El sonido de una suave música procedente del salón, percibida mientras me acercaba a él, no contribuyó a mejorar el aspecto general de mi situación, y, cuando al entrar vi a Madeline, medio desfallecida, sentada al piano, casi me decidí a dar media vuelta y marcharme. No obstante, rechacé el impulso y ataqué violentamente con una tentativa verbal:
—¿Qué hay?
Mi exclamación no trajo inmediata respuesta. Se había levantado y, durante quizá medio minuto, permaneció mirando inmóvil, con una mirada como la que debía tener Mona Lisa en aquellas mañanas en que todas las contrariedades de la tierra le eran servidas en bandeja. Finalmente, en el momento en que yo empezaba a creer oportuno llenar el vacío con alguna observación sobre el tiempo, dijo:
—Bertie…
Pero no fue más que un destello en la oscuridad. De nuevo reinó el silencio.
—Bertie…
¡Nada! Otra pausa.
Empecé a sentir la emoción del momento. Habíamos ya tenido una de esas conversaciones semisordomudas en Brinkley Court durante el verano, pero en aquella ocasión había podido facilitar las cosas hablando de asuntos teatrales, durante los espantosos huecos de las conversaciones. Nuestra charla anterior, como puede acaso recordarse, había tenido lugar en el comedor de Brinkley durante una comida fría, y fue notablemente facilitada por el hecho de separarnos a intervalos una fuente de huevos al curry, o de hojaldres de queso. En ausencia de aquellos manjares nos lanzábamos una serie de miradas fijas, y esto crea siempre una situación embarazosa.
Sus labios se abrieron. Comprendí que iba a decir algo. Se tragó un par de veces la saliva y empezó:
—Bertie…, quería verte…, te he pedido que vinieses, porque… quería decirte que… ¡Bertie…! Mis relaciones con Gussie han terminado.
—Ya lo sé.
—¿Lo sabías?
—Sí. Me lo ha dicho él.
—Entonces sabrás por qué te he pedido que vinieras. Quería decirte…
—Sí…
—Que deseo…
—Sí.
—Hacerte feliz.
Durante un momento pareció sufrir nuevamente el retorno de aquella especie de ahogo, pero tragó un par de veces más la saliva y continuó:
—Quiero ser tu esposa, Bertie.
Supongo que, después de esto, la mayor parte de los hombres hubieran considerado perfectamente inútil intentar luchar contra lo inevitable, pero yo no. Ante la perspectiva de la hoguera, hubiera sido una idiotez no echar mano del último recurso.
—Es muy gentil de tu parte —dije cortésmente—. Profundamente sensible al honor que me haces; pero ¿has reflexionado bien? ¿Lo has pensado bien? ¿No crees que te portas un poco mal con Gussie?
—Cómo! ¿Después de lo que ha ocurrido esta tarde?
—Precisamente quería hablarte de ello. Yo siempre he creído que en estas ocasiones, antes de tomar alguna determinación, es conveniente tener un rato de conversación con un hombre maduro, y poner las cosas en claro. Supongo que no te gustaría más tarde tener que mesarte el pelo y retorcerte las manos, gritando: «¡Ah, Dios mío! ¡Si lo hubiese sabido antes!» En mi opinión, el asunto debe ser nuevamente analizado con ánimo conciliador. Si quieres saber mi opinión, creo que acusas injustamente a Gussie.
—¿Injustamente? ¿Cuando con mis propios ojos le he visto…?
—Sí, pero has interpretado la cosa mal. Déjame que te explique.
—No hay explicación posible. No quiero que me hables más de eso, Bertie. He borrado a Augustus de mi vida. Hasta esta noche, le he visto a través de la dorada neblina del amor, y le he creído un hombre perfecto. Esta tarde se ha revelado como lo que realmente es: un sátiro.
—Pero si voy precisamente a eso. Aquí es donde te armas un lío. Escucha…
—No quiero hablar más de él.
—Pero…
—¡Basta!
—Muy bien. Entonces, muy bien.
