Me quedé mirándole, frunciendo el ceño, inmóvil.
—¿Deshecho…?
—Deshecho.
—¿Tu boda?
—Mi boda.
—¿Que se ha deshecho?
—¡Sííí!
No sé lo que hubiera hecho Mona Lisa en mi lugar. Probablemente lo que hice yo.
—¡Jeeves —dije—, coñac!
—Muy bien, señor.
Salió en demanda de auxilio, y yo me volví hacia Gussie, que andaba de un lado a otro de la habitación, de una manera agitada, como esperando el momento de empezar a arrancarse los cabellos.
—¡Es insoportable! —le oí murmurar—. La vida sin Madeline no vale la pena ser vivida.
Era una actitud verdaderamente estupefaciente, desde luego, pero es imposible discutir los gustos de los amigos. Lo que para uno es un melocotón, para otro es un veneno y viceversa. Incluso mi tía Ágata, recuerdo, había producido la candente chispa de la pasión en el difunto Spenser Gregson…
Su caminata le había llevado hasta la cama y vi que contemplaba la sábana anudada que estaba allí.
—Supongo —dijo en un soliloquio, como ausente—, que uno debe poderse ahorcar con esto.
Resolví poner un inmediato freno a esta manera de pensar. Hasta entonces me había molestado más o menos ver mi dormitorio tratado como si fuese el Palacio de las Naciones, pero me molestaba pensar que pudiese convertirse en un lugar marcado con una cruz. Era un punto sobre el que me mostré intransigente.
—¡Tú no te ahorcas aquí!
—¡Tengo que ahorcarme en algún sitio!
—Bien. Pero no en mi dormitorio.
Levantó las cejas.
—¿Tienes inconveniente en que me siente en tu sillón?
—Ninguno.
—Gracias.
Se sentó y permaneció inmóvil, con la mirada extraviada.
—Ahora, Gussie —le dije—, quiero oír tu declaración. ¿Qué es eso de que se ha deshecho tu boda?
—Se ha deshecho.
—¿Pero no le has mostrado la agenda?
—Sí. Le he mostrado la agenda.
—¿Ha leído su contenido?
—Sí.
—¿Y ha visto que tout comprendre…?
—Sí.
—¿Y tout pardonner…?
—Sí.
—Pues entonces no puede haberse deshecho la boda.
—Pues lo está, te lo digo yo. ¿Crees que no sé cuándo una boda está deshecha y cuándo no? Sir Watkyn la ha prohibido.
Aquél era un punto que no había previsto.
—¿Por qué? ¿Habéis tenido alguna discusión?
—Sí. Acerca de las lagartijas. No quiere que las ponga en la bañera.
—¿Pero pones lagartijas en la bañera?
—Sí.
Profundicé el asunto como un concienzudo consejo técnico.
—¿Por qué?
Sus manos acusaron un ligero temblor.
—Se me ha roto el tanque en que las tenía en mi habitación. Un tanque de cristal. Y al romperse el tanque de cristal, no tenía otro sitio donde ponerlas que en la bañera. La jofaina no era bastante grande. Las lagartijas necesitan mucho espacio. Y entonces las puse en la bañera, porque había roto el tanque… El tanque de cristal que tenía en mi cuarto. El tanque…
Vi que, si le dejaba continuar, aquello podía seguir indefinidamente, de manera que le llamé al orden con un fuerte golpe de un jarrón de porcelana sobre la chimenea.
—¡Ya lo he entendido! —dije arrojando los fragmentos del jarrón al hogar—. Sigue. ¿Cómo se ha enterado Pop Bassett?
—Fue a tomar un baño. Nunca se me hubiera ocurrido que nadie quisiera bañarse a aquella hora tardía. Y estaba en el salón cuando entró chillando: «Madeline, este maldito Fink-Nottle ha llenado mi bañera de renacuajos!» Y temo que perdí un poco la cabeza, porque chillé: «¡A ver si se anda usted con cuidado con lo que hace con mis lagartijas, asno solemne! ¡No las toque usted! ¡Estoy haciendo un experimento de la más alta importancia!»
—Ya comprendo…
—Seguí explicándole que quería cerciorarme de si la luna llena afectaba realmente la vida amorosa de las lagartijas. En su rostro se dibujó una extraña expresión, tembló un poco y me dijo que había destapado la bañera y que todas las lagartijas se habían ido por la cañería de desagüe.
