Capítulo VII

No me atrevería a decir que Jeeves estuviese sonriéndose, pero en su rostro se dibujaba una expresión de íntima satisfacción, y repentinamente recordé aquella lamentable escena que Gussie me había hecho olvidar; a saber: que la última vez que le había visto le había dejado dirigiéndose al teléfono, a fin de ponerse en comunicación con el secretario del «Junior Ganymede Club». Me puse en pie rápidamente. A menos que hubiese interpretado mal su mirada, tenía algo que comunicarme.

—¿Ha hablado usted con el secretario, Jeeves?

—Sí, señor. Acabo de hablar en este momento.

—¿Y le ha servido a usted bien?

—Ha sido muy instructivo, señor.

—¿Tiene Spode algún secreto?

—Sí, señor.

Me arreglé el pliegue del pantalón, emocionado.

—No hubiera debido dudar de tía Dalia. Las tías lo saben todo. Tienen una especie de intuición. Dígame cuanto haya.

—Temo que no sea posible, señor. Las reglas del club referentes a la propalación de las informaciones contenidas en el Libro son muy estrictas.

—¿Quiere usted decir que sus labios están sellados?

—Sí, señor.

—¿Entonces de qué sirve haber telefoneado?

—Son sólo los detalles del asunto los que me veo imposibilitado de relatar, señor. Pero tengo perfecta libertad de decir al señor que la potencia maligna de Mr. Spode será considerablemente disminuida si el señor le informa de que está al corriente de cuanto hace referencia a Eulalia.

—¿Eulalia?

—Eulalia, señor.

—¿Cree usted que esto lo detendrá verdaderamente?

—Sí, señor.

Reflexioné. La cosa no me parecía muy eficaz.

—¿No cree usted poder ampliar un poco sus informaciones?

—Imposible, señor. No dudo de que, de hacerlo, me sería pedida mi dimisión.

—Lo sentiría, Jeeves, lo sentiría… —No podía soportar la idea de pensar en un escuadrón de mayordomos formando el cuadro mientras el Comité lo degradaba—. No obstante, ¿está usted seguro de que si miro a Spode cara a cara y le suelto la píldora, quedará confuso? Vamos a poner las cosas en claro. Supongamos que usted es Spode y yo me planto delante de usted y le suelto: «¡Sé todo lo que hace referencia a Eulalia!» ¿Le haría a usted tambalearse esto?

—Sí, señor. El asunto de Eulalia es uno de los que una persona que ocupase la posición de Mr. Spode ante el mundo, temería más ver divulgado.

Hice un poco de práctica. Me dirigí a la mesa de escribir con las manos en los bolsillos y dije: «¡Sé todo lo que hace referencia a Eulalia!» Probé de nuevo amenazando esta vez con el dedo. Después probé otra vez con los brazos cruzados; pero debo confesar que no me parecía muy convincente.

No obstante, me dije que Jeeves sabía siempre lo que hacía.

—¡En fin!, si usted lo dice, Jeeves… Entonces lo primero que tengo que hacer es buscar a Gussie y darle esta información salvavidas.

—¿Señor…?

—¡Ah! Es verdad que no está usted enterado. Tengo que decirle, Jeeves, que desde que no nos hemos visto, la situación es más tenebrosa todavía. ¿Estaba usted enterado de que Spode hace tiempo que está enamorado de Miss Bassett?

—No, señor.

—Pues éste es el caso. La felicidad de Miss Bassett es una cosa preciosa para Spode, y ahora que su noviazgo se ha ido a paseo, por causas que dicen mucho en descrédito de la parte masculina de los contratantes, quiere retorcerle el cuello.

—¿De veras, señor?

—¡Exacto! Hace un rato estaba aquí diciéndolo, y Gussie, que por casualidad estaba debajo de la cama, lo ha oído. Y el resultado es que ahora habla de descolgarse por la ventana y huir a California. Lo cual, naturalmente, sería fatal. Es indispensable que no se mueva de aquí e intente una reconciliación.

—Indudable, señor.

—Y si está en California no podrá reconciliarse.

—No, señor.

—De manera que tengo que tratar de encontrarlo. Aunque le diré que no sé si va a ser muy fácil dar con él en estos momentos. Debe estar seguramente en el tejado preguntándose cómo escapar.

Mis temores quedaron confirmados. Busqué por toda la casa sin lograr dar con él. No hay duda de que algún rincón de Totleigh Towers ocultaba a Augustus Fink-Nottle, pero guardaba celosamente su secreto. Abandoné momentáneamente la empresa y regresé a mi habitación; al cerrar, mi corazón se detuvo al verlo allí en persona. Estaba al lado de la cama, anudando dos sábanas.

El hecho de que estuviese de espaldas a la puerta y de que la mullida alfombra apagase el ruido de mis pasos hizo que no se diese cuenta de mi presencia hasta que hablé. Mi «¡hey!», dicho un poco violentamente, pues me indigné al ver mi cama en aquel estado, le hizo dar una vuelta con los labios lívidos.

—¡Uff! —exclamó—. ¡Creí que era Spode!

La indignación sucedió al pánico. Me lanzó una mirada dura. Bajo los cristales de sus lentes, los ojos estaban fríos. Parecía un rodaballo aburrido.

