto nunca un hombre de aspecto más desagradable.
—Creo recordará usted, Mr. Wooster, que en el transcurso de nuestra conversación en la biblioteca, le dije a usted que consideraba este asunto sumamente grave. Añadí que me veía imposibilitado de aceptar su proposición de castigar al culpable con una multa de cinco libras, tal como ocurrió cuando compareció usted ante mí en Bosher Street. Le di a usted la seguridad de que cuando el culpable de la ofensa perpetrada en la persona del agente Oates fuese detenido, cumpliría la sentencia en la cárcel. No veo motivo para modificar mi decisión.
Ante esta declaración, las opiniones se dividieron. Eustace Oates aprobó calurosamente. Miraba desde debajo de su casco con una sonrisa viva y alentadora, y, de no ser por la férrea disciplina, estoy seguro de que hubiera gritado: «¡Eso, eso!» En el otro bando, tía Dalia y yo discrepábamos.
—¡Óigame, Sir Watkyn, francamente, no puede hacer usted eso! —amonestó mi tía, siempre a la defensiva cuando los intereses de clan estaban en juego—. ¡No se pueden hacer estas cosas!
—Señora, puedo y quiero. —Tendió una mano en dirección de Eustace Oates—. ¡Guardia!
No añadió: «¡Detenga usted a este hombre!» o «¡Cumpla usted con su deber!», pero el policía comprendió la orden. Avanzó lleno de celo. Esperaba verle poner una mano sobre mi hombro y sacar las esposas pidiéndome que avanzase las muñecas, pero no hizo nada parecido. Se limitó a ponerse a mi lado como si fuésemos a cantar un duetto, y permaneció así mirándome con su cara mofletuda.
Tía Dalia continuó intercediendo y razonando.
—¡Pero no se puede invitar una persona a su casa y mandarle detener en el momento en que está tranquilamente en su cuarto! Si esta es la hospitalidad del Gloucestershire, entonces, ¡que Dios proteja al Gloucestershire!
—Mr. Wooster no es aquí mi invitado, sino el de mi hija.
—No veo la diferencia. No puede usted tratarle así. Es su huésped. Ha comido su pan y probado su sal. Y puesto que hablamos de ésta, permítame que le diga que la sopa de la cena estaba salada.
—¡Oh! ¿Cómo puedes decir esto? —dije yo—. A mí me pareció que estaba a punto.
—No, estaba salada.
Pop Bassett intervino.
—Tengo que pedir a ustedes perdón por la insuficiencia de mi cocinero. Es posible que lo cambie en breve. Entretanto, volviendo al asunto que nos ocupa, Mr. Wooster está detenido y mañana tomaré las disposiciones para…
—¿Y qué va a ser de él esta noche?
—En el pueblo hay una delegación de policía pequeña, pero servicial, bajo la jefatura del agente Oates. Es indudable que el agente Oates le encontrará en ella acomodo.
—No va usted a proponer llevarse este pobre muchacho a una delegación de policía a estas horas de la noche… Por lo menos déjele usted dormir en una cama decente.
—Sí, no tengo inconveniente. No hay que ser innecesariamente severo. Puede usted permanecer en su habitación hasta mañana por la mañana, Mr. Wooster.
—¡Oh!, gracias.
—Cerraré la puerta.
—¡Oh, perfectamente!
—Y me llevaré la llave.
—¡Oh!, naturalmente.
—Y el agente Oates vigilará debajo de sus ventanas durante el resto de la noche.
—¿Señor?
—Esto refrenará la conocida propensión de Mr. Wooster a echar objetos por las ventanas. Creo que haría usted bien en ocupar su sitio en seguida, Oates.
—Muy bien, señor.
En la voz del agente de policía se notaba una nota de angustia, y era evidente que toda la atenta satisfacción con que había ido siguiendo el proceso de los acontecimientos se había desvanecido. Por lo visto, su punto de vista respecto a lo de las ocho horas de sueño, era el mismo que el de tía Dalia. Saludando tristemente, abandonó la estancia como deprimido. Tenía de nuevo su casco, pero era evidente que pensaba que los cascos no lo son todo en este mundo.
—Y ahora, Mrs. Travers, si fuese posible, desearía decirle dos palabras en particular.
Se marcharon y quedé solo.
No tengo inconveniente en confesar que cuando oí la llave dar la vuelta, mis emociones eran un poco angustiosas. Por una parte resultaba agradable pensar que, por lo menos, podía disponer de mi cama durante algún tiempo, pero contra eso había el hecho de que estaba en lo que suele entenderse por «cárcel vil», y que no veía probabilidades de salir de ella.
