Capítulo XII

En mi reciente descripción de Sir Watkyn Bassett, sofocado bajo el golpe de mi declaración de que deseaba convertirme en su yerno, comparé, si recuerdan, sus sonidos guturales al graznido de un pato agonizante. En este momento debí ser el hermano gemelo del pato, igualmente afligido. Durante algunos instantes permanecí allí graznando débilmente; después, con un poderoso esfuerzo de voluntad, reaccioné y cesé de hacer la imitación del ave. Miré a Jeeves. Jeeves me miró. No hablé más que con la mirada, pero sus agudos sentidos le permitieron leer claramente mis pensamientos.

—Gracias, Jeeves.

Cogí el frasco de la bandeja y disminuí una buena parte de su espirituoso contenido. Entonces, apaciguado el vértigo, trasladé mi mirada a mi anciana parienta, que se había sentado tranquilamente en un sillón.

Es universalmente admitido en el «Club de los Zánganos» como en otras partes, que Bertram Wooster, en sus relaciones con el sexo opuesto, se muestra invariablemente un hombre de la más perfecta caballerosidad; en una palabra, es lo que suele conocerse por un parfait gentilhomme. Verdad es que teniendo seis años, cuando la sangre es ardiente, rompí mi escudilla sobre la cabeza de mi nurse, pero fue un error meramente incidental. Desde aquel día, a pesar de que pocos hombres han sido más cruelmente tratados por el bello sexo, jamás he vuelto a levantar la mano contra una mujer. Y no podía dar mejor idea de mi emoción en aquel momento, que diciendo que, con todo lo preux chevalier que soy, sentí la neta tentación de dejarme llevar del impulso de arrearle a mi venerable tía un porrazo con un elefante de papier maché, único objeto existente sobre la chimenea, que la turbulenta vida de Totleigh Towers había dejado milagrosamente intacto.

Mientras se desarrollaba en mi pecho esta lucha, ella estaba en la gloria. Recobrando su aliento, empezó una charla alegre y despreocupada que me cortaba como un cuchillo. Era evidente, a juzgar por su manera de hablar, que al escaparse con el preciado tesoro no se dio cuenta de lo que había hecho.

—Buena carrera —decía—; como no la había hecho desde la última vez que corrimos con los Berk y los Buck. Ni un obstáculo desde la salida a la llegada. Y, no obstante, me vino de poco, Bertie. Sentí el aliento del policía en mi cogote. Si no llegan a salir de la trampa una legión de curas a darme una mano en el instante preciso, me hubiera pescado. En fin, Dios bendiga al clero. Son buena gente. ¿Pero qué diablo hacía un policía en casa? Nadie me había hablado de policías.

—Era el agente Oates, el celoso guardián del orden de Totleigh-the-Wold —dije, tratando de dominarme para no aullar como un duende y pegar un bote hasta el techo—. Sir Watkyn lo había apostado en el salón a fin de que velase por sus bienes. Estaba de guardia. Me esperaba a mí.

—Me alegro de que no hayas sido tú quien entrase. Hubieras sido incapaz de afrontar la situación, pobre hijo mío. Hubieras perdido la cabeza, y te hubieras quedado allí con la boca abierta, convertido en fácil presa. No tengo inconveniente en decirte que, cuando vi aquel hombre entrar por el ventanal, me quedé un momento paralizada. Pero, en fin, bien está lo que bien acaba.

Moví sombríamente la cabeza.

—Estás equivocada, mi descarriada antepasada. Esto no es un final, sino un principio. Pop Bassett se dispone a echar la redada.

—¡Déjalo!

—¿Y cuándo él y Oates vengan a hacer la búsqueda en esta habitación?

—¡No harán eso!

—¡Lo harán! En primer lugar, creen que el casco de Oates está aquí. En segundo, por referencia de Jeeves, que lo sabe de buena fuente, de boca misma de Oates mientras estaba estancando la sangre, sé que el policía cree que soy yo el culpable.

Su gorjeo cesó, como me esperaba. Había estado radiante, pero no radiaba ya. Contemplándola atentamente, vi que su innato impulso de resolución había sido debilitado por el pálido manto de la reflexión.