—¿Qué significa esto, malvado Wooster —preguntó—, de deslizarse silenciosamente hasta un amigo y decirle: «¡Hey!» en esa forma? Hubiera podido darme un ataque al corazón.

—¿Y qué significa eso, granuja de Fink-Nottle —pregunté a mi vez—, de apoderarse de esta manera de mi ropa de cama, después de habértelo prohibido terminantemente? Tienes sábanas en la tuya. ¡Anúdalas!

—¿Cómo quieres que las anude? Spode está sentado en ella.

—¿En tu cama?

—¡Claro! Me está esperando. Cuando te dejé fui a mi cuarto y allí estaba él. Si no llega a carraspear, doy de narices con él.

Comprendí que era hora de apaciguar su inquietado espíritu.

—No tienes nada que temer de Spode, Gussie.

—¡Cómo que no tengo nada que temer? ¡No digas tonterías!

—No digo tonterías. La esencia amenazadora de Spode, si me es permitido hablar así, es una cosa que pertenece al pasado. Debido a la perfecta organización del servicio secreto de Jeeves, he sabido algo a su respecto que le interesará no ver divulgado.

—¿Qué?

—¡Ah!, en esto me has cogido. Cuando he dicho que he sabido algo a su respecto, hubiera debido decir que Jeeves ha sabido algo, y desgraciadamente sus labios están sellados. No obstante, estoy en situación de poderle decir algo de una manera velada. Si intenta alguna maldad, sabré cómo detenerlo. —Callé, escuchando. Del pasillo llegaba ruido de pasos—. ¡Ah! —dije—. Alguien viene. Acaso sea el granuja en persona.

De la garganta de Gussie salió un grito de animal herido.

—¡Cierra esa puerta! —Levanté una mano tranquilizadora.

—No será necesario —dije—. Déjale que entre. Deseo sinceramente su visita. Fíjate en cómo lo trato, Gussie. ¡Te divertirás!

Había supuesto bien. Era Spode, en efecto; sin duda se había cansado de esperar en el cuarto de Gussie y había pensado que un rato de charla con Bertram cambiaría la monotonía. Entró como la vez precedente, sin llamar, y, al ver a Gussie, lanzó una exclamación gutural de triunfo y satisfacción. Se detuvo un momento, respirando jadeante, palpitándole las aletas de la nariz.

Parecía haber crecido un poco desde nuestra última entrevista, teniendo ahora ocho pies y seis pulgadas, y, si la información que debía darme el dominio sobre él hubiese venido de fuente menos fidedigna, su aspecto me habría seriamente inquietado. Pero estaba tan acostumbrado a confiar durante años en la más leve palabra de Jeeves, que le contemplé sin el menor temblor.

Lamenté ver que Gussie no compartía mi resplandeciente confianza. Quizá no le hubiese dado una explicación suficiente, o acaso, al enfrentarse con Spode en carne y hueso, sus nervios fallaron. En todo caso, se retiraba hacia la pared y al parecer, por cuanto pude colegir, intentaba desaparecer a través de ella. Habiendo fracasado en su propósito, se detuvo inmóvil como si hubiese sido víctima de un buen taxidermista, mientras yo dirigía al intruso una mirada de igual a igual, en la cual la sorpresa y la altivez se mezclaban por partes iguales.

—Bien, Spode —dije—. ¿Qué hay de nuevo?

Puse en mis palabras una entonación dirigida a demostrar desagrado, pero él no pareció darse cuenta. Despreciando mi pregunta como si fuese la malvada serpiente de la Escritura, concentró su mirada en Gussie. Observé que los músculos de su mandíbula trabajaban de la misma manera que habían trabajado el día que cayó sobre mí al encontrarme jugando con la colección de plata antigua de Sir Watkyn Bassett; y tuve la sensación de que de un momento a otro empezaría a golpearse el pecho con los puños, produciendo un cavernoso sonido de tambor, como suelen hacer los gorilas en los momentos de emoción.

—¡Ah! —exclamó.

Era hora de terminar con aquello. Esta costumbre de andar de un lugar para otro diciendo: «¡Ah!», era una costumbre que debía ser atajada, y atajada rápidamente.

—¡Spode! —dije severamente, tropezando, creo, con la mesa.

Me pareció que por primera vez se daba cuenta de mi presencia. Se detuvo un instante y me dirigió una mirada desagradable.

—¿Qué quiere usted?

—¿Qué quiero? Me gusta la pregunta. Puesto que me lo pregunta usted, Spode, le diré que lo que quiero es saber qué diablos significa esto de invadir mis habitaciones particulares, ocupando espacio que necesito para otros propósitos e interrumpiéndome mientras estoy en amable charla con mis amigos personales. Verdaderamente, en esta casa hay tanta libertad como en un café concierto. Supongo que tiene usted su habitación, ¿no? ¡Pues tenga usted la bondad de retirarse a ella, tío gordo, y de quedarse allí!

No pude resistir la tentación de dirigir una rápida mirada a Gussie, para ver qué efecto le hacía aquello y vi con placer que en su rostro se dibujaba una mirada de profunda admiración, como la que las angustiadas doncellas medievales dirigían al caballero viéndole luchar cuerpo a cuerpo con el dragón. Pude darme cuenta de que de nuevo era para él el «Endiablado Bertie» de nuestra infancia, y no me cabía la menor duda de que le devoraba el remordimiento de los epítetos que me había lanzado.