Desde luego aquello no era nuevo para mí, porque había yo oído los cerrojos correrse detrás de la puerta de mi prisión de Bosher Street. Pero en aquella ocasión, había podido acariciar la esperanza de que todo lo que podía pasarme era recibir una reprimenda del tribunal o, en último caso, como quedó subsiguientemente demostrado, sufrir un pellizco en la bolsa. Pero no me encontraba como en aquel momento delante de la perspectiva de ir a la mañana siguiente a empezar a cumplir una sentencia de treinta días, en una prisión, donde era muy poco probable que pudiese procurarme cada día mi taza de té matinal.
La idea de mi inocencia no me fue ningún alivio. El hecho de que Stiffy Byng me comparase con Sidney Carton no me consolaba. No sabía quién era, pero suponía que se trataba de un tipo que había hecho alguna proeza por complacer a una muchacha, y en mi mente esto bastaba para calificarlo de asno solamente. Sidney Carton y Bertram Wooster; era bastante difícil elegir entre ellos. Sidney, un idiota; Bertram, otro.
Me acerqué a la ventana y miré a través de ella. Recordando el desagrado que el agente Oates había mostrado ante la proposición de permanecer toda la noche de guardia, tenía la leve esperanza de que, una vez desaparecido el ojo de la autoridad, abandonase su consigna y fuese a entregarse a su ansiado sueño. Pero no. Allí estaba. Andando arriba y abajo por el césped, viva imagen de la Vigilancia. Y en aquel momento me había apenas dirigido al lavabo para coger la pastilla de jabón y arrojársela, creyendo que esto aliviaría un poco mi ánimo, cuando oí girar el pestillo de la puerta.
Atravesé la habitación y acerqué mis labios a la madera.
—¡Hola!
—Soy yo, señor, Jeeves.
—¡Ah, hola, Jeeves!
—La puerta parece estar cerrada, señor.
—Y tenga usted la seguridad de que las apariencias no engañan, Jeeves. Pop Bassett la ha cerrado y se ha metido la llave en el bolsillo.
—¿Cómo, señor?
—¡Me han pescado!
—¿De veras, señor?
—¿Qué dice usted?
—He dicho, ¿de veras, señor?
—¡Ah, ya! ¡Pues, sí! Y le diré a usted por qué.
Le di cuenta detallada de cuanto había ocurrido. No era cosa fácil, habiendo una puerta entre nosotros, pero creo que la narración dio por resultado unos ruiditos de respetuoso desagrado.
—Es muy desagradable, señor. He intentado dar con Mr. Spode, señor, pero parece que ha ido a dar un paseo. No hay duda de que no puede tardar.
—¡En fin! Ahora ya no lo necesitamos. El rápido desarrollo de los acontecimientos nos ha llevado lejos del punto en que podía sernos de alguna utilidad. ¿No ha ocurrido nada más, Jeeves?
—He tenido una conversación con Miss Byng, señor.
—Me gustaría tenerla yo también. ¿Qué le ha dicho a usted?
—La joven señorita estaba en un estado de ánimo considerablemente deprimido, señor, en vista de que su unión con el reverendo Mr. Pinker ha sido prohibida por Sir Watkyn.
—Parece que Sir Watkyn guarda cierto rencor al reverendo Mr. Pinker por la parte tornada al favorecer claramente la huida del ladrón de su jarrita de plata.
—¿Por qué dice usted «su»?
—Por razones de prudencia, señor. Las paredes oyen.
—¡Ya comprendo! Tiene usted razón, Jeeves.
—Gracias, señor.
Reflexioné un momento sobre este último acontecimiento. Era indudable que aquella noche en el Gloucestershire había muchos corazones acongojados. Experimentaba un sentimiento de piedad. A pesar de que debía enteramente a Stiffy encontrarme en la situación en que me encontraba, sentía cierto cariño por la muchacha y me entristecía con ella a la hora del dolor.
—Así que la romanza de Stiffy se ha ido a paseo lo mismo que la de Madeline… ¡Hay que ver la de cosas que ha estropeado el viejo pájaro ese, esta noche, Jeeves!
—Sí, señor.
—Y yo no veo que haya nada que hacer. ¿Ve usted que se pueda hacer algo, Jeeves?
—No, señor.
—Y hablando de otra cosa, ¿tiene usted algún plan inmediato para sacarme de aquí?
