Capítulo I

Saqué una mano de entre las sábanas y toqué el timbre llamando a Jeeves.

—Buenas tardes, Jeeves.

—Buenos días, señor.

Esto me sorprendió.

—¿Es aún de mañana?

—Sí, señor.

—¿Está usted cierto? Me parece todo muy oscuro.

—Hay niebla, señor. Si el señor quiere recordar, estamos en otoño, la estación de las nieblas y la dulce fecundidad.

—¿Estación de qué?

—De las nieblas y la dulce fecundidad, señor.

—¡Ah…! Sí, sí, ya comprendo. En fin, sea como sea, ¿quiere traerme uno de esos cordiales que usted prepara?

—Tengo uno a punto en la nevera, señor.

Salió silenciosamente y me senté en la cama con aquella desagradable sensación que se siente algunas veces de que se está a cinco minutos de la muerte. La noche anterior, había dado una pequeña cena, en el «Club de los Zánganos», en honor de Gussie Fink-Nottle, como despedida de soltero antes de su próximo enlace con Madeline, hija única de Sir Watkyn BassettCBE[1], y esas cosas tienen su resonancia. Por esta razón, antes de que Jeeves entrase en mi habitación, estaba soñando que un verdugo me clavaba dardos en la cabeza, pero no dardos corrientes como los que usó Jael, la esposa de Heber, sino dardos al rojo blanco.

Jeeves regresó con el brebaje restaurador. Me lo eché al coleto y, después de soportar el pasajero malestar, inevitable cuando se bebe el brebaje matinal, patente de Jeeves, de lanzar contra el techo el occipucio y jugar al tenis con los ojos contra la pared de enfrente, me sentí aliviado. Hubiera sido exagerado decir que Bertram estaba de nuevo en la plena forma de su media edad, pero había por lo menos entrado en la categoría de los convalecientes y se sentía capaz de soportar un poco de conversación.

—¡Ah! —dije, recuperando mis ojos y poniéndolos en su lugar correspondiente—. Bueno, Jeeves. ¿Qué pasa por ese mundo? ¿Qué trae usted en la mano? ¿Es el periódico?

—No, señor. Es un prospecto de la Agencia de Viajes. He pensado que al señor podría quizá interesarle echarle una ojeada.

—¿De veras? ¿Conque ha pensado usted…? —dije.

Y en la habitación se hizo un breve y… angustioso, si es que puedo expresarme así, silencio.

Es de suponer que cuando dos hombres de voluntad de hierro viven en estrecha asociación, tienen forzosamente que chocar algunas veces, y uno de estos choques había tenido lugar recientemente en casa de Wooster. Jeeves se empeñaba en llevarme a hacer un Crucero Alrededor del Mundo, y yo me había empeñado en no hacerlo. Pero, a pesar de mis categóricas afirmaciones en este sentido, raras veces pasaba día sin que Jeeves me trajese un montón de aquellos prospectos prometedores que los Amantes De Los Amplios Espacios distribuyen a fin de reclutar adeptos a son de bombo y platillos. Su actitud recordaba irresistiblemente la del sabueso que persiste con obstinación en traer una rata muerta sobre la alfombra del salón, a pesar de habérsele dicho que la demanda de aquella mercancía era nula o inexistente.

—Jeeves —le dije—. Creo que es hora de que cese esta molestia.

—Viajar es muy instructivo, señor.

—Me es imposible tener más instrucción, Jeeves. Ya hace años que la completé. No, Jeeves, ya sé lo que le ocurre. Es la sangre ancestral de los vikingos que bulle en sus venas. Suspira usted por respirar brisas salobres. Se ve usted deambulando por cubierta con una gorra de marino en la cabeza. Es posible que alguien le haya hablado de las bailarinas de Bali. Lo comprendo y merece mis simpatías. Pero rehúso formalmente embarcar en barco alguno y dar la vuelta al mundo.

—Muy bien, señor.

Dijo estas palabras con cierto tono de ¿qué pasará aquí?, y me di cuenta de que si no estaba profundamente disgustado tampoco había quedado complacido, por lo cual cambié de conversación.

—Bueno, Jeeves, anoche nos corrimos una juerga bastante divertida.

—¿De veras, señor?

—Mucho. Nos divertimos todos enormemente. Gussie me dio recuerdos para usted.