Creo que en aquel momento hubiera deseado echarse sobre la cama y volverse de cara a la pared, pero le obligué a seguir. Estaba decidido a profundizar el asunto.
—Y entonces ¿qué hiciste?
—Le insulté de lo lindo. Le llamé todos los nombres imaginables. A decir verdad, le dije nombres que yo mismo ignoraba. Parecían serme dictados por el subconsciente. Al principio, me refrenó un poco el hecho de que Madeline estuviese allí; pero, al poco rato, él le dijo que se fuese a la cama, y entonces pude expresarme libremente. Y cuando al final me detuve para respirar, dijo que prohibiría las amonestaciones y salió. Y entonces toqué el timbre y le pedí a Butterfield que me trajese un vaso de jugo de naranja.
Me estremecí.
—¿Jugo de naranja?
—Necesitaba reanimarme.
—Pero ¿jugo de naranja? ¿A estas horas?
—Es lo que me apetecía.
Me encogí de hombros.
—¡En fin…!
Otra prueba, naturalmente, de lo que he dicho muchas veces; que todo lo complica.
—De veras que ahora me tomaría un buen trago.
—Tienes la botella de agua a mano.
—¡Gracias! ¡Ah… Esto es bueno!
—¡Pues arréale!
—No, gracias. Sé cuando debo detenerme. Pues ésta es la situación, Bertie. No va a dejar que Madeline se case conmigo y me pregunto si hay algún sistema de hacerle cambiar de opinión. Temo que no lo haya. ¡Ves! Si no fuese porque le he llamado todo aquello…
—Como, ¿por ejemplo?
—Pues… «piojo» creo que fue uno de ellos. Y «mamarracho» creo que fue otro. Sí, estoy seguro de haberle llamado «mamarracho solemne». Pero esto podría perdonarlo. Lo grave es que me burlé de su jarrita.
—¡La jarrita! —dije con voz aguda.
Había despertado en mí una idea. Y la idea había empezado a florecer. Durante algún tiempo había estado pidiendo ayuda a todos los recursos de los Wooster, para resolver aquel problema, y cuando hago esto es siempre a costa de gran fatiga. A la sola mención de la jarrita, mi cerebro pareció sentir súbitamente una sacudida y salió a campo traviesa con la nariz pegada al suelo.
—Sí. Sabiendo el cariño que le tenía y cuanto la admiraba, al buscar las palabras que más podían herirle, le dije que era holandés moderno. De sus palabras durante la cena de anoche, deduje que era lo último que no hubiera debido ser. «¡Valiente jarrita del dieciocho! —exclamé—. ¡Puah! ¡Si es holandés moderno!» La flecha dio en el blanco. Se puso escarlata y rompió la boda.
—Oye, Gussie —dije—, me parece que tenemos el camino.
Su rostro se iluminó. Vi que renacía el optimismo y movía una pierna. Este Fink-Nottle ha sido siempre un optimista. Los que recuerden su discurso durante la distribución de premios de Market Snodsbury no habrán olvidado su exhortación a los oyentes a no mirar el lado malo de las cosas.
—Sí, creo que he dado en el camino. Lo que tienes que hacer, Gussie, es robar la jarrita.
Su boca se abrió y yo esperé un «¿Eh, cómo?», pero no pronunció una palabra. Sólo el silencio y un ruido de burbujas.
—Éste es el primer paso y el más esencial. Teniéndola en tu poder, vas y le dices: «¿Y ahora que?» Estoy convencido de que, por recuperarla, aceptará cualquier condición que quieras imponerle. Sé lo que son los coleccionistas. ¡Todos chiflados! Mi tío Tom tiene tanto empeño en poseerla, que está incluso dispuesto a privarse de su cocinero supremo. Anatole, a cambio de ella.
—¿No será el que trabajaba en Brinkley cuando yo estuve?
—El mismo.
—¿El hombre que guisó aquellas nonettes de poulet Agnès Sorel?
—¡Aquel gran artista!
—¿Dices que tu tío consideraría útil la pérdida de Anatole si pudiese adquirir la jarrita?
—Lo he oído de boca de tía Dalia.
Lanzó un profundo suspiro.