También Spode parecía muy impresionado, si bien no tan favorablemente. Miraba incrédulamente, como alguien mordido por un conejo. Parecía preguntarse si aquel hombre que hablaba era realmente la temblorosa violeta que había conferenciado con él en la terraza.

Me preguntó si le había llamado «tío» y le dije que sí.

—¿Tío gordo?

—Tío gordo. Ya era hora —proseguí— de que alguien tuviese el valor de decirle a usted lo que piensa. Lo molesto de usted, Spode, es que, precisamente porque ha conseguido inducir a un puñado de idiotas a deformar a Londres paseándose con shorts negros se figura usted que es alguien. Les oye usted gritar «Heil, Spode!» y se imagina usted que es la voz del pueblo. Por eso está usted tan infatuado. Lo que la voz del pueblo dice, es: «¡Mirad al idiota ese de Spode, con calzones cortos! ¿Han visto ustedes en su vida un tipo más ridículo?»

Hizo el gesto conocido por «tratar de hablar».

—¿Eh? —dijo—. ¡Ah!, bien, me ocuparé de usted más tarde.

—Y yo —contesté— me ocuparé de usted ahora mismo. —Encendí un cigarrillo—. Spode —dije, descubriendo mis baterías—, ¡sé su secreto!

—¿Eh?

—Sé todo lo que hace referencia a…

—¿A qué?

Precisamente me había detenido para hacerme esta misma pregunta. Porque, créame o no, en aquellos momentos de tensión, cuando tan urgentemente lo necesitaba, el nombre que Jeeves había mencionado como mágica fórmula para dominar aquel monstruo, había desaparecido de mi mente. No podía recordar ni la letra con que empezaba.

Con los nombres ocurren cosas extraordinarias. Probablemente se habrán dado cuenta ustedes mismos. Uno cree saberlos y, de repente, se borran. Quisiera tener un real por cada vez que me he encontrado delante de una cara conocida que ha venido a mí con un «¡Hola, Wooster!» y me he roto la cabeza por poder etiquetarlo. Esto es en todas ocasiones una cosa molesta, pero jamás me había dado cuenta de que lo fuese tanto como en aquélla.

—Todo lo referente ¿a qué? —dijo Spode.

—Pues… en realidad —tuve que confesar— lo he olvidado.

El ruido de alguien que se atragantaba llamó nuevamente mi atención hacia Gussie, y vi claramente que la importancia de mis palabras no se le había escapado. De nuevo intentó retroceder y, cuando se dio cuenta de que había llegado al límite, en sus ojos brilló un destello de desesperación. Y entonces, súbitamente, mientras Spode avanzaba hacia él, se convirtió en un hombre poseído de una resuelta y dura determinación.

Me gusta recordar al Augustus Fink-Nottle de aquel momento. ¡Estaba imponente! Hasta entonces jamás le había considerado un hombre de acción, sino más bien un soñador. Pero en aquel instante no hubiera podido encontrarse más a gusto en aquella situación, si hubiese sido uno de los tipos más rudos y camorristas de los muelles de San Francisco.

Encima de él, mientras estaba pegado a la pared, colgaba de ésta un cuadro al óleo de considerables proporciones que representaba a un tipo con tricornio y pantalones de montar, contemplando una mujer que parecía estar haciendo carantoñas a una especie de pájaro, una paloma si no me equivoco o un pichón. Ya había reparado yo en él una o dos veces, desde que estaba en aquella habitación, y había pensado incluso en dárselo a tía Dalia para que lo rompiese en lugar de El infante Samuel en oración. Afortunadamente no lo había hecho, pues, de lo contrario, Gussie no hubiese tenido ocasión de arrancarlo de sus amarras y con un hábil movimiento de muñeca darle con él en la cabeza a Spode.

Digo «afortunadamente», porque si había alguien que mereciese que le diesen en la cabeza con cuadros al óleo era Roderick Spode. Desde nuestro primer encuentro, todas sus palabras y acciones habían demostrado claramente que era esto lo que merecía. Pero siempre hay una grieta, incluso en las cosas mejor hechas, y me bastó un instante para ver que el esfuerzo de Gussie, pese a ser bien intencionado, había tenido escasa eficacia constructiva. Lo que hubiera debido hacer era sostener el cuadro verticalmente a fin de darle con el marco de canto, y, en lugar de esto le dio con el arma de plano, y Spode apareció a través del arco de papel. En otras palabras: lo que parecía prometer ser el golpe decisivo, se había convertido meramente en lo que Jeeves hubiera llamado una imitación.

No obstante, fue suficiente para detener a Spode en su propósito durante unos segundos. Permaneció un momento parpadeando, con el cuadro alrededor de su cuello como una guirnalda, y la pausa fue más que suficiente para que yo pudiese obrar.