—Aprecio muchísimo la atención, señor. Espero que Mr. Fink-Nottle estaría de buen humor.

—Muy bueno; teniendo en cuenta que todo va adelante y en breve tendrá a Sir Watkyn Bassett por suegro. ¡Antes él que yo, Jeeves, antes él que yo!

Dije estas palabras con profundo sentimiento y se comprenderá por qué. Hacía pocos meses, durante la celebración de unas regatas nocturnas, había caído en las garras de la ley por haber tratado de privar a un agente de policía de su casco, y, después de haber dormido profundamente sobre un lecho de madera, fui llevado a Bosher Street, a la mañana siguiente, y condenado a desprenderme de cinco de mis mejores libras. El magistrado que me había infligido esta monstruosa sentencia —con el aditamento de algunas ofensivas observaciones por parte del tribunal— no era otro que el propio Pop Bassett, padre de la futura esposa de Gussie.

El azar quiso que yo fuese uno de sus últimos clientes, porque, un par de semanas después, heredó una importante suma de un lejano pariente y se retiró a vivir en el campo. Ésta por lo menos fue la historia referida. Mi opinión particular es que había recaudado el capital agarrándose a las multas como si estuviesen untadas de pez. Cinco libritas por aquí, cinco libritas por allá, ya ven ustedes a cuánto puede ascender la cosa al cabo de unos años.

—No puede haber olvidado usted a aquel hombre rencoroso, Jeeves. Fue un caso terrible, ¿no?

—Acaso sea menos temible en la vida privada, señor.

—Lo dudo, lo dudo… Córtelo a trozos o en rodajas, un sabueso es siempre un sabueso. ¡En fin! Basta por hoy, Jeeves. ¿Hay cartas?

—No, señor.

—¿Llamada telefónica?

—Una, señor. De Mrs. Travers.

—¿Tía Dalia? ¿Ha regresado, pues?

—Sí, señor. Ha expresado su deseo de que el señor la llame, a su conveniencia, lo antes posible.

—Haré algo mejor, Jeeves —dije cordialmente—. Iré a verla personalmente.

Y media hora después subía la escalera de su residencia y era recibido por el viejo Seppings, el mayordomo. Poco podía yo suponer, mientras franqueaba aquella entrada, que en menos que cantase un gallo me iba a ver envuelto en un imbroglio que iba a poner a prueba el tesón de los Wooster como pocas veces había sido puesto. Me refiero al siniestro asunto de Gussie Fink-Nottle, Madeline Bassett, el viejo Pop Bassett, Stiffy Byng, el Rev. H. P., Pinker (el «Pestilente»), una jarrita para la leche, del siglo XVIII y una pequeña piel.

No obstante, ninguna premonición extendió una nube sobre mi serenidad mientras franqueaba aquel umbral. Pensaba, por el contrario, anticipadamente en mi próximo encuentro con tía Dalia, que, como he dicho antes, era mi atenta y afectuosa tía, y que no debe ser confundida con tía Ágata, la cual come vidrio picado y usa combinaciones de alambre de espino sobre la piel. Aparte del placer meramente intelectual de charlar un rato con ella, había la fulgurante perspectiva de pescar una invitación a almorzar. Y, debido al notable virtuosismo de Anatole, su cocinero francés, sólo pensar en ella era algo digno de engolosinar a un gourmet.

Cuando entré en el vestíbulo, vi una habitación abierta y pude echar una mirada sobre tío Tom, que se entretenía con su colección de objetos de plata antigua. Durante un momento pasó por mi mente la idea de detenerme y enterarme de cómo iba su digestión, enfermedad a la que era muy propenso, pero la cordura prevaleció. Este tío mío es un pájaro que, a la vista de un sobrino, es capaz de agarrarlo de la solapa y extenderse en prolijas informaciones sobre candelabros y azogados, sin contar los adornos, trenzas, guirnaldas, bordes o relieves, y creí que el silencio era lo más oportuno. Pasé, pues, con los labios sellados y me dirigí a la biblioteca, donde, según mis informaciones, se había guarecido mi tía.

Encontré a mi anciana parienta ocupada en la corrección de las pruebas de un artículo sobre la ondulación Marcel. Como todo el mundo sabe, mi tía es la cortés y popular propietaria del semanario dedicado a la gente refinada titulado Milady’s Boudoir, en el que colaboré una vez con un artículo sobre «Lo que debe usar el hombre bien vestido».

