Capítulo III

Al describir a Roderick Spode al mayordomo, le hablé de unos ojos capaces de abrir una ostra a sesenta pasos, y eran precisamente estos ojos los que fijaba en aquel momento sobre mí. Parecía un dictador en el momento de ordenar una depuración, y comprendí que me había equivocado al suponerlo.

Medía cosa de siete pies de altura. Lo menos ocho. Y los músculos de su mandíbula parecían trabajar.

Tenía la esperanza de que no diría: «¡Ah!»; pero lo dijo. Y, en vista de que yo no había dominado suficientemente todavía mis cuerdas vocales para poder contestar, de momento el diálogo quedó reducido a esta frase. Después gritó:

—¡Sir Watkyn!

Se oyó lejano un rumor de «¡Ah, sí! Aquí estoy. ¿Qué pasa?»

—Venga usted, por favor. Tengo algo que enseñarle.

El viejo Bassett apareció en la ventana.

Hasta aquel momento, sólo había visto a Sir Watkyn, vestido decentemente, como corresponde a la metrópoli, pero confieso que, incluso en la difícil situación en que me hallaba, fui capaz de estremecerme ante el espectáculo que ofrecía en el campo. Hay un axioma, como oí decir una vez a Jeeves, que afirma que, cuanto más pequeño es un hombre, más estrepitosa es su indumentaria, y la vestimenta de Sir Bassett delataba su carencia de pulgadas. Es imposible encontrar un adjetivo para describirla; pero, cosa curiosa, el espectáculo produjo el efecto de calmar mis nervios. Experimenté la sensación de que nada tenía importancia.

—¡Mire! —dijo Spode—. ¿Hubiese creído usted esto posible?

El viejo Bassett me miraba con la sorpresa pintada en su rostro.

—¡Dios mío! ¡El ratero de bolsos!

—¡El mismo! ¿No es increíble?

—¡Increíble! Pero ¡pardiez!, ¡esto es una persecución! ¡Este hombre me sigue por todas partes, como un cordero! ¡No me deja un momento libre! ¿Dónde lo ha pescado usted?

—Daba la casualidad que venía hacia la casa, cuando he visto una figura que se deslizaba furtivamente por el ventanal. He apretado el paso y le he dado el alto con mi revólver. He llegado a tiempo. Había empezado ya a saquear la habitación.

—Se lo agradezco mucho, Roderick, pero lo que no logro comprender es la obstinación de este hombre. Hubiéramos podido creer que, después de su fracaso en Brompton Road, hubiera podido abandonar su profesión por improductiva, pero no. Al día siguiente vuelve a empezar. En fin, se arrepentirá de haberlo hecho.

—Supongo que el caso es demasiado serio para que lo considere usted propio de un simple juicio de faltas, ¿verdad?

—Puedo dictar auto de detención. Tráigalo usted a la biblioteca y lo haremos. La causa tendrá que seguir el procedimiento criminal.

—¿Cuánto cree usted que le costará?

—Es difícil decirlo. Pero, desde luego, por lo menos…

—¡Alto! ¡Alto! —dije yo.

Mi intención había sido hablar tranquilamente y con voz moderada, después de haber requerido su atención, y explicarles que estaba allí en calidad de invitado; pero, por una razón inexplicable, mi voz salió con la fuerza que hubiera usado tía Dalia para hablar con un socio del Pytchley situado a media milla de ella, en el extremo opuesto de un campo labrado, y el viejo Bassett retrocedió como si le hubiese lanzado a los ojos un dardo candente.

Spode comentó mi manera de hablar.

—¡No grite usted así!

—Me ha destrozado el tímpano —gruñó el viejo Bassett.

—¡Pero, óiganme ustedes! —seguí gritando—. ¡Me tienen ustedes que oír!

Siguieron una serie de confusos argumentos tendentes a demostrar mi inocencia y oponiendo la defensa a la acusación, y en medio de todo esto, en el momento que me encontraba en la plenitud de mis facultades vocales, se abrió la puerta y una voz: «¡Válgame Dios!»

Miré a mi alrededor. Aquellos labios… Aquellos ojos tiernos… Aquella flaca figura. Ligeramente desfalleciente…

Madeline Bassett estaba en medio de nosotros.

—¡Válgame Dios! —repitió.

Hubiese contado mis terrores ante la perspectiva de casarme con aquella muchacha, hubiera levantado las cejas y apenas habría podido comprender. «Bertie —probablemente me hubiera dicho—, no sabes lo que te conviene», añadiendo tal vez que quisiese estar en mi atractivo exterior; era delgada, svelte, si ésta es la palabra, y estaba generosamente dotada de una dorada cabellera y de todos los accesorios.

Pero donde el testigo casual hubiera metido la pata hubiera sido al no tener en cuenta la supina estupidez de la muchacha y aquel aire que daba la impresión de que tenía que hablar como un chiquillo de cinco años. Esto era lo que helaba la sangre. Definitivamente, la muchacha que tapa con las manos los ojos de su marido mientras éste se dirige a desayunar, con el humor del que se levanta, y le dice: «¿Quién soy…?»

Una vez estuve pasando unos días en casa de un amigo mío recién casado y vi que su mujer había grabado sobre la chimenea, de manera que fuese imposible no verlas, estas palabras: «Dos Amantes Han Edificado Este Nido», y recuerdo todavía la expresión de angustia que se reflejaba en los ojos de mi amigo cada vez que las leía. No puedo afirmar que Madeline fuese capaz de llegar a este extremo al entrar en el gremio de las casadas, pero, en todo caso, me parecía muy probable.

Nos estaba mirando con una expresión de sorpresa.

—¿Qué ruido es éste? —dijo—. ¡Pero, Bertie! ¿Cuándo has venido?

—¡Hola! Acabo de llegar.

—¿Cómo ha ido el viaje?

—Excelente, gracias. He venido en el dos plazas.

—Debes de estar cansadísimo.

—¡Oh, no! En absoluto.

—En seguida tomaremos el té. Por lo visto, conoces ya a papá.

—Sí, he conocido a tu padre.

—Y a Mr. Spode.

—Y a Mr. Spode.

