Era una tarde de la que se hubiera podido decir que toda la Naturaleza sonreía. El aire era tibio y perfumado: los links, mojados por las lluvias de la primavera, brillaban a la dulce luz del sol; y abajo, en el segundo tee, el joven Clifford Wimple, que aquel día llevaba un nuevo traje de golf, acababa de echar dos pelotas al lago, y se disponía a echar la tercera. En resumen: no faltaba ningún elemento que pudiese contribuir a crear un ambiente de felicidad completa.
Y, sin embargo, en la frente de el Socio Veterano, que estaba sentado debajo del castaño de la terraza que daba al noveno green, se marcaba una profunda arruga de enfado: de su mirada, que en aquel momento se posaba en la ondulada extensión del césped, había desaparecido su habitual benevolencia. Su sillón favorito, aquél que quedó consagrado a su uso privado y personal por una ley no escrita, estaba ocupado por otro. Esto es lo que tiene de malo un país libre: que la libertad degenera demasiado en libertinaje.
El Socio Veterano tosió.
—Supongo —dijo— que deberá encontrar muy cómodo ese sillón.
El intruso, que era el hasta entonces inmaculado secretario del Club, le dirigió una mirada un tanto rara.
—¿Eh?
—Este sillón… Se le ve en la cara que lo halla muy cómodo, ¿no?
—¿El sillón? ¿La cara? ¿Se refiere usted a este sillón?
—Se lo agradezco y me siento aliviado —dijo el Socio Veterano.
Hubo un silencio.
—Oiga —le dijo el secretario—, ¿qué haría usted en un caso como el mío? ¿Sabe usted que estoy prometido?
—Sí. Y sin duda alguna, su novia le está echando de menos. ¿Por qué no va usted en su busca?
—¡Oh! Es la muchacha más dulce de la Tierra.
—Yo no perdería el tiempo, y me iría en seguida a buscarla.
—Pero es celosa. Hace un momento yo me encontraba en mi despacho, y entró la señora Pettigrew para preguntarme si tenía alguna noticia de que hubiera sido ya hallado un monedero que perdió hace dos días. Me lo acababan de traer al despacho, y se lo entregué; ante lo cual, aquella infernal mujer, del modo más irreflexivo que pueda imaginarse, me echó los brazos al cuello y me dio un sonoro beso en la calva. En aquel momento hizo su aparición Adela. ¡Qué desgraciado soy!
El mal humor de el Socio Veterano se suavizó. Al fin y al cabo, tenía buen corazón.
—Es una lástima —se condolió—. ¿Y qué ha dicho usted?
—No he tenido tiempo de decir nada, porque Adela se ha marchado demasiado rápidamente.
El Socio Veterano dio un chasquido con la lengua, como dándole a entender que le compadecía.
—Estas malas interpretaciones entre los corazones jóvenes y apasionados son muy frecuentes —dijo—. Le podría explicar por lo menos cincuenta de estos casos. El que voy a referirle ahora es la historia de Jane Packard, William Bates y Rodney Spelvin.
—Ya me la refirió el otro día. Jane Packard estaba prometida con Rodney Spelvin, el poeta, pero esta locura pasó y se casó con William Bates, que era golfista.
—Ésta es una de las historias del trío.
—La otra también me la explicó. Después de que Jane Packard se hubo casado con William Bates cayó otra vez bajo el hechizo de Spelvin, pero se arrepintió a tiempo.
—Ésta es la segunda historia. Pero es que son tres.
El secretario se cubrió la cara con las manos.
—Bueno —consintió—. Cuéntela. Después de todo ¿qué me importa nada ya?
—Primeramente, pongámonos cómodos. Siéntese en este otro sillón. Estará mejor que en el que se encuentra sentado ahora.
—No, gracias.
—Insisto en que estará mejor.
—Bueno, bueno.
—¡Uf! —exclamó el Socio Veterano, retrepándose cómodamente en su sillón.
Con la mirada llena de buena voluntad, ahora, contempló cómo el joven Clifford Wimple jugaba su cuarta pelota. Luego, mientras las doradas gotas de agua caían y el sol les arrancaba los más variados destellos, movió la cabeza satisfecho ante el espectáculo, y comenzó.
La historia que voy a explicarle —aclaró el Socio Veterano— empieza en la época en que Jane Packard y William llevaban ya siete años de casados. El handicap de Jane era once, el de William doce, y su hijito, Braid Vardon, acaba de celebrar su sexto cumpleaños.
Desde aquella lamentable época, de dos años atrás en que, deslumbrada por Rodney Spelvin, Jane había tomado un estudio en el barrio artístico de la capital, y abandonando el golf se había dedicado a tocar la concertina, Jane no había escatimado esfuerzo ni sacrificio alguno para ser una madre modelo y educar a su hijo en los principios más rígidos. Y a fin de que aquella joven y creciente mentalidad no se viera privada de buenos guías, invitó a Anastasia, la hermana de William, a que pasara una o dos semanas con ellos, y enseñara al niño el verdadero manejo del mashie. Porque ha de saber que Anastasia había llegado a las semifinales del último campeonato femenino, y que, contrariamente a lo que les sucede a muchos buenos jugadores, tenía especiales dotes para la enseñanza.
La tarde en que da comienzo mi historia, las dos mujeres se hallaban sentadas en el salón, charlando. Acababan de tomar el té; y Anastasia, con la ayuda de un terrón de azúcar, una cuchara y un trozo de pastel desmenuzado, trataba de demostrar el método que la había llevado al destacado puesto que ocupaba entre los golfistas.
—¡Eres maravillosa! —le dijo Jane, con admiración—. ¡Y qué buena le será tu influencia a Braid! ¿Le darás la lección mañana por la tarde, como de costumbre?
—Tendré que dársela por la mañana —dijo Anastasia—. Por la tarde tengo prometido entrevistarme con un joven en la ciudad.
