Capítulo VIII
JANE ABANDONA EL GOLF

La puerta que daba al fumador se abrió, y el popular y enérgico secretario del club de golf empezó a bajar rápidamente las escaleras que conducían a la terraza desde la cual se divisaba el noveno green. Cuando llegó a ella una ráfaga de viento hizo cerrar violentamente la puerta, y, al oír el portazo, el Socio Veterano, que se encontraba en su sillón, dormido sobre el libro que estaba leyendo, que era El arte del niblick, por Wodehouse, abrió los ojos, parpadeó violentamente ante la luz, y vio que el secretario iba y venía por allí, como si anduviera buscando a alguien.

—¿Ha perdido usted algo? —le preguntó cortésmente.

—Sí, un libro. Sería de desear —prosiguió el secretario, enfadado— que la gente no tocase las cosas de donde están. ¿Ha visto usted por ahí una novela llamada El hombre tuerto? Le aseguro que lo dejé aquí cuando me fui a comer.

—Está mucho mejor sin el libro —le contestó el Sabio con austeridad—. No me gustan las novelas. Le sería mucho más provechoso empaparse del contenido de este volumen que tengo en la mano. Ésta es verdadera literatura.

El secretario se acercó, mirándole con desconfianza; mientras se acercaba, el Socio Veterano hizo un ruido raro con la nariz, como quien husmea fuertemente.

—¿Qué es eso? —dijo—. ¿Olor de…? Ya veo que lo lleva en el ojal. Violetas blancas. ¿Usted lleva violetas blancas? ¿Violetas blancas? ¡Atiza!

El secretario estaba algo azarado.

—Me las ha dado una muchacha —dijo, tímidamente—. Son bonitas, ¿verdad?

Y miró satisfecho las flores, con lo cual no pudo darse cuenta de la súbita y siniestra mirada que le dirigió el Socio Veterano. Una mirada que, de haberla visto, le habría puesto en guardia en seguida. Porque era la mirada que delataba siempre que el Sabio acababa de recordar una de sus historias.

—¡Violetas blancas! —dijo el Sabio Veterano, con voz meditativa—. Es una curiosa coincidencia que lleve usted violetas blancas y esté buscando precisamente una novela. Esta combinación me hace recordar…

Comprendiendo el peligro, aunque demasiado tarde, se sobresaltó el secretario de veras. Una mano tiraba de él suavemente para hacerle sentar en la silla que estaba inmediatamente al lado de el Sabio.

—… la historia —prosiguió el Socio Veterano— de William Bates, Jane Packard y Rodney Spelvin.

El secretario lanzó un suspiro de alivio y la expresión de terror se esfumó de su rostro.

—Sí —se apresuró a decir—, me la explicó usted el otro día, y la recuerdo perfectamente. Jane Packard se prometió con Rodney Spelvin, el poeta, pero a su debido tiempo prevalecieron los mejores sentimientos, rompió con su novio y se casó con William Bates, que era golfista. Lo recuerdo perfectamente. Este Bates era un individuo nada romántico, pero amaba sinceramente a Jane Packard. ¡Oh, me acuerdo muy bien! No es preciso que me la vuelva a explicar.

—Lo que tengo que explicarle ahora —dijo el Sabio, aumentando la presión sobre la manga de la americana del otro— es otra historia sobre William Bates, Jane Packard y Rodney Spelvin.

Teniendo en cuenta, dijo el Socio Veterano, que usted no ha olvidado los acontecimientos que condujeron al casamiento de William Bates y Jane Packard, no se los volveré a explicar. Lo único que necesito decir es que aquella curiosa explosión de romanticismo causa de que Jane cayera temporalmente bajo el sortilegio de un hombre que no sólo era poeta, sino que ni siquiera era golfista, pareció haber desaparecido completamente, sin dejar rastro. Desde el día en que rompió su noviazgo con Spelvin y se prometió con el joven Bates, nada podía ser más eminentemente cuerdo y satisfactorio que el comportamiento de la muchacha. Parecía volver a ser otra vez ella misma, la Jane de antes. Dos horas después de haber pasado bajo la bóveda de la iglesia, los dos se hallaban en los links, tomando parte en la final del campeonato mixto, en el que triunfaron, lo que todos interpretamos como el mejor de los auspicios que podían concurrir sobre aquellos recién casados. Una comisión de lo mejorcito del pueblo les acompañó hasta la estación para verles iniciar su viaje de luna de miel, cuyo itinerario consistía en visitar los mejores campos de golf de todo el país.

Antes de partir el tren, me llevé unos momentos aparte al joven William. Tanto a él como a Jane, les conocía desde niños, y el hecho de que se hubiesen llegado a casar me llenaba de gozo.