Mi entrada la hizo volver a la realidad y me recibió con uno de aquellos gritos de bienvenida que, en sus tiempos de cacerías, le había dado tanta notabilidad en el Quorn y el Pytchley y las demás organizaciones destinadas a causar estropicios entre las zorras.

—Hola, feo —me dijo—. ¿Qué te trae por aquí?

—He creído comprender, mi anciana parienta, que deseabas conferenciar conmigo.

—No quería que vinieses aquí a estorbarme e impedir mi trabajo. Dos palabras por teléfono hubieran bastado. Pero supongo que tu instinto te diría que hoy era precisamente mi día ocupado.

—Si querías preguntarme si podía venir a almorzar, tranquilízate. Estaré encantado, como siempre. ¿Qué nos va a dar Anatole?

—A ti no te dará nada, mi joven y alegre lombriz. Tengo a almorzar a Pomona Grindle, la novelista.

—Estaré encantado de conocerla.

—Pues lo siento, pero no la conocerás. Es un almuerzo estrictamente téte-a-téte. Estoy tratando de obtener una serie de artículos para Boudoir. No, lo único que quería era pedirte que fueses a una tienda de antigüedades que hay en Brompton Road, al lado mismo del Oratorio, no puedes equivocarte, y menosprecies una vaca lechera.

No entendí lo que quería decir. Tuve la impresión de que mi tía me hablaba con voz gutural.

—¿Que haga qué?

—Tienen una vaca lechera del siglo dieciocho que Tom va a comprar esta tarde.

La venda cayó de mis ojos.

—¡Ah! ¿Es un objeto de plata, no?

—Sí. Es una jarrita para crema de leche. Ve allí, pide que te la enseñen y, cuando la veas, muéstrate despreciativo.

—¿Qué intención tenéis?

—Hacerles perder confianza, naturalmente. Sembrar dudas y sospechas y hacer que rebajen el precio. Cuanto más barato compre la cosa, más contento estará. Y quiero que esté de buen humor, porque, si logro obtener esos artículos de la Grindley, tendré que darle un sablazo entre las costillas. Es increíble lo que estas novelistas de fama piden por sus artículos. De manera que manos a la obra inmediatamente y lánzate de cabeza al asunto.

Deseo siempre vivamente complacer esta correcta clase de tías; pero me vi obligado a oponer a la proposición lo que Jeeves hubiera llamado el nolle prosequi. La cura que me había propinado por la mañana me había sentado perfectamente, pero, aun después de someterme a ella, mi cabeza no era bastante sólida.

—No puedo lanzarme de cabeza. Hoy me es imposible.

Me miró con una mirada de censura frunciendo la ceja derecha.

—¿Conque esas tenemos? Bien, si tus repugnantes excesos te impiden usar la cabeza, por lo menos te quedan los labios.

—¡Oh, eso sí!

—Entonces, adelante. ¡Y aliento! ¡Y elocuencia! ¡Ah! Y diles que crees que es holandés moderno.

—¿Por qué?

—No lo sé. Parece que es algo que un jarro para la leche no tiene que ser.

Se detuvo y lanzó una mirada escrutadora sobre mi cadavérico rostro.

—¿Conque anoche, en las viñas del Señor, eh, hijo mío? Es extraordinario, pero, cada vez que te veo, parece que estás convaleciente de alguna orgía. ¿Todavía no has dejado de beber? ¿Cómo lo haces cuando duermes?

Me rebelé contra la acusación.

—No tienes razón, parienta. Excepto los días extraordinarios, soy extremadamente moderado en mis libaciones. Un par de combinados, un vaso de vino en la comida y quizás una copita de licor con el café; éste es Bertram Wooster. Pero anoche di un pequeño banquete de solteros en honor de Gussie Fink-Nottle.

—¿De veras? —Se rió con una risa más fuerte de lo que hubiera deseado, dado mi estado de salud, porque es una mujer que, cuando se ríe, hace caer trozos de yeso del techo—. Conque «Botellín», ¿eh? ¡Dios le bendiga! ¿Y cómo estaba el coleccionista de lagartijas?

—Muy contento.

—¿Ha hecho algún discurso en la orgía?

—Sí. Me dejó atónito. Yo estaba convencido de que rehusaría terminantemente. Pero no. Bebimos a su salud y se puso en pie tan fresco como una lechuga, como diría Anatole, y nos espetó un discurso.