—Todavía no está debidamente estructurado, señor. Le estoy dando vueltas a una idea…
—Dele vueltas, Jeeves, dele vueltas. No ahorre usted esfuerzo alguno.
—De momento es una mera nebulosa.
—Requerirá habilidad, ¿no?
—Sí, señor.
Hice un gesto con la cabeza. Desde luego era perder el tiempo, porque no podía verme, pero, aun así, lo hice.
—Creo que en este momento es inútil usar de finuras y subterfugios, Jeeves. Lo que se requiere es rápida acción. Y se me ocurre una idea. No hace mucho tiempo que hablamos de aquella vez en que Sir Roderick Glossop estaba encerrado en la barraca del jardín con el agente Dobson guardando todas las salidas. ¿Recuerda usted la estratagema del viejo Pop Stoker para afrontar la situación?
—Si no me falla la memoria, señor, Mr. Stoker aconsejó un ataque personal contra el agente de la autoridad «¡Arréale en la cabeza con una pala!», fue, si recuerdo bien, la expresión…
—¡Exacto, Jeeves! Éstas fueron las palabras exactas. Y aun cuando reprobamos estas palabras en aquel momento, ahora me parece que estaban saturadas de sentido común. Estos hombres autodidactas y prácticos, tienen una manera especial de ir directos al punto especial y evitar dilaciones. El agente Oates está paseándose por el sendero debajo de mi ventana. Tengo todavía las sábanas anudadas y puedo fácilmente atarlas a la pata de la cama o a algún otro sitio. De manera que si pudiese usted proporcionarse una pala en algún sitio y dirigirse a…
—Temo, señor…
—¡Vamos, Jeeves! No es la hora de nolle prosequis. Ya sé que es usted el hombre de la astucia, pero tiene usted que comprender que en esta ocasión no nos serviría de nada. Ha llegado el momento en que lo único que sirve son las palas. Puede usted ir a darle conversación, manteniendo el instrumento debidamente oculto a su espalda, esperando el momento psicológico en que…
—Perdone el señor, creo que viene alguien.
—¡Bien! Reflexione sobre lo que le he dicho. ¿Quién viene?
—Son Sir Watkyn y Mrs. Travers, señor. Me parece que vienen a ver al señor.
—Creo que tardaré en poder disponer de esta habitación para mí solo. Pero no importa, Jeeves, ¡que vengan! Los Wooster tenemos siempre nuestras puertas abiertas.
Cuando un momento después la puerta se abrió, sólo entró mi parienta. Se dirigió al sillón y se dejó caer pesadamente en él. Su aspecto era sombrío, y no sugería la menor esperanza de que hubiese venido allí a decirme que el viejo Pop Bassett, habiendo prevalecido mejores consejos, había decidido abandonar el asunto y ponerme en libertad. Y, no obstante, ¡que me condene si no era esto lo que había venido a anunciarme!
—Bueno, Bertie —dijo después de haber reflexionado en silencio durante un momento—, puedes seguir haciendo tu equipaje.
—¿Eh…?
—Ha abandonado el asunto.
—¿Qué ha abandonado el…?
—Sí. No va a perseguir el delito.
—¿Entonces, no estoy acusado de…?
—No.
—¿Soy libre como el aire, como dice la expresión?
—Sí.
Estaba tan embebido en mi propia alegría, que tardé un rato en darme cuenta de que los pasos de baile que estaba haciendo de un lado a otro de la habitación, no eran del agrado de la vieja copartícipe de mi sangre. Seguía sentada con su aspecto sombrío y yo le dirigí una mirada impregnada de una sombra de reproche.
—No pareces estar muy contenta.
—Oh, estoy encantada…
—Pues fracaso en tratar de ver los síntomas —dije fríamente—. Hubiera creído que el indulto de un sobrino al pie del cadalso, como podríamos decir, hubiera debido producir unos cuantos saltos de alegría.
Un profundo suspiro salió estrepitosamente de su pecho.
—Lo malo es, Bertie, que hay una cosa desagradable. El viejo granuja ha puesto una condición.
—¿Cuál es?
—Quiere a Anatole.
—¿Que quiere a Anatole? —dije mirándole fijamente.
—Sí. Éste es el precio de tu libertad. Dice que está de acuerdo con no perseguir el delito si le cedo a Anatole. ¡Granuja de chantajista!