Al decir esto tomó su rostro una expresión de dulzura y ensueño tan grandes, que interesó vivamente a Jane. Como ya ha demostrado su historia, Jane Bates era muy romántica.
—¿Quién es él? —preguntó a su cuñada.
—Un hombre a quien conocí el verano pasado —contestó Anastasia.
Y suspiró con tanto apasionamiento, que Jane no pudo contener por más tiempo su curiosidad.
—¿Le amas? —le preguntó.
—Locamente —susurró Anastasia.
—¿Te ama él?
—A veces creo que sí.
—¿Cómo se llama?
—Rodney Spelvin.
—¿Qué dices?
—Sí, ya sé que escribe cosas muy raras —dijo la joven interpretando mal el grito de horror lanzado por Jane—. Pero, de todos modos, le quiero mucho.
Jane no pudo articular palabra. Se quedó mirando a su cuñada con profunda angustia. Aunque sabía que con un driver en la mano Anastasia era capaz de lanzar una pelota de un condado a otro, siempre la había considerado como una chiquilla frágil y débil. La hermana de William era una de esas muchachas pequeñitas, delicadas como una rosa, de ojos azules muy grandes, a quienes instintivamente los hombres buenos quieren por pareja en el juego, y en quienes hacen su presa, también instintivamente, los hombres malos. Y cuando reflexionó que Rodney Spelvin había hecho presa en Anastasia, que sólo tenía cinco pies y siete pulgadas, calzada, y que aquél, a no ser que le gustasen mucho los animalitos, era capaz de derribar un buey de un golpe, Jane se estremeció al pensar cómo acabaría aquella criatura en manos de semejante hombre.
—¿De veras le amas? —le preguntó de nuevo temblándole la voz.
—Locamente.
Jane comprendió que eran inútiles más palabras. Una molesta sensación de desesperación se apoderó de ella. Había que hacer algo ante aquella terrible perspectiva, pero ¿qué es lo que podría hacer? Se sentía tan avergonzada de su pasada aventura que ni aun para avisar a aquella inocente muchacha se atrevía a revelarle que una vez estuvo prometida con aquel hombre; que él un día tras otro le recitó versos mientras ella estaba en el green; y que después la había hipnotizado hasta tal punto que se llevo a William y al pequeño Braid a vivir en un estudio lleno de samovares. Sin duda alguna, estas revelaciones habrían abierto los ojos de Anastasia, pero ella no pudo hacerlas.
Y entonces, súbitamente, el Hado le señaló el camino.
Jane tenía la costumbre de ir dos veces por semana al cine del pueblo; y dos noches después de la anterior escena, salió como de costumbre, y tomó la localidad cuando ya iba a empezar el espectáculo.
Al principio le interesó muy poco la película. El título, Probada en el crisol, no le decía nada. Siendo una gran entusiasta del cine, pensó que aquello debería de ser algo así como un documental sobre el modo de destilar carbón. Pero cuando empezó a desarrollarse el argumento, se encontró retrepándose en su asiento, estrujando suavemente un caramelo entre los dedos. Y es que, con las primeras escenas de aquella película, tuvo una salvadora inspiración.
Cuando al fin se encontró de nuevo al aire libre, sólo le quedó un confuso recuerdo de lo principal de la trama de Probada en el crisol. Se refería a algo de dinero que no trae la felicidad o de felicidad que no trae dinero, pero no podía recordar qué era. En cambio, la parte que había quedado grabada en su mente era el trozo en que Gloria Gooch iba una noche a casa del libertino a pedirle que no hiciera desgraciada a su hermana, inocente criatura a la que él había envuelto entre su tela de araña.
Jane comprendió claramente cuál era su deber. Tenía que ir a ver a Rodney Spelvin, y a pedirle, por el recuerdo de su antiguo amor, que no hiciera desgraciada a Anastasia.
No era fácil tarea poner en práctica este proyecto. Gloria Gooch estaba casada con un profesor que se pasaba casi todo el día en una biblioteca situada a cien yardas de su casa, con lo que ella disponía de todo el tiempo que quería para poder ir a hacer visitas a libertinos. Pero en el caso de Jane, la cosa era más difícil. William salía siempre con ella por las mañanas para hacer alguna partidita de golf, y también alguna otra por la tarde, lo cual hacía que Jane no tuviese casi ningún tiempo libre. Sin embargo, el Hado continuaba estando a su lado, porque una mañana, a la hora del desayuno, William anunció que los negocios le obligarían a ir a la ciudad.
—¿Por qué no vienes conmigo? —le preguntó William.
Jane se sobresaltó.
—No, no tengo ganas. Gracias.
—Comeremos en algún restaurante.
—No. Prefiero quedarme aquí, y practicar un poco mis jugadas.
—Como quieras. Sin embargo, procuraré estar de vuelta a hora oportuna para que no perdamos la partida de la tarde.
El remordimiento roía el alma de Jane. Jamás había engañado a William, hasta entonces. Le besó con más cariño, quizá, del que lo hacía siempre, cuando él salió para tomar el tren de las once menos cuarto, y le estuvo diciendo adiós con el pañuelo, hasta que se perdió de vista; luego, volviendo a entrar de un salto en la casa, cogió el teléfono y, tras una serie de conversaciones con las «Fábricas de Goma Mark-Morris», el Hospicio de Gatos indigentes y la casa comercial «Oakes y Parbury», tratantes en objetos de fantasía, se encontró por fin, en comunicación con Rodney Spelvin.
—¿Rodney? —preguntó, conteniendo el aliento, temerosa al romper aquel silencio de dos años, despreciando a la vez con la mayor repugnancia aquella voz del vicioso que le contestaba al otro lado del hilo—. ¿Eres tú, Rodney?
—Sí. ¿Quién es?