—Estaría borracho como una cuba, supongo.

—Al contrario. Ofensivamente sobrio.

—¡Pues sí que ha cambiado!

Nos sumimos en un silencio pensativo. Recordábamos aquella tarde de verano, en casa de mi tía, en Worcestershire, cuando Gussie, habiendo querido las circunstancias que estuviese lleno hasta los bordes del adecuado producto, había dirigido un discurso a los escolares de Market Snodsbury Grammar School, en ocasión del anual reparto de premios.

Una cosa que no sé nunca, cuando empiezo a contar una historia de alguien de quien he hablado antes, es hasta qué punto tengo que explicar cómo es el personaje. Es un problema que tengo que examinar bajo todos sus aspectos. Quiero decir que, si considero que mi público conoce ya perfectamente a Gussie Fink-Nottle, y sigo adelante, aquellos de mis lectores que no hayan leído precedentes historias encontrarán confusa mi narración. Por otra parte, si antes de seguir adelante escribo ocho volúmenes sobre su vida e historia, otros bostezarán aburridos y dirán: «Vieja historia. ¡A paseo!»

Creo que lo mejor es relatar los hechos salientes tan brevemente como sea posible, en beneficio de los primeros, tendiendo a los segundos una mano imploradora, a fin de indicarles que pueden dejar divagar su imaginación durante un minuto o dos y que en seguida me ocuparé de ellos.

Este Gussie era, pues, un amigo mío, de facciones de pez, que se había enterrado en vida en una posesión rural y había consagrado su existencia al estudio de las lagartijas, observando con ojo diligente las costumbres de los animalitos que conservaba en un gran tanque de cristal. Si hubieseis conocido la expresión, quizá lo hubierais llamado «recluso voluntario», y hubierais tenido razón. Después de todo lo relatado en el precedente libro, verle murmurar dulces palabras a unas orejitas de nácar, con la subsiguiente adquisición de la sortija de platino y el permiso de matrimonio, parecía imposible.

Pero el amor encuentra su camino. Un día conoció a Madeline Bassett y cayó a sus pies como una tonelada de ladrillos; salió de su ostracismo para empezar a cortejarla y, después de numerosas vicisitudes, estaba cercano a la fecha en que tendría que ponerse los pantalones a rayas y la gardenia en el ojal para penetrar en la nave de la iglesia con la espectral muchacha.

La llamo espectral muchacha porque era una muchacha espectral. Los Wooster somos caballeros, pero decimos lo que pensamos. Era una criatura desfalleciente, lánguida, de ojos tiernos y voz arrulladora, y tenía los más extraordinarios puntos de vista en cuanto hacía referencia a las estrellas y los conejos. La recuerdo una vez diciéndome que los conejos eran gnomos esperando a la reina de las hadas, y que las estrellas eran el collar de margaritas de Dios. Perfectamente falso, desde luego. No eran nada de todo esto.

Tía Dalia soltó un ligero sonido gutural, porque aquel discurso de Gussie en Market Snodsbury era uno de sus más felices recuerdos.

—¡El buen «Botellín»! ¿Dónde está, ahora?

—Está en casa del viejo Bassett. Totleigh Towers, Totleigh-in-the-Wold, Glos. Ha regresado allí esta mañana. Se casan en la iglesia del lugar.

—¿Vas a la boda?

—De ninguna manera.

—Claro. Sería demasiado doloroso para ti. Al fin y al cabo, has estado enamorado de la muchacha.

Miré a mi tía.

—¿Enamorado? ¿De una mujer que cree que cada vez que una hada se suena nace un chiquillo?

—No obstante, has estado prometido a ella.

—Durante cinco minutos, es verdad. Pero no fue culpa mía. Mi querida anciana parienta —dije irritado— conoce perfectamente todos los detalles concernientes al espantoso asunto.

Me estremecí. Aquél era un incidente de mi vida sobre el que no quería insistir. En dos palabras, había ocurrido lo siguiente. Agotados los nervios de Gussie por su larga convivencia con las lagartijas, había temblado ante la perspectiva de defender su causa ante Madeline, y me había pedido que lo hiciese en su nombre. Y, cuando lo hice, la estúpida criatura creyó que lo hacía en nombre propio. De manera que cuando, después ce aquella exhibición del reparto de premios, ella le dio el sí provisional se había encariñado conmigo y no tuve más remedio que cargar con el paquete. Quiero decir que, cuando a una muchacha se le mete en la cabeza que alguien está enamorado de ella, y va y le dice que va a devolver a su fiancé al corral y a firmar con él, ¿qué puede un hombre hacer?

