No me había equivocado al hablar del efecto fortificante que sobre mi carácter ejercieron las vicisitudes a que me había visto sometido desde mi aparición en la casa de campo de Sir Watkyn Bassett. Lentamente, paso a paso, habían ido moldeándome y convirtiéndome, de un clubman impresionable y boutevardier, en un hombre de acero templado. A un neófito de las condiciones en que se vivía en aquella casa maldita, al encontrarse frente a frente con la situación en que yo me hallaba, se le hubieran salido los ojos de las órbitas y se hubiera desvanecido en el sillón donde estaba sentado. Pero fortalecido y aguerrido por la rutina de los acontecimientos que constituían la vida de Totleigh Towers, me sentí capaz de conservar mi cabeza y buscar la solución.
No diré que no salté de mi asiento como un conejo que se acaba de sentar sobre un cacto, pero, habiéndome levantado, no perdí el tiempo en inútiles divagaciones. Fui a la puerta y la cerré. Después, con los labios prietos y pálidos, me acerqué a Jeeves, que había sacado el casco de la maleta y lo estaba balanceando pensativamente sosteniéndolo por el barboquejo.
Sus primeras palabras me probaron que había interpretado mal la situación.
—Creo, señor —dijo, con un matiz de reproche en su voz—, que el señor hubiera obrado prudentemente eligiendo un lugar más adecuado, como escondrijo.
Moví la cabeza. Incluso creo que sonreí, ligeramente, desde luego. Mi aguda inteligencia me había permitido profundizar hasta el fondo de lo ocurrido.
—Yo no, Jeeves. Stiffy.
—¿Señor?
—La mano que colocó este casco no fue la mía, sino la de Miss Byng. Lo tenía en su cuarto. Temía que procediesen finalmente a un registro, y la última vez que la vi estaba tratando de encontrar un escondrijo mejor. Esta es una de sus ideas.
Suspiré.
—¿Cómo concibe usted que una muchacha tenga una mentalidad como la de Stiffy, Jeeves? —suspiré.
—Es indudable que la señorita es algo extravagante en sus acciones, señor.
—¿Extravagante? No sabe usted hasta dónde es capaz de llegar, Jeeves. Cuanto más piensa la mente en esa joven, más enferma de terror se siente el alma. Si se atisba en el futuro, se estremece uno ante lo que se adivina. Hay que mirarlo frente a frente, Jeeves… Stiffy, que tiene la cabeza llena de serrín, está a punto de casarse con el reverendo H. P. Pinker, que es a su vez el mayor mentecato que ha comido pan sobre la tierra, y no hay razón para suponer (hay que tener en cuenta eso también) que su unión no será bendecida por el Cielo. Es decir, que en breve habrá unos piececitos que pisarán estos suelos. Y lo que hay que preguntarse es qué será la existencia en la vecindad de estos piececitos, suponiendo (como no podemos menos de suponer) que hereden la idiotez combinada de sus padres. Pienso con profunda piedad, Jeeves, en sus nurses, sus institutrices, sus maestros particulares y en los colegios, que acepten a la ligera la responsabilidad de educar un producto de Stephanie Byng y Harold Pinker, ignorando que se encuentran delante de algo más irritante que un tarro de mostaza. No obstante —proseguí, abandonando estas especulaciones—, a pesar del profundo interés de este tema, no es en realidad lo que nos encamina a una salida. Contemplando ese casco y metiéndonos en la cabeza que el duetto cómico Oates-Bassett puede llegar de un momento a otro a fin de empezar sus pesquisas, ¿qué recomienda usted?
—Es un poco difícil decirlo, señor. Un verdadero escondite para un objeto tan voluminoso no es fácil de encontrar.
—Es verdad. El maldito casco ese parece ocupar toda la habitación.
—Es indiscutible que atrae la mirada.
—Sí. Las autoridades obraron cuerdamente cuando fabricaron este casco para el agente Oates. Quisieron dotarlo de algo impresionante, no de algo que se balancease sobre su cabeza como un cacahuete, y lo consiguieron. Es imposible ocultar una tapadera como esa ni en una selva impenetrable. En fin —dije—, veremos qué efecto producen el tacto y suavidad. Me pregunto cuándo van a llegar estos pájaros. No creo que tarden. ¡Ah! He aquí la voz de la sentencia, si no me equivoco, Jeeves.