—No sé dónde está Augustus, pero vendrá seguramente para el té.

—Cuento los segundos.

El viejo Bassett había permanecido escuchando estas cortesías con una expresión de asombro en su rostro, haciendo de cuando en cuando unos ruiditos como un pez que ha sido sacado del estanque por un alfiler doblado y se encuentra en el fondo de una barca preguntándose cuáles serán los acontecimientos. Era fácil seguir su proceso mental. Para él, Bertram era un ser que robaba bolsos y paraguas y, lo que era todavía peor, los robaba mal. No hay padre en el mundo a quien guste ver a su ovejita adorada en términos cariñosos con un hombre de esta especie.

—No me vas a decir que conoces a este hombre… —preguntó.

Madeline Bassett soltó una de sus risas estridentes, que era una de las cosas que más me desagradaban en ella.

—Pero, papá, no digas tonterías. ¡Claro que lo conozco! Bertie Wooster es un buen amigo mío muy querido. Ya te dije que llegaba hoy.

El viejo Bassett no parecía convencido. Tampoco lo parecía Spode.

—Pero éste no es tu amigo Wooster…

—¡Claro que sí!

—¡Pero si roba bolsos!

—Y paraguas —intervino Spode, como si fuese el Rey del Recuerdo o algo por el estilo.

—Y paraguas —asintió el viejo Bassett—. Y hace incursiones a la luz del día en las tiendas de antigüedades.

Madeline tampoco estaba al corriente de lo que sucedía, y con ella eran tres.

—¡Papá!

El viejo Bassett insistió duramente.

—Te digo que sí. Lo he cogido con las manos en la masa.

—Lo he cogido con las manos en la masa yo —dijo Spode.

—Lo hemos cogido con las manos en la masa los dos —dijo el viejo Bassett—. Por todo Londres. Dondequiera que vayas en Londres, te encuentras a este hombre robando bolsos y paraguas. Y ahora, incluso en el corazón del Gloucestershire.

—¡Es absurdo! —dijo Madeline.

Creí que era hora ya de poner fin a todo aquel enredo. Estaba cansado del asunto de los bolsos. Naturalmente, no hay que pedir que un magistrado se sepa al dedillo todos los hechos de su clientela —es ya mucho que los recuerde—, pero tampoco era cosa de dejar pasar un desagradable asunto como aquel en silencio.

—¡Claro que es absurdo! —dije con voz de trueno—. Todo viene de una confusión risible.

Debo confesar que esperaba que mi explicación daría mejor resultado del que dio. Yo confiaba en que, después de algunas palabras aclaratorias despejando la situación, no habría más que exclamaciones de alegría, seguidas de palabras de excusa y cariñosos golpes en las espaldas. Pero el viejo Bassett, como la mayoría de los magistrados y habituales de los Tribunales de Justicia, era un hombre difícil de convencer. La naturaleza de los magistrados desconfía fácilmente. Empezó a interrumpirme y a hacerme preguntas fijando su vista en mí mientras las hacía. ¿Comprenden lo que quiero decir? Preguntas que empiezan por: «Un momento, un momento…», o «Dice usted que…», o «¿Pretende usted hacernos creer…?» ¡Terriblemente ofensivo!

Finalmente, después de no poco trabajo y enojosas explicaciones, llegó a convenir en que en el asunto del paraguas me había juzgado injustamente.

—Pero ¿qué hay del bolso?

—No hay tal bolso.

—Tengo la seguridad de haberle condenado por algo en Bosher Street. Lo recuerdo perfectamente.

—Le quité el casco a un policía.

—Esto está tan mal como robar bolsos.

Inesperadamente, intervino Roderick Spode. Durante toda esta especie de proceso de Mary Dugan, había permanecido de pie, chupando pensativamente el cañón de su revólver y escuchando mi declaración como si la considerase muy frágil; pero, de repente, en su cara de granito, se dibujó un destello de expresión humana.

—No —dijo—. No creo que tenga usted razón. Cuando yo estaba en Oxford, le quité también el casco a un policía.

Quedé atónito. Jamás hubiera creído que aquel hombre hubiese gozado también alguna vez de la Arcadia. Esto demostraba, como he dicho muchas veces, que en el peor de nosotros hay un fondo de bondad.

El viejo Bassett estaba visiblemente sorprendido. Después se irguió.

—Bueno; pero ¿qué hay del asunto ese de la tienda de antigüedades, eh? ¿No lo pescamos en el momento en que se escapaba con mi jarrita de leche? ¿Qué tiene que decir a esto?

Spode pareció ver toda la fuerza del argumento. Sacó el cañón, que había vuelto a colocar entre sus labios después de hablar, y asintió.

—El tipo de la tienda me lo había dado para que lo examinase —dije brevemente—. Me aconsejó que saliese a la calle donde había mejor luz.

—Usted se escapaba con ella.

—No es cierto. Tropecé con el gato.

—¿Qué gato?

—Parece que hay uno de estos animales afecto al personal de aquel empórium.

—¡Hem…! Yo no he visto gato alguno. ¿Vio usted algún gato, Roderick?

—Yo, no.

—¡En fin! ¡Pasemos por encima del gato…!

—¡Yo no pasé por encima! —dije en un destello de profunda agudeza.

—Pasemos por encima del gato —repitió el viejo Bassett, sin hacer caso del chiste—, y vamos a otro punto. ¿Qué hacía usted con la jarrita en la mano? Dice usted que la estaba mirando. Nos quiere hacer creer que la estaba usted sometiendo únicamente a un profundo análisis. ¿Por qué? ¿Por qué motivo? ¿Qué interés puede tener para un hombre como usted?

—¡Exacto! —dijo Spode—. Es exactamente lo que iba a preguntarle yo.

Esta ligera ayuda por parte de un amigo fue de un efecto sobre Bassett desastroso para mí. Le dio tantos ánimos, que tuvo la completa sensación de hallarse nuevamente presidiendo el tribunal.

—Dice usted que el propietario de la tienda se la había dado. Yo le acuso de haberse apoderado de ella y tratar de huir llevándosela. Y ahora Mr. Spode le pesca a usted aquí con el objeto en las manos. ¿Cómo puede usted explicar todo esto? ¿Qué tiene usted que contestar, eh?