—¡Heeem! Esto es desagradable.

—Mucho.

—Si encuentra la jarrita aquí, la cosa va a ser difícil de explicar.

Se levantó, y cogiendo pensativa el elefante lo hizo añicos.

—Lo esencial —dijo— es no perder la cabeza. Tenemos que decirnos: ¿Qué hubiera hecho Napoleón? Era un hombre que sabía salir del paso. Hay que hacer algo muy inteligente, muy sagaz, que desconcierte por completo a nuestros perseguidores. ¡Venga!, espero tus proposiciones.

—¡La mía es que te largues inmediatamente de aquí llevándote el maldito animal ése!

—Y que caiga en manos de la comisión investigadora, ¿eh? ¡Jamás, en mi vida! ¿Se le ocurre a usted algo, Jeeves?

—De momento, no, señora.

—¿No puede usted sacar de su sombrero un culpable secreto de Sir Watkyn, como hizo usted con Spode?

—No, señora.

—Ya comprendo que es mucho pedir. Entonces hay que esconder la cosa en algún sitio. Pero ¿dónde? Es el eterno problema, desde luego, lo que hace la vida tan dura a los asesinos, ¿qué hacer con el cadáver? Supongo que el viejo truco aquel de «La Carta Robada» no serviría…

—Mrs. Travers hace referencia a la conocida historia de Edgar Allan Poe, señor —dijo Jeeves, viendo que no me enteraba—. Se trata del ladrón de un importante documento, que despista a la policía colocándolo en plena vista, delante de los ojos, sosteniendo la teoría de que su misma evidencia impediría que lo viesen. No hay duda de que Mrs. Travers quiere proponer que coloquemos el objeto sobre la chimenea.

Solté la carcajada.

—¡Fíjense ustedes en la chimenea! Está desierta como un prado azotado por el viento. Cualquier cosa puesta ahí llamaría la atención inmediatamente.

—Sí, es cierto —tuvo que admitir tía Dalia.

—Ponga usted esta maldita jarrita en la maleta, Jeeves.

—Imposible. Pueden registrarla.

—Como mero paliativo, Jeeves —expliqué—. No puedo soportar más tiempo su vista. ¡Llévesela, Jeeves!

—Muy bien, señor.

Siguió un silencio, y apenas lo había roto tía Dalia para preguntarnos qué nos parecía la idea de levantar una barricada y aguantar el sitio, cuando llegó a nosotros el ruido de pasos que avanzaban por el pasillo.

—Aquí están —dije.

—Parecen traer prisa —dijo tía Dalia.

Era verdad. Eran pasos precipitados. Jeeves sé acercó a la puerta y miró hacia el pasillo.

—Es Mr. Fink-Nottle, señor.

—Y en el mismo instante, Gussie entró acaloradamente.

Una sola mirada bastaba para delatar al ojo avizor que no había corrido únicamente por el placer de hacer ejercicio. Sus anteojos temblaban y su cuello parecía erizarse.

—¿Te importa que me esconda aquí hasta el primer tren de mañana, Bertie? —dijo—. Me meteré debajo de la cama. No te estorbaré.

—¿Qué te ocurre?

—O, mejor todavía, las sábanas anudadas. Es lo mejor que se puede hacer.

Una especie de gruñido parecido a una ametralladora demostró que tía Dalia no estaba de ánimo acogedor.

—¡Lárgate de aquí, imbécil «Botellín»! —dijo secamente—. Estamos en plena conferencia, Bertie, y si los deseos de una tía tienen algún valor para ti, vas a echar a este hombre de aquí a puntapiés.

Levanté una mano.

—¡Espera! Quiero saber qué pasa. ¡Deja esas sábanas tranquilas, Gussie, y explica lo que pasa! ¿Es que te persigue Spode otra vez? Porque, si es eso…

—No es Spode. Es Sir Watkyn.

Tía Dalia lanzó otro resoplido, como si accediese a un «bis» a petición del público.