Pero, al suponer que era la mano de Sir Watkyn la que había golpeado la puerta, había errado. La voz que habló fue la de Stiffy.
—Bertie, déjame entrar.
A nadie ansiaba ver más que a ella, pero no abrí inmediatamente las puertas de par en par. La prudencia dictaba una investigación preliminar.
—¿Llevas contigo tu maldito perro?
—No, el mayordomo lo ha llevado a paseo.
—En este caso puedes pasar.
Cuando lo hizo, fue para encontrarse frente a frente con un Bertram cruzado de brazos y de mirada altiva. No obstante, no pareció darse cuenta de mi reprobador aspecto.
—Bertie, querido…
Se calló, impresionada por un salvaje gruñido salido de la boca de un Wooster.
—Nada de «Berties, queridos». No tengo más que una cosa que preguntarte y es: ¿Fuiste tú quien puso ese casco en mi maleta?
—¡Claro que fui yo! Y de eso venía precisamente a hablarte. Recordarás que estaba tratando de encontrar un buen escondrijo. Me exprimí un poco el cerebro y por fin lo encontré.
—Y se te ha ocurrido aquí.
La actitud de mi tono pareció sorprenderla. Me miró con una extrañeza completamente femenina, con una expresión gentil.
—Pero ¿no te importará, verdad, Bertie, querido?
—¡Ah!
—Pero ¿por qué? Yo creí que estarías contento de ayudarme.
—¿De veras? —dije con verdadera intención de mortificarla.
—No podía arriesgarme a que tío Watkyn lo encontrase en mi cuarto.
—Y has preferido que lo encontrase en el mío.
—Pero ¿cómo quieres que lo encuentre? ¡No va a venir a registrar tu habitación…!
—¿Conque no, eh?
—¡Claro que no! ¡Eres su huésped!
—¿Y crees que esto va a detenerle? —Le dirigí una de aquellas sonrisas sardónicas mías—. Creo que atribuyes a este germen venenoso una nobleza de sentimiento y un respeto a las leyes de la hospitalidad que nada demuestra que posea. Ten la seguridad de que vendrá a registrar mi habitación, y la única cosa que le ha impedido hacerlo ya, es que sigue dando caza a Gussie.
—¿Gussie?
—En este momento está dando caza a Gussie con un látigo de montería. Pero un hombre no puede seguir así indefinidamente. Tarde o temprano lo veremos llegar aquí con sus sabuesos.
Por fin se dio cuenta de la gravedad de la situación. Lanzó un gemido de desfallecimiento y sus ojos alcanzaron la dimensión de un plato sopero.
—¡Oh, Bertie! ¡Entonces temo haberte puesto en un aprieto!
—Es tan claro como la luz.
—Ahora siento haberle pedido a Harold que robase el casco. Fue un error. Tengo que admitirlo. No obstante, aun cuando tío Watkyn venga aquí y lo encuentre, la cosa no tiene gran importancia, ¿verdad?
—¿Ha oído usted eso, Jeeves?
—Sí, señor.
—Yo también. Conque crees que no importa, ¿verdad?
—En fin… quiero decir que no creo que tu reputación sufra por eso, ¿verdad? Todo el mundo sabe que eres incapaz de dejar los cascos de los policías tranquilos. ¡Total, será uno más!
—¡Aaaah…! ¿Y qué te hace suponer, joven Stiffy, que cuando llegue el asirio aquí como un lobo enfurecido, me limitaré a aceptar humildemente la culpa y no cantaré toda la verdad…? ¿Cómo es, Jeeves?
—La verdad pura y llana.
—¡Gracias, Jeeves! ¿Qué te hace suponer que me limitaré a aceptar humildemente la culpa y no cantaré la verdad pura y llana?
No hubiera creído nunca que sus ojos pudiesen crecer todavía más, y, no obstante, aumentaron el tamaño perceptiblemente. Otro gemido de desfallecimiento se le escapó. Dada su intensidad, podríamos casi llamarlo un chillido.
—¡Pero, Bertie!
—¿Qué?
—¡Óyeme, Bertie!
—Te oigo.