—Entonces tienes razón. Tu plan podría triunfar. Suponiendo, desde luego, que Sir Watkyn dé al objeto el mismo valor.
—Se lo da. ¿Verdad, Jeeves? —le pregunté mientras regresaba con el coñac—. Sir Watkyn ha prohibido el casamiento de Gussie —le expliqué— y yo le estaba diciendo que lo que tiene que hacer para obligarle a cambiar de decisión es quitarle la vaca lechera esa y negarse a devolvérsela hasta que les largue la bendición paterna. ¿Está usted de acuerdo?
—Indiscutiblemente, señor. Si Mr. Fink-Nottle está en posesión del mencionado objet d’art, se hallará en situación de dictar sus condiciones. Es un plan muy hábil, señor.
—Gracias, Jeeves. ¡Sí, no está mal! Sobre todo, teniendo en cuenta que he tenido que establecer mi estrategia en el momento preciso en que me he enterado de la situación. Si yo estuviese en tu lugar, Gussie, pondría manos a la obra en el acto.
—¿Me perdona el señor?
—Diga, Jeeves.
—Gracias, señor. Iba a decir que antes de que Mr. Fink-Nottle ponga en ejecución el proyecto hay un obstáculo que salvar.
—¿Cuál es?
—Que, con objeto de salvaguardar sus intereses, Sir Watkyn Bassett ha apostado al agente de policía Oates de centinela en sus colecciones.
—¿Qué…?
—Sí, señor.
El rayo de sol desapareció del rostro de Gussie, y lanzó una especie de aullido, como un gramófono que se para.
—No obstante, creo que, con un poco de astucia, podremos llegar a eliminar este factor. Creo que el señor recordará la ocasión en que, en Chufnell Hall, cuando Sir Roderick Glossop había quedado encerrado en la barraca del jardín, los esfuerzos del señor quedaban contrarrestados por la presencia del agente de policía Dobson que se había estacionado en la puerta.
—Perfectamente, Jeeves.
—En aquella ocasión aventuré la idea de que acaso podría inducirle a abandonar su puesto, decirle que la doncella Mary, con la que tenía relaciones, le esperaba en los fresales. El plan fue puesto en práctica y resultó excelente.
—Es cierto, Jeeves —dije vacilando—, pero no creo que en este caso pueda ponerse en práctica nada por el estilo. El agente Dobson, recordará usted, era un hombre joven, ardiente; el tipo perfecto del hombre que se planta de un salto en los fresales en cuanto sabe que allí se encuentra una muchacha. Eustace Oates no tiene la fogosidad de Dobson. Es hombre ya entrado en años y da la impresión de ser un marido modelo, que preferiría una taza de té a la compañía de una muchacha.
—Sí, como el señor dice, el agente Oates tiene un temperamento más sobrio. Pero en este caso yo proponía aplicar únicamente el sistema adecuado. Habría que procurarse un anzuelo adaptado a la psicología del individuo. Lo que yo proponía era que Mr. Fink-Nottle informase al agente Oates de que había visto su casco en posesión del señor.
—¡Pardiez, Jeeves!
—Sí, señor.
—¡Comprendo la idea! ¡Sí, muy buena! Es posible que sirviese.
Viendo por la mirada de Gussie que no entendía una palabra de todo aquello, se lo expliqué.
—A primeras horas de esta noche, Gussie, una mano desconocida le ha birlado el casco a Oates. Lo que Jeeves sugiere, es que una palabra tuya diciéndole que has visto su casco en mi cuarto lo haría subir de un salto, como una tigresa que busca a su extraviado cachorro, dejando así el campo libre para que puedas operar. ¿Es ésta la esencia de su idea, Jeeves?
—Exactamente, señor.
—Gussie se animó visiblemente.
—¡Ya comprendo! ¡Es un ardid!
—Esto es. Un ardid. Y no de los peores, Jeeves.
—Gracias, señor.
—Esto puede señor, Gussie. Le dices que tengo su casco, esperas a que se precipite hacia arriba, abres la vitrina y te largas con la vaca de plata. ¡Un programa sencillísimo! Lo único que lamento, Jeeves, es que esto aleja la última probabilidad de que tía Dalia pueda obtener el objeto. Es una lástima que haya tanta demanda.