Afortunadamente las cosas se arreglaron a las once en punto mediante una reconciliación entre los dos tortolitos, pero la idea del peligro que corrí me hace estremecer todavía. No me sentiría completamente tranquilo hasta que el sacerdote dijese: «¿Queréis, vos, Augustus…?» y Gussie hubiese murmurado un suave «Sí».

—Por si te interesa, te diré —dijo tía Dalia— que tampoco pienso asistir yo a ese casamiento. No estoy de acuerdo con Sir Watkyn Bassett y creo que no hay que darle ánimos. Si quieres un pájaro de cuenta ahí tienes uno.

—Entonces, ¿le conoces bien? —dije más bien sorprendido, si bien una vez más era patente lo que tantas veces he dicho, que el mundo es muy pequeño.

—Le conozco bien. Es amigo de Tom. Los dos habían coleccionado plata antigua y se peleaban como locos. Estuvo con nosotros en Brinkley el mes pasado mientras fue nuestro huésped. ¡Reptando a mis espaldas y tratando de robarme a Anatole!

—¡No!

—¡Eso es lo que hizo! Afortunadamente, Anatole demostró guardarme absoluta fidelidad en cuanto le hube doblado su salario.

—¡Dóblaselo otra vez! —dije sinceramente—. ¡Pásate la vida doblándoselo! ¡Vierte sobre él pródigamente dinero antes que perder este soberbio artífice de los asados y los picadillos!

Yo estaba visiblemente emocionado. La idea de Anatole, el cocinero sin par, dejando de operar en Brinkley Court, donde siempre podía gozar de su arte invitándome yo mismo, y marchándose a servir al viejo Basset, la última persona en el mundo capaz de poner un tenedor y un cuchillo a mi disposición, me había profundamente impresionado.

—¡Sí! —dijo tía Dalia con la mirada vaga al pensar en aquel terrible asunto—. Éste es el monstruo de Sir Watkyn Bassett. Hubieras hecho bien de prevenir a «Botellín» que vigile el día de la boda. El menor descuido, y el muy granuja es capaz de salir de la iglesia con su alfiler de corbata. Y ahora —dijo, saliendo de un estado que parecía ser de solícito cuidado por una criatura enferma o con salud— ¡al asunto! ¡Tengo seis toneladas de pruebas que corregir! ¡Ah! Y cuando veas a Jeeves, dale esto. Es el artículo del «Rincón del Marido». Habla mucho del galón lateral de los pantalones de vestir y me gustaría que lo leyese. Bueno, ¿puedo confiar en que no estropearás este asunto? Dime exactamente lo que crees que debes hacer.

—Ir a casa del anticuario…

—… de Brompton Road…

—… de Brompton Road, como dices. Pedir que me muestren la jarrita para la leche…

—… y decir que no vale nada. En marcha. La puerta está detrás de ti.

Con el corazón alegre salí a la calle y tomé un atrotinado carruaje que pasaba. No dudo de que muchos hombres hubieran lamentado ver estropeada su mañana de aquella forma; pero en mi conciencia sólo había la sensación de que me era posible realizar aquel acto de gentileza. Rascad a Bertram Wooster y encontraréis un boy-scout.

La tienda de antigüedades de Brompton Road demostró a primera vista ser una tienda de antigüedades de Brompton Road, y como todas las tiendas de antigüedades, menos las lujosas de la vecina Bond Street, tenía un interior sucio, oscuro y maloliente. No sé por qué será, pero los propietarios de esos establecimientos dan siempre la impresión de estar cocinando un estofado en la rebotica.

—¡Oiga! —dije, entrando. Pero de repente me detuve al ver que el dependiente estaba atendiendo a otros dos parroquianos.

—¡Oh, perdone! —estaba a punto de añadir, para hacer comprender que había hablado inadvertidamente, cuando las palabras se helaron en mis labios.

Aun cuándo conmigo había entrado en el empórium una nube de espesa niebla, oscureciendo el ambiente, a la escasa luz pude observar que el más pequeño y más viejo de los dos clientes no era desconocido para mí.