—La señora Bates. ¿Podríamos encontrarnos a la hora de comer, a la una, en el «Alcázar»?
—¡Claro! —y ni siquiera la interferencia de una voz de bajo que surgió en plena comunicación, preguntando si era el señor Bootle, logró enturbiar el tono de entusiasmo con que Rodney pronunció aquella palabra—. Con mucho gusto.
—A la una, entonces —dijo Jane.
La entusiasta respuesta de él, alivió algo el pesar de Jane. Si con sólo hablarle por teléfono ya le atendía con tanta afabilidad, cuánto más no accedería a lo que ella pidiese, teniéndola a su lado.
—A la una, pues —contestó Rodney.
Jane colgó el receptor, y se dirigió a su cuarto, para empezar a probarse sombreros.
Cuando entró en el restaurante y le encontró esperándola, Jane tuvo la impresión de que aquel Rodney Spelvin parecía algo diferente al Rodney Spelvin que ella recordaba. Su agradable rostro tenía una impresión más pensativa, como si hubiese pasado por algo que le hubiera ennoblecido.
—Bien, aquí estoy —dijo Jane, dirigiéndose hacia él, y afectando una alegría que estaba muy lejos de experimentar.
Él la miró, y en sus ojos se leía esa inconfundible expresión de sorpresa que adquieren los hombres que en un lugar público se ven abordados por una mujer a quien no consiguen recordar por mucho que se lo propongan.
—¿Qué tal? —dijo él.
Al parecer, estaba tratando de situarse y recordar.
—¡Qué vestido tan elegante!
—Tú también estás muy elegante —dijo Jane.
—¡Qué joven!
—Tú también estás muy joven.
—¡Y qué distinción! —dijo Rodney.
Hubo una pausa.
—Perdone que mire al reloj —dijo Rodney—, pero es que estoy citado aquí para comer con… con una persona… y ya está pasando la hora fijada.
—Pero, tienes que comer conmigo —le dijo Jane, perpleja.
—¿Con usted?
—Sí, te he telefoneado esta mañana para esto.
Rodney tragó saliva.
—¿Era usted quien ha telefoneado? Creí oírla decir «Miss Bates».
—No, Mrs. Bates.
—¿Mrs. Bates?
—Mrs. Bates.
—Por consiguiente, ¿usted es Mrs. Bates?
—¿Me ha olvidado ya? —preguntó Jane algo molesta a pesar suyo.
—¡Olvidarla a usted, querida! ¡Cómo si pudiera olvidarla! —dijo Rodney resucitando sus antiguas maneras—. Bien, bien. ¿Vamos hacia el comedor?
—Perfectamente —dijo Jane.
Se sentía inquieta y no a sus anchas. El hecho de que Rodney hubiese logrado recordarla sólo después de haber hecho un esfuerzo de memoria, le parecía que era de mal agüero para los planes que ella llevaba. Comprendió que sería difícil conjurarle, por el recuerdo de su antiguo amor, a que no fuera la perdición de Anastasia; porque todo el éxito de conjurar a alguien, por el recuerdo de un antiguo amor, estriba en que el otro recuerde que efectivamente existió tal cosa.
Ya en la mesa, la conversación se entabló con cierta languidez. Rodney dijo que aquella mañana habría jurado que iba a llover, y Jane convino en que también a ella se lo había parecido. Rodney dijo entonces que parecía como si el tiempo se aguantara, y Jane contestó que tal vez sí, agregando Rodney que deseaba que no lloviera porque la lluvia es una molestia, a lo que Jane dijo que sí, que así era en efecto. Rodney se refirió a que el día anterior había hecho muy buen día, y Jane estuvo de acuerdo. Añadió Rodney que, al parecer, haría un poco de calor, y Jane volvió a decir que sí. Rodney expresó que el verano no tardaría en llegar, y Jane contestó que así parecía. Por último Rodney dijo que era de desear que el próximo verano no hiciese demasiado calor, pero que en realidad cuando uno se encuentra en verano, no le importa tanto el calor como la humedad, y Jane dijo que sí.
En resumidas cuentas, cuando salieron del restaurante, no habían dicho ni una sola palabra susceptible de provocar la menor crítica de ningún crítico. Sin embargo, cuando William les vio pasar por el corredor pareció como si le hubiese herido el rayo. Por casualidad se había encontrado cerca del «Alcázar» hacia la hora de comer, y allí se había metido para tomar algo. Sacando la cabeza de detrás de la columna que había ocultado su mesa de la de ellos, se quedó contemplándolos con ojos que echaban chispas.
—¡Oh! ¡Peste!
Como ya he dicho en otras ocasiones que he hablado de él, este William Bates no era precisamente impresionable ni temperamental con exceso. Construido físicamente según las características de un camión, tenía de estos vehículos mucho de la opinión flemática que los mismos sustentan de la vida. Pocas cosas existían con poder bastante para desconcertar a William, pero desgraciadamente se daba el caso de que una de estas pocas cosas era Rodney Spelvin. Jamás había podido lograr vencer completamente los celos que este hombre despertaba en él. Había sido Rodney quien por poco le quita a Jane de las manos en aquellos tiempos en que ella era todavía Miss Jane Packard. Rodney había sido también el que temporalmente había desunido su hogar, unos años después, convenciendo a Jane de que fuera uno de tantos de su pandilla de artistas. Y de nuevo, a menos que sus ojos le engañaran miserablemente, aquel detrito humano volvía a estar ocupado con su abominable tarea. El punto de vista de William sobre la materia era que aquello ya era demasiado. Y sus dientes rechinaron con tanta violencia, demostrando el odio que le animaba, que un hombre que estaba comiendo en una mesa cercana a la suya le dijo al camarero que parara el ventilador, puesto que chirriaba endemoniadamente.
Jane estaba leyendo cuando William llegó a casa aquella noche.