—Sí, señor. Pero acaso Mrs. Travers, viendo que la necesidad en que se encuentra Mr. Fink-Nottle es mayor que la suya, acepte el desengaño filosóficamente.
—Es posible. Y, por otra parte, también es probable que no ocurra así. Pero ¡en fin!, en estas ocasiones, alguien tiene que sacar la paja más corta.
—Es cierto, señor.
—Es imposible querer que todo acabe bien para todo el mundo, ¿no?
—No, señor.
—Lo esencial es colocar a Gussie. De manera que, a la obra, Gussie, y que el Cielo proteja tus esfuerzos.
Encendí un cigarrillo.
—Excelente idea, Jeeves. ¿Cómo se le ocurrió a usted?
—Fue el mismo agente Oates quien me hizo pensar en ello, señor, mientras charlaba con él hace un momento. De sus palabras deduje que sospechaba que el señor era quien le había sustraído el casco.
—¿Yo? ¿Y por qué yo? ¡Pardiez! ¡Si casi no le conozco! ¡Creí que sospechaba de Stiffy!
—En principio, sí, señor. Y su punto de vista sigue siendo que Miss Byng es quien tiene motivo para haber cometido el delito. Pero ahora cree que debe tener un cómplice del sexo masculino, que realizó la parte material del hecho. Según he oído decir, Sir Watkyn comparte su teoría.
Súbitamente recordé las primeras frases de mi reciente entrevista en la biblioteca con Pop Bassett, y por fin comprendí lo que había querido decir. Aquellas observaciones, que me habían parecido una mera charla sin importancia, tenían, ahora me daba cuenta, un siniestro y oculto significado. Yo había creído que éramos dos compañeros charlando tranquilamente de los últimos acontecimientos sensacionales y por lo visto, cada palabra había sido un lazo y una añagaza.
—¿Pero qué les hace suponer que yo haya podido ser el cómplice masculino?
—He creído comprender que el agente Oates quedó muy impresionado al ver la cordialidad que existía entre el señor y Miss Byng, cuando esta tarde se encontraron en la carretera, y sus sospechas se confirmaron cuando encontró un guante de la señorita en el lugar del suceso.
—No le entiendo, Jeeves.
—Cree al señor enamorado de Miss Byng, y ha pensado que el señor llevaba el guante de la señorita junto a su corazón.
—Pero si hubiese llevado el guante junto a mi corazón, ¿cómo iba a dejarlo caer?
—Su opinión es que el señor lo llevaría a sus labios para besarlo.
—¡Vamos, vamos, Jeeves! ¿Cree usted que me voy a entretener en besar guantes en el momento en que voy a robar cascos a los policías?
—Al parecer, así lo hizo Mr. Pinker, señor.
Me disponía a explicarle que lo que Stinker era capaz de hacer en una situación dada, y lo que haría una persona normal que tuviese un par de onzas más de cerebro que un chorlito, eran dos cosas completamente diferentes, cuando fui interrumpido por el regreso de Gussie. Por su jovial aspecto pude darme cuenta de que las cosas estaban avanzando por buen camino.
—Jeeves ha tenido razón, Bertie —dijo—. Ha leído en Oates como en un libro.
—¿La información le impresionó?
—Creo que jamás vi un policía más impresionado. Su primer impulso fue echar a correr y venir aquí en el acto.
—¿Y por qué no lo ha hecho?
—Le era imposible, porque Sir Watkyn le había dicho que no se moviese de allí.
Comprendí su psicología. Era la del marino que permanece sobre cubierta mientras todos menos él se han salvado.
—Entonces, el camino que piensa seguir, ¿es mandar recado a Sir Watkyn, notificándole los hechos y pidiéndole autorización para abandonar su puesto?
—Sí. Creo que estará aquí dentro de unos momentos.
—Entonces tú no debes quedarte aquí. Debes estar vigilando en el vestíbulo.
—Voy en seguida. He venido únicamente a informarte de lo que ocurre.
—Debes estar dispuesto a operar en el momento en que se marche.
—Lo estaré. Ten confianza en mí. No fallará. ¡Maravillosa idea, Jeeves!
—Gracias, señor.
—No sabe usted mi alegría al pensar que, dentro de cinco minutos, todo estará solucionado. Lo único que siento ahora —dijo Gussie pensativo— es haberle dado la agenda.