—¡Pero, papá! —dijo Madeline.

Afirmaría que les ha sorprendido a ustedes su silencio de torta, durante toda aquella controversia. La cosa es fácil de explicar. Ocurrió que, a poco de haber dicho: «¡Absurdo!», durante la primera parte del proceso, se había tragado una especie de insecto y había estado atragantándose silenciosamente en un rincón. Y como la situación era demasiado tensa para que ninguno de nosotros prestásemos atención a una muchacha que se atragantaba, la habíamos dejado que solventase sola su asunto mientras los hombres seguíamos el camino legal.

Entonces avanzó, con los ojos húmedos todavía de lágrimas.

—Pero, papá —dijo—. Es natural que Bertie se interesase ante todo por tus objetos de plata. Bertie es sobrino de Mr. Travers.

—¿Qué?

—¿No lo sabías? Tu tío tiene una colección magnífica, ¿no es así, Bertie? Estoy segura de que te habrá hablado muchas veces de papá, ¿no?

Hubo una pausa. El viejo Bassett respiraba afanosamente. No me gustaba verlo. Miraba de la jarrita a mí; después, de mí a la jarrita; luego, otra vez de la jarrita a mí, y hubiera sido necesario ser un observador menos astuto que Bertram Wooster para no leer claramente lo que pasaba por su mente. Si jamás he visto un tipo preocupado en convencerse de que dos y dos son cuatro, este tipo era bien Sir Watkyn Bassett.

—¡Oh! —dijo.

—Perdone —dije—. ¿Podría mandar un telegrama?

—Puedes darlo por teléfono desde la biblioteca —dijo Madeline—. Te acompaño.

Me llevó hasta el aparato y me dejó allí, diciéndome que esperaría en el vestíbulo a que hubiese terminado. Asentí contento y me puse en comunicación con la estafeta, y, después de una breve conversación con alguien que me pareció ser el tonto del pueblo, transmití lo siguiente:

Mrs. Travers,
41 Charles Street,
Berkeley Square,
Londres.

Reflexioné un momento y proseguí:

Lamento profundamente imposibilidad total obtención de que sabes. Atmósfera de profunda sospecha y acción instantánea fatal. Tendrías haber visto mirada viejo Bassett hace poco enterándose consanguinidad mía con tío Tom. Parecía embajador hallando mujer velada y rondando caja caudales conteniendo tratado secreto. Lamento y todo lo demás pero nada hacer. Cariños. Bertie.

Y salí al vestíbulo a reunirme con Madeline Bassett.

Estaba de pie frente al barómetro, el cual, si hubiese tenido dos dedos de juicio, hubiese señalado «Tormenta» en lugar de «Bueno Fijo», y, al avanzar yo hacia ella, dio la vuelta y me lanzó una mirada de ternura que me produjo una sacudida de terror que recorrió todo mi espinazo. La idea de que tenía delante de mí alguien que estaba en malos términos con Gussie y podía de un momento a otro devolverle el anillo y los regalos, me infundía indecible horror.

Decidí que, si unas cuantas palabras serenas de un hombre de mundo podían tapar la brecha, valía la pena de decirlas.

—¡Oh, Bertie! —dijo en voz baja que recordaba el ruido de la cerveza al llenar el vaso—. ¡No hubieras debido venir!

Mi reciente entrevista con el viejo Bassett y Roderick Spode me había hecho ya pensar exactamente lo mismo, pero no tuve tiempo de explicarle que mi visita no era meramente de cumplido, y que, si Gussie no me hubiese mandado un S. O. S., jamás hubiera soñado en aproximarme a cien leguas a la redonda de aquel temible lugar. Siguió hablando, mirándome como si fuese un conejo que estuviese a punto de convertirse en gnomo.

—¿Por qué has venido? ¡Oh, ya sé lo que dirás! Sentías que, costase lo que costase, tenías que verme otra vez. No has podido resistir la tentación de procurarte una última impresión que puedas acariciar durante tus años de soledad. ¡Oh, Bertie! ¡Me recuerdas a Rudel!

El nombre me era desconocido.

—¿Rudel?

—El caballero Geoffrey Rudel, príncipe de Blaye-en-Saintonge. Moví la cabeza.

—Me parece que no le conozco. ¿Es amigo tuyo?

—Vivió durante la Edad Media. Era un gran poeta. Y se enamoró de la esposa del señor de Trípoli.

Me removí inquieto. Tenía la esperanza de que me aclararía todo aquello.

—Durante años y años la amó y, finalmente, no pudo resistir más tiempo. Embarcó para Trípoli, y sus servidores lo llevaron a tierra.

—¿No se encontraba bien? —pregunté sin entenderlo—. ¿Es qué había tenido mala travesía?

—Se moría de amor.

—¡Oh! ¡Ah!

—Lo llevaron en una litera a presencia de Lady Melisenda, y tuvo fuerzas suficientes todavía para tocar su mano. Después, murió.

Se detuvo y lanzó un suspiro que parecía proceder de los portadores de la litera. Hubo un silencio.

—¡Terrible! —dije, creyendo que había que decir algo, si bien personalmente creía que la historia no podía compararse con la del viajante de comercio y la hija del granjero. Desde luego, si hubiésemos conocido al Rudel ese, hubiese sido diferente. Suspiró nuevamente.

—Ahora comprenderás por qué te he dicho que me recordabas a Rudel. Como él, has venido también tú a ver por última vez la mujer que amas. Está muy bien de tu parte, Bertie, y jamás lo olvidaré. Guardaré eternamente en mi alma este recuerdo fragante, como una flor marchita entre las hojas de un libro. Pero ¿es prudente? ¿No hubieras podido ser más fuerte? ¿No hubiera sido mejor haber terminado para siempre el día en que nos dijimos adiós en Brinkley Court y no haber vuelto a abrir la herida? Nos encontramos, me amaste y yo tuve que decirte que mi corazón era de otro. Éste hubiera debido ser nuestro supremo adiós.