—¿Has pasado bien el día? —le preguntó William.
—Muy bien —contestó Jane.
—¿Has jugado al golf?
—Un poco de entrenamiento —contestó Jane.
—¿Has comido en el Club?
—Sí.
—Me parece que he visto a aquel tipo de Rodney Spelvin, en la ciudad —dijo William.
Jane arrugó la frente.
—¿Spelvin? ¡Ah, te refieres a Rodney Spelvin! ¿Sí? Creo que ha publicado un nuevo libro.
—¿No te le has encontrado estos días?
—Oh, no. Tal vez hace dos años, desde que le vi por última vez.
—¿Sí? Bueno, voy arriba a vestirme —dijo William.
Cuando se cerró la puerta, le pareció a Jane oír un curioso ruido, algo así como una sardónica risita. Creyó, sin embargo, que quizás el pequeño Braid había saltado de la cama y se había puesto a jugar con las fichas del Mah-Jong. Pero en realidad era el rechinar de los dientes de William lo que produjo aquel extraño ruido.
No existe nada más triste en esta vida, que el espectáculo de un marido y mujer que tienen handicaps prácticamente iguales, y que se alejan uno de otro. Y gozarse en este espectáculo, es, a mi entender, verdaderamente repugnante. Por consiguiente, no es mi propósito cansarle a usted con una detallada descripción espiritual, que cada día iba ahondándose más, entre aquella pareja, antes tan idealmente unida. Baste decir que al cabo de pocos días de habida la anterior conversación, la atmósfera de aquel feliz hogar había cambiado por completo. El martes, William dio una excusa para no tener que jugar la acostumbrada partida con su esposa, alegando que había prometido otra a Peter Willard, y Jane dijo: «¡Qué lástima!» El mismo día por la tarde, William se excusó diciendo que tenía dolor de cabeza, y Jane contestó que lo lamentaba mucho. El miércoles por la mañana, a William se le oyó decir que le aquejaba el lumbago, y Jane, heridos ahora sus más íntimos sentimientos, se lamentó: «¡Es terrible!» Después de esto, ya quedó sentado entre ellos, por acuerdo tácito, que no jugarían más juntos.
También empezaron a evitarse en el interior de la casa. Jane se sentaba en el salón, mientras William se retiraba a su cuarto. En pocas palabras, si usted hubiese añadido allí un par de iconos y una fotografía de Trotsky, habría tenido una mise en scéne muy adecuada para una novela rusa.
Cosa de una semana después de todo esto, una tarde estaba Jane sentada en el salón tratando de leer Para hacer progresos en el golf. Pero las letras parecían borrosas y la filosofía que desarrollaba el autor le parecía demasiado metafísica para ser entendida. Dejó el libro a un lado, y se quedó mirando tristemente ante sí.
Cada momento de aquellos trágicos días había afectado profundamente a Jane. No podía comprender cómo era que William había llegado a sospechar, pero que sospechaba, era evidente; y se debatía ella en las garras de un dilema. Para volver a recobrar a su marido, no tenía que hacer más que ir a encontrarle y explicarle la fatal situación en que se encontraba Anastasia. Pero ¿qué ocurriría entonces? Indudablemente, él consideraría que su deber de hermano le obligaba a advertir a la joven contra las malas artes de Rodney Spelvin. Y Jane sabía —se lo decía su instinto de mujer— que una opinión contraria de Spelvin dada por William le parecería a cualquiera, exactamente como la opinión sobre un sargento dada por un soldado raso.
Inevitablemente, en este caso, Anastasia, que era muchacha de fino espíritu y muy enamorada, se sentiría ofendida por las palabras de su hermano, y se marcharía de la casa. Y si ella se marchaba, ¿cuál sería el efecto que esto supondría en la educación golfística de Braid? En menos de una quincena, aquella chiquilla ya había enseñado al niño mucho más acerca de los golpes y del modo en general de jugar al golf, de lo que le había enseñado el entrenador oficial en el transcurso de dos años. Por consiguiente, su marcha se podía considerar como verdaderamente desastrosa.
Lo que ella se debatía para poner en claro, era si tenía que sacrificar la felicidad de su esposo o el porvenir de su hijo; y este problema le resultaba cada día más insoluble.
Estaba meditando todavía sobre este particular, cuando un día el cartero trajo el correo de la mañana, y la criada entró la correspondencia al salón.
Jane examinó las cartas. Había tres para William, que dio a la criada para que las subiera al cuarto de su marido, y dos para ella: ambas, facturas. Y una para Anastasia, con la perfectamente conocida letra de Rodney Spelvin.
Jane puso esta carta en la repisa de la chimenea, y se quedó contemplándola como el gato contempla al canario. Anastasia había ido a pasar el día a la casa de unos amigos que vivían a unas pocas estaciones más lejos de la misma línea de ferrocarril. Todos los instintos femeninos de Jane la instaban a que fuera a buscar la tetera para despegar el sobre valiéndose del vapor del agua hirviendo. Casi ya se había decidido a hacerlo y escribir encima «Abierto por error», cuando sonó el teléfono como si fuera una bomba. Estaba pensando en no contestar, cuando una voz, seguramente la de la conciencia, le aconsejó que se pusiera al aparato.
—¿Diga? —dijo Jane.
—Oiga.
Jane cloqueó como una gallina, con incontenible emoción. Era Rodney.
—¿Eres tú? —preguntó Rodney.
—Sí —contestó Jane.
—Tu voz es como música —dijo Rodney.
Esto podría ser o no ser verdad, pero, sea como fuere, era exactamente como cualquier otra voz de mujer puesta al teléfono. Rodney empezó a charlar sin la menor sospecha.
—¿Ya has recibido mi carta?
—No —dijo Jane, vacilando—. ¿Qué decía? —le preguntó temblorosa.