Hizo esta desconcertante declaración de manera tan despreocupada que estuve un segundo o dos sin darme cuenta de su alcance. Cuando lo comprendí, tuve un choque que sacudió todo mi sistema nervioso. Fue como si estuviese sentado en la silla eléctrica y las autoridades hubiesen abierto el grifo.
—¿Que le has dado la agenda?
—Sí. En el momento en que salía. Pensé que en ella habría quizás algunos epítetos que había olvidado lanzarle.
Me apoyé con mano temblorosa en la repisa de la chimenea.
—¡Jeeves!
—Señor.
—¡Más coñac!
—Sí, señor.
—Y no lo sirva usted más en estos dedalitos como si fuese radium. ¡Déme el frasco!
Gussie seguía mirándome con estupor.
—¿Qué te ocurre, Bertie?
—¿Que qué me ocurre? —contesté soltando un taco—. ¡Pardiez! ¡Que todo ha terminado!
—Pero ¿por qué?
—¿Pero no comprendes lo que has hecho, mi pobre amigo? Ya no vale la pena de robar la jarrita. Si el viejo Bassett ha leído el contenido del librito, nada puede hacerle cambiar de opinión.
—¿Por qué no?
—Ya has visto el efecto que hizo sobre Spode. No creo que Pop Bassett sea más aficionado a leer verdades sobre él que Spode.
—Sí, pero ya se las había oído decir. Te he explicado todo lo que le había soltado.
—Sí, pero hubieras podido limitarte a esto. ¡Fíjate! podías haber hablado en un momento de cólera… haber perdido el freno…, una serie de argumentos. Pero unas opiniones fríamente anotadas cotidianamente en una agenda es cosa diferente.
Me pareció que, al fin, lo había entendido. El matiz de frescura había desaparecido de su rostro. Su boca se abrió y adquirió la expresión de un pez colorado que ve a otro pez colorado avanzar hacia él y se escabulle con la larva de hormiga que acaba de descubrir.
—¡Oh, Dios mío!
—¡Exacto!
—¿Qué puedo hacer?
—¡No lo sé!
—¡Piensa, Bertie, piensa!
Así lo hice, y fui recompensado con una idea.
—Dime —dije—, ¿cómo terminó exactamente la disputa? ¿Le diste la agenda? ¿La leyó en el acto?
—No. Se la metió en el bolsillo.
—¿Te enteraste de que quería tomar un baño?
—Sí.
—Entonces contéstame esto. ¿En qué bolsillo? Quiero decir, ¿en qué bolsillo de qué prenda? ¿Qué ropa llevaba?
—Un batín.
—¿Sobre… piensa atentamente, Fink-Nottle, porque todo depende de eso… sobre la camisa, y los pantalones, y la demás ropa?
—Sí. Sé que llevaba pantalones, porque me fijé.
—Entonces todavía hay esperanzas. Al dejarte a ti, debió dirigirse a su habitación y despojarse de su gualdrapa. Me dijiste que estaba muy excitado, ¿no?
—Mucho.
—¡Bien! Mi conocimiento de la naturaleza humana, Gussie, me dice que un hombre excitado no se entretiene buscando agendas en los bolsillos, ni leyéndolas. Se despoja de sus ropas y se mete en el cuarto de baño. La agenda debe de encontrarse todavía en el bolsillo del batín, que colgó probablemente de los pies de la cama o del respaldo de una silla, y todo lo que tienes que hacer es meterte en su habitación y quitársela.
Yo había previsto que esta genial idea produciría en él una expresión de júbilo y una cordial explosión de agradecimiento. En lugar de esto, se limitó a mover el pie como si dudase.
—Sí.
—Pero ¡diablos!
—¿Qué ocurre?
—¿Estás seguro de que no hay otro camino…?
—¡Claro que no hay ninguno más!
—Ya… ¿Te importaría hacerlo por mí, Bertie?
—No, no quiero hacerlo.
—Muchos lo harían, para ayudar a un viejo compañero de colegio.
—Muchos son un hatajo de imbéciles.
—¿Has olvidado ya nuestros pasados días del colegio?
—Sí.
—¿No recuerdas aquella vez que partí contigo mi última pastilla de chocolate?
—No.