—Completamente de acuerdo —dije. Quería decir que todo iba hasta ahora perfectamente bien. Si su corazón era de otro, ¡perfecto! Nadie más encantado que yo. Pero el intríngulis de la cosa fue que tuve que decirle—: Bien, pero he tenido noticias por Gussie de que tú y él estabais p’fft.

Me miró con la mirada del crucigramista que acaba de encontrar la palabra EMU correspondiente a «ave originaria de Australia».

—Entonces, ¿por esto has venido? ¿Has creído que había esperanzas todavía? ¡Oh, Bertie! Lo siento tanto… tanto… tanto! —sus ojos habían alcanzado el tamaño de un plato sopero—. ¡No, Bertie! ¡No hay esperanza ninguna! ¡No tienes que levantar castillos en el aire! ¡Sólo puedo hacerte daño! Amo a Augustus. Es el hombre de mi vida.

—¿Y os habéis tirado los trastos a la cabeza?

—¡De ninguna manera!

—Entonces ¿por qué me telegrafía diciéndome «Seria riña entre Madeline y yo»?

—¡Ah! ¿Es por eso? —dijo, lanzando otra de sus risas estridentes y cristalinas—. No ha sido nada. Una tontería mía y una ridiculez. Una incomprensión insignificante y nimia. Creí haberlo sorprendido coqueteando con mi prima Stephanie, y me puse tontamente celosa. Pero esta mañana me lo ha explicado todo. Le estaba sacando un mosquito del ojo derecho.

Sería lógico suponer que tuve la sensación de que me habían tomado el pelo haciéndome ir allí para nada, pero no fue así. Estaba asombrosamente tranquilo. Como he dicho, el telegrama de Gussie me había conmovido hasta los cimientos, haciéndome temer cualquier desgracia. Y ahora veía que estaba todo claro, y había oído de su misma boca que había perfecta compenetración entre aquella sanguijuela y él.

—¿De manera que todo marcha bien?

—¡Todo! ¡Nunca he querido tanto a Augustus como ahora!

—¿De veras?

—Cada instante que paso con él, su maravillosa naturaleza parece abrirse ante mí como una bella flor.

—¡Repámpanos!

—Cada día descubro en él nuevas facetas de su maravilloso carácter. Por ejemplo, hace poco que lo has visto, ¿verdad?

—Muy poco. Di una cena en su honor en el «Club de los Zánganos», anteanoche.

—¿No notaste diferencia alguna en él?

Traté de fijar mi mente en el sujeto en cuestión, pero sólo pude recordar el mismo Gussie de cara de pez que había conocido siempre.

—¿Diferencia? No, no creo. Desde luego, durante la cena no tuve ocasión de estudiarlo detenidamente, es decir, someter su carácter a un análisis final, si es que puedo expresarme así. Estaba a mi lado y hablamos de distintas cosas; pero ya sabes lo que pasa cuando eres el anfitrión: tu atención tiene que estar pendiente de mil cosas… vigilando los camareros, tratando de que la conversación sea general, evitando que Catsmeat Potter-Pirbright hiciese una imitación de Beatrice Lillie… mil deberes sociales. Pero me pareció el mismo. ¿Qué clase de diferencia?

—Una enorme mejoría, si es que podía mejorar. ¿No habías notado nunca, Bertie, que, si Augustus tenía algún defecto, era su tendencia a la timidez?

Comprendí lo que quería decir.

—¡Ah, oh, sí, sí, claro! ¡Exacto! —recordé que algunas veces Jeeves lo había dicho de Gussie—: Una planta sensitiva.

—¡Exactamente! ¡Conoces bien a Shelley, Bertie!

—¿De veras?

—Esto es lo que siempre le creí; una planta sensitiva difícilmente apta para luchar contra las tormentas de la vida. Pero, recientemente, en realidad durante esta última semana, ha demostrado al propio tiempo que aquella dulzura que le es peculiar, una fuerza de carácter que jamás sospeché poseyera. Parece haber perdido por completo aquella falta de confianza en sí mismo.

—¡Pues es verdad! —dije recordando—. Es exacto. ¿No sabes que anteanoche hizo un discurso durante la cena? Y un discurso admirable. Y es más…

Me detuve. Había estado a punto de decir que lo había hecho desde el principio hasta el fin a base de jugo de naranja, lo cual no había sido el caso cuando el reparto de premios de Market Snodsbury donde llevaba tres cuartos de litro de alcohol en el cuerpo, pero comprendí que la declaración hubiera podido ser inoportuna. La exhibición hecha por el objeto adorado durante el reparto de Market Snodsbury era una cosa que seguramente ella trataba de olvidar.

—¡Cómo! ¡Esta mañana misma —añadió— ha hablado con Roderick Spode muy altivamente!

—¿De veras?

—Sí. Estaban discutiendo de no sé qué y Augustus lo ha mandado a freír espárragos.

—¡Bien… bien…!

Desde luego, no creí una palabra de todo esto. ¡Cómo! ¿Un hombre como Roderick, que hasta durmiendo debía de imponer miedo? ¡Era imposible!

Vi en seguida lo que había ocurrido. Trataba de pintar a su prometido mejor de lo que era, y, como todas las muchachas, exageraba. He observado otro tanto en jóvenes esposas que trataban de convencernos de que su Herbert, o su George, o cualquiera que fuese su nombre, poseía unas profundas cualidades ocultas que pasaban inadvertidas al observador superficial. En estas ocasiones las mujeres no saben nunca hasta dónde deben llegar.

Recuerdo que Mrs. Bingo Little me dijo una vez, poco después de su casamiento, que Bingo decía frases poéticas respecto a las puestas de sol; y, no obstante, sus mejores amigos estaban completamente de acuerdo en que ni por ensueños se había dado cuenta de ellas ni una sola vez y que si por un raro azar hubiese dicho algo de ellas, sólo se le hubiera ocurrido compararlas a una loncha de rostbeef asado a punto.

No obstante, es imposible decirle a una muchacha que miente, y por lo tanto me limité a murmurar:

—¡Vaya…, vaya!

—Era lo único que le faltaba para ser perfecto. Bertie, algunas veces me pregunto si soy digna de un alma como la suya.