—¡Tienes que aceptar la responsabilidad! ¡No puedes permitir ver a Harold mezclado en este asunto! Esta misma tarde me decías que le quitarían los hábitos. ¡No quiero que le quiten los hábitos! ¿Qué va a ser de él si le quitan los hábitos? Estas cosas son la ruina de un pastor. ¿Por qué no quieres decir que fuiste tú? Todo lo que te pasaría sería que te echaran de la casa, y no creo que tengas gran interés en quedarte, ¿no?
—Acaso no estés enterada de que la calamidad de tu tío tiene la intención de meter al autor del delito en chirona.
—¡Oh, no! ¡En el caso peor, una multa!
—Nada de eso. Me lo ha dicho claramente. ¡En chirona!
—Pero no lo pensaba. A lo mejor en sus…
—No, no había guiño ni parpadeo alguno en sus ojos.
—Entonces, razón de más. Es imposible que Harold, mi adorado ángel, vaya a cumplir la condena.
—¿Y tu adorado ángel Bertram?
—¡Pero Harold es un hombre muy impresionable!
—¡También soy impresionable yo!
—¡Ni la mitad de lo de Harold! ¡Bertie! ¿No irás a poner ahora dificultades…? ¡Eres demasiado bueno! ¿No me dijiste un día que el código de los Wooster era: «Jamás abandones a un camarada en un apuro»?
Había encontrado el punto flaco. Cuando se lanza una llamada al código de los Wooster, raras veces deja de vibrar la cuerda sensible de Bertram. Mi frente acorazada empezó a desmoronarse.
—Todo esto está muy bien…
—¡Bertie, querido!
—¡Sí, ya lo sé, maldita sea!
—¿Bertie?
—¿Qué?
—¿Cargarás con el pato?
—Así lo temo…
Me contempló extasiada y creo que, si no me hubiese apartado a un lado, me habría echado los brazos al cuello. No había duda que se acercaba a mí saltando, con algún propósito parecido. Defraudada por mi agilidad, empezó a marcar algunos de aquellos pasos de baile a los que era tan adicta.
—¡Gracias, Bertie, querido! ¡Ya sabía yo que te portarías bien! No puedo decirte cuánto te lo agradezco y te admiro. Me recuerdas a Carter Patterson… no, no es esto… a Nick Carter… no, tampoco a Nick Carter… ¿A quién me recuerda Mr. Wooster, Jeeves?
—A Sidney Carton, señorita.
—¡Eso es! Sidney Carton. ¡Pero, comparado contigo era una porquería, Bertie! Y además, creo que nos alarmamos innecesariamente. ¿Por qué damos por descontado que tío Watkyn encontrará el casco si viene a hacer una investigación? ¡Hay mil sitios donde esconderlo!
Y antes de que yo dijese: «¡Dime tres!», había hecho una pirueta y desaparecido. La oí alejarse cantando alegremente.
Cuando me volví hacia Jeeves, mis labios dibujaban una amarga sonrisa.
—¡Mujeres, Jeeves!
—¡Sí, señor!
—¡En fin, Jeeves! —dije tendiendo mi mano hacia el frasco de coñac—, ¡esto es el final!
—No, señor.
Salté con una violencia que casi me hizo derribar la mesa.
—¿No es el final?
—No, señor.
—¿Quiere usted decir que tiene una idea?
—Sí, señor.
—¡Pero hace un momento me dijo usted que no tenía ninguna!
—Sí, señor. Pero desde entonces he estado analizando el asunto con detención y ahora me hallo en situación de exclamar: ¡Eureka!
—¿De exclamar, qué?
—¡Eureka!, señor. Como Arquímedes.
—¿Fue él quien dijo ¡eureka!? Creí que había sido Shakespeare.
—No, señor, Arquímedes. Lo que quería recomendar al señor es que arrojase el casco por la ventana. Es muy poco probable que a Sir Watkyn se le ocurra buscar fuera de la casa, y podremos recuperarlo cuando queramos. —Se detuvo, escuchando—. Y si este plan mereciese la aprobación del señor, propondría llevarlo a cabo con cierta premura. Creo oír ruido de pasos que se acercan.