—Era para pedirte que vengas a casa mañana, a las cuatro.
—¡A tu casa! —tartamudeó Jane.
—Sí. Todo está a punto. Haré salir a los criados, de modo que estaremos completamente solos. Vendrás, ¿verdad?
Las paredes empezaron a dar vueltas alrededor de Jane, pero tras un poderoso esfuerzo, llegó a dominarse.
—Sí —le dijo—. Iré.
Habló en voz baja, pero había una nota de amenaza en su voz. Sí; iría allí, sin duda alguna. Desde el mismísimo momento en que aquel hombre había formulado su monstruosa proposición, se había estado preguntando qué habría hecho Gloria Gooch en una situación como aquélla. Y la respuesta era obvia. Gloria Gooch, si su cuñada tuviese intención de visitar el piso de un libertino, habría ido allí ella misma para salvar a la pobre niña de las consecuencias de aquella terrible locura.
—Sí —repitió Jane—. Iré.
—Me haces el hombre más feliz del mundo —exclamó Rodney—. Te esperaré en la esquina de la calle a las cuatro, ¿eh?
Hizo una pausa, y prosiguió:
—¿Qué es este chasquido? —preguntó.
—No lo sé —comentó Jane—. Ya lo he observado. Debe de haber algún desperfecto en la línea, supongo.
—Parecía como si hubiese alguien tocando las castañuelas. Bueno, entonces, hasta mañana. Adiós.
Jane colgó el receptor. Y William, que había estado escuchando toda la conversación por el supletorio que tenía en su cuarto, colgó también el receptor.
Anastasia regresó tarde de su excursión, aquella noche. Tomó la carta, y la leyó sin hacer ningún comentario. Al día siguiente, a la hora del desayuno, dijo que aquel día se vería obligada a ir a la ciudad.
—Quiero ir a ver a la modista —dijo.
—Yo también iré —dijo Jane—. Tengo que ir al dentista.
—Yo también —exclamó William—. Quiero ir a ver a mi abogado.
—¡Qué coincidencia! —comentó Anastasia después de una pausa.
—Podríamos ir a comer juntos —dijo Anastasia—. Tengo libre hasta las cuatro de la tarde.
—Me agrada la idea —dijo Jane—. Yo también tengo libre hasta las cuatro.
—¡Yo también!
—¡Qué coincidencia! —exclamó Jane, esforzándose por mostrarse alegre.
—Sí —dijo William.
Quizá también se esforzó por mostrarse alegre. Pero si lo hizo, fracasó. Jane era demasiado joven para haber aplaudido a Salvini representando Otello, pero si hubiese visto al gran trágico en aquella representación, no podría dejar de mostrarse sorprendida por el gran parecido entre las actitudes del gran actor en la escena del almohadón, y la de William en aquellos momentos.
—Entonces, ¿comeremos juntos? —preguntó Anastasia.
—Yo iré a comer al Club —dijo William lacónicamente.
—Parece como si estuvieras enfadado, William —advirtió Anastasia.
—¡Ah! —exclamó William. Y asiendo el tenedor lo clavó con toda su fuerza en la salchicha que tenía en el plato.
Por consiguiente, Jane almorzó sola con Anastasia. Mientras comían, charlaron alegremente —como sólo son capaces de hacerlo las mujeres— sobre todos los temas que realmente ocupaban sus cerebros. Cuando Anastasia se levantó y se despidió haciendo una referencia final a su modista, Jane sintió escalofríos al imaginar los abismos de abyección en que puede caer la muchacha moderna.
Eran las tres menos cuarto, aproximadamente; por lo tanto le sobraba a Jane una hora para llegar al lugar de la cita. Deambuló por las calles, y nunca le había parecido el tiempo tan lento, ni una ciudad tan congestionada de ciudadanos sospechosos y de mirada dura. Cuantas personas encontraba le parecía que la miraban como si adivinaran su secreto.
Hasta los mismos elementos se sumaron a la repulsa general. El cielo se había vuelto de un color gris oscuro, y en la lejanía resonaba pesadamente el trueno, como un golfista impaciente al que hacen esperar demasiado en el tee sus lentos compañeros de una partida a cuatro. Fue un alivio para ella, cuando por fin se encontró frente a la parte posterior de la casa donde vivía Rodney Spelvin, ante la ventana de la cocina, que ella tenía intención de forzar con un cortaplumas que había ganado en días más felices como segundo premio en un campeonato celebrado en un hotel veraniego, y dedicado a los jugadores con handicaps superiores a dieciocho.
Pero el alivio no duró mucho. A pesar del hecho de que se disponía a entrar en aquella maléfica casa inducida por el mejor impulso, una sensación casi insoportable la oprimía. ¡Si William llegara a saberlo! ¡Oh!, exclamó mentalmente Jane, con un estremecimiento.
Cuánto tiempo pasó vacilando ante aquella ventana, no es posible decirlo. Pero, por último, observando en derredor suyo, como quien va a cometer un delito, se fijó en un gato que estaba sentado en una pared próxima a aquel lugar. Y Jane leyó en los ojos del animal una tan cínica expresión de mofa, que sintió necesidad de apartarse del alcance de aquella mirada tan pronto como le fuera posible. Se trataba de un gato que, evidentemente había visto muchas cosas en esta vida, y que sin la menor duda también estaba pensando de ella lo peor que puede pensarse. Jane se estremeció, y saltando decidida penetró en la mansión.
Hacía dos años que no había estado allí, pero tan pronto como llegó al hall recordó perfectamente la distribución de la casa. Subió las escaleras y llegó a un gran salón-estudio situado en el primer piso, aposento que había sido escenario de tantas fiestas bohemias en aquel período oscuro de su vida artística. Ella sabía que era allí a donde Rodney pensaba llevar a su víctima.