Dadnos una pauta, mostradnos claramente que el ambiente está caldeado y que todo va bien, y nosotros, los Wooster, jamás retrocederemos. Sobre la cama había una sábana que Gussie había soltado cuando fue interrumpido en su tarea de anudarlas, y agarrarla y envolver con ella a Spode, fue para mí cosa de un momento. Hace ya mucho tiempo que estudié este tema y antes de pronunciarme definitivamente tendría que consultar con Jeeves, pero tengo idea de que los gladiadores romanos solían usar este mismo sistema en la arena.

Creo difícil que un hombre que acaba de recibir un porrazo en la cabeza con un cuadro representando una muchacha arrullando a una paloma y que a continuación ha sido envuelto en una sábana, conserve su fría e inteligente serenidad. Cualquier amigo de Spode, al verle en aquella situación, le hubiera aconsejado que se mantuviese tranquilo hasta que pudiese liberarse del cascarón. En un terreno sobrecargado de sillas y demás objetos, sólo esta conducta hubiera podido evitar el desastre.

Pero él no obró así. Oyendo el ruido producido por la salida de Gussie, dio un salto y se pegó el inevitable porrazo. En el momento en que Gussie franqueaba el umbral, Spode yacía en el suelo, más inextricablemente enmarañado en su sábana que nunca.

No hay duda de que mis amigos me hubieran aconsejado un inmediato alejamiento de aquel lugar, y pensando en ello, comprendo que mi error fue detenerme para golpear un bulto, que a juzgar de las observaciones que de él emanaban debía ser la cabeza de Spode, con un jarrón de porcelana que había sobre la chimenea, no lejos del lugar que había ocupado el infante Samuel. Fue un error de estrategia. Conseguí mi propósito y el jarrón se rompió en doce pedazos, lo cual estaba bien, porque cuanto más se destruya de los bienes pertenecientes a un hombre como Sir Watkyn Bassett, mejor, pero la acción de arrearle el trompazo me hizo perder el equilibrio. Un instante después, una mano saliendo de debajo de la sábana me había agarrado la chaqueta.

Era un desastre serio, desde luego, y a un hombre de menores facultades que yo le hubiera hecho quizá creer que no valía la pena continuar la lucha. Pero precisamente el caso de los Wooster, como he tenido ocasión de decir otras veces, es cabalmente que no son hombres de inferiores facultades. No pierden nunca la cabeza. Piensan rápidamente y obran rápidamente. Napoleón era igual. He dicho que en el momento en que me disponía a decir a Spode que estaba en posesión de su secreto, había encendido un cigarrillo. Este cigarrillo, con su boquilla, estaba todavía en mis labios. Cogiéndolo en el acto con la mano, apreté el extremo candente sobre la ajamonada mano que impedía mi retirada.

Los resultados fueron altamente satisfactorios. Podría creerse que los recientes acontecimientos habían puesto a Roderick Spode en un estado de ánimo del que podía esperar cualquier cosa y estar dispuesto a todo, pero aquello le cogió desprevenido. Con un grito de dolor, soltó mi chaqueta y no me detuvo ya. Bertram Wooster es un hombre que sabe cuándo hay que demorarse y cuándo no. Cuando Bertram Wooster ve un león en el sendero, se escabulle por el primer camino lateral. Salí a una velocidad impresionante, y hubiera sin duda alguna franqueado el umbral batiendo el tiempo de Gussie en dos o tres segundos, si en aquel momento mi cabeza no hubiese entrado en colisión con un sólido cuerpo que en aquel momento entraba.

Supongo que debió ser el olor de agua de Colonia que emanaba todavía de sus sienes lo que me hizo identificar aquel sólido cuerpo como el de tía Dalia, si bien, aun sin él, el explosivo grito de cacería que salió de sus labios me hubiera puesto sobre la pista. Rodamos ambos por el suelo, y debimos rodar alguna distancia, porque recuerdo que mi primera impresión fue ver el rostro de Roderick Spode envuelto en su sábana, frente a nosotros, el cual, la última vez que le había visto estaba en el rincón opuesto de la habitación. No hay duda de que la explicación era que nosotros habíamos rodado Nornordeste, y él había rodado Sursudoeste, con el resultado de habernos reunido en el centro de la habitación.

Cuando la razón se entronizó nuevamente en mi mente, vi que Spode sujetaba a tía Dalia por la pierna izquierda y que a ella la cosa no parecía gustarle mucho. El choque con su sobrino la había dejado un momento sin aliento, pero le quedaba bastante todavía para soltar imprecaciones y lo estaba haciendo con aquel viejo fuego que la animaba.

—¿Pero qué diablos pasa? —preguntaba acaloradamente—. ¿Es esto un manicomio? ¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco? Primero, encuentro a Fink-Nottle corriendo como un gamo por el pasillo. Después, tratas de pasar a través de mi cuerpo como si fuese borra. Y ahora este caballero con albornoz me hace cosquillas en el tobillo, lo cual no me había ocurrido desde el baile de la cacería York y Ainsty, el año mil novecientos veintiuno.

Estas protestas debieron sin duda ejercer saludable influencia sobre Spode y despertar sus buenos sentimientos, porque la soltó y ella se puso en pie, sacudiéndose el polvo de su vestido.

—Y ahora, una explicación, vamos a ver —dijo algo calmada—. Una explicación categórica. ¿Qué ocurre? ¿Qué es todo esto? ¿Quién está dentro de este sudario?

Hice las presentaciones.