Un espasmo de angustia retorció sus facciones. No hacía mucho que había hablado del chantaje en términos altamente elogiosos, dándole su entera y abierta aprobación; pero, si se quiere sacar una verdadera satisfacción del chantaje, hay que estar del lado bueno. Al ser su víctima, en lugar de imponerlo, la pobre mujer sufría.
Tampoco yo estaba satisfecho. De cuando en cuando, durante el curso de este relato, he tenido ocasión de indicar mis sentimientos relativos a Anatole, este artista sin par, y se recordará que la narración de mi tía referente a cómo Sir Watkyn Bassett había bajamente tratado de sustraérselo durante su estancia en Brinkley Court, me había conmovido hasta los cimientos.
Es difícil, desde luego, convencer a quienes no han tenido ocasión de catar sus mágicos productos, de la importancia que para quienes los han catado tienen las salsas y asados de Anatole. Lo único que puedo decir es que, cuando uno ha probado uno de sus platos, se tiene la sensación de que, a menos de poder reincidir, la vida está desprovista de toda poesía y significado. La idea de que tía Dalia estaba dispuesta a sacrificar aquel hombre maravilloso únicamente por librar del refrigerador a un sobrino, me conmovía hasta lo más profundo de mi alma.
No recordaba haber estado nunca tan emocionado. La miré con ojos conmovidos. Me recordaba a Sidney Carton.
—Pero ¿estabas dispuesta a dar a Anatole por mi libertad? —murmuré.
—Naturalmente.
—¡Naturalmente, no! ¡No quiero ni oír hablar de eso!
—¡Pero no puedes ir a la cárcel!
—Desde luego, puedo, si esto implica que el divino maestro siga trabajando en tu vieja mansión. ¡Ni sueñes en acceder a la demanda del viejo Bassett!
—¡Bertie, no vas a decir que…!
—¡Claro que lo digo! ¿Qué importan cuatro malos días en la segunda división? ¡una bagatela! Lo hago a gusto. Deja que Bassett cometa esta infamia. Y —añadí, bajando la voz— cuando termine mi condena y de nuevo regrese al mundo de los hombres libres, deja que Anatole se porte como sabe. Un mes a pan y agua o cualquiera de las otras porquerías con que suelen alimentar en estos establecimientos me dará un extraordinario apetito. La noche de mi liberación, espero una cena que será un poema y una leyenda.
—Puedes contar con ella.
—Podríamos empezar ya a hablar de los detalles.
—Bien. ¿Empezamos por caviar o por Cantaloup?
—Caviar y Cantaloup. Seguido de una sopa reconfortante.
—¿Clara o espesa?
—¿No habrás olvidado el velouté aux fleurs de courgette de Anatole?
—¡Ni un momento! Pero ¿qué piensas de su consommé aux pommes d’amour?
—Quizá tengas razón.
—Creo que la tengo. Estoy convencido.
—Me parece que haré bien en dejarte encargar a ti.
—Acaso fuese prudente.
Tomé un papel y un lápiz, y, diez minutos después, estuve en disposición de enunciar el resultado.
—Independientemente de las adiciones en que pueda pensar en mi celda, la minuta que preveo es ésta:
Y leí lo que sigue:
Le dîner
Caviar frais
Cantaloup
Syphides à la crème d’écrevisses
Consommé aux pommes d’amour
Mignonnette de poulet petit duc.
Pointes d’asperges à la Mistinguette.
Suprême de foie gras au champagne.
Neige aux perles des Alpes.
Timbale de ris de veau toulousaine
Salade d’endives et de céleri
Le plum Pudding
L’étoile du berger
Bénédictins blancs
Friandises
Diablotins
Fruits
—¿Crees que esto bastará, tía?
—Sí. No creo que hayas omitido nada.
—Entonces, que entre el tío ese y desafiémosle. ¡Basset! —grité.
—¡Bassett! —gritó tía Dalia.
—¡Bassett! —vociferé, haciendo retumbar el cielo.
Retumbaba todavía, cuando entró en la habitación, con aspecto contrariado.
—¿Qué manera de gritarme es ésta?
—¡Ah, aquí está usted, Bassett! —No quise perder tiempo volviendo a la agenda—. Bassett, ¡le desafiamos a usted!
El hombre estaba evidentemente consternado. Dirigió una mirada interrogativa a tía Dalia. Parecía creer que yo estaba hablando con enigmas.
—Mi sobrino —explicó la parienta— se refiere a esta estúpida proposición suya de renunciar a perseguir el delito si le cedía a Anatole. Es la idiotez más grande que he oído jamás. Nos hemos reído mucho. ¿Verdad, Bertie, que nos hemos reído mucho?