Levanté otra mano…

—Un segundo, anciana antepasada. ¿Qué es eso de Sir Watkyn? ¿Por qué Sir Watkyn? ¿Por qué diablos te persigue?

—Ha leído la agenda.

—¡Qué…!

—Sí.

—Bertie, no soy más que una débil mujer…

Levanté una tercera mano… No era el momento de dar oídos a las tías.

—Sigue, Gussie —dije gravemente.

Se quitó los lentes y los secó con mano temblorosa. Tenía claramente el aspecto de un hombre que ha pasado por un horno.

—Cuando te dejé, fui a su habitación. La puerta estaba entornada y entré. Y cuando estuve dentro vi que, finalmente, no había ido a tomar el baño. Estaba sentado sobre la cama, en paños menores, leyendo la agenda. Levantó la vista y nuestras miradas se encontraron. No tienes idea del terrible choque que sentí.

—Sí, lo sé. Una vez experimenté la misma sensación con el reverendo Aubrey Upjohn.

—Entonces hubo un largo y penoso silencio. Después lanzó una especie de alarido y se levantó con el rostro congestionado. Dio un salto hacia mí. Salí corriendo y me siguió. Bajamos las escaleras pisándome él los talones y en el vestíbulo se detuvo para coger un látigo de montería, lo cual me permitió ganar terreno, y…

—Bertie —dijo tía Dalia—, no soy más que una débil mujer, pero, si no aplastas a este insecto y arrojas los restos de aquí, tendré que tomar cartas en el asunto. Sobre nosotros se cierne la más terrible amenaza… Es necesario decidir nuestro plan de batalla… Cada segundo es de la más alta importancia… y este pelma viene aquí a contarnos la historia de su vida. «Botellín», mira usted con unos ojos que parecen un trozo de Gruyere. ¿Quiere usted largarse de aquí, sí o no?

Cuando mi antepasada está excitada tiene una fuerza conminatoria que generalmente surte efecto. He oído decir que en los tiempos de sus cacerías, era capaz de imponer su voluntad a través de dos campos labrados y un par de setos. Su última palabra, «no», había salido de sus labios con la fuerza de la explosión de un proyectil, y Gussie, recibiéndola entre los dos ojos, pegó un salto de seis pulgadas. Cuando regresó a tierra firme su aspecto era conciliador y sumiso.

—Sí, Mrs. Travers. Me voy a marchar, Mrs. Travers. En cuanto tenga las sábanas a punto, Mrs. Travers. Si Jeeves y usted me hacen el favor de sostener este extremo, Bertie…

—¿Pretende usted descolgarse por la ventana?

—Sí, Mrs. Travers. Después puedo tomar el coche de Bertie e irme a Londres.

—Pero esto está muy alto.

—No mucho, Mrs. Travers.

—Se puede usted romper la crisma.

—No lo creo, Mrs. Travers.

—¡Pero puede! —arguyó tía Dalia—. Vamos, Bertie —dijo hablando con verdadero entusiasmo— date prisa. Vamos a bajarlo con la sábana. ¿Qué esperas?

Me volví a Jeeves.

—¿Listos, Jeeves?

—Sí, señor —dijo tosiendo levemente—. Y quizá si Mr. Fink-Nottle va a Londres en el coche del señor podría llevarse la maleta y dejarla en casa.

Mi respiración se detuvo. La de tía Dalia también. Le miré fijamente. Tía Dalia también. Nuestras miradas se encontraron y vi en la de tía Dalia la misma expresión de reverente respeto que ella debió ver en la mía.

Quedé atónito. Un momento antes sabía que nada podía salvarme del apuro. Casi me había parecido oír el batir de sus alas. Y de pronto…

Tía Dalia, al hablar de Napoleón, había dicho que en casos de peligro sabía tomar determinaciones rápidas, pero yo estaba dispuesto a apostar que ni Napoleón hubiera podido sobrepasar aquel soberbio esfuerzo. Una vez más, como tantas durante el pasado, aquel hombre había dado en el blanco y se había llevado el premio.

—Sí, Jeeves —dije hablando con dificultad—, creo que puede llevársela, ¿verdad? ¿Por qué no?