—¿Conoces a Spode, no? Mr. Roderick Spode, Mrs. Travers.

Spode se había quitado ya la sábana, pero el cuadro seguía en su sitio y mi tía le miraba con curiosidad.

—¿Por qué diablos se ha puesto usted eso alrededor del cuello? —preguntó. Y con tono más tolerante añadió—: En fin, si quiere usted llevarlo llévelo, pero no le va nada bien.

Spode no contestó. Respiraba afanosamente. No es que le censure; yo, en su sitio, quizá hubiera hecho lo mismo; pero era un ruido desagradable, y hubiera querido que no lo hiciese. Me miraba además fijamente, y también aquello me molestaba. Su rostro estaba congestionado, sus ojos salían de las órbitas, y daba la curiosa impresión de que su cabello estaba erizado como las púas de un puercoespín encolerizado, para usar la frase empleada por Jeeves para describirme las reacciones de Barmy Fotheringay-Phipps al ver un penco, por el que había hecho una considerable apuesta, llegar sexto en la Reunión de Newmarket Spring. Recuerdo que una vez, durante un enfado temporal con Jeeves, contraté otro mayordomo en una agencia de colocaciones, y no hacía una semana que estaba a mi servicio, cuando se volvió loco una noche y prendió fuego a la casa y me persiguió con un cuchillo de trinchar, diciendo que quería ver el color de mis entrañas, y no sé qué otras ideas estrambóticas. Hasta el momento en que me encontraba, siempre había considerado aquel episodio como el más terrible de mi vida; pero ahora me daba cuenta de que debía pasar a segundo lugar.

El pájaro a que me refiero era un hombre simple, de alma inculta, y Spode era educado y poseía cultura; pero había un punto en el cual sus dos almas coincidían. No creo que sobre cualquier otro punto de vista hubiesen estado de acuerdo, pero era evidente que en su deseo de saber cuál era el color de mis entrañas, seguían líneas paralelas. La única diferencia estaba en que, así como mi asalariado había planeado el uso del cuchillo de trinchar para sus excavaciones, Spode parecía estar convencido de que el trabajo podía perfectamente hacerse con las manos.

—Tendré que rogarle a usted que nos deje solos, señora —dijo.

—¡Pero si acabo de llegar! —explicó tía Dalia.

—Voy a hacer papilla a este hombre.

No era este el tono indicado para ser usado con mi anciana parienta. Tenía un arraigado espíritu de clan, y, como he dicho, quería mucho a su sobrino. Frunció el entrecejo.

—Usted no pone la mano sobre un sobrino mío.

—No le voy a dejar hueso sano.

—¡Usted no hace nada de eso! ¡Valiente idea! ¡Alto aquí! ¡Eu…!

Elevó la voz al lanzar esta última orden imperativa, por haber visto que Spode daba un paso en dirección mía.

Teniendo en cuenta la forma cómo brillaban sus ojos y que su bigote se erizaba, sin hablar del rechinar de dientes y del siniestro crisparse de sus dedos, el paso que dio hubiera sido capaz de hacerme salir arreando como un virtuoso de la danza. Y de haber ocurrido un poco antes, hubiera producido este efecto. Pero, en aquella circunstancia, no. Permanecí donde estaba, sereno y tranquilo. No recuerdo si crucé los brazos o no, pero sí que en mis labios se dibujaba una sonrisa de desdén.

Porque aquella sola sílaba onomatopéyica de mi tía, «¡Eu!», había bastado para realizar lo que un cuarto de hora de rebusca no había producido, es decir, llenar un hueco en mi memoria. La palabra mágica de Jeeves acudió súbitamente a mi mente. Un momento antes, mi mente estaba vacía; un momento después, el manantial de mi memoria brotaba a borbotones. Muchas veces ocurre así.

—Un momento, Spode —dije con calma—. Sólo un momento. Antes de que se meta usted en un lío, quizá le interese saber que «sé todo lo referente a Eulalia».

Fue estupendo. Tuve la sensación de ser uno de esos tipos que aprietan un botón para hacer saltar una mina. Si no hubiese sido mi implícita fe en Jeeves, que me permitía esperar resultados positivos, hubiera quedado atónito de ver el efecto de mis palabras sobre aquel hombre. Se veía claramente que había penetrado en lo más profundo de su ser y que lo había dejado más agitado que un par de huevos revueltos. Retrocedió como si hubiese puesto el pie sobre unas ascuas y una mirada de horror y de espanto se dibujó en su rostro.

La situación me recordó algo que me había ocurrido una vez en Oxford, cuando joven. Paseaba yo un día por la ribera del río en compañía de una muchacha cuyo nombre ha huido de mi memoria, cuando oí un ladrido y vi un enorme perro furioso, que avanzaba galopando hacia nosotros con evidente propósito de mutilación. Y estaba encomendando mi alma a Dios y pensando que de aquel hecho mis pantalones de franela perderían treinta chelines de valor a causa del mordisco, cuando la muchacha, esperando con sorprendente presencia de ánimo llegar a ver el blanco de sus ojos, abrió repentinamente una sombrilla japonesa de colores en las fauces mismas del animal. Ante lo cual, el bicho dio tres saltos mortales hacia atrás y se retiró a la vida privada.