Era Pop Bassett en persona. En carne y hueso.

Muchas veces se ha comentado el furioso impulso de buldog de los Wooster. Y en aquella ocasión me invadió a mí. Un hombre débil se hubiera escabullido suavemente, pero yo aguanté a pie firme. Después de todo, el pasado es el pasado. Al desembolsar mis cinco preciosas libras, había saldado mi deuda con la sociedad y no tenía nada que temer de aquel hijo de un don nadie con cara de langostino. Permanecí, pues, donde estaba, lanzándole una mirada furtiva.

Mi entrada había hecho que lanzase una ojeada sobre mí, y a intervalos seguía mirándome de refilón. Sabía yo que era cuestión de tiempo que vibrase la oculta cuerda de sus recuerdos y se diese cuenta de que aquel distinguido personaje apoyado en su paraguas era una vieja amistad. Y ahora se veía claramente que me había reconocido. El dependiente había entrado en la trastienda y él se acercó a donde yo estaba.

—¡Hola, hola! —dijo—. Me parece que le conozco a usted, mi joven amigo. Jamás olvido una cara. Usted ha comparecido una vez delante de mí.

Hice una ligera inclinación de cabeza.

—¡Pero no dos! ¡Muy bien! ¡Muy bien! Sirvió la lección, ¿eh? ¿Qué? ¿Somos buenos ahora? ¡Importante! ¡Déjeme recordar…! ¿Qué era? ¡Espere, espere, no me lo diga! ¡Ah, ya me acuerdo! Hurto de un bolso.

—No, no, fue…

—Hurto de un bolso —repitió con firmeza—. Me acuerdo perfectamente. No obstante, ahora ya pasó, ¿no? ¡Espléndido! Roderick, venga usted aquí. Es de lo más interesante…

Su compañero, que estaba examinando una bandeja, la dejó y se juntó con nosotros.

Tuve ocasión de darme cuenta de que era un tipo de los más raros. Tenía unos siete pies de altura e iba envuelto en una especie de ulster escocés que le hacía parecer tener seis de anchura, y el conjunto cautivaba la mirada y la retenía prisionera. Daba la sensación de que la Naturaleza había querido hacer un gorila y luego había cambiado súbitamente de opinión.

Pero no era solamente el extraño aspecto del pájaro lo que impresionaba. Visto de cerca, lo que más se notaba era su rostro, que era cuadrado y fuerte y ligeramente abigotado en el centro. Su mirada era aguda y penetrante. No sé si han visto ustedes en los periódicos esas fotografías de dictadores de barbilla saliente y ojos fulgurantes, inflamando a las multitudes con exaltadas palabras en ocasión de alguna inauguración de un nuevo juego de bolos; pero esto fue lo que a mí me recordó.

—Roderick —dijo el viejo Bassett—. Quiero presentarle a usted este amigo. He aquí un caso que demuestra claramente lo que tantas veces he dicho, a saber: que la vida de cárcel no degrada, no pervierte a la gente ni impide que un hombre pueda trepar hasta las más elevadas alturas.

Reconocí una frase de Jeeves, y me pregunté dónde podía haberla oído.

—Mire usted a este hombre. Hace poco que le largué tres meses por hurtar bolsos en las estaciones de ferrocarril, y no hay duda de que su estancia en la cárcel ha tenido sobre él beneficiosos efectos. ¡Lo ha reformado!

—¿Ah, sí?

Aseguro que el «¿Ah, sí?» no fue pronunciado con voz nasal desagradable, pero no me gustó la manera como hablaba. Me miraba con una especie de arrogante expresión. Recuerdo que tuve la sensación de que hubiera sido el hombre ideal para menospreciar jarritas para leche.

—¿Qué le hace a usted creer que se ha reformado?

—¡Claro que se ha reformado! ¡Mírelo usted! Bien arreglado, bien vestido, el miembro perfecto de la sociedad. Ignoro cuál es su vida en la actualidad, pero es perfectamente obvio que ya no hurta bolsos en las estaciones. ¿Qué hace usted ahora, buen hombre?

—Hurta paraguas, al parecer —dijo el dictador—. Veo que tiene el de usted en la mano.

Yo estaba a punto de negar la acusación, había incluso abierto la boca para hacerlo, cuando de repente la evidencia de que era verdad fue para mí un golpe como el de un calcetín lleno de arena mojada en el maxilar superior.