El estudio era una de aquellas salas sobrecargadas de adornos que tanto gustan a los hombres como Rodney. De las ventanas colgaban espesos cortinajes. En uno de los ángulos del estudio estaba adosado un sofá de alto respaldo. En el extremo más alejado estaba una alcoba, cuya entrada se hallaba cubierta con cortinajes parecidos a los de las ventanas. Jane había sido una admiradora de aquel estudio, pero ahora su presencia en él la hacía temblar. Le parecía uno de aquellos nidos en los que, como decía el subtítulo de Probada en el crisol, sólo merodeaban los pajarracos de cuenta. Caminó por la espesa alfombra, inquieta, y súbitamente oyó ruido de pasos en la escalera.
Jane se detuvo, en tensión todos sus músculos. ¡Había llegado el momento! Se quedó mirando fijamente la puerta, con los labios fuertemente apretados. En aquellos momentos críticos era un consuelo para ella pensar que Rodney no era uno de aquellos hercúleos libertinos que pintaba Ethel M. Dell, capaces de hacerlo pasar mal a los intrusos.
Era simplemente un escaso peso welter; y si intentaba hacer algo, una mujer de la complexión de Jane no tendría ninguna dificultad en asestarle un buen trompazo.
El ruido de pasos llegó al umbral. Giró el pomo y se abrió la puerta. Y William Bates entró seguido por dos hombres que llevaban sombrero hongo.
—¡Ah! —exclamó William.
Los labios de Jane se separaron, pero ningún sonido salió de ellos. Sólo dio uno o dos vacilantes pasos hacia atrás. William, avanzando hasta el centro de la estancia, se cruzó de brazos y se la quedó mirando con ojos que echaban chispas.
—Así —exclamó William, con palabras que salían de sus dientes como gotas de vitriolo—, te encuentro aquí, ¿eh?
Jane se estremeció convulsivamente. Años atrás, cuando era una niña inocente, había visto cómo un prestidigitador había sacado un conejo del interior de un sombrero de copa que pocos minutos antes estaba absolutamente vacío. La súbita aparición de William le produjo sensaciones muy parecidas a las que experimentó en aquella ocasión.
—¿Có… có… có… mo…? —dijo.
—¿Qué? —dijo William, glacialmente.
—¿Có… có… mo…?
—Explícate.
—¿Có… có… mo has entrado aquí? ¿Y qui… qui… én son estos hombres?
William pareció que se daba cuenta por primera vez de la presencia de sus dos compañeros. Movió una mano, como haciendo una rápida presentación.
—Mr. Reginal Brown y Cyril Delancey. Mi esposa —dijo lacónicamente.
Los dos caballeros hicieron una breve inclinación, y saludaron quitándose el sombrero.
—Encantado de conocerla —dijo uno.
—Muchísimo gusto —dijo el otro.
—Son detectives —explicó William.
—¡Detectives!
—De la agencia «La Rápida» —explicó William—. Cuando me enteré de tu intriga clandestina, me dirigí a esa agencia, facilitándome los dos mejores agentes de que disponen.
—¡Usted exagera! —exclamó Mr. Brown, ruborizándose un poco.
—¡Es usted muy amable! —dijo Mr. Delancey.
William miró fijamente a Jane.
—Sabía que tenías que venir aquí a las cuatro de la tarde —dijo—. Oí cómo dabas la cita por teléfono.
—¡Oh, William!
—¡Vamos a ver! —exigió William—, ¿dónde está tu compinche?
—¡Vamos, hable! —demandó Mr. Delancey.
—¿Dónde está tu cómplice en el delito? Voy a hacerle trizas, y después a hacérselas comer a él mismo.
—Muy bien pensado —opinó Mr. Brown.
—Perfectamente comprensible —corroboró Mr. Delancey.
Jane profirió un grito de dolor.
—¡William! Todo puedo explicarlo satisfactoriamente.
—¿Todo? —preguntó Mr. Delancey.
—¿Todo? —replicó como un eco Mr. Brown.
—¡Todo! —afirmó Jane.
—¿Todo? —inquirió William.
—¡Todo! —repitió Jane.
William emitió una risita burlona.
—Apostaría cualquier cosa a que no puedes.
—Pues yo apuesto a que sí —dijo Jane.
—¿Y bien?
—He venido para salvar a Anastasia.
—¿Anastasia?
—¡Anastasia!
—¿Mi hermana?
—Tu hermana.
—Su hermana Anastasia —explicó Mr. Brown a Mr. Delancey en voz baja.
—¿De qué? —preguntó William.
—De Rodney Spelvin. ¡Oh, William! ¿No lo comprendes?
—No, te aseguro que no.
—Yo tampoco —dijo Mr. Delancey—. Debo confesar que no entiendo ni una palabra de todo esto. ¿Y tú, Reggie?
—Que me aspen si entiendo nada —afirmó Mr. Brown quitándose su sombrero hongo, con lo cual descubrió su frente llena de perplejas arrugas. Comprobó a continuación el nombre del sombrero, y se volvió a cubrir.
—La pobre chica está enamorada de este hombre.
—¿De este tipo de Spelvin?
—Sí. Y ha accedido a venir, a las cuatro.
—Muy importante —dijo Mr. Brown, sacando una libreta y tomando nota.
—Muy importante, si es verdad —asintió Mr. Delancey.
—Pero yo te oí pronunciar el nombre de Spelvin por teléfono —dijo William.
—Me tomó por Anastasia. Yo he venido sólo para salvarla.
William quedó silencioso y pensativo durante unos momentos.
—Todo esto parece muy bello y plausible —dijo—, pero sólo falta una cosa. Yo no soy un individuo muy listo, que digamos. Pero si la historia que cuentas es verdad, ¿dónde está Anastasia?
—Es este momento llega —dijo Jane en un susurro—. ¡Chist!
—¡Chist, Reggie! —susurró Mr. Delancey.