—Sí, señor.

—¿Te importará llevarte la maleta, Gussie? Puesto que te llevas el coche yo tendré que regresar en tren. Pienso salir por la mañana, y es molesto viajar con mucho equipaje.

—Naturalmente.

—Pues te vamos a bajar y después bajaremos la maleta. ¿Está todo listo, Jeeves?

—Sí, señor.

—¡Entonces, adelante!

No creo haber asistido nunca a una ceremonia que produjese mayor satisfacción a cuantos afectaba. Las sábanas no se rompieron, lo cual complació a Gussie. Nadie vino a interrumpirnos, lo cual me complació a mí. Y cuando dejé caer la maleta sobre la cabeza de Gussie, quedó complacida tía Dalia. En cuanto a Jeeves, el fiel servidor, estaba colorado de contento de haber sido capaz de encontrar la manera de salvar a su joven amo en un momento de peligro. Su lema era «servicio».

Las tempestuosas emociones a través de las cuales había pasado me habían, naturalmente, agotado, y así tuve una gran satisfacción cuando tía Dalia, después de un discurso en el que expresó su agradecimiento en escogidos términos, dijo que se iba a largar a ver qué ocurría en el campo enemigo. Su partida me permitió desplomarme en el sillón en el que había estado sentada y en el que un momento temí que permaneciese indefinidamente. Me arrellané en el mullido almohadón y lancé un grito que salió directamente de mi corazón.

—¡Muy bien, Jeeves, muy bien!

—Sí, señor.

—Una vez más su agudo ingenio nos ha salvado del desastre.

—El señor es muy amable al reconocerlo…

—No es amabilidad, Jeeves. No digo más que lo que todo hombre justo diría. No dije nada mientras hablaba tía Dalia, porque comprendí que quería llevarse la palma, pero tenga usted la seguridad de que estaba completamente de acuerdo con cuanto decía. Es usted el único, Jeeves. ¿Qué número de sombrero usa usted?

—El ocho, señor.

—Hubiera creído más. Me figuraba que debía ser el once o el doce.

Me serví un trago de coñac y lo bebí saboreándolo glotonamente. Después de las angustias e inquietudes pasadas, aquel descanso era delicioso.

—Jeeves, la cosa se había puesto muy fea…

—Mucho, señor.

—Empiezo a darme cuenta de cuáles debieron ser las sensaciones del capitán del Hesperus y de su hijita. No obstante, creo que estas pruebas son buenas para formar el carácter.

—No hay duda, señor.

—Lo refuerzan.

—Pero, en fin, no puedo negar que estoy contento de que todo haya terminado. Cuando basta, basta. Y me parece que todo ha terminado. Ni aun esta siniestra mansión puede proporcionarnos nuevas emociones.

—Creo que no, señor.

—Todo ha terminado. Totleigh Towers ha pasado el cerrojo y, al fin, estamos tranquilos. Es agradable, Jeeves.

—Muy agradable, señor.

—Puede usted decirlo. Empiece a hacer el equipaje. En cuanto esté listo me acostaré.

Abrió la maleta pequeña, y yo encendí un cigarro disponiéndome a desarrollar la lección moral que podíamos sacar de todo aquel galimatías.

—Sí, Jeeves, muy agradable. Es la palabra justa. Un momento antes, el aire estaba saturado de deletéreas emanaciones, pero ahora miramos al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y en el horizonte no hay una sola nube, excepto que el matrimonio de Gussie se ha ido a paseo, y que no se puede remediar. En fin, esto debe enseñarnos que nunca hay que desesperar, que nunca hay que afligirse, sino recordar siempre que, por muy negro que esté el cielo, el sol brilla en alguna parte y que puede en cualquier momento atravesar las nubes y brillar para nosotros.

Me callé. Me di cuenta de que no prestaba atención a mis palabras. Miraba algo atentamente, con expresión meditabunda.

—¿Ocurre algo, Jeeves?

—¿Señor?

—Parece usted preocupado.

—Sí, señor. Acabo de descubrir que en esta maleta hay un casco de policía.