Excepto que no dio ningún salto mortal, la reacción de Spode fue la misma que la de aquel furibundo animal. Durante un momento permaneció inmóvil. Después dijo «¡oh!». Más tarde sus labios iniciaron un gesto que yo interpreté como un intento de sonrisa conciliadora. Después de esto tragó saliva siete u ocho veces, como si tuviese una espina de pescado en el gaznate, y finalmente, habló. Y cuando habló, lo hizo en un tono que parecía el arrullo de una paloma; incluso de una paloma suavemente amansada.

—¡Oh! ¿De veras? —dijo.

—¡Todo! —repliqué.

Si me llega a preguntar qué era lo que sabía, me fastidiaba; pero no me lo preguntó.

—¡En…! ¿Y cómo lo ha sabido usted?

—Tengo mis métodos.

—¿Oh?

—¡Ah! —contesté. Y el silencio se hizo nuevamente.

Jamás hubiera creído que un tipo como aquél pudiese mostrarse tan obsequioso conmigo, pero lo cierto es que tal fue su actitud. En sus ojos había una mirada de súplica.

—Espero que callará usted, Wooster. ¿Verdad que callará, Wooster?

—Callaré…

—¡Gracias, Wooster…!

—… con tal de que —continué— no se entregue usted más a estas extraordinarias exhibiciones…

—¡Desde luego! ¡Desde luego! Temo haber obrado verdaderamente mal. —Levantó una mano y me acarició la manga—. ¿Le he estropeado la chaqueta, Wooster? Lo siento mucho. Es que me dejo llevar… No ocurrirá más.

—Así lo espero. ¡Pardiez! ¿Qué es eso de agarrar a la gente por la chaqueta y hablar de romper los huesos a los amigos? ¡Jamás oí nada parecido!

—Lo sé… lo sé… Estuve mal.

—Puede usted asegurarlo. En lo sucesivo seré muy exigente, Spode…

—Sí, sí. Lo comprendo.

—He estado muy descontento de su comportamiento desde que llegué a esta casa. La manera como me miraba usted durante la cena… Quizá cree usted que la gente no se da cuenta de esas cosas, pero se dan.

—Desde luego… desde luego…

—¡Y llamarme miserable gusano…!

—Siento mucho haberle llamado miserable gusano, Wooster. He hablado sin saber lo que decía.

—Hay que pensar siempre, Spode, hay que pensar siempre… En fin. ¡Dejémoslo! Puede retirarse, Spode.

Se marchó con la cabeza baja y me volví hacia tía Dalia que hacía un ruido como una motocicleta. Me miró con la mirada de quien ha visto visiones. Y comprendo que para el espectador casual, la escena debía ser sorprendente.

—Pero… —empezó.

Aquí, afortunadamente, se detuvo, porque es una mujer que, cuando está profundamente emocionada, tiene una marcada tendencia a olvidar que no está ya en los cotos de caza, y su tono, de haber continuado, hubiera sido excesivo, dada la concurrencia.

—¡Bertie! ¿Qué ha sido todo esto…?

Levanté una mano con indiferencia.

—¡Bah! Sólo he querido poner al tipo ese en su lugar. Con gente como Spode hay que adoptar actitudes enérgicas.

—¿Quién es Eulalia?

—¡Ah!, me has cogido. Para informaciones a este respecto, tendrás que acudir a Jeeves. Y, además, será inútil, porque las reglas del club son severísimas y no permiten pasar de aquí. Jeeves —continué, mostrando confianza donde confianza debe ser mostrada, según es mi costumbre— me dijo que me bastaría decir a Spode que estaba enterado de todo «lo de Eulalia», para que se retorciese como una pluma en el fuego. Y, como habrás visto, se retorció en efecto como una pluma en el fuego. Pero no tengo ni la más ligera idea de lo que puede ser. Todo lo que podemos afirmar es que es una mancha en el pasado de Spode y una mancha temible y vergonzosa. Suspiré, porque no dejaba de estar íntimamente conmovido.

—Podríamos describir el cuadro, ¿no tía? La muchacha confiada que se entera demasiado tarde de la traición del hombre… la huida… el último melancólico paseo por el borde del río… la zambullida… el último grito… Lo imagino, ¿tú no? No es de extrañar que este hombre palidezca ante la idea de que la gente vaya a enterarse de todo…

Tía Dalia suspiró profundamente. En su rostro parecía dibujarse la expresión del Despertar del Alma.

—¡Buen chantaje! ¡Insuperable! Siempre he creído que, en casos de urgencia, no hay otra arma. ¡Bertie! —gritó—, ¿te das cuenta de lo que esto significa?

—¿Qué significa, anciana tía?

—Significa que, puesto que tienes el pie en el cuello de Spode, ha desaparecido el único obstáculo que había para robar la jarrita. Esta misma noche puedes apoderarte de ella.

Moví la cabeza. Ya había temido que tomaría esta actitud. Me veía obligado a quitarle de los labios la copa del placer, tarea siempre desagradable de llevar a cabo con una tía que nos ha mecido en sus rodillas cuando niños.