—William —le dije—, quiero decirte unas palabras.

—Las que quiera —contestó William.

—Durante este tiempo —le dije—, has podido observar que Jane es muy romántica. Quizá no se pueda apreciar superficialmente, pero ésta es la realidad. Y como les sucede a muchas esposas, este romanticismo la puede conducir a otorgar una importancia exagerada a lo que a ti puede parecerte trivial. Es posible que espere de su marido no sólo amor constante y tierna solicitud…

—Desembuche pronto —me espetó William.

—Pues quiero decirte que, según es costumbre de muchas esposas, es posible que ella espere de ti que cada año recuerdes el aniversario de vuestro casamiento, y que se ponga hecha una furia si lo olvidas.

—Muy bien. Ya había pensado en esto por mis propios medios.

—No es tan fácil como parece —le dije—. A menos de que tomes las más grandes precauciones, es muy probable que lo olvides. Dentro de un año, un día te levantarás tan campante, te sentarás tan tranquilo para tomar el desayuno, y tu esposa te dirá: «¿Recuerdas qué día es hoy?», y tú le contestarás: «Martes», y sin más te dispondrás a atacar los huevos con tocino, lo cual infligirá a su tierno corazón una herida de la que no sanará fácilmente.

—Nada de eso —dijo William plenamente confiado—. He ideado un sistema para que no se me pase esa fecha. ¿Sabe usted que a Jane le gustan mucho las violetas blancas?

—¿Sí?

—Le gustan una barbaridad. Aquel tipo de Spelvin le regalaba cada día un ramo. Esto es lo que me dio la idea. No hay nada mejor que fijarse en las jugadas del adversario. Ya he encargado a un floricultor que cada año, en el día de hoy, envíe a Jane un ramo de violetas blancas. He pagado cinco años por adelantado. Por consiguiente, ya ve usted si puedo estar seguro del porvenir. Aunque yo me olvidara del día, las violetas vendrán a recordármelo. Lo he meditado bien desde todos los puntos de vista, y no veo que exista ninguna posibilidad de fracaso. Ahora dígame francamente si el proyecto es bueno o no.

—Excelente —le contesté, con cierto alivio.

Un momento después llegó el tren. Salí de la estación tranquilizado. Me pareció que había desaparecido el último obstáculo que podía oponerse a la completa felicidad de aquella joven pareja.

Jane y William regresaron a su debido tiempo del viaje de novios, e iniciaron su vida normal de casados. Cada día jugaban su partidita por la mañana y dos partidas por la tarde; después de cenar, se sentaban juntos, en el delicioso anochecer, recordándose mutuamente las mejores jugadas que habían hecho. Jane le explicaba a William cómo se las había arreglado por sacar la pelota del bunker en el quinto hoyo, y William le relataba lo que había tenido que hacer en el séptimo; luego ambos caían en un silencio lleno de pensamientos felices, aquellos silencios que sólo conocen los enamorados de veras, hasta que William, ilustrando sus explicaciones con el bastón de paseo, le demostraba a Jane lo que había hecho con el mashie en el decimosexto. Era un matrimonio ideal.

Pero, entretanto, se estaba formando una tenue nubecita. A medida que se acercaba el aniversario de su casamiento, empezó a apoderarse del corazón de Jane el temor de que William lo olvidara. El marido perfecto no espera a que anochezca el día mismo del aniversario para introducir en la conversación el motivo de la conmemoración. Cosa de una semana antes de la fecha, ya empieza a decir: «Un año atrás, en estos días, me compré el sombrero negro de fieltro para la boda», o bien: «Un año atrás, en el día de hoy, me enviaron los pantalones nuevos para la boda, y yo me los probé ante el espejo». Pero William no decía ninguna de estas cosas. Ni siquiera la noche antes de aquella fecha de importancia capital para ellos, se hizo la menor alusión a la efemérides, y por consiguiente, al siguiente día, Jane se dispuso a desayunarse con los peores sentimientos en el corazón.

Fue la primera en sentarse a la mesa, y se estaba sirviendo café cuando William entró en el comedor. Él abrió el periódico de la mañana, y empezó a devorar silenciosamente el contenido de las hojas impresas. Ni siquiera una sílaba salió de sus labios para demostrar que se daba cuenta de que aquél era el día más señalado del año para ambos.

—William —le dijo Jane.

—¡Hola!

—William —repitió Jane—, ¿qué día es hoy? —preguntó con voz algún tanto temblorosa.

William la miró sorprendido, por encima del periódico.

—Miércoles, niña —contestó—. ¿No recuerdas que ayer era martes? Tienes mala memoria.

