Ha sido siempre para mí un gran remordimiento pensar en aquella cena y recordar que el dolor de agonía que invadía mi mente me impidiese gozar de ella con el alma libre de preocupaciones, pues, de haber participado en más felices circunstancias, me hubiera refocilado. Fuese cual fuese el estado de ánimo de Sir Watkyn, hizo su papel de anfitrión a las mil maravillas, y, a pesar de mi desasosiego, a los cinco minutos me había dado cuenta de que su cocinera era una mujer en la que ardía la sagrada llama del arte culinario. De sopa, calidad A, pasamos a un suculento pescado, y del suculento pescado a un salmi de caza que incluso Anatole se hubiera sentido orgulloso de firmar. Añádase unos espárragos y una tortilla con confitura y se comprenderá que no exagero en mis alabanzas.
Pero toda aquélla fue para mí inútil suculencia. Como dijo no sé quién, es mejor un almuerzo de hierbas cuando el alma está en pleno goce, que un banquete cuando no lo está, y la contemplación de Gussie y Madeline Bassett, sentados lado a lado al otro extremo de la mesa, convertía en mortales cenizas la maravilla gastronómica. Verlos me apesadumbraba.
Ya se sabe lo que es una pareja de enamorados en estas ocasiones. Juntan sus cabezas y hablan en voz baja. Se sonríen mutuamente y se acarician. Se cogen de las manos. He visto incluso el miembro femenino de una de estas parejas alimentar a su compañero con su propio tenedor. Pero, en el caso de la pareja Gussie-Madeline Bassett, la cosa era diferente. Él tenía una palidez cadavérica y ella parecía fría y ausente. Se pasaban la mayor parte del tiempo haciendo bolitas de pan y, en lo que pude darme cuenta, no cambiaron una palabra desde el principio de la comida hasta el final. Es decir, sí; cuando él le pidió que le pasase la sal y ella le pasó la pimienta, y él dijo: «Te he pedido la sal» y ella contestó: «¡Ah, sí!», y le pasó la mostaza.
No cabía la menor duda de que Jeeves había dicho verdad. La joven pareja había roto las hostilidades y, aparte del mágico aspecto que ofrecían, sobre mi ánimo pesaba el misterio que aquella ruptura encerraba. No veía salida ninguna a la situación y suspiraba por el momento en que terminara la comida y, al marcharse las señoras, podría aproximarme a Gussie, a la hora del oporto, y penetrar en las profundidades del asunto.
No obstante, con gran sorpresa mía, apenas la última señora había salido por la puerta, cuando Gussie, que la había mantenido abierta, salió disparado detrás de ellas como pato que se zambulle, y no regresó, como yo esperaba, dejándome solo con mi anfitrión y Roderick Spode. Y, en vista de que ambos permanecían uno al lado del otro, en el extremo opuesto de la mesa, cuchicheando y dirigiéndome de cuando en cuando miradas furtivas como si fuese un hombre que hubiese penetrado fracturando una puerta, y de quien podía esperarse que robase un par de cucharas si no se le vigilaba estrechamente, al poco rato, me marché yo también. Murmurando algo relativo a que iba a buscar cigarrillos, salí del comedor y me dirigí a mi habitación. Tenía la esperanza de que, o Jeeves o Gussie, vendrían a verme más o menos tarde.
Un alegre fuego chisporroteaba en el hogar y, acercando a él un sillón, me sumergí en la lectura de una novela policíaca que había traído de Londres. El punto al que había llegado me había permitido convencerme de que era realmente una buena novela, llena de complicadas pistas y sanguinarios asesinos, de manera que pronto me absorbí en ella. No obstante, poco tiempo había tenido de absorberme cuando oí el ruido del pomo de la puerta y, abriéndose ésta, entró en mi cuarto Roderick Spode.