—¡Es que nos tronchábamos!
Parecía atónito.
—¿Quiere usted decir que rehúsa?
—¡Naturalmente que rehusamos! Hubiera usted debido conocer mejor a mi sobrino y no suponerlo capaz de permitir que caiga la desventura y las privaciones sobre el hogar de una anciana tía, con tal de librarse de una pequeña molestia. Los Wooster no son así, ¿verdad, Bertie?
—Puedo afirmar que no.
—No se ponen ellos antes que todo.
—Puedes decirlo.
—No hubiera tenido ni que hacerle la ofensa de ofrecérselo. Te ruego que me perdones, Bertie.
—¡Perdonado, perdonado, querida parienta!
Estrechó mi mano.
—Adiós, Bertie, buenas noches. O, mejor dicho, au revoir. Nos volveremos a ver.
—¡Desde luego! Cuando los campos estén blancos de margaritas, si no antes.
—A propósito, ¿no has olvidado los nonnettes de la Méditerranée au fenouil?
—¡Es verdad! Y la sèlle d’agneau aux laitues à la grecque. Añádelos a la lista, ¿quieres?
Su salida, que fue acompañada de una mirada de estima y admiración al cruzar el umbral, fue seguida de un leve y por mi parte altivo silencio. Al cabo de un rato, Pop Bassett habló con voz forzada y desagradable.
—En fin, Mr. Wooster; parece que finalmente tendrá usted que pagar el precio de su locura.
—Exactamente.
—Tengo que participarle que he cambiado de idea respecto a mi condescendencia permitiéndole pasar la noche bajo mi techo. Tiene usted que ir a la Delegación de Policía.
—Es usted vengativo, Bassett.
—En absoluto. Pero no veo el motivo por el cual el agente Oates deba privarse de su bien ganado sueño, meramente porque ésta es su conveniencia. Voy a mandarlo a buscar —dijo abriendo la puerta—. ¡Oiga!
Era la forma menos indicada para dirigirse a Jeeves, pero el fiel muchacho no pareció resentirse por ello.
—¿Señor?
—En el jardín, fuera de la casa, encontrará usted al agente Oates. Tráigalo usted aquí.
—Muy bien, señor. Pero creo que Mr. Spode desea hablar con el señor.
—¿Eh?
—Mr. Spode, señor. Creo que viene por el corredor.
El viejo Bassett volvió a entrar en la habitación aparentemente contrariado.
—Quisiera que Roderick no me interrumpiese en un momento como éste —dijo como buscando querella—. Ignoro qué motivos debe de tener para querer hablarme.
Me reí alegremente. La ironía de la situación me divertía.
—Viene, un poco tarde, a decirle a usted que estaba conmigo cuando fue robada la jarrita, demostrando mi inocencia definitivamente.
—Ya veo. Sí, como dice usted, viene un poco tarde. Voy a tenerle que explicar… ¡Ah, Roderick!
La voluminosa masa de R. Spode apareció en el marco de la puerta.
—Entre usted, Roderick, entre usted. Pero no tenía usted que haberse molestado, querido amigo. Mr. Wooster ha probado de una manera evidente que no tiene nada que ver con el robo de mi jarrita. Era para esto que quería usted verme, ¿verdad?
—Pues… ¿eh…? no —dijo Roderick Spode.
En su rostro había una mirada de desaliento. Sus ojos estaban vidriosos y hasta allá de donde una cosa de aquel tamaño podía ser manoseada, se manoseaba el bigote. Parecía tener que desempeñar una desagradable misión.
—Pues… ¿eh…? no… —había dicho—. La cosa es que he oído decir que había habido complicaciones respecto al casco que le quité al agente Oates.
Hubo un silencio profundo. El viejo Bassett se atragantó. Yo me atraganté. Roderick Spode continuó manoseándose el bigote.
—Fue una tontería —dijo—, ahora lo veo. Obré bajo un impulso irresistible. Algunas veces ocurre, ¿no? ¿Recuerda usted que le dije que una vez le había quitado el casco a un policía, en Oxford? Creí que podía callarme, pero el mayordomo de Wooster me dijo que se le había ocurrido a usted la idea de que había sido él, y, claro, tuve que venir en seguida a decírselo. Nada más que esto. Me parece que me voy a la cama —añadió—. Buenas noches.
Salió y el profundo silencio volvió a funcionar.