—¡Oh! ¡No debes preguntarte tonterías como esa! —dije con vehemencia—. ¡Claro que lo eres!

—Eres muy amable.

—¡En absoluto! ¡Os completáis uno a otro, como el lomo y las judías! Todo el mundo puede ver que sois… eso, ¿cómo es?: la pareja ideal. Conozco a Gussie desde que éramos chiquillos y me gustaría tener un real por cada vez que me ha dicho que la mujer que necesitaba era precisamente una muchacha como tú.

—¿De veras?

—¡Absolutamente! Y cuando te conocí, me dije: «¡Ésta es la paloma!» ¿Cuándo es la boda?

—El veintitrés.

—Yo la adelantaría.

—¿Crees?

—Sin vacilar. Hacedlo cuanto antes y no tendréis que pensar más en ello. Casarse con un tipo como Gussie, cuanto antes mejor. Es un gran muchacho. ¡Espléndido! Jamás he admirado tanto a nadie. No abundan los tipos como Gussie. ¡Es magnífico!

Me cogió la mano y la estrechó fuertemente entre las suyas. Era desagradable, desde luego, pero hay también que apechugar alguna vez con lo malo.

—¡Ah, Bertie! ¡Qué alma más generosa!

—¡Vamos, vamos! ¡No digo más que lo que pienso!

—¡Soy tan feliz al ver que todo esto… todo lo que ha ocurrido… no ha disminuido tu cariño por Augustus!

—En absoluto.

—¡Habría tantos hombres en tu caso que estarían amargados…!

—Porque son unos asnos.

—Pero tú eres demasiado bueno para enojarte. Eres incluso capaz de decir de él estas cosas maravillosas…

—Pues ¡claro!

—¡Querido Bertie!

Y con este tono cariñoso nos separamos, ella para ir a ocuparse de algún quehacer doméstico, yo para procurarme una taza de té. Al parecer, ella no tomaba té porque estaba a dieta.

Y llegaba a la puerta del salón, que estaba entreabierta, y me disponía a abrirla del todo, cuando llegó una voz a mis oídos que decía:

«¡De manera, que haga el favor de no decir sandeces, Spode!»

No había error posible en cuanto a quién pertenecía aquella voz. Desde su temprana edad, la voz de Gussie había tenido un timbre especial que recordaba un término medio entre un escape de gas y el balido de una oveja llamando a sus corderitos.

No había tampoco confusión posible respecto a lo que estaba diciendo. Las palabras fueron exactamente las que he transcrito, y decir que quedé sorprendido resulta pálido. Rápidamente comprendí que podía haber un fondo de verdad en lo que me había asegurado Madeline Bassett. Quiero decir que el Augustus Fink-Nottle que le había dicho a Roderick Spode que no dijese sandeces, era muy capaz de decirle que se fuese a freír espárragos.

Maravillado, penetré en la habitación.

Excepto una esfumada persona perteneciente al sexo femenino detrás de la tetera, que parecía ser una prima por matrimonio o algo por el estilo, sólo estaban en la habitación Sir Watkyn Bassett, Roderick Spode y Gussie. Gussie estaba sentado a horcajadas delante del fuego, con las piernas abiertas, calentándose a la llama, ocupando el sitio que parecía reservado al dueño de la casa, y en el acto comprendí lo que había querido decir Madeline cuando había hablado de que había perdido la timidez. Desde el extremo más alejado de la sala podía verse claramente que, en cuanto a confianza en sí mismo, incluso Mussolini hubiera podido tomar lecciones por correspondencia.

Cuando me vio, me lanzó una mirada y me tendió una mano protectora. Era exactamente el rico terrateniente recibiendo a sus vasallos.

—¡Hola, Bertie! Conque aquí te tenemos…

—Ya ves.

—Ven y toma un bollito.

—Gracias.

—¿Me has traído el libro que te pedí?

—Lo siento infinito, pero lo he olvidado.

—De todos los asnos testarudos que conozco, eres ciertamente el peor. No tengo nada más que decirte. —Y, despidiéndome con un gesto de laxitud, pidió otro bocadillo.

Jamás he podido recordar aquella primera taza de té en Totleigh Towers como una cosa agradable. La taza de té, a la llegada a una casa de campo, es generalmente una cosa que me place extraordinariamente. Me gustan el chasquido de los leños, las luces atenuadas por las pantallas, el olor de las tostadas con mantequilla, el ambiente general de reposo y bienestar. En la sonrisa de la dueña de la casa y en el cuchicheo del huésped, parece haber un algo que habla a las profundidades de mi alma cuando me da en el codo y dice: «Vamos a tomar un whisky con soda a la santabárbara». Como se ha dicho muchas veces, éstas son las ocasiones en que Bertram Wooster se siente plenamente feliz.

Pero en aquella ocasión, el bien-être estaba destruido por las maneras peculiares de Gussie, por aquella sensación que daba, de haber comprado la propiedad. Sentí un profundo alivio cuando todo el mundo se marchó, dejándonos finalmente solos. Había ciertos misterios que a toda costa quería desentrañar.

Creí, no obstante, oportuno formarme una segunda impresión respecto a la situación de los asuntos entre él y Madeline. Ella me había dicho que todo iba de perlas, pero éste era uno de los puntos en los que no se puede confiar mucho.

—Acabo de ver a Madeline y me ha dicho que estáis todavía prometidos. ¿Es verdad?

—Completamente verdad. Hubo un pequeño incidente que originó una cierta frialdad, a causa de haberle quitado a Stephanie un mosquito de un ojo, y me asusté y te telegrafié que vinieses. Pensé que acaso podrías pleitear por mí, pero ya no hay necesidad. Me he decidido por las maneras fuertes y todo va bien. Pero ¡en fin!, ya que estás aquí, quédate un par de días.

—Gracias.

—Seguramente estarás contento de ver a tu tía. Creo que llega esta noche.

No podía ser. Sabía que mi tía Ágata estaba en una clínica con ictericia, porque incluso le había llevado flores hacía un par de días. Y, naturalmente, no podía tratarse de tía Dalia, porque no me había mencionado que tuviese el plan de infestar a Totleigh Towers con su presencia.