Me callé. Es imposible manejar el tout comprendre c’est tout pardonner, si la muchacha no quiere escuchar. Volvió la cabeza, sin duda para ocultar una lágrima furtiva, y siguió un intervalo durante el cual se secó los ojos con un pañuelo, y viendo mi mirada, hundió el pico en una jarra de pot-pourri.
Después habló nuevamente.
—Es inútil, Bertie. Sé, naturalmente, por qué hablas así. Es a causa de tu bondad y gentileza innatas. Sé que nada en el mundo te impedirá ayudar a un amigo, aun cuando sea a costa de tu propia felicidad. Pero nada de lo que digas me hará cambiar de parecer. He terminado con Augustus. A partir de esta noche no será para mí más que un recuerdo que irá palideciendo a través de los años, mientras tu vida y la mía se ligan más y más íntimamente. Tú me ayudarás a olvidar. Contigo a mi lado, seré capaz de vencer el hechizo de Augustus… Y ahora creo que debería ir a decírselo a papá.
Quedé inmóvil. Recordaba todavía la expresión de Pop Bassett cuando creyó que me iba a tener por sobrino. Creí que sería verdaderamente un poco duro ir a decirle, mientras temblaba todavía hasta lo más profundo de su alma al recordar la milagrosa salvación, que me iba a tener por yerno. No me gustaba nada Pop Bassett; pero, en el fondo, uno tiene instintos humanitarios.
—¡Ay, mi tía! —exclamé—. ¡No hagas eso!
—Es necesario. Tiene que saber que voy a ser tu esposa. Se figura que me voy a casar con Augustus dentro de tres semanas.
Reflexioné sobre todo esto. Comprendí que, efectivamente, un padre tiene que estar enterado de estas cosas. No se puede dejar que las cosas sigan así y que el pobre hombre, un día, se presente en la iglesia de chistera, con una flor en el ojal, y se entere de que la boda se ha suspendido sin que nadie le haya dicho una palabra.
—Bueno, pero no le digas nada esta noche —supliqué—. Déjale reaccionar. Acaba de pasar por una prueba muy dura.
—¿Una prueba?
—Sí, no se ha tranquilizado todavía.
Una mirada de inquietud apareció en sus ojos, y su cuerpo sufrió una ligera sacudida.
—Entonces no me equivocaba. Me pareció que le pasaba algo cuando hace un momento le encontré que salía de la biblioteca. Iba enjugándose la frente y pareció como si gimiese. Y cuando le pregunté si le ocurría algo, me contestó que todos teníamos que llevar nuestra cruz en la vida, pero que él no podía quejarse, porque las cosas no estaban tan mal como hubieran podido estar. No entendí lo que había querido decir. Entonces dijo que iba a tomar un baño caliente y tres aspirinas y a meterse en cama. ¿Qué ha ocurrido?
Comprendí que revelar toda la verdad era complicar más una situación ya de por sí complicada. Dije, pues, únicamente un aspecto de ella.
—Stiffy acaba de decirle que quiere casarse con el pastor.
—¿Stephanie? ¿Con el pastor? ¿Con Mr. Pinker?
—El mismo. Con mi viejo Stinker Pinker. Y todo esto lo ha alterado un poco. No parece tener gran afición al clero.
Respiraba afanosamente, emocionada, como el perro Bartholomew cuando terminó de comerse la bujía.
—Pero…, pero…
—¿Qué?
—¿Pero es que Stephanie está enamorada de Mr. Pinker?
—Mucho. De eso no hay duda.
—Pero, entonces…
Vi en el acto lo que pensaba y me agarré a ello rápidamente.
—Ibas a decir que en este caso no puede haber nada entre ella y Gussie, ¿no? ¡Exacto! ¡Me parece que es una prueba! ¡Éste es el punto que había tratado de demostrarte desde el principio de nuestra conversación!
—Pero, Gussie…
—Sí, ya sé lo que hizo. Pero los motivos que tuvo para hacerlo son tan puros como la blanca nieve. Más puros, si es posible. Estoy dispuesto a contártelo todo y apuesto cien a ocho a que, cuando termine, admitirás que era más digno de lástima que de censura.