—No —dije—, en esto te equivocas. En esto, si me permites, te diré que hablas como una atolondrada. Spode puede haber dejado de ser un peligro para el tráfico, pero esto no altera el hecho de que Stiffy tiene todavía la agenda. Antes de tomar determinación alguna respecto a la jarrita necesito tener la libretita en mi poder.

—Pero ¿por qué? ¡Ah!, no sé si estás enterado. Madeline Bassett ha roto sus relaciones con «Botellín». Acaba de decírmelo en la más estricta confianza. El peligro era que la joven Stephanie podía romper las relaciones mostrando el librito al viejo Bassett, pero ahora que están ya rotas…

Moví nuevamente la cabeza.

—Mi querida e irrazonable tía —dije—, olvidas el punto capital. Mientras el librito esté en poder de Stiffy, no puede ser enseñado a Madeline Bassett. Y mientras no se pueda enseñar el librito a Madeline, Gussie no puede probar que los motivos que le llevaron a tocarle las piernas a Stiffy no son los que ella supone. Y sólo demostrando que los motivos no son los que ella supone puede llegarse a una reconciliación. Y sólo llegando a esta reconciliación puedo yo eludir la desagradable perspectiva de tener que casarme con la pálida Bassett. ¡No! Lo repito. Antes de nada, necesito tener en mis manos la agenda.

Mi implacable análisis de la situación surtió su efecto. Su actitud demostró claramente que había comprendido su fuerza. Durante unos instantes permaneció sentada en silencio, chupándose el labio inferior, frunciendo el ceño como una tía que ha apurado el cáliz de la amargura.

—¿Y cómo vas a apoderarte de él?

—Me propongo buscarlo en su habitación.

—Y ¿qué utilidad tiene eso?

—Mi anciana parienta, las investigaciones de Gussie han casi demostrado que el objeto no se encuentra sobre su persona. Razonando más ampliamente, hemos llegado a la conclusión de que debe de estar en su cuarto.

—Sí, pero no seas asno. ¿Dónde, de su cuarto? Puede estar en mil sitios. Y si está en alguno de ellos, puedes tener la seguridad de que está bien escondido. Supongo que no habrás pensado en eso.

Efectivamente, no había pensado en ello, y creo que el amargo «¡Ah, oh!» que lancé lo demostró claramente, porque soltó un resoplido como un bisonte en el abrevadero.

—¡Quizá creas que estará tranquilamente sobre el tocador! Muy bien, búscalo en su cuarto, si quieres. No creo que haya inconveniente ninguno. Así tendrás algo que hacer y te apartarás de los bares. Yo, entre tanto, trataré de encontrar algo razonable. Ya es hora de que uno de nosotros lo haga.

Deteniéndose para coger un caballo de porcelana que había encima de la chimenea y arrojarlo violentamente contra el suelo, salió, después de haber pasado por encima de sus restos. Y yo, un poco desalentado, porque había creído encontrar un plan y ahora veía que había una grieta en él, me senté tratando de reflexionar.

Cuanto más reflexionaba, más claramente veía que la voz de la sangre de mis antepasados había tenido razón. Mirando alrededor de mi habitación, pude ver por lo menos una docena de sitios donde, si tuviese que esconder un objeto del tamaño de una agenda con cubiertas de piel lleno de juicios críticos sobre la manera de tomar la sopa el viejo Bassett, hubiera podido esconderlo. Era de presumir que los lares de Stiffy reuniesen las mismas condiciones. Me encontraba en una situación digna de hacer perder la pista al sabueso de mejor olfato, y tenía que llevarla a cabo un hombre que, desde su más tierna infancia, había mostrado una absoluta incapacidad en el arte de seguir un rastro.

A fin de dejar descansar el cerebro antes de someterlo a una nueva ruda prueba, cogí nuevamente mi novela policíaca. Y ¡vive Dios!, no había leído ni media página cuando lancé un grito. Había llegado a un pasaje significativo.

—Jeeves —dije dirigiéndome a él al verlo entrar un momento después— he llegado a un pasaje muy instructivo.

—¿Señor?

Comprendí que había sido demasiado hermético y que eran necesarias notas marginales.

—Me refiero a esta emocionante novela que estoy leyendo —expliqué—. Pero, espere. Antes de leérselo, deseo rendir profundo tributo a la exactitud y eficacia de su información referente a Spode. ¡Gracias de corazón, Jeeves! Dijo usted que el nombre de Eulalia le haría tambalearse y lo ha hecho, Spode, qua amenaza… ¿Es esto qua?

—Sí, señor. Completamente correcto.

—Así lo creo, Jeeves. ¡Bien! Spode qua amenaza, es un huevo aplastado. Ha desaparecido y dejado de funcionar.

—Es muy satisfactorio, señor.

—¡Mucho! Pero nos encontramos todavía ante la brecha de que Stiffy está todavía en posesión de la agenda. Antes de que podamos movernos y obrar libremente, este librito tiene que ser localizado y recuperado. Tía Dalia acaba de salir de aquí de una manera desalentada, porque, si bien admite que el maldito libro se encuentra probablemente oculto en algún rincón del cuartel general nocturno del pimpollo, no ve esperanza alguna de que nuestra mano llegue a posarse sobre él. Dice que puede estar en mil sitios, y probablemente bien escondido.

—Ésa es la dificultad, señor.