—Me parece que te equivocas.

—No me equivoco. Madeline me ha enseñado su telegrama preguntando si podía darle albergue un par de días. El telegrama venía de Londres, de manera que supongo que habrá salido ya de Brinkley.

Miré sorprendido.

—Pero ¿hablas de mi tía Dalia?

—¡Claro que hablo de tu tía Dalia!

—Pero ¿dices que tía Dalia llega esta noche?

—Exacto.

Eran malas noticias, y me mordí el labio inferior con manifiesto descontento. Esta súbita decisión no podía tener más que una explicación, y era que tía Dalia, pensándolo mejor, había desconfiado de mi buena voluntad y había creído mejor venir para vigilar de cerca que no me zafase de llevar a cabo la empresa encomendada. Y como estaba dispuesto a zafarme, preveía cosas desagradables. Temía que su actitud acerca de su recalcitrante sobrino fuese la que tantas veces había adoptado, en los años brillantes de su actividad cinegética, con un sabueso que se negase a seguir el rastro de una liebre.

—Óyeme —continuó Gussie—. ¿Cómo está de voz estos días? Lo pregunto porque si me tiene que dar aquellos gritos de cacería durante su estancia aquí, me veré obligado a despacharla rápidamente. Ya tuve bastante cuando estuve en Brinkley.

Hubiera querido seguir reflexionando algún rato sobre la desagradable situación que había surgido, pero me pareció que me daba la oportunidad de que pudiera saber qué significaba aquel cambio.

—¿Qué te ha ocurrido, Gussie? —le pregunté.

—¿Desde cuándo eres así?

—No te entiendo.

—Pues, por ejemplo, dices que vas a echar a tía Dalia. En Brinkley te inclinabas delante de ella como un calcetín mojado. Y, para tomar otro ejemplo, le dices a Spode que no diga sandeces. A propósito, ¿qué sandez decía?

—No me acuerdo. Dice tantas…

—Yo no tendría valor para decir a Spode que no dijese sandeces —dije francamente.

Vino la candorosa respuesta.

—Para hablarte francamente, Bertie —dijo Gussie con sinceridad—, hace una semana tampoco lo hubiera tenido yo.

—¿Qué te ha ocurrido desde hace una semana?

—He vuelto a nacer espiritualmente. Gracias a Jeeves. ¡Qué hombre, Bertie!

—¡Ah!

—Nosotros somos los chiquillos que tienen miedo de la oscuridad, y Jeeves la prudente niñera que nos coge de la mano y…

—¿Y enciende la luz?

—Precisamente. ¿Te importa que te lo cuente?

Le aseguré que suspiraba por oírlo. Me arrellané en mi sillón y me dispuse a escuchar la historia.

Gussie permaneció un momento silencioso. Me pareció que ordenaba los hechos. Se quitó las gafas y las limpió.

—Hace una semana, Bertie —empezó—, mis asuntos estaban en crisis. Me encontraba ante un suplicio cuya mera perspectiva oscurecía mi horizonte. Me di cuenta de que, el día de mi boda, tendría que hacer un discurso.

—¡Naturalmente!

—Lo sé; pero, por una razón u otra, no había previsto el caso y la idea cayó sobre mí como una flecha. Y, ¿sabes por qué me aterrorizaba hasta aquel punto la idea de tener que pronunciar un discurso durante el banquete de bodas? Porque Roderick Spode y Sir Watkyn Bassett estarían entre los comensales. ¿Conoces a Sir Watkyn íntimamente?

—No mucho. Una vez me puso una multa de cinco libras.

—Pues ten la seguridad de que es muy duro de pelar y pone serias objeciones a que llegue a ser yerno. Por una parte, hubiera querido que Madeline se casase con Roderick Spode que, hay que decirlo, está enamorado de ella desde que era pequeña.

—¿Ah, sí? —pregunté cortésmente, ocultando mi extrañeza de que alguien que no fuese un perfecto imbécil como él, pudiera amar a aquella criatura.

—Sí. Pero, aparte del hecho de que ella quiere casarse conmigo, él no quería casarse con ella. Él se considera como El Hombre Predestinado, ¿comprendes?, y cree que el matrimonio entorpecería su misión. Se cree un Napoleón.

Creí que antes de seguir adelante tenía que aclarar esto referente a Spode. No entendía qué clase de Hombre Predestinado era aquél.

—¿Qué quieres decir con «su misión»? ¿Tiene alguna misión especial?

—¿No lees los periódicos? Roderick Spode es el fundador y jefe de los Salvadores de Inglaterra, una organización fascista conocida vulgarmente con el nombre de Shorts Negros. Su idea, si no le rompen un día la cabeza de un botellazo en uno de los frecuentes alborotos que él y sus adeptos arman, es llegar a ser un dictador.

—¡Me dejas atónito!

Estaba sorprendido de mi finura de percepción. Si recuerdan ustedes, en el primer momento en que puse los ojos sobre Spode me dije «¡Un dictador!», y quedaba demostrado que era un dictador. No hubiera podido mostrar más perspicacia si hubiese sido uno de aquellos policías que ven un prójimo andando por la calle y deducen que es un fabricante de válvulas de seguridad retirado, llamado Robinson, que padece reuma en un brazo y vive en Clapham.

—¡Es sorprendente! Ya vi que era algo así… Aquella barbilla… aquellos ojos… Y, además, ¡aquel bigote! Pero, escucha; cuando dices shorts, claro, quieres decir shirts[3].

—No. Cuando Spode formó su asociación no estaban permitidas las camisas negras. Él y sus adeptos usan shorts negros.

—¿Cómo los futbolistas?

—Exacto.

—¡Qué imbéciles!

—Exacto.

—¿Con las rodillas al aire?

—Con las rodillas al aire.

—¡Qué idiotas!

Me indignó tanto aquella idea, que a poco pierdo el resuello.

—¿Usa también shorts negros el viejo Bassett?

—No. No forma parte de la asociación de los Salvadores de Inglaterra.

—Entonces, ¿qué relación tiene con Spode? Los encontré en Londres, juntos como dos marineros con licencia.