Dad a Bertram Wooster una buena historia que contar, y veréis cómo sabe narrarla. Empezando por el principio, con el terror de Gussie ante la perspectiva de tener que hacer un discurso durante el banquete de boda, la llevé paso a paso a través del subsiguiente desarrollo de los acontecimientos, y puedo asegurar que fui claro y preciso como un diamante. Cuando llegué al capítulo final, vi todavía en su mirada una pizca de sospecha, pero inclinada hacia la convicción.
—¿Y dices que Stephanie ha escondido la agenda en la jarrita de papá?
—En el profundo abismo de la jarrita.
—¡En mi vida he oído historia más extraordinaria!
—¡Extraña!, sin duda. Pero digna de ser tragada, ¿no crees? Lo que hay que tomar en consideración es la psicología del individuo. Dirás que ni que te pagasen llegarías a tener una psicología como la de Stiffy, pero es la suya y no hay más que hacer.
—¿Estás seguro de que no te estás inventando todo eso, Bertie?
—¿Para qué quieres que lo invente?
—Ya sé lo altruista que eres.
—¡Ah!, ya comprendo. No; ten la seguridad de que no. Ésta es la auténtica versión oficial. ¿No me crees?
—Te creeré si encuentro la agenda donde dices que la puso Stephanie. Creo que debo ir a buscarla.
—Iré yo.
—¡No, yo!
—Muy bien.
Salió precipitadamente y yo me senté al piano y empecé a tocar Los días felices han vuelto de nuevo, con un dedo. Era el único medio de expresión de que disponía. Hubiera preferido poder disponer de un par de huevos al curry, porque tantas emociones me habían debilitado un poco; pero, como he dicho, no había huevos al curry de que disponer.
Estaba profundamente satisfecho. Me sentía como el corredor del Marathon, que, después de haberse agotado hasta quedar exhausto, al final llega a la cinta de la meta. La única cosa que impedía que mi satisfacción fuese completa, era la angustiosa idea de que en aquella mansión de mal agüero había siempre el peligro de que ocurriese algo que viniese a echar por los suelos el feliz desenlace de la aventura. En cierto modo me era difícil ver a Totleigh Towers arrojar la esponja tan fácilmente como parecía hacerlo. Temía que hubiera gato encerrado.
Y no me equivocaba. Cuando pocos minutos después regresó Madeline Bassett, no llevaba agenda alguna en sus manos. Había sido incapaz de descubrir el menor indicio de ella en el lugar indicado. Y de ello deduje, a juzgar por sus palabras, que había cesado totalmente de creer en la existencia de la agenda.
No sé si alguna vez en vuestra existencia habéis recibido un cubo de agua fría en la cabeza. Yo recibí uno una vez, cuando muchacho, por mediación de un compañero mío, a causa de ciertas divergencias de opinión. En aquel momento experimenté exactamente idéntica sensación.
Estaba desconcertado. Como había dicho el agente de policía Oates, lo primero que hace el astuto investigador cuando empieza a estudiar un asunto es averiguar cuáles pudieron ser los móviles; pero me era imposible comprender qué móvil pudo inducir a Stiffy a decirme que la agenda estaba en la jarrita cuando no estaba. Con mano firme, aquella muchacha se había burlado de mí, y éste era el punto que me preocupaba. ¿Por qué se había burlado de mí? Hice cuanto pude.
—¿Estás segura de haber buscado bien?
—Completamente segura.
—Quiero decir minuciosamente.
—Minuciosamente.
—Stiffy me juró que estaba allí.
—¿De veras?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no creo que exista tal agenda.
—¿Entonces no das crédito a mis palabras?
—No.
Me parece que, después de esto, poco había que decir. Hubiera podido decir «¡Oh!» o algo parecido, pero no recuerdo haberlo dicho. Abrí la puerta y salí como deslumbrado, reflexionando.