Tenía razón. Él aire vibraba bajo las pisadas. Partiendo de la base de que no era probable que una manada de bisontes avanzase por el pasillo del segundo piso de Totleigh Towers, el enemigo se aproximaba. Con el sobresalto de un cordero en el redil al observar la aproximación de los asirios, salté sobre el casco, me acerqué a la ventana y lo dejé caer en las sombras de la noche. Y apenas acababa de ejecutar esta acción cuando se abrió la puerta y entraron en el orden que se nombran: tía Dalia, con una expresión divertida e indulgente, como si tomase parte en algún juego para divertir a los chiquillos; Pop Basset, en batín color púrpura, y el agente de policía Oates, que se enjugaba las narices con un pañuelo de bolsillo.
—Sentimos molestarte, Bertie —dijo mi anciana parienta cortésmente.
—¡De nada! —dije con la misma suavidad—. ¿Puedo hacer algo por la multitud?
—A Sir Watkyn se le ha ocurrido la extraña idea de hacer una investigación en tu cuarto.
—¿Una investigación en mi cuarto?
—Pienso registrarlo de arriba abajo —dijo el viejo Bassett, con una mirada muy Bosher Street.
Miré a tía Dalia, levantando las cejas.
—No comprendo. ¿Qué significa todo esto?
Se rió indulgentemente.
—No lo creerás, Bertie, pero cree que la jarrita para leche está aquí.
—Pero ¿es que ha desaparecido?
—Ha sido robada.
—¡No me digas!
—Sí.
—¡Caramba, caramba, caramba!
—Está desesperado.
—No me extraña…
—¡Pero de lo más apenado!
—¡Pobre tipo!
Puse una mano suave sobre el hombro de Pop Bassett. Probablemente era la última cosa que hubiera debido hacer, porque ni siquiera lo suavizó lo más mínimo.
—Puedo perfectamente prescindir de su conmiseración, Mr. Wooster, y le agradeceré que, cuando se refiera usted a mí, no me llame «tipo». Tengo serias razones para suponer que en su habitación se halla, no solamente mi jarrita para leche, sino también el casco del agente Oates.
Me pareció indicada una risita sarcástica.
Tía Dalia me apoyó con otra.
—¡Ja, ja, ja!
—¡Pero qué absurdo!
—¡Qué ridículo!
—¿Qué diantres quiere usted que haga yo con una jarrita?
—¿O con cascos de policía?
—Exacto.
—¿Has oído nunca una idea más estrafalaria?
—¡Nunca! Mi querido anfitrión —dije—, vamos a conservar la calma y la serenidad y a poner las cosas en orden. Con la mejor intención y benevolencia tengo que manifestarle a usted que está al borde, si es que no lo ha pasado usted, de portarse como un perfecto asno. Estas cosas no pueden hacerse, ya lo sabe usted. No tiene usted derecho a acusar a la gente de innumerables crímenes sin la menor sombra de prueba.
—Tengo todas las pruebas que necesito, Mr. Wooster.
—Eso creerá usted. Y en esto, lo mantengo, es donde hace usted la plancha mayor de su vida. ¿Cuándo le han sustraído a usted aquel objeto holandés moderno?
Se tambaleó bajo el golpe, sonrojándosele la punta de la nariz.
—¡No es holandés moderno!
—¡En fin! Esto podremos aclararlo más tarde. ¿Cuándo ha abandonado la casa?
—No ha abandonado la casa.
—Esto será lo que usted cree. Se lo digo otra vez. En fin, ¿cuándo ha sido robado?
—Hace unos veinte minutos.
—Pues ahí lo tiene usted. Hace veinte minutos yo estaba aquí, en mi cuarto.
Esto le contrarió, tal como había pensado.
—¿Estaba usted en su cuarto?
—En mi cuarto.
—¿Solo?
—Al contrario. Jeeves estaba conmigo.
—¿Quién es Jeeves?
—¿No conoce usted a Jeeves? Aquí tiene usted a Jeeves. ¡Jeeves, Sir Watkyn Bassett!
—¿Y quién es usted, mi buen hombre?
—Esto es precisamente lo que es, mi buen hombre. ¿Puedo decir mi brazo derecho?
—Gracias, señor.
—De nada, Jeeves. Un elogio merecido.
—El rostro de Pop Bassett estaba desfigurado, si es que podía desfigurarse un rostro como el suyo, por una horrible mueca.