Quiero decir que entonces recordé haber salido de casa sin paraguas y, no obstante, allí estaba, sin duda posible, cargado de paraguas hasta las cejas. Me es imposible decir qué fue lo que me indujo a apoderarme de uno que estaba apoyado contra una silla del siglo XV a menos que fuese el instinto primitivo que hace que un hombre sin paraguas se arroje inmediatamente sobre el primero que ve, de la misma manera que la flor busca la luz del sol.

Parecía indicado excusarme inmediatamente. Así lo hice mientras el inocente instrumento cambiaba de manos.

—¡Oh, perdón! Lo siento infinito…

El viejo Bassett dijo que también él lo sentía y que había tenido un gran desengaño. Añadió que estas cosas eran precisamente las que hacían sangrar el corazón de un hombre.

El dictador quiso también meter su remo. Preguntó si había que ir en busca de un policía, y, durante un momento, los ojos del viejo Bassett, centellearon. Ser magistrado hace tener afición a llamar a la policía. Es como un tigre que ha probado la sangre. Pero movió negativamente la cabeza.

—No, Roderick. No puedo. Hoy, el día más feliz de mi vida, no.

El dictador apretó los labios como pensando que, cuanto más feliz era el día, mejor podría ser la ocasión.

—Pero, oiga —intenté hablar—, ha sido una confusión.

—¡Ah…! —dijo el dictador.

—Creí que el paraguas era mío.

—Esto —dijo el viejo Bassett— es un defecto fundamental, amigo mío. Es usted totalmente incapaz de distinguir entre el meum y el tuum. En fin, esta vez no quiero mandarle detener; pero ándese usted con mucho cuidado. Vámonos, Roderick.

Salieron, deteniéndose el dictador en la puerta para lanzarme otro «¡Ah!».

Como se puede comprender, para un hombre sensible, lo ocurrido era terriblemente enervante, y mi inmediata reacción fue disponerme a acabar con el encargo de mi tía Dalia, y regresar a mi casa a tomar otro de aquellos eficaces cordiales preparados por Jeeves. Ya sabéis cómo ansían los cervatos las frescas corrientes de agua cuando los persigue la jauría. Ésta era más o menos la sensación que yo tenía. Ahora comprendía la insensatez de haber salido a la calle habiendo ingerido uno solo, y estaba a punto de largarme y dirigirme a su fuente, cuando el propietario del establecimiento salió de la trastienda, acompañado de un fuerte olor de estofado y un gato escuálido, y se informó de lo que deseaba. Y, puesto ya el tema sobre el tapete, le dije que había oído decir que tenía una jarrita para la leche del siglo XVIII para vender.

Movió la cabeza. Era un tipo enmohecido, de aspecto lúgubre, casi enteramente oculto detrás de una cascada de blancas patillas.

—Ha llegado usted tarde. Está comprometida por un cliente.

—¿Llamado Travers?

—Exacto.

—Entonces, perfectamente. ¡Aprenda, oh mercader de impasibles facciones y buena voluntad! —le dije, porque a veces a uno le gusta ser cortés— que el mencionado Travers es mi tío y me ha mandado aquí a que le dé un vistazo al objeto. De manera que póngalo en evidencia. Supongo que será una porquería.

—Es una jarrita maravillosa.

—¡Oh! —dije, robándole un poco de su ampulosidad al dictador—. Eso cree. ¡Ya lo veremos!

No tengo inconveniente en confesar que no he sentido nunca inclinación por la plata antigua y, a pesar de que no he querido nunca apenar a mi tío Tom diciéndoselo, creo que su pasión por este género evidencia una imbecilidad que convendría atajar antes de que se extienda. De manera que no esperaba en absoluto que mi corazón latiese con mayor fuerza a la vista del objeto, pero cuando el propietario volvió de la trastienda y trajo la cosa, difícilmente supe si echarme a reír o a llorar. La idea de que mi tío iba a pagar al contado una importante suma por aquello era algo que escapaba totalmente a la más extrema comprensión.

Era una vaca de plata. Pero cuando digo «vaca» no acaricie el lector la idea de que se trataba de una vaca decente, como esas que se pueden observar hinchándose de hierba en los prados. Ésta era una vaca siniestra, repugnante, infernal criatura, digna del mayor desprecio. Tenía unas cuatro pulgadas de altura y seis de largo. La espalda se abría por medio de una bisagra. Su cola, arqueada, tocaba la espalda formando asa para que la cogiera el aficionado a la leche. Su sola vista parecía transportarme a un mundo terrible y diferente.