Ya sabéis lo que ocurre cuando se reflexiona. Se queda uno absorbido, concentrado. Es imposible darse cuenta de los fenómenos exteriores. Creo que debía estar a la mitad del pasillo que conducía a mi cuarto, cuando el ruido de una lucha penetró en mi conciencia y me obligó a detenerme, a mirar y a escuchar.
La lucha a que me refiero era una especie de lucha a puñetazos, como si alguien estuviese golpeando a otro. Y apenas me había dicho: «¿Qué es eso? ¿Una pelea?», cuando vi quién era el luchador. Era Roderick Spode y los puñetazos iban dirigidos a la puerta de la habitación de Gussie Fink-Nottle. En el momento en que llegué estaba asestando otro puñetazo a la madera.
El espectáculo apaciguó inmediatamente mi batallador sistema nervioso. Me sentí otro hombre. Y diré por qué.
Todo el mundo ha experimentado la sensación de alivio que se siente cuando, después de haber sido traído y llevado por fuerzas que escapan a nuestro dominio, se encuentra de repente en frente de alguien a quien puede dominar a su antojo. El príncipe del comercio, cuando las cosas van mal, la toma con el jefe de personal. El jefe de personal con el último subalterno. Ése con el botones y el botones le da un puntapié al gato. El gato sale arreando a la calle, encuentra un gato más pequeño que él, y éste, una vez terminado el encuentro, se pone en afanosa búsqueda de un ratón.
Esto fue lo que me ocurrió. Exasperado hasta el punto de estallar, por los Pops Bassetts y las Madelines Bassetts y las Stiffys Byngs, y perseguido como un malvado por el implacable destino, hallé una sensación de solaz alivio en la idea de que podía descargar toda mi pesadumbre sobre Roderick Spode.
—¡Spode! —grité enérgicamente. Se detuvo con el puño levantado y volvió hacia mí un rostro congestionado. Entonces, al ver con quién hablaba, el resplandor de fuego desapareció de su mirada. Se inclinó respetuosamente.
—¿Qué es eso, Spode? ¿Qué pasa?
—¡Oh! ¡Hola, Wooster! ¡Qué noche más bella!
Empecé a volcar sobre él todos mis agravios.
—No se trata de si hace o no buena noche, Spode —dije—. Palabra, Spode, ¡esto es ya demasiado! Esto es la gota de agua que hace desbordar el vaso y obliga a un hombre a tomar medidas enérgicas.
—Pero, Wooster…
—¿Qué significa esto de molestar a todo el mundo con este escándalo? ¿Ha olvidado usted ya lo que le dije respecto a refrenar esta tendencia suya a meter más bullicio que un hipopótamo rabioso? Después de lo que le dije, tenía motivos para esperar que pasase usted el resto de la velada consagrado a la lectura de un buen libro. ¡Pero, no! Le encuentro a usted intentando nuevamente atacar a mis amigos. Tengo que prevenirle, Spode, que mi paciencia no es inagotable.
—Pero, Wooster, usted no comprende…
—¿Qué es lo que no comprendo?
—No sabe usted la provocación que he recibido por parte del espantapájaros ese de Fink-Nottle. Tengo que retorcerle el pescuezo —añadió con mirada sombría.
—Usted no le retuerce el pescuezo.
—Pues lo aplastaré como una rata.
—No lo aplastará usted como una rata.
—¡Pero si va diciendo que soy un asno engreído!
—¿Cuándo le ha dicho a usted eso Gussie?
—No es exactamente que me lo haya dicho. Pero lo ha escrito. ¡Mire! ¡Aquí está!
Y puso ante mis ojos una agenda, pequeñita, marrón, con cubierta de piel.