Le contemplé con mal disimulada sorpresa. Era la última persona a quien esperaba ver invadir mi estancia. Y, además, una sola mirada me bastó para convencerme de que no venía a pedirme perdón por su ofensiva actitud cuando la escena de la terraza donde, además de proferir amenazas, me había llamado miserable gusano. La primera cosa que hace un hombre que va a pedir excusas a otro es insinuar en su rostro una sonrisa afectuosa, y en su expresión no había el menor indicio de ella.
En realidad, su aspecto me pareció más siniestro que nunca, y era tal la sensación amenazadora que daba, que esbocé a mi vez una ligera sonrisa, no con grandes esperanzas de que conciliase con el repelente individuo, pero por si servía de algo.
—¡Oh, hola, Spode! —dije afablemente—. Entre usted. ¿Puedo servirle en algo?
Sin responder, se dirigió al armario, lo abrió bruscamente y miró dentro. Hecho esto se volvió hacia mí y me miró, siempre con su mirada aniquiladora.
—Creí que Fink-Nottle estaría aquí.
—No está.
—Eso veo.
—¿Esperaba usted encontrarlo en el armario?
—Sí.
—¡Ah!
Hubo una pausa.
—¿Quiere usted que le dé algún recado si viene?
—Sí. Puede usted decirle que voy a retorcerle el pescuezo.
—¿A retorcerle el pescuezo?
—¡Sí! ¡A retorcerle el pescuezo! ¿Está usted sordo?
Asentí pacíficamente.
—¡Ya! Ya comprendo. A retorcerle el pescuezo. ¿Y si pregunta por qué?
—Ya lo sabe. Porque es una mariposa que juega con los corazones femeninos, y después los arroja al arroyo como si fuesen guantes sucios.
—Entendido —dije—, si bien no había sabido nunca que las mariposas hiciesen eso. Interesantísimo. Si me tropiezo con él, se lo diré.
—Muchas gracias.
Se marchó cerrando violentamente la puerta, y yo me senté reflexionando sobre cómo se repite la historia. La situación era casi la misma que hacía algunos meses, en Brinkley, cuando el joven Tuppy Glossop había venido a mi habitación con el mismo propósito.
Verdad es que Tuppy, si bien recuerdo, venía con la intención de sacarle las entrañas a Gussie y hacérselas tragar otra vez, y Spode había hecho referencia a retorcerle el pescuezo; pero el principio era el mismo.
En seguida comprendí lo sucedido. No ocurría más que lo que había previsto. Recordaba que Gussie me dijo que Spode le había comunicado que no le dejaría una vértebra cervical sana el día que se portase mal con Madeline Bassett. Sin duda durante el café ella le había referido lo ocurrido, y ahora le estaba buscando para poner en práctica meticulosamente la operación.
Pero seguía sin tener la más remota idea de lo ocurrido. Lo evidente, a juzgar por la actitud de Spode, era que no aprobaba la conducta de Gussie. Me daba cuenta de que una vez más debía haberse portado como un asno.
La situación era terrible, sin duda alguna, y si hubiese estado en mi mano hacer algo por arreglarla, lo hubiera hecho sin la menor vacilación. Pero tenía la sensación de que yo era impotente y que sólo la Naturaleza podía arreglar las cosas. Con un ligero suspiro me sumergí nuevamente en los estragos de mi sanguinario asesino y seguía avanzando en la lectura cuando oí una voz cavernosa que decía: «¡Oh, Bertie!», y me levanté temblando. Fue como si hubiese aparecido ante mí un espectro familiar y me hubiese agarrado por el cuello.
Dando la vuelta vi a Augustus Fink-Nottle aparecer por debajo de la cama.
Debido al hecho de que mi lengua se había quedado pegada a la campanilla, a causa de la impresión, me encontré momentáneamente incapaz de pronunciar palabra. Sólo fui capaz de mirar fijamente a Gussie y, al hacerlo, vi en seguida que evidentemente había escuchado nuestra reciente conversación. Su aspecto general era el de un hombre plenamente convencido de que sólo está a dos pasos de Roderick Spode. Tenía el cabello erizado, los ojos expresaban terror y las aletas de su nariz palpitaban. Un conejo perseguido por una comadreja hubiese ofrecido el mismo aspecto, excepción hecha, naturalmente, de que no usaría lentes de concha.