Me era, por consiguiente, fácil cumplir al pie de la letra el programa establecido por tía Dalia. Fruncí los labios y chasqueé la lengua, todo a la vez. Lancé incluso un profundo suspiro. Mi aspecto general era el de un hombre que no experimenta la menor simpatía por una jarra de leche, y vi al enmohecido propietario mirarme, como si hubiese sido herido en la parte más sensible.

—¡Oh, tut, tut, tut! —dije—. ¡Oh, no, no, no! ¡Vamos, vamos, vamos, vamos! No tengo gran opinión de este objeto —dije guiñando el ojo—. Es falso.

—¿Falso?

—¡Falso! Es holandés moderno.

—¿Holandés moderno? —No sé si echó espumarajos por la boca, pero el sufrimiento intenso de su alma era evidente—. ¿Qué quiere usted decir con esto de holandés moderno? ¡Es un puro inglés del siglo XVIII! ¡Mire usted el contraste!

—No puedo verlo.

—¿Está usted ciego? ¡Aquí! ¡Sáquelo usted a la calle! ¡Allí hay más luz!

—Bien —dije, dirigiéndome al principio lánguidamente a la puerta, con el paso y el aspecto de un técnico en la materia a quien se está haciendo perder el tiempo.

Digo «al principio», porque, aún no había dado dos pasos, cuando tropecé con el gato, y es imposible armonizar tropezar con gatos con dirigirse lánguidamente a una puerta. Pegando un salto, salí por la puerta como alguien que, perseguido por la policía, huye de contundente y devastadora redada. La jarrita para leche escapó de mis manos y tuve la suerte de caer sobre un ciudadano, pues de lo contrario hubiera dado con mis narices en el suelo.

Es decir, fue una suerte relativa, porque dio la casualidad de que el ciudadano era Sir Watkyn Bassett. Se detuvo mirándome con indignación a través de sus lentes y todavía le veo como si contase algo con los dedos. Primero, hurtando bolsos; segundo, robándole el paraguas; tercero, aquello. Su aspecto general era el del hombre que se afrenta con el último agravio.

—Llame usted a un policía, Roderick —dijo, irguiéndose majestuosamente.

El dictador puso manos a la obra.

—¡Policía! —gritó.

—¡Policía! —repitió el viejo Bassett con voz de tenor.

—¡Policía! —repitió el dictador con voz de bajo.

Y un momento después, un voluminoso cuerpo salió de la niebla y dijo:

—¿Qué ocurre?

Aquí tengo que reconocer que nada me hubiera sido más fácil que explicar la confusión si me hubiese tomado la molestia de quererlo hacer, pero no quise. Dije: pies, ¿para qué os quiero?, y salí corriendo a la velocidad del viento. Una voz gritó: «¡Deténgase!»; pero, naturalmente, no me detuve. Corrí desaforadamente por calles y callejuelas y, por fin, me encontré en las cercanías de Sloane Square. Allí me metí en un coche y de nuevo penetré en el mundo civilizado.

Mi primera intención era dirigirme al club de «Los Zánganos», a tomar un bocado, pero había andado pocos metros cuando comprendí que no estaba con ánimo de hacerlo. No se trata de apreciar el club, su animada conversación, su camaradería, su atmósfera fragante saturada de cuanto hay de brillante en la metrópoli, pero sabía que en la mesa se tirarían trocitos de pan y no me hallaba en estado de ánimo para competir en el lanzamiento de panecillos. Cambiando, pues, mi estrategia en un destello, dije al cochero que me llevase al baño turco más próximo.

Tengo la costumbre de prolongar largamente mis baños turcos y, por consiguiente, era ya tarde cuando regresé a casa. Había pasado dos o tres horas soñolientas en mi cubículo, y esto, unido al benéfico efecto del baño caliente y de la inmersión en el tanque helado, había traído de nuevo las rosas a mis mejillas. Fue natural, por consiguiente, que, entonando un alegre tra-la-lá, abriese la puerta de mi casa y me dirigiese hacia el salón.

En el mismo momento todo mi buen humor se desvanecía ante el espectáculo de un montón de telegramas.