—Sir Watkyn tiene que casarse con su tía, una Mrs. Wintergreen, viuda del difunto coronel H. H. Wintergreen, de Pont Street.

Reflexioné un momento evocando en mi mente la escena de la tienda del anticuario.

Cuando uno está en el banquillo ante un juez que lo mira a uno por encima de los lentes, y se dirige a uno como «acusado Wooster», se tiene amplia ocasión de analizarlo, y lo que más me había impresionado de Sir Watkyn, el día de Bosher Street, fue su marcada impertinencia. Por otra parte, en la tienda, me había dado la impresión de un hombre que ha descubierto un mirlo blanco. Había saltado sobre la mercancía como un gato desprevenido sobre unos ladrillos calientes y la había exhibido a Spode, con aire de decirle: «¿Cree usted que esto le gustará a su tía?» o «¿Qué le parece a usted eso?» y así sucesivamente. Ahora tenía la explicación de aquella amabilidad.

—¿Sabes, Gussie —dije—, que me parece que debe de haber logrado sus deseos ayer?

—Es muy posible. Sin embargo, no me da ningún cuidado. No es éste el asunto.

—No lo sé. Pero es interesante.

—No, no lo es.

—Quizá tengas razón.

—En fin, no divaguemos —dijo Gussie poniendo las cosas en orden—. ¿Dónde estábamos?

—No lo sé.

—Yo sí. Te decía que a Sir Watkyn no le gustaba la idea de tenerme a mí por yerno y Spode se oponía también al matrimonio. Ni siquiera hacía nada por ocultarlo. Solía acercarse a mí y murmurarme amenazas.

—Debía de ser muy molesto.

—Mucho.

—¿Y por qué te amenazaba?

—Porque, a pesar de que no quería casarse con Madeline, aun cuando ella hubiese aceptado casarse con él, se consideraba a sí mismo una especie de caballero andante que debía velar por ella. Se pasaba el día diciéndome que la felicidad de aquella muchacha le era muy querida, y que si me portaba mal con ella me retorcería el pescuezo. Ésta era la clase de amenazas que murmuraba, y ésta una de las razones por las cuales me inquieté cuando Madeline se mostró fría conmigo al pescarme con Stephanie Byng.

—Dime, Gussie, ¿qué estabais haciendo Stiffy y tú?

—Le quitaba un mosquito del ojo.

Asentí. Puesto que quería contar aquella historia, mejor era atenerse a ella.

—Basta de Spode. Hablemos ahora de Sir Watkyn Bassett. Desde nuestra primera entrevista, comprendí que no era yo el hombre que él soñaba.

—Yo también.

—Como sabes, me prometí con Madeline en Brinkley Court. La noticia de nuestro noviazgo le fue, pues, comunicada por carta, e imagino que la pobre muchacha debió hacer de mí una descripción que le daba lugar a creer que iba a tener un yerno que era una mezcla de Robert Taylor y Einstein. En todo caso, cuando le fui presentado como el hombre con quien debía casarse su hija, se limitó a mirarme un momento y decir: «¿Qué?», de una manera incrédula, como si pensase que le estábamos gastando una broma y que el auténtico novio saldría de detrás de una cortina diciendo: «¡Cu, cu!». Cuando, finalmente, se convenció de que la cosa iba en serio se fue a un rincón y se sentó allá un rato con la cabeza entre las manos. Después le sorprendí varias veces mirándome a hurtadillas por encima de los lentes. Esto me intranquilizó profundamente.

No me sorprendía. He hecho alusión ya a cuanto me desagradaba aquella manera de mirarme por encima de los lentes que tenía el viejo Bassett, y comprendo perfectamente que, si esta mirada iba dirigida a Gussie, lo intranquilizase.

—También resopla algunas veces. Y, cuando supo que tenía lagartijas en mi habitación, dijo algo bastante ofensivo en voz baja, pero lo oí.

—Entonces ¿has traído tu ejército?

—¡Naturalmente! Estoy en pleno experimento sumamente delicado. Un profesor americano ha descubierto que la luna llena influye en la vida amorosa de algunos seres acuáticos, incluyendo una especie de peces, dos grupos de estrellas de mar, ocho clases de gusanos, y un alga en forma de cinta llamada Dictyote. Será luna llena dentro de dos o tres días y quiero comprobar si afecta también la vida amorosa de las lagartijas.

—Pero ¿qué vida amorosa es la de las lagartijas? ¿No me dijiste una vez que cuando llega la época del celo se limitan a moverse la cola unas a otras?

—Exacto.

Me encogí de hombros.

—¡En fin! ¡Si eso les divierte! Pero no era esta mi idea del amor apasionado. ¿Así que el viejo Bassett no aprueba las monadas esas?

—No, no aprueba nada que a mí se refiera. Todo lo complica y lo hace desagradable. Añade a esto la presencia de Spode y comprenderás que empezase a ver las cosas mal. Y, a todo esto, saliéndose de lo razonable, ¡me vienen con que tengo que hacer un discurso durante el banquete de boda, en presencia de un auditorio del que forman parte Roderick Spode y Sir Watkyn Bassett!

Se calló, tragando convulsivamente la saliva, como un pekinés que se tomara una píldora.

—Soy un hombre tímido, Bertie. La timidez es el precio que pago por tener una naturaleza hipersensitiva. Y ya sabes lo que me desagrada tener que hacer discursos, sean cuales fueren las condiciones. La sola idea me aterroriza. Cuando me metiste en el asunto aquel del reparto de premios de Market Snodsbury, la mera perspectiva de tener que subir a una plataforma para dirigir la palabra a aquella multitud de cretinos me llenaba de un terror pánico. Era mi pesadilla. Figúrate, pues, lo que siento al pensar en el banquete de bodas. Hubiera salido quizá del paso si se hubiese tratado de lanzar una arenga delante de un rebaño de tías y primos. No digo que me hubiese sido fácil, pero creo que hubiera salido del paso; pero pensar en levantarme teniendo a un lado a Sir Watkyn y al otro a Roderick Spode… No veía la manera de afrontarlo. Y en medio de la oscuridad que me envolvía, negra como una mina de carbón, brilló un ligero destello de esperanza. Pensé en Jeeves.