—Exacto. Pero aquí es donde este pasaje es elocuente, Jeeves. Establece los hechos y nos muestra el verdadero sendero. Se lo leeré. El policía está hablando con su compañero, y cuando dice «ellos» se refiere a algunos bandidos hasta ahora no identificados, que han registrado la habitación de la muchacha con la esperanza de dar con las joyas robadas. Escuche usted atentamente, Jeeves. «Parece que "ellos" han registrado ya todos los rincones, querido Postlethwaite, excepto un sitio donde hubieran podido esperar encontrar algo. ¡Aficionados, Postlethwaite, aficionados! Jamás se les ocurre pensar en lo alto del armario, el lugar en que un granuja experimentado piensa primero, porque —fíjese usted bien en lo que sigue— sabe que es el lugar favorito de las mujeres como escondite».

Le miré fijamente.

—¿Ve usted el profundo significado de estas palabras, Jeeves?

—Si interpreto exactamente las palabras del señor, el señor sugiere que la agenda de Mr. Fink-Nottle puede estar oculta encima del armario del dormitorio de Miss Byng.

—No «puede», Jeeves, «debe». Ni veo que pueda estar oculta en otra parte. Este detective no es ningún necio. Si dice una cosa es que es así. Tengo plena confianza en él y estoy dispuesto a seguir el camino que me traza, sin discutir.

—Pero el señor seguramente no se propondrá…

—Sí, Jeeves. Voy a hacerlo inmediatamente. Stiffy ha ido al pueblo al Working Men’s Institute y tardará siglos en regresar. No es de suponer que la gente se sacie pronto de una conferencia sobre Tierra Santa con ilustraciones en colores y acompañamiento de piano antes de un par de horas. Hay, pues, que obrar inmediatamente mientras no hay moros en la costa. ¡Apriétese la cintura, Jeeves, y acompáñeme!

—Realmente, señor…

—Y no me diga «Realmente, señor» Ya le he dicho varias veces que me molesta su costumbre de decirme «Realmente, señor», con voz plañidera, cada vez que le indico a usted una línea de acción estratégica. Lo que le pido es menos «Realmente, señor» y más espíritu de acometividad. ¡Espíritu feudal, Jeeves! ¿Sabe usted cuál es el cuarto de Stiffy?

—Sí, señor.

—Pues entonces, ¡adelante!

A pesar del inquebrantable valor de que había dado pruebas durante la anterior conversación, no puedo decir que me dirigí al sitio de destino con ánimo esforzado. En realidad, cuanto más se acercaba, menos esforzado me sentía. Era exactamente lo mismo que me había ocurrido cuando me dejé convencer por Roberta Wickham de que debía ir a pinchar la bolsa de agua caliente. Me molestan estos paseos subrepticios. Bertram Wooster es un hombre a quien le gusta andar por el mundo con la cara bien alta y los dos pies firmes sobre el suelo y no reptar silenciosamente con el espinazo retorciéndose como una cuerda en manos de un aprendiz de marino entrenándose en hacer nudos.

Precisamente porque había previsto estas reacciones había deseado profundamente que Jeeves me acompañase y me prestase apoyo moral, y ahora deseaba también que me lo prestase un poco más de lo que lo hacía. Había contado con su ayuda decidida y su cooperación y no me la daba. Desde nuestra salida, sus maneras demostraron una neta reprobación. Parecía desentenderse de aquel procedimiento, y yo me daba cuenta de ello.

Debido a su alejamiento y a mi disgusto, hicimos el camino en silencio, y en silencio entramos en la habitación de la muchacha y dimos vuelta al conmutador de la luz.

La primera impresión que recibí al ver el dormitorio iluminado, fue que para una muchacha de su apariencia moralmente insignificante, había instalado bastante bien sus lares nocturnos. Totleigh Towers era una de aquellas casas de campo construidas en los tiempos en que la gente, al hacer los planos de un nido, teman la idea de que un dormitorio no merecía tal nombre a menos que se pudiese dar en él una fiesta de cincuenta parejas, y este santuario podía haber albergado a doce Stiffy. Bajo los rayos de la luz eléctrica que caían del techo, la habitación parecía extenderse varias millas a la redonda, y la idea de que si aquel detective no hubiese mostrado el infalible camino, la agenda de Gussie podría estar oculta en cualquier parte de aquel enorme espacio, helaba la sangre.

Me detuve en la puerta, esperando que todo iría bien, cuando mis meditaciones fueron interrumpidas por una especie de ruido extraño, algo como estático y parecido al retumbar de un lejano trueno; y para abreviar diré que quedó demostrado que procedía de la laringe del perro Bartholomew.

Estaba encima de la cama, afilándose las patas delanteras sobre la colcha, y era tan clara la expresión de su mirada, que Jeeves y yo obramos como dos cerebros, pero con un solo pensamiento. En el preciso momento en que me remontaba como un águila sobre la cómoda, Jeeves volaba como una golondrina hacia lo alto del armario. El animal saltó de la cama y, avanzando hasta el centro de la habitación, se sentó, humeando curiosamente con un pequeño silbido de la nariz, y mirándonos ceñudo, como un clérigo escocés reprochando los pecados desde lo alto de un púlpito.

Y durante cierto tiempo las cosas siguieron así.