Pensando nuevamente en Arquímedes, la descripción que Jeeves me había hecho de la escena del descubrimiento de la ley del desplazamiento de los cuerpos, aun cuando breve, me había producido profunda impresión, creando ante mí una viva imagen de lo que debió haber sido aquel momento. Vi claramente al sabio probando la temperatura del agua con los dedos del pie…, entrando…, sumergiéndose. Había seguido en espíritu todos sus movimientos: el enjabonamiento de la cara, el champú en el pelo, una cancioncita alegre…
Y de pronto, al llegar al agudo, un silencio. Su voz se ha apagado. A través de sus párpados entornados se pueden ver sus ojos brillando con un extraño resplandor. El jabón cae de su mano, desatendido. Y lanza un grito de triunfo: «¡Ya lo tengo! ¡Qué bien! ¡El principio del desplazamiento de los cuerpos!» Y salta de la bañera más contento que si hubiese ganado un millón de dólares.
La aparición de la agenda me afectó exactamente de la misma manera. Hubo el mismo momento de angustioso silencio seguido de un grito triunfal. Y no me cabe la menor duda de que mientras tendía una mano autoritaria, mis ojos brillaban con una extraña luz.
—¡Déme usted ese librito, Spode!
—Sí. Quisiera que le echase usted una mirada, Wooster. Entonces comprenderá usted mi actitud. Lo he encontrado de una manera muy extraña. Tuve la idea de que Sir Watkyn estaría contento de que tomase la jarrita bajo mi custodia, porque estos últimos tiempos ha habido una serie de robos por los alrededores; una serie de robos —añadió apresuradamente— y estos ventanales no son nunca seguros. Entonces fui al saloncito donde está la colección y saqué la jarrita de su vitrina. Quedé sorprendido al oír algo que sonaba dentro. La abrí y hallé este librito. Mire usted —dijo apoyando sobre mi hombro un dedo como una banana— lo que dice sobre la manera cómo como los espárragos.
Supongo que la idea de Spode era que íbamos a recorrer juntos aquellas páginas. Cuando me vio meterme la agenda en el bolsillo, tuvo la sensación de que le despojaba de una cosa suya.
—¿Se va usted a quedar con la agenda, Wooster?
—Sí.
—Pero, es que yo quisiera enseñársela a Sir Watkyn. Dice también muchas cosas sobre él.
—No debemos causar a Sir Watkyn una pena innecesaria.
—Quizá tenga usted razón. Entonces ¿sigo adelante con mi proyecto de derribar esta puerta?
—De ninguna manera —dije suavemente—. Y, además, va usted a largarse de aquí.
—¿Largarme?
—¡Largarse! ¡Déjeme usted, Spode! Necesito estar solo.
Le vi desaparecer por la esquina del pasillo y golpeé violentamente la puerta.
—¡Gussie!
No hubo respuesta.
—¡Gussie, sal!
—¡Que me condenen si salgo!
—¡Sal en seguida, idiota! ¡Soy Wooster!
Pero ni aun esto produjo inmediato resultado. Luego me explicó que había creído que era Spode haciendo una hábil imitación de mi voz. Pero al cabo de un rato logré convencerle de que se trataba, efectivamente, del compañero de su infancia y entonces se oyó un ruido de muebles que eran arrastrados, la puerta se abrió y su cabeza emergió cautelosamente como el caracol que se asoma por debajo de su concha después de una tormenta.
Sería superfluo entrar en detalles sobre la escena que siguió. Todos lo hemos visto en el cine, cuando llega finalmente la infantería de marina a liberar la guarnición sitiada. Bastará que diga que no escatimó los elogios. Parecía estar bajo la impresión de que yo había vencido a Roderick Spode en singular combate, y no valía la pena hacerle cambiar de opinión. Estrechando la agenda entre sus manos, le mandé al encuentro de Madeline Bassett para que se la enseñase y me dirigí a mi habitación.
Allí estaba Jeeves, meditando sobre algún deber profesional.
Mi intención había sido amonestarle severamente al verle de nuevo, por haber sometido mis nervios a una intolerable tensión, obligándome a celebrar aquella entrevista con Pop Bassett. Pero en aquel momento le saludé con una sonrisa cordial en lugar de dirigirle una acerba mirada de censura. En todo caso, su plan nos había hecho reconquistar el botín, y no era momento de censuras. Wellington no fue con recriminaciones a nadie después de la batalla de Waterloo. Por el contrario les dio unos golpecitos en la espalda y les invitó a unas copas.