—¡Pues así fue! Y tú me dijiste que si en alguna ocasión podías hacer por mí alguna cosa… No obstante, puesto que estas obligaciones contraídas, aun cuando para muchos sean sagradas, no tienen valor para ti, creo que no hay más que decir.
Reflexionó durante un rato, en la situación del gato del proverbio; después, sacando del bolsillo de su pecho un retrato de Madeline Bassett, lo contempló intensamente. Parecía ser el bálsamo que necesitaba. Su rostro se iluminó. Sus ojos perdieron su mirada de pez. Salió, para regresar inmediatamente, batiendo la puerta tras él.
—Bertie, Spode está ahí.
—¿Y a mí, qué?
—Me ha agarrado.
—¿Qué te ha agarrado?
Fruncí el ceño. Soy un hombre paciente, pero no hay que llevarme demasiado lejos. Me parecía increíble que después de lo que había dicho a Spode, estuviese todavía en el ring. Fui a la puerta y la abrí. Lo que había dicho Gussie era cierto. Spode estaba allá, espiando.
Al verme se estremeció ligeramente. Me dirigí a él con fría serenidad.
—¿Puedo servirle en algo, Spode?
—No. No, nada, gracias.
—Sigue adelante, Gussie —dije mientras lo contemplaba atento, viéndolo deslizarse por el lado del gorila y desaparecer en el recodo del corredor.
Entonces me dirigí a Spode.
—Spode —dije con voz tranquila—, ¿le he dicho a usted o no, que deje a Gussie tranquilo?
Me miró suplicante.
—¿No podría usted permitirme que le hiciese algo, Wooster? ¿Y si no fuese más que hacer pasar su columna vertebral a través de su sombrero?
—De ninguna manera.
—En fin… claro, es como usted dice, desde luego —dijo rascándose la barbilla, contrariado—. ¿Ha leído usted las notas de la agenda, Wooster?
—No.
—Dice que mi bigote parece un escarabajo chafado al borde de un albañal.
—Siempre ha tenido alma de poeta.
—Y que cuando como espárragos, destruyo el concepto del «hombre como obra suprema de la Naturaleza».
—Sí, recuerdo que me lo dijo. Tiene también razón. Le observé durante la cena. Lo que tiene usted que hacer, Spode, es llevar el espárrago más lentamente hacia el abismo. ¡Despacio, despacio! ¡No hay que llevar prisa! Trate usted de recordar que es un ser humano, no un tiburón.
—¡Ja, ja! ¡Un ser humano y no un tiburón! ¡Bien dicho, Wooster! ¡Muy gracioso!
Se reía todavía, si bien me pareció que no muy a gusto, cuando llegó Jeeves con un frasco sobre una bandeja.
—El coñac, señor.
—¡Ya era hora, Jeeves!
—Es cierto, señor. Una vez más debo pedir perdón al señor por mi tardanza. He sido entretenido por el agente Oates.
—¡Ya! Otra charla, ¿no?
—No tanto charlando como estancando el río de sangre, señor.
—¿Sangre?
—Sí, señor. El agente Oates ha sufrido un accidente.
Desapareció mi desazón, cediendo su lugar a una profunda alegría. La vida de Totleigh Towers me había endurecido, ahogando mis buenos sentimientos, y, ante la noticia de que el agente Oates había sufrido un accidente, sentí únicamente una profunda satisfacción. La única noticia que hubiera podido causarme más alegría hubiera sido saber que Sir Watkyn Bassett había resbalado con el jabón y se había roto la crisma con el canto de la bañera.
—¿Qué ha ocurrido?
—Fue atacado al intentar recuperar la jarrita de Sir Watkyn de manos de un salteador nocturno, señor.
Spode lanzó un grito.
—La jarrita, no ha sido robada, ¿verdad?
—Sí, señor.
Era evidente que Roderick Spode estaba profundamente impresionado por la noticia. Se recordará que su actitud acerca de la jarrita había sido, desde el principio, paternal. No queriendo oír más, salió corriendo y yo entré con Jeeves en la habitación, deseando oír más detalles.
—¿Qué ha ocurrido, Jeeves?
—Pues, señor… fue un poco difícil extraer detalles coherentes del agente de la autoridad, pero llegué a la conclusión de que llegó un momento en que se sintió desasosegado e inquieto…
—Sin duda alguna, debido a la imposibilidad de ponerse en contacto con Pop Bassett, quien, como sabemos, está en el baño, a fin de obtener el permiso para abandonar su puesto e ir en busca de su casco.