Todos escucharon. Sí, se había abierto la puerta de la calle, y unas pisadas resonaban en la escalera.
—¡Escondeos! —ordenó Jane.
—¿Por qué? —preguntó William.
—Para que los oigas, y puedas después presentarte ante ellos.
—¡Muy bien pensado! —dijo Mr. Delancey.
—¡Magnífica idea! —comentó Mr. Brown.
Los dos detectives se escondieron en la alcoba; William detrás de los cortinajes de una ventana; Jane, por su parte, se escabulló detrás del sofá del rincón. Un momento después se abrió la puerta.
—Dame tus cosas —oyó Jane que decía Rodney—, luego subiremos arriba.
Jane se estremeció. El cortinaje de una de las ventanas se movió. De la alcoba salió un ruido como si arañasen; era que uno de los detectives estaba tomando notas en su libreta.
Un momento después reinó un profundo silencio. Luego se oyó cómo Anastasia lanzaba un agudo y doloroso grito.
—¡Ah, no, no…! ¡Por favor…!
—Pero ¿por qué no? —replicó la voz de Rodney.
—¡Porque no debe ser…!
—No sé por qué.
—¡Porque no! No debes hacer esto. ¡Oh, por favor…! ¡No aprietes tanto!
Se percibió un confuso rumor, y por detrás del cortinaje de la ventana salió una hercúlea figura. Jane levantó la cabeza por encima del respaldo del sofá.
William estaba allí en pie, en actitud amenazadora. Los dos detectives habían salido del dormitorio, y estaban royendo sus respectivos lapiceros. En el centro de la estancia se hallaba Rodney Spelvin, en actitud deportiva, con el paraguas de Anastasia en las manos.
—No lo comprendo —decía—. ¿Por qué no se puede coger este endemoniado trasto con demasiada fuerza?
Levantó la vista y se dio cuenta de la presencia de sus visitantes.
—¡Ah, es Bates! —exclamó como si tuviese la cabeza en otra parte, y volviéndose otra vez hacia Anastasia—. Tenía la convicción de que cuanto más fuerte se cogiera, con más fuerza se podía impulsar la pelota.
—¿Pero no ves, desgraciado —le contestó Anastasia—, que lo más importante es afinar bien la puntería? Si coges el mango con demasiada fuerza, como si fuera un náufrago que se ahoga y se agarra fuertemente a una paja, no harás nada bueno. ¿Para qué sirve dar a la pelota mucha fuerza, si equivocas la dirección hacia donde tiene que ir?
—Comprendo —reconoció Rodney humildemente—. Siempre tienes razón.
—Oiga —le interrumpió William, cruzándose de brazos—, ¿qué significa todo esto?
—Y con los dedos, no con la palma de las manos.
—¿Qué significa todo esto? —tronó William—. Anastasia. ¿Qué diablos estás haciendo en esta casa?
—¿No lo ves…? Dando una lección de golf. Te ruego que no me interrumpas.
—Sí, sí —dijo Rodney, con la mayor convicción—. No interrumpa, Bates. Sea buen chico. Seguramente tendrá algo más importante que hacer en cualquier otro sitio, ¿no?
—Vamos arriba —dijo Anastasia—, y estaremos solos.
—Tú no vas arriba —rugió William.
—Estaremos mucho mejor que aquí —explicó Anastasia—. Rodney ha arreglado el piso superior de modo que queda como una pista de entrenamiento cubierta.
Jane avanzó, dando un grito maternal.
—Pobrecita niña. ¿Te ha engañado este pillo, haciéndote creer que es golfista? No le creas, que no es así.
Mr. Reginald Brown tosió. Durante unos momentos estuvo parpadeando inquietamente.
—Hablando de golf —dijo—, quizá le interesará saber el pequeño experimento que hice el otro día en Marshy Moor. Salí del tee magníficamente, claro que no era nada como para batir un «récord», ¿sabe?, pero conseguí un golpe muy suave y bien propinado. Y ya puede imaginar cuál sería mi sorpresa cuando al avanzar para hacer la segunda jugada, encuentro…
—Una cosa bastante parecida me pasó a mí en Windy Wasteel, el martes pasado —interrumpió Mr. Delancey—. Había dado a la pelota de un modo sencillo, y mi caddie me dijo: «Eso no está bien». Y yo le contesto: «Sí, está bien», con cierto enfado, porque el caddie hacía rato que se me estaba poniendo algo pesado con sus observaciones. «No, no; esta jugada no está bien», me dijo. «Te digo que sí», le repliqué. Bueno, créanme o no, el caso es que cuando volví a poner la pelota para hacer la segunda…
—¡Cállense! —exigió William.
—Como el señor desee —contestó Mr. Delancey cortésmente.
Rodney Spelvin se enderezó, y, a pesar del profundo desprecio que sentía por la actitud de Jane, no pudo dejar de pensar que ofrecía un aspecto muy noble y elegante. Rodney estaba pálido, pero su voz no vacilaba.
—Tiene usted razón —dijo—, no soy golfista. Pero con la ayuda de esta espléndida muchacha que aquí ven, espero humildemente llegar a serlo algún día. Ya sé qué van a decir —añadió levantando una mano—. Van a preguntar cómo es que un hombre que ha malgastado su vida como yo lo he hecho, puede atreverse a tener el loco ensueño de adquirir un pasable handicap. Pero no olviden —prosiguió Rodney con voz baja y temblorosa— que Walter J. Travis tenía casi cuarenta años de edad cuando tocó un palo por vez primera; y pocos años después ganó el campeonato británico de aficionados.
—Es verdad —murmuró William.
—¡Verdad, verdad! —corroboraron Delancey y Brown, quitándose los sombreros con gran reverencia.