—¡Ah, Jeeves! ¿Conque está usted aquí?
—Sí, señor.
—¡Bien, Jeeves! Puede usted empezar a hacer los equipajes.
—¿Los equipajes, señor?
—Para regresar a casa. Nos vamos mañana.
—¿Entonces no entra en los propósitos del señor prolongar su estancia en Totleigh Towers?
—¡No pregunte usted tonterías, Jeeves! ¿Es acaso Totleigh Towers un lugar donde los invitados prolongan sus estancias sin estar obligados a ello? Y yo ya no tengo necesidad de permanecer entre sus muros. Mi trabajo está hecho. Nos vamos mañana por la mañana, cuanto antes. Haga usted, pues, los equipajes, de manera que podamos largarnos en cuanto sea posible, sin la menor demora. ¿Necesitará usted mucho tiempo?
—No, señor. No hay más que las dos maletas.
Las sacó de debajo de la cama y abriendo la mayor se dispuso a colocar en ella mi ropa y mis efectos, mientras yo, sentándome en un sillón, empecé a ponerle al corriente de los recientes acontecimientos.
—Bien, Jeeves, su plan ha tenido excelente éxito.
—Estoy encantado de saberlo, señor.
—No le voy a decir a usted que la escena no pueble mis sueños durante algún tiempo, ni quiero comentar su conducta obligándome a soportar aquel suplicio. Sólo quiero hacer constar que ha quedado demostrada su eficiencia. La bendición de un tío ha brotado como el tapón de una botella de champaña, y Stiffy y Stinker se dirigirán al altar sin tener que allanar más barreras.
—Es altamente satisfactorio, señor. ¿Entonces las reacciones de Sir Watkyn fueron las que anticipé?
—¡Quizá más todavía! No sé si ha visto usted alguna vez un barco al garete agotado por las furiosas olas.
—No, señor. Mis visitas a las costas han tenido siempre lugar con tiempo clemente.
—Pues éste era su aspecto cuando me oyó anunciarle que tenía intención de llegar a ser su sobrino por alianza. Su aspecto y su conducta fueron los del El naufragio del Hesperus. ¿Se acuerda usted? Zarparon con viento fuerte y el capitán había llevado a su hijita para que le hiciese compañía.
—Sí, señor. Azules eran sus ojos, como el lino que hilan las hadas, sus mejillas semejaban la aurora, y su pecho era blanco como los capullos de las azucenas al abrirse en pleno mes de mayo.
—¡Exacto! Pues, como iba diciendo, las olas lo azotaban furiosamente y embarcaba agua a cada bandazo. Y cuando apareció Stiffy, y le dijo que había un error, y que el promesso sposi era en realidad mi viejo Stinker Pinker, su satisfacción no tuvo límites. Dio inmediatamente su venia a la proyectada unión. No pudo hablar más aprisa. Pero ¿Por qué perderé yo tiempo contándole a usted esto, Jeeves? Todo ello es meramente incidental. La noticia importante transmitida por las cancillerías es la siguiente: he recuperado la agenda.
—¿De veras, señor?
—Exactamente, Jeeves. La tenía Spode y se la quité. Y Gussie está ahora enseñándosela a Miss Bassett y lavando su nombre del estigma que sobre él había caído. No me extrañaría que en estos momentos estuviesen fundidos en un estrecho abrazo.
—Cosa que devotamente debemos desear, señor.
—Usted lo ha dicho, Jeeves.
—Entonces no hay nada que pueda preocupar al señor.
—Nada. ¡Me encuentro estupendamente! Me siento como si me hubieran quitado un gran peso de encima. ¡Tengo ganas de cantar y de bailar! No me cabe la menor duda de que la exhibición de la agenda bastará para dar solución a todo.
—Ninguna duda, señor.
—Oye Bertie —dijo Gussie asomándose en aquel momento, con el aspecto de un hombre que ha sido pasado por entre los cilindros de un laminador—, ha ocurrido una cosa horrible. Se ha deshecho la boda.