—He escapado de poco, Bertie —dijo en voz baja y temblorosa. Atravesó la habitación flaqueándole las rodillas. Su rostro era de un verde pálido—. Creo que será mejor cerrar la puerta, no sea que vuelva. No comprendo cómo no ha mirado debajo de la cama. Creía que los dictadores eran gente meticulosa.
Logré soltar mi lengua.
—¡Déjate de camas y de dictadores! ¿Qué ha ocurrido entre tú y Madeline Bassett?
Dio un respingo.
—¿Te sería igual no hablar de eso?
—No, no me es igual no hablar de eso. Es la única cosa de que quiero hablar. ¿Por qué diablos has roto el noviazgo? ¿Qué le has hecho?
Respingó nuevamente. Comprendí que estaba poniendo a prueba sus nervios agotados.
—No se trata de lo que le he hecho, sino de lo que he hecho a Stephanie Byng.
—¿A Stiffy?
—Sí.
—¿Y qué le has hecho a Stiffy?
Delató cierto embarazo.
—Pues… Mira, en el fondo… Claro, ahora veo que fue un error, pero de momento me pareció una buena idea… Mira, lo que ocurrió fue que…
—¡Sigue!
Hizo un visible esfuerzo.
—Pues… verás. No sé si recuerdas lo que hablamos antes de la cena… sobre la posibilidad de que llevase la agenda encima… Insinué incluso la posibilidad de que la llevase en la media… y sugerí, si recuerdas, que uno podría cerciorarse…
Vacilé. Había comprendido lo ocurrido.
—Sí.
—¿Cuándo?
De nuevo se dibujó en su cara una expresión de sufrimiento.
—Un poco antes de cenar. Recordarás que la oímos cantar canciones populares en el saloncito. Bajé y la vi allí, sentada al piano, sola… O por lo menos creí que estaba sola… Y de pronto se me ocurrió la idea de que era una oportunidad excelente para… Lo que yo ignoraba, ¿comprendes?, era que Madeline, aunque invisible, estaba presente. Oculta por el biombo de la esquina, donde había ido a buscar más canciones populares en el musiquero donde las guardan, y… pues… en fin… abreviando…, ¿cómo te lo diré…? En fin…, mientras… pues salió, y… ¡ya comprendes! Tan poco tiempo después del asunto aquel de «quitar un mosquito del ojo en el patio de las cuadras», la cosa no era fácil de arreglar. Y en realidad no lo arreglé. Ésta es la verdadera historia, Bertie. ¿Qué tal sabes anudar las sábanas?
No entendí aquel cambio de ideas.
—¿Anudar sábanas?
—Pensé en ello mientras estaba debajo de la cama, mientras tú y Spode teníais la conversación, y llegué a la conclusión de que lo único que cabe es anudar las sábanas de la cama y que con ellas me bajes por la ventana. En los libros ocurre muchas veces, y tengo idea de haberlo visto en el cine. Una vez fuera, puedo coger tu coche e irme a Londres. Después de esto, mis planes son inciertos. Quizá me vaya a California.
—¿A California?
—Está a siete mil millas. Spode difícilmente irá a California.
Le miré horrorizado.
—¿No te irás a expatriar…?
—¡Claro que me expatriaré! Inmediatamente. ¿No has oído lo que ha dicho Spode?
—¡No me vas a decir que tienes miedo de Spode!
—Sí, se lo tengo.
—¡Pero si tú mismo has dicho que era sólo un montón de músculos y grasa sin rapidez ninguna!
—Es verdad. Lo recuerdo. Pero esto fue cuando creí que te perseguiría a ti. Uno cambia de opinión.
—¡Pero, Gussie, ten un poco de serenidad! ¡No puedes huir de esa manera!