Supongo que debe de haber hombres que han tenido un aspecto más idiotizado que Six Watkyn Bassett en aquel momento, pero yo no había visto nunca ninguno. La punta de su nariz era de un escarlata brillante y sus lentes se inclinaban marcando un ángulo de 45 grados. A pesar de lo duramente que me había tratado desde el comienzo de nuestras relaciones, sentí casi piedad de aquel pobre granuja.
—¡Mmmph! —dijo finalmente.
Durante un instante luchó con sus cuerdas vocales como si se hubiesen enredado unas con otras.
—Parece que tengo que pedirle a usted perdón, Mr. Wooster.
—No hablemos más de esto, Bassett.
—Siento que haya ocurrido todo esto.
—No diga una palabra más. Mi inocencia está reconocida. Esto es lo importante. Supongo que ahora soy libre de marcharme…
—¡Oh, desde luego, desde luego! Buenas noches, Mr. Wooster.
—Buenas noches, Bassett. Creo que no vale la pena de que le diga que espero que esto le habrá servido de lección.
Le despedí con un altivo movimiento de cabeza, y permanecí sumido en mis reflexiones. No comprendía qué había ocurrido. Intenté seguir el viejo y eficaz sistema de Oates de buscar el móvil, pero me declaré vencido. Sólo podía suponer que era el espíritu de Sidney Carton que aleteaba nuevamente.
Y de repente, un rayo de luz deslumbradora me iluminó.
—¡Jeeves!
—¿Señor?
—¿Ha sido usted quien…?
—¿Señor?
—¡No diga usted más «¿Señor?»! Ya sabe usted de qué hablo. ¿Ha sido usted quien ha obligado a Spode a cargar con el muerto?
No diré que sonriese, porque no sonreía nunca, pero un músculo de la parte superior de la boca pareció contraerse un instante.
—Me atreví a sugerir a Mr. Spode que sería por su parte una acción meritoria asumir la responsabilidad, señor. Mi argumento fue que evitaría al señor un sinnúmero de molestias, mientras él no corría riesgo alguno. Le hice ver que Sir Watkyn, habiendo decidido casarse con su tía, difícilmente le infligiría la sentencia que pensaba dictar contra el señor. Cuando uno está prometido con una tía, no se manda al sobrino a la cárcel.
—Profundamente exacto, Jeeves. Pero, a pesar de esto, no lo entiendo. ¿Quiere usted hacerme creer que aceptó en el acto? ¿Sin una protesta?
—Precisamente sin protesta, no, señor. Al principio, tengo que confesarlo, mostró cierta resistencia. Creo que acaso influyese su decisión, al informarle que estaba al corriente de cuanto se relaciona con el desagradable…
Lancé un grito.
—¡Eulalia!
—Precisamente, señor.
Un apasionado deseo de llegar hasta el fondo de esta Eulalia, me invadió.
—¡Jeeves, dígame! ¿Qué le hizo Spode a esta muchacha? ¿La asesinó?
—Temo no tener la libertad de decirlo, señor.
—¡Vamos, Jeeves!
—Temo que no, señor.
Renuncié.
—¡En fin!
Empecé a librarme de mis vestiduras y a deslizarme en el pijama. Me senté sobre la cama. En vista de que las sábanas estaban inextricablemente anudadas, comprendí que tendría necesidad de acurrucarme entre las mantas, pero, por una noche, estaba decidido a amoldarme a las circunstancias.
El rápido desarrollo de los acontecimientos me había dejado pensativo. Rodeé mis rodillas con mis brazos, pensando en lo caprichosa que es la fortuna.
—¡Qué curiosa es la vida, Jeeves!
—Muy curiosa, señor.
—No se sabe nunca dónde estamos, ¿verdad, Jeeves? Para tomar un ejemplo, poco podía pensar, hace apenas media hora, estar ahora aquí tan tranquilo y despreocupado y en pijama, contemplándole a usted.
Ante mí parecía abrirse un futuro muy diferente.
—Sí, señor.
—Parecía que una maldición hubiese caído sobre mí.
—Es cierto, señor.
—Y ahora todas mis preocupaciones, como diría usted, se han desvanecido como el rocío bajo los rayos del sol. Gracias a usted.
—Estoy encantado de haber sido útil al señor.
—Ha estado usted acertado como pocas veces había estado usted. Y, no obstante, Jeeves, siempre hay un «pero».
—¿Señor?