—Tengo treinta y tres años —continuó diciendo Rodney—. Catorce me los he pasado escribiendo versos ¡ay!, y novelas de intenso sex-appeal, y si alguna vez tuve un pensamiento para este divino juego fue para burlarme de él. Pero el verano pasado vi la luz.
—¡Hurra…! ¡Hurra! —exclamó Brown.
—Una tarde me convencieron para que tomara un palo en mis manos. Lo hice riendo con desprecio.
Se produjo una pausa, y sus ojos se iluminaron. Luego prosiguió:
—Logré un golpe perfecto —dijo emocionado—. Doscientas yardas, y en línea recta, como una flecha. Y mientras estaba allí, contemplando el camino que seguía la pelota, algo pareció que ascendía por mi espina dorsal para morderme el cuello. Era el microbio del golf.
—¡Siempre ocurre así! —exclamó Brown—. Recuerdo que la primera vez que di a una pelota…
—La primera vez que yo di un golpe a una pelota —le interrumpió Delancey—, quizá no lo crean, pero la verdad es…
—A partir de aquel momento —continuó Rodney Spelvin— sólo tuve una ambición: llegar a conseguir las cifras simples, sea como fuere y por cualquier medio. —Rió amargamente—. ¡Y ya lo ven…! ¡Apenas si he progresado!
Calló, con el rostro congestionado. William se aclaró la garganta con extraño ruido.
—Sí, sí, todo lo que quiera —dijo—. Pero esto no justifica por qué le encuentro solo con mi hermana en lo que podríamos llamar su garito.
—La explicación es sencilla —continuó Rodney Spelvin—. Esta maravillosa muchacha es la única persona en el mundo que parece capaz de simplificar y hacer inteligentes con pocas palabras las lecciones de golf. No existe nadie como ella. ¡Nadie! He ido de entrenador en entrenador, pero no he encontrado ninguno que merezca la pena. Yo soy un hombre temperamental, y estos profesionales de la enseñanza se caracterizan por una falta de comprensión de los sentimientos humanos que repugna a mi alma de artista. Le miran a uno como si fuese un chico corto de alcances. Dan chasquidos con la lengua. Dicen cosas raras en escocés. En resumen, que no les puedo aguantar. Fue entonces cuando esta maravillosa muchacha, a quien confié mi caso, se ofreció para darme lecciones particulares. Así fue como empezamos a ir a estos locales de entrenamiento que existen. Pero también allí me sentía molesto por la curiosidad de los espectadores de aquellas sesiones. Y decidimos adaptar una estancia de esta casa para entrenamiento.
—Y en lugar de ir allí —dijo Anastasia— nos pasamos media tarde charlando.
William se quedó pensativo durante unos momentos. No era un pensador rápido.
—Bien, bien. Vamos a ver… —dijo al fin—. Éste es el punto básico de la cuestión. Aquí es donde le quiero ver a usted. ¿Se ha declarado usted a Anastasia?
—¿Declararme? —le preguntó Rodney, con la mayor sorpresa pintada en la cara—. ¿Que si yo me le he declarado? ¡Yo, que no soy digno ni siquiera de limpiar el mango de su niblick! ¡Yo, que ni siquiera tengo treinta de handicap, declararme a una muchacha que figura en las semifinales del año pasado! No, no, Bates. Yo podré ser un mal poeta, pero aún tengo algún sentido de lo que se puede hacer y de lo que no se puede hacer. Yo la amo, eso es verdad. La amo tanto que me paso las noches sin dormir pensando en ella. Pero no me atrevería a hacerle ninguna declaración.
Anastasia prorrumpió en una formidable carcajada.
—¡Tontuelo! —exclamó—. ¿Esto es lo que te pasaba durante todo este tiempo? No llegaba a adivinar qué podrías tener. Pero puedo asegurarte que estoy loca por ti. Y me casaré contigo cuando tú quieras.
—¿De veras? —dijo Rodney, tambaleándose.
—Claro que sí.
—¡Anastasia!
—¡Rodney!
Y estrechó a la muchacha entre sus brazos.
—Bueno, ahora sí que no sé qué me pasa —dijo William—. Tengo la impresión de que he estado metiendo mucho ruido por nada. Jane, te he hecho víctima de mi injusticia.
—Ha sido culpa mía.
—¡No, no!
—¡Sí, sí!
—¡Jane!
—¡William!
Y también la estrechó entre sus brazos. Los dos detectives, después de anotar en sus libretas todo lo que estaba ocurriendo, se quedaron mirándose uno al otro, con ojos húmedos.
—¡Cyril!
—¡Reggie!
Y se estrecharon efusivamente las manos.
—Y de este modo —terminó diciendo el Socio Veterano— acabó felizmente la historia. Las atormentadas vidas de William Bates, Jane Packard y Rodney Spelvin llegaron finalmente a puerto con toda felicidad. Cuando se celebró el matrimonio, William y Jane regalaron a los novios un equipo completo de golf, en el que figuraban ocho docenas de pelotas nuevas, una gorra de paño y un par de zapatos apropiados. El regalo causó la admiración de todos los que fueron a visitar la exposición de objetos que habían recibido los novios. A partir de entonces, los cuatro han sido inseparables. Rodney y Anastasia se fueron a vivir a una casita próxima a la de William y Jane, y raramente pasa día sin que se celebre una partida de a cuatro entre las dos parejas. Como William y Jane se mantienen en diez, y Anastasia y Rodney por los dieciocho, forman un equipo ideal.
—¿Quiénes? —preguntó el secretario, como despertando de sus pensamientos.
—Pues todos ellos.
—¿Cuáles?
—Me doy cuenta —dijo comprensivo el Socio Veterano— que sus propias preocupaciones ocupan con exceso su mente, y no le han permitido seguir el relato de esta historia con toda la atención que merece. Pero no importa. Se la volveré a contar.
—La historia —dijo el Socio Veterano— que voy a contarle, da comienzo en la época en que…