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Pues quedarte aquí e intentar una reconciliación. Todavía no has probado de defender tu causa.
—Sí, lo he intentado durante la cena. Mientras comíamos el pescado. Ha sido inútil. Se ha limitado a lanzarme una mirada y a hacer bolitas de pan.
Moví la cabeza. Estaba seguro de que existía un camino virgen, esperando el explorador, y al medio minuto di con él.
—Lo que tú debes hacer es obtener esa agenda —dije—. Si logras tenerla, se la enseñas a Madeline, y si ve su contenido, comprenderá que tus motivos para obrar con Stiffy como lo hiciste no eran los que ella suponía, sino puramente para obtener el librito. Comprenderá que tu conducta fue hija de… lo tengo en la punta de la lengua… de un arranque de desesperación. Comprenderá y perdonará.
Durante un instante, un ligero destello de esperanza pareció iluminar brillantemente sus descompuestas facciones.
—Es una idea… —asintió—. Creo que has dado con el buen sistema, Bertie. No es mala idea.
—No puede fallar. Tout comprendre, c’est, tout pardonner, dice el proverbio.
El destello se apagó.
—Pero ¿cómo obtener la agenda? ¿Dónde está?
—¿No la llevaba encima?
—No lo creo. Si bien, debido a las circunstancias, mis investigaciones fueron muy superficiales.
—Entonces estará en su habitación.
—Quizá sí. Pero no puedo meterme a investigar en la habitación de una muchacha.
—¿Por qué no? ¿Ves este libro que estaba leyendo cuando saliste de debajo de la cama? Por una curiosa coincidencia (llama a esto coincidencia, pero quizás el destino ha puesto este libro en mis manos a propósito) había precisamente llegado a un capítulo en que una banda hacía exactamente lo mismo. ¡Hazlo, Gussie! Seguramente no se moverá del salón durante una hora o dos.
—Precisamente ha ido al pueblo. El pastor da una conferencia sobre Tierra Santa con proyecciones en colores en el Working Men’s Institute y ella acompaña en el piano. Pero aun así… No, Bertie, no puedo hacer eso… Quizás es lo único que cabe hacer… Estoy convencido de que es lo único que se puede hacer…, pero no me veo con fuerzas. Suponte que llega Spode y me pesca allí…
—Spode no se atreverá nunca a entrar en la habitación de una muchacha.
—¡No lo sé! No puedes formar planes así, tan a la ligera. Lo tengo por un hombre capaz de meterse en todas partes. ¡No! Mi corazón está destrozado, mi porvenir es un abismo, y aquí lo único que hay que hacer es aceptar los hechos consumados y empezar a anudar las sábanas. ¡Manos a la obra!
—¡Tú no anudas ninguna de mis sábanas!
—¡Pero, hombre! ¡Mi vida está en una hoguera!
—No me importa. Me niego a ser cómplice de esta cobarde huida.
—¿Es Bertie Wooster quien habla?
—Eso has dicho antes.
—Y lo repito. Por última vez, Bertie, ¿quieres prestarme un par de sábanas y ayudarme a anudarlas?
—No.
—Entonces no tengo más remedio que esconderme en algún sitio hasta la aurora, y tomar el primer tren. ¡Adiós, Bertie! Me has decepcionado.
—Tú me has decepcionado a mí. Creía que tenías riñones.
—Los tengo, y no quiero que Roderick Spode juegue con ellos.
Me lanzó otra de aquellas miradas de lagartija moribunda y abrió cautelosamente la puerta. Una mirada arriba y abajo del corredor pareció convencerle de que éste estaba momentáneamente libre de Spode, y saliendo, desapareció. Y volví a mi librito. Era lo único que podría librarme de la tortura de dolorosas meditaciones.
De repente me di cuenta de que Jeeves estaba delante de mí. No le había oído entrar, pero esto ocurre con él muy a menudo. Se desplaza del rincón A al rincón B, silencioso como un escape de gas.