—Siento mucho, Mr. Wooster, no estar dispuesto a admitir como prueba concluyente de su inocencia la palabra no corroborada de su servidor.
—¿No corroborada, eh? Jeeves, vaya usted y tráigase a Mr. Spode. Dígale que venga en seguida a aportar la prueba de mi coartada.
—Muy bien, señor.
Salió de la habitación, y Pop Bassett pareció tragarse algo duro y áspero.
—¿Estaba con usted Roderick Spode?
—¡Claro que estaba! ¿Quizá va usted a creer su palabra?
—Sí, creeré lo que diga Roderick Spode.
—Entonces muy bien. Estará aquí dentro de un momento.
Pareció reflexionar.
—Bien. Entonces, al parecer, me equivocaba al suponer que ocultaba aquí la jarrita. Debe de haber sido robada por otro.
—Eso viene de fuera, si quiere usted mi opinión —dijo tía Dalia.
—A lo mejor es obra de una banda internacional —aventuré.
—Muy probablemente.
—Es indudable que se sabía por todo el mercado que Sir Watkyn había adquirido la jarrita. Recordarás que tío Tom contaba poder adquirirla y es indudable que ha contado a todo el mundo dónde había ido a parar. Y no tardaría en llegar la noticia a las bandas internacionales. Ya sabes que escuchan con el oído pegado al suelo.
—¡Son terribles esos bandidos! —asintió mi parienta.
Me pareció que al nombre de tío Tom, Pop Bassett se había estremecido un poco. Era indudable que su conciencia culpable le atormentaba, como hacen siempre las conciencias culpables.
—Bien, no hay necesidad de continuar la discusión —dijo—. En cuanto concierne a la jarrita, admito que ha demostrado usted su inocencia. Hablemos ahora del casco del agente Oates. Respecto a esto, Mr. Wooster, sé positivamente que está en su poder.
—¿Ah, sí?
—Sí. A este respecto, el agente Oates ha recibido información categórica por parte de un testigo presencial. Voy a proceder, por consiguiente, al registro de su cuarto sin más demora.
—¿Desea usted verdaderamente hacerlo?
—Sí.
Me encogí de hombros.
—Muy bien —dije—. Si es así como interpreta usted los deberes de la hospitalidad, siga usted adelante. Le invito a que haga la inspección. Sólo le diré que parece usted tener unas ideas un poco estrafalarias sobre el bienestar de sus huéspedes durante el week end. No cuente usted más conmigo.
Le había dicho a Jeeves que sería seguramente muy divertido ver al granuja de Bassett y a su colega manos a la obra, y así quedo demostrado. No recuerdo haberme divertido nunca tanto. Pero todo en el mundo tiene un final. Diez minutos después, era evidente que los dos sabuesos estaban dispuestos a abandonar la pista y largarse.
Decir que cuando Pop Bassett desistió de su tarea estaba deshecho, sería decir poco.
—Parece que tengo que pedirle a usted perdón, Mr. Wooster —dijo.
—Sir W. Bassett —contesté—, jamás ha dicho usted una verdad más grande.
Y, cruzándome de brazos, e irguiéndome con toda mi estatura, le espeté mi discurso.
Siento tener que confesar que los términos precisos de mi arenga han huido de mi memoria. Fue una lástima que no hubiese allí ningún taquígrafo, porque debo decir, sin exageración, que me superé a mi mismo. Una vez o dos, estando un poco alumbrado en juergas y parrandas, había tomado la palabra en el «Club de los Zánganos», mereciendo justa o injustamente los aplausos de mis consocios, pero no creo haber alcanzado nunca el nivel a que llegué en aquella ocasión. Se veía claramente brotar a borbotones la emoción del viejo Bassett.
Pero, mientras seguía mi peroración, me di cuenta de pronto que ya no hacía presa en mi auditorio. Bassett había cesado de escucharme y tenía la vista fija en algo que escapaba a mi campo visual Y, a juzgar por su expresión, el espectáculo era tan digno de ser contemplado que di vuelta para gozar yo también de él.
Quien había llamado la atención de Sir Watkyn Bassett, era Butterfield el mayordomo. Estaba de pie en la puerta sosteniendo una bandeja de plata en sus manos. Y sobre la bandeja había un casco de policía.