—Desearía que no se pasase usted el día diciendo «Señor». Lo que quiero decir, Jeeves, es que en este vecindario hay corazones que han sido separados y que siguen separados. Yo puedo ser feliz, Jeeves, en realidad lo soy, pero Gussie no lo es. Ni Stiffy tampoco. Ésta es la mosca en el vaso de la leche.
—Sí, señor.
—Si bien, siguiendo pensando en esto, no he comprendido nunca por qué las moscas no pueden estar en la leche. ¿Qué mal hacen?
—Pensaba, señor…
—¿Qué, Jeeves?
—Quería únicamente preguntar al señor, si el señor tiene intención de perseguir ante los tribunales a Sir Watkyn por detención arbitraria y difamación ante testigos.
—No había pensado en ello. ¿Cree usted que esta acción progresaría?
—No puede caber la menor duda, señor. Tanto Mrs. Travers como yo podemos ofrecer testimonio irrefutable. El señor está indiscutiblemente en situación de exigir a Sir Watkyn una fuerte indemnización por daños y perjuicios.
—Sí, creo que tiene usted razón. No hay duda de que es por eso por lo que, cuando Spode confesó su delito, salió de aquí con aquel aire cariacontecido.
—Indudablemente, señor. Su imaginación, adiestrada en los procedimientos legales, le hizo ver el peligro.
—Creo que jamás he visto un hombre con una nariz tan colorada. ¿Y usted?
—Tampoco, señor.
—No obstante, me parece mal apabullarlo más. Me parece que no voy a arrastrarlo más por el lodo.
—Pensaba únicamente, señor, que en el caso de que el señor le amenazase con esta acción, Sir Watkyn, a fin de evitarse disgustos, accedería a ratificar la proyectada unión de Miss Bassett con Mr. Fink-Nottle y de Miss Byng con el reverendo Air. Pinker.
—¡Magnífico, Jeeves! Ha dado usted en el clavo.
—Precisamente, señor.
—¡Hay que poner el plan en práctica inmediatamente! Salté de la cama y abrí la puerta.
—¡Bassett! —grité.
No hubo respuesta inmediata. Parecía que aquel hombre se hubiese metido en el centro de la tierra. Pero después de algunos minutos de perseverar en gritar «¡Bassett!» a intervalos regulares y con voz de creciente volumen, oí lejano el ruido de unos pasos, y llegó Pop Bassett en un estado de ánimo muy diferente del que había mostrado en anteriores ocasiones. Esta vez tenía más bien el aspecto de un camarero atento que responde a una llamada.
—Diga, Mr. Wooster.
Retrocedí hasta mi habitación y entrando en ella me senté nuevamente sobre la cama.
—¿Tenía usted algo que decirme, Mr. Wooster?
—Hay aproximadamente una docena de cosas que quisiera decirle a usted, Bassett, pero de la que hablaremos en este momento es ésta. Se ha dado usted cuenta de que su testaruda conducta y su manía de que los policías me detuviesen y de encerrarme en mi cuarto le ha hecho a usted caer bajo el peso de una acción por… ¿qué era, Jeeves?
—Detención arbitraria y difamación ante testigos, señor.
—¡El caso es éste! ¡Puedo exigirle a usted millones! ¿Qué piensa usted hacer?
Temblaba como un ventilador eléctrico.
—¡Yo le diré a usted lo que va a hacer! —continué—. Va usted a decir OK a la proyectada unión de su hija Madeline con Augustus Fink-Nottle, así como a la de su sobrina Stephanie Byng con el reverendo H. P. Pinker. Y va usted a decirlo inmediatamente.
Pareció sostener una lucha interna. Pero sus dudas se acabaron al sorprender mi mirada.
—Muy bien, Mr. Wooster.
—Y hablando de la jarrita. Es muy probable que la banda internacional que la ha robado se la venda a mi tío Tom. Su organización informativa secreta les habrá probablemente puesto al corriente de que existe mi tío en el mercado. Ni una palabra, Bassett, si un día se entera usted de que figura en su colección.
—Muy bien, Mr. Wooster.
—Y otra cosa. Me debe usted cinco «palomas».
—¿Perdone?
—Como devolución de las que me quitó usted en Bosher Street. Las quiero antes de marcharme. Espero encontrarlo en la bandeja del desayuno. Buenas noches, Bassett.
—Buenas noches, Mr. Wooster. ¿Es coñac aquello que hay allí? Tomaría a gusto una copa, si se puede.
—Jeeves, un trago para Sir Watkyn Bassett.
—Muy bien, señor.