—Sin duda, señor. Y al encontrarse con aquel desasosiego, sintió deseos de fumar una pipa. No queriendo, no obstante, correr el riesgo de que se descubriera que había fracasado mientras estaba de servicio como hubiera ocurrido de haber fumado en un recinto cerrado, donde se hubiese notado el olor a humo, salió al jardín.
—Este Oates es un pensador rápido.
—Dejó el ventanal abierto, y al poco rato su atención fue atraída por un ligero ruido en la habitación.
—¿Qué clase de ruido?
—El de unos pasos furtivos, señor.
—Alguien que caminaba silenciosamente, entonces.
—Precisamente, señor. Seguido de una rotura de cristales. Inmediatamente se precipitó dentro de la habitación, que estaba, desde luego, en la oscuridad.
—¿Por qué?
—Porque la luz estaba apagada, señor.
Asentí. Había comprendido la idea.
—Las instrucciones de Sir Watkyn habían sido de montar la guardia en la oscuridad a fin de dar la impresión al salteador de que no había nadie en la habitación.
De nuevo asentí. Era una cosa poco digna, pero que era lógico brotase espontáneamente de la mente de un ex magistrado.
—Se dirigió a la vitrina donde estaba encerrada la jarrita y encendió una cerilla. Ésta se apagó casi instantáneamente, pero no antes de haberse podido dar cuenta de que el objet d’art había desaparecido. Y estaba todavía tratando de darse cuenta del descubrimiento, cuando, al oír un ruido, dio la vuelta y vio una misteriosa figura salir al jardín por el ventanal. Le persiguió por el jardín, y poco le faltaba para proceder a su detención, cuando de la oscuridad salió una misteriosa figura…
—¿La misma misteriosa figura?
—No, señor. Otra.
—Era el día de las figuras misteriosas.
—Sí, señor.
—Llamémoslas Pat y Mike, o nos vamos a armar un lío.
—¿Quizás A y B, señor?
—Si usted lo prefiere, Jeeves. Estaba, pues, persiguiendo a la misteriosa figura A, cuando de la oscuridad salió la misteriosa figura B…
—… y le dio un puñetazo en la nariz.
Lancé una exclamación. La cosa había dejado de ser un misterio.
—¡Stinker!
—Si, señor. Sin duda Miss Byng había involuntariamente olvidado advertirle que había cambios en los proyectos nocturnos.
—Y estaba allí, acechando, esperándome.
—Esto es lo que debemos estar inclinados a creer, señor.
Hice una aspiración profunda, pensando en las hinchadas narices del policía.
—El ataque distrajo la atención del policía y el objeto de su persecución pudo escapar.
—¿Qué fue de Stinker?
—Al darse cuenta de la identidad del agredido se excusó. Después se retiró.
—No lo censuro. Fue una buena idea. En fin, Jeeves, no sé qué pensar de todo esto. ¿Quién puede ser la misteriosa figura? Me refiero a la misteriosa figura A. ¿Tiene Oates alguna opinión a este respecto?
—Muy definida, señor. Está convencido de que era el señor.
Abrí los ojos.
—¿Yo? Pero ¿por qué diantres todo cuanto ocurre en esta casa tiene que recaer sobre mí?
—Y tiene intención de proceder a un registro de la habitación del señor, en cuanto pueda disponer de la cooperación de Sir Watkyn.
—Sí, de todos modos lo hubiera hecho por el casco…
—Sí, señor.
No pude evitar una sonrisa. La cosa me divertía.
—Va a ser muy divertido, Jeeves. Voy a gozar viendo aquel par de solemnes idiotas buscando y buscando y no encontrando nada.
—Muy divertido, señor.
—Y cuando hayan terminado la búsqueda y tengan que presentarme excusas, llenos de vergüenza, tomaré mi venganza. Me cruzaré de brazos y con toda mi altivez les diré…
En aquel momento se oyeron fuera los precipitados pasos de mi parienta, y tía Dalia entró en la habitación.
—Aquí está, esconde esto en algún sitio, Bertie —murmuró jadeante. Y al decir esto, puso la vaca de plata en mis manos.