Su mano se levantó, y tuve la impresión de que su idea era descubrirse reverentemente ante este nombre. Pero el proyecto no pudo ser llevado a cabo por el hecho de que no llevaba sombrero.

—Pensé en Jeeves —repitió— y tomé el tren para Londres, donde le expuse mi problema. Tuve la suerte de encontrarlo todavía.

—¿Qué quieres decir con «encontrarlo todavía»?

—Creo que se va de Inglaterra.

—¡Que se va a ir de Inglaterra!

—Me dijo que os ibais los dos de un momento a otro a hacer un crucero alrededor del mundo.

—¡No! No me gusta el programa.

—¿Acaso ha dicho Jeeves que abandonaréis el proyecto?

—No, pero lo digo yo.

—¡Oh…!

Me miró de una manera extraña y creí que iba a decir algo más, pero se limitó a soltar una especie de risa ahogada, y siguió su narración.

—Pues, como te digo, fui al encuentro de Jeeves y le expuse mi caso. Le rogué que tratase de encontrar un camino para sacarme de la terrible situación en que me hallaba, asegurándole que, si fracasaba, no le guardaría rencor, porque, después de varios días de examinar los hechos, creía encontrarme fuera del alcance de toda humana ayuda. Y, casi no me creerás, Bertie; pero no había bebido todavía medio vaso del jugo de naranja con que me había obsequiado, cuando él había ya resuelto el problema. No lo hubiese creído posible. Me gustaría saber cuánto pesa su cerebro.

—Mucho, imagino. Come mucho pescado. ¿De manera que la idea era original?

—¡Formidable! Atacó el problema desde el ángulo psicológico. El análisis final, dijo, demuestra que la aversión a hablar en público es debido al temor a ese público.

—Eso hubiera podido decírtelo yo.

—Sí, pero él me indicó la forma de curarme. «No debemos —dijo— temer a los que despreciamos». Por consiguiente, lo que había de hacer era mantener una actitud altiva con aquellos que debían escucharnos.

—¿Cómo?

—Muy sencillo. Te llenas el ánimo de un profundo desdén por ellos. Empiezas a decirte: «¡Piensa en aquella verruga que Smith tiene por nariz…!», «¡hay que ver las orejas tiene asno de Jones…!», «¡recuerda cuando Robinson fue denunciado por viajar en primera clase con billete de tercera…!», «¡no olvides que una vez viste de chico a Brown indispuesto en un festival infantil…!» Y así sucesivamente. Y de este modo, cuando tenemos que dirigir la palabra a Smith, Jones, Robinson o Brown, han perdido su prestigio. Los dominamos.

—Ya veo… —tras una breve reflexión—. Sí, parece un buen sistema. Pero ¿y en la práctica, Gussie?

—Mi querido Bertie, es una maravilla. Lo he probado. ¿Te acuerdas de mi discurso durante tu cena?

Tuve un sobresalto.

—¿No vas a decir que nos despreciabas?

—Claro que sí. ¡Profundamente!

—¿Cómo? ¿A mí?

—A ti, a Freddie Widgeon, a Bongo Little, a Catemeat Potter-Pirbright, a Barny Fotheringay-Phipps y a todos los que estaban presentes. «¡Gusanos! —me dije—. ¡Qué banda! ¡Hay que ver a Bertie! ¡Lo que sé sobre él!». De manera que toqué vuestras cuerdas sensibles como si hubieseis sido una serie de instrumentos de cuerda y terminé con un rotundo triunfo.

Debo confesar que me sentí dolorido. Creo que es un poco fuerte saberse despreciado por un pelmazo como Gussie, y precisamente en el mismo momento en que estaba comiendo mi carne y bebiendo mi jugo de naranja.

Pero pronto prevalecieron más generosos sentimientos. «Después de todo —me dije—, lo importante, lo fundamental ante lo que se desvanece toda otra consideración, es que este Fink-Nottle llegue sano y salvo a la luna de miel. Y, a no ser por este sabio consejo de Jeeves, las amenazas murmuradas por Roderick Spode, combinadas con las miradas de Sir Watkyn por encima de los lentes, hubieran podido bastar para destruir la moral de Gussie y llevarle a romper su compromiso e irse a cazar al África Central».

—Ya veo, ya veo… —dije—. Comprendo lo que quieres decir. Pero ¿pardiez! Gussie, admitiendo que pudieses despreciar a Barny Fotheringay-Phipps y a Catsmeat Potter-Pirbright…, exagerando las posibilidades, incluso a mí, no puedes despreciar a Spode.

—¿No? —Se rió con una risa desatada—. Lo hice mentalmente. Lo mismo que a Sir Watkyn Bassett. Te digo, Bertie, que veo llegar este banquete de boda sin ningún estremecimiento. Estoy alegre, confiado, de buen humor. No habrá nada de aquellos rubores, y vacilaciones, y tartamudeos, y retorcer de dedos, y agarrarse a los manteles que se ven en la mayoría de los recién casados en estas ocasiones. Miraré a esos hombres cara a cara y los haré palidecer. Y las tías y primos temblarán. Desde el momento en que Jeeves dijo aquellas palabras empecé a pensar en todas las cosas por las que Roderick Spode y Sir Watkyn Bassett puedan ser despreciados por sus amistades. Podría decirte de Sir Watkyn cincuenta cosas que te harían preguntarte cómo una escoria física y moral como él ha podido ser tolerado en Inglaterra durante tantos años. Las he apuntado en una agenda.

—¿Las has escrito en una agenda?

—Una pequeña agenda con cubierta de piel. La he comprado en el pueblo.

Confieso que estaba un poco inquieto. Aunque es de suponer que la conservaba bajo llave, la mera existencia de tal agenda era suficiente para intranquilizarme. No quiero ni pensar en lo que ocurriría si aquella agenda caía en manos indebidas. Un tomo como aquél era peor que la dinamita.

—¿Dónde la guardas?

—En el bolsillo. Aquí está. ¡Ah, pues no está! Es curioso —dijo— se me habrá caído en alguna parte.