Vació el frasco, agradecido, y salió. Probablemente era un buen hombre, conocido a fondo. Jeeves rompió el silencio.
—El equipaje está listo, señor.
—Bien. Me parece que me voy a enroscar un poco. Abra la ventana, ¿quiere?
—Muy bien, señor.
—¿Qué noche hace?
—Insegura. Ha empezado a llover con bastante violencia.
El sonido de un estornudo llegó a mis oídos.
—¿Eh? ¿Qué es eso? ¡Afuera hay alguien!
—El agente Oates, señor.
—Pero ¿está todavía de guardia?
—Por lo visto, señor. Imagino que con todas las preocupaciones de otra naturaleza, Sir Watkyn ha olvidado mandarle recado de que no era necesario montar la guardia por más tiempo.
Suspiré de contento. Era lo único que me faltaba para completar mi día. La idea del agente Oates paseándose bajo la lluvia como las tropas de los medos, cuando podría estar metido en cama tostándose los pies con la botella de agua caliente, me producía una suave sensación de felicidad.
—Éste es el final de un día feliz, Jeeves. ¿Cómo es aquello que recita usted sobre las alondras?
—¿Señor?
—Y los caracoles, creo.
—¡Ah, sí, señor! «El año está en su primavera; el día en la mañana; la mañana, son las siete; la colina de rocío está pelada…»
—Pero ¿y las alondras, Jeeves? ¿Y los caracoles? Estoy seguro de que se trataba de alondras y de caracoles.
—Ahora voy a ellos, señor. «La alondra está en el aire; el caracol en los espinos…»
—¡Ahora, ahora! ¿Y la apoteosis?
—«Dios está en el cielo; todo va bien en el mundo…»
—Muy bien dicho, Jeeves. No lo hubiera dicho mejor yo. Y ahora, Jeeves, no hay más que una cosa. Quisiera que me dijese usted toda la verdad exacta sobre Eulalia.
—Temo, señor…
—Ya me conoce usted, Jeeves, soy una tumba silenciosa.
—Las reglas del «Ganymede Junior» son exclusivamente estrictas, señor.
—Lo sé, pero puede usted infringirlas un poco.
—Lo siento, señor…
Tomé una gran decisión.
—Jeeves —dije—, vacíe el costal y voy con usted a hacer el crucero alrededor del mundo.
Vaciló.
—Pues… ¿estrictamente confidencial, señor…?
—Desde luego.
—Mr. Spode dibuja ropa interior para señoras. Tiene un talento reconocido en este ramo, y lo practica secretamente desde hace algunos años. Es el fundador y propietario del empórium conocido por «Eulalie Soeurs».
—¡No me diga que…!
—Exactamente, señor.
—¡Dios mío, Jeeves! ¡No me extraña que no quiera que se sepa una cosa así!
—No, señor. Pondría indudablemente en peligro su autoridad sobre sus adeptos.
—Es imposible ser un dictador triunfante y dibujar ropa interior para señora.
—Imposible, señor.
—Una cosa u otra. ¡Las dos, no!
—Precisamente, señor.
Reflexioné.
—Bien, valía la pena, Jeeves. No hubiera podido dormir pensando en esto. Quizás ese crucero no sea tan aburrido…
—Mucha gente lo encuentra muy agradable, señor.
—¿De veras?
—Sí, señor. Se ven caras nuevas.
—Es verdad. No había pensado en eso. Las caras serán todas nuevas, ¿no? Miles y miles de personas, y ninguna será Stiffy.
—Exacto, señor.
—Mañana irá usted a tomar los billetes.
—Los he adquirido ya, señor. Buenas noches, señor.
La puerta se cerró. Apagué la luz. Durante algunos momentos permanecí escuchando las acompasadas pisadas de Oates, y pensando en Madeline Bassett, y en Gussie, y en Stiffy Byng, y en mi viejo amigo Stinker Pinker, y en la gran felicidad que se cernía sobre sus vidas amorosas. Pensé también en tío Tom recibiendo en sus manos la jarrita, y en tía Dalia aprovechando el momento psicológico para sustraerle un importante cheque para el Milady’s Boudoir. Comprendí que Jeeves tenía razón. «El caracol estaba en el aire y la alondra en los espinos», o, mejor dicho, al revés, y «Dios estaba en el cielo y todo iba bien en el mundo». Y después mis ojos se cerraron, se relajaron los músculos, la respiración se hizo suave y regular, y el sueño que contribuyó a alejar de mi mente la más leve sombra de temor me cubrió con su ala protectora.