A continuación se sirvió salchichas y jamón, y reanudó la lectura.

—Jane —le dijo de pronto—, Jane, muñequita mía, tengo que decirte algo.

—¿Sí? —contestó ella, empezando a ilusionarse.

—Algo muy importante. —¿Sí?

—Relativo a estas salchichas. Están excelentes —sentenció William, radiante—, son de lo mejor que he comido en mi vida. ¿Dónde las has comprado?

—En casa de Brownlow.

—Pues ya puedes comprarlas allí siempre.

Jane se levantó de la mesa, y se fue a vagar por el jardín. El sol brillaba alegremente, pero para ella el día era gris y frío. Que William la amaba, no lo ponía en duda. Pero aquel romanticismo suyo podía algo más que el plácido amor. Y cuando pensaba que aquel pobre muchacho con quien había unido su vida olvidaba el aniversario de su boda, su corazón de mujer se rebelaba de tal modo que de buena gana le habría pegado unos azotes.

Mientras surgían en ella tan rebeldes pensamientos observó que el cartero subía por la avenida del jardín. Fue a recibirle, y le entregaron un par de circulares, y un misterioso paquete cerrado. Rompió el cordel que lo ataba, y vio una cajita de cartulina, que contenía unas violetas blancas.

Jane quedó sorprendida. ¿Quién podía ser que le enviase violetas blancas? No las acompañaba ningún mensaje. Ni siquiera pudo descubrir ninguna pista respecto a su origen, y hasta había sido omitido el nombre de la florista.

—Pero ¿quién…? —musitó Jane.

Y de súbito se sobresaltó, como si hubiera recibido una bofetada. ¡Rodney Spelvin! Sí, tenía que ser él. ¡Cuántos ramos de violetas blancas le había regalado él, en el curso de su corto noviazgo! Esto de ahora era un poético modo de demostrarle que no la había olvidado. Todo estaba terminado entre ellos; ella le había mandado a paseo, pero él no la había olvidado.

Jane era una esposa buena y fiel. Amaba a William, y por consiguiente, los demás no podían hacerse ninguna ilusión. De todos modos, era mujer. Miró cautelosamente en derredor suyo. Nadie la miraba. Se fue corriendo a su cuarto, y puso las violetas en agua. Y aquella noche, antes de acostarse, las estuvo contemplando por espacio de varios minutos con los ojos algo humedecidos. ¡Pobre Rodney! Naturalmente, ahora ya no podía ser nada, para ella… pero era un buen amigo perdido, y a pesar de todo, le había sido muy simpático, en su día.

No es mi propósito fastidiarle ahora con una relación sucinta de todo lo que ocurrió. Sin embargo, debo decir que al año siguiente, y el siguiente, sucedió exactamente lo mismo en el hogar de Bates. Con la mayor puntualidad, el día 7 de setiembre, William se olvidaba del aniversario, y, puntualmente también, el día 7 de setiembre el misterioso expedidor de las violetas se acordaba del aniversario.

Poco más de un mes después del quinto aniversario, William obtuvo un handicap por debajo de nueve y el pequeño Braid Vardon Bates, su hijo único, había celebrado su cuarto aniversario, cuando Rodney Spelvin, que hasta entonces había vivido encerrado en sus poesías, entró en un nuevo escenario, e infligió a sus conciudadanos el castigo de la publicación de su novela El abanico púrpura.

Lo leí en los periódicos; pero después de tomar la firme decisión de que nada del mundo me induciría a leer tal cosa, no pensé más en el asunto. Siempre ocurre así con los más significativos acontecimientos de nuestra vida, porque el hado descarga sus traidores golpes sobre nosotros con la mayor despreocupación. ¿Cómo podía adivinar yo lo que aquel libro tenía que influir en la felicidad conyugal de Jane y William Bates?

Tenía que convencerme, con el tiempo, de que al decidir no leer El abanico púrpura, había subestimado mis poderes de resistencia. La novela de Rodney Spelvin resultó ser una de aquellas cosas que es imposible no leer. Al cabo de una semana de su aparición, se había extendido a todo el país, como la gripe; y a pesar de mi firme decisión de no leerlo, me vi obligado a ello a causa de la presión que sobre mí llegó a ejercer la masa de lectores de toda la nación. Todos los periódicos que caían en mis manos contenían comentarios a la obra en cuestión, referencias al libro, y cartas del clero denunciándolo; y cuando leí que seiscientas dieciséis madres de familia habían firmado una petición a las autoridades para que lo prohibieran, me vi obligado a regañadientes a destinar una parte de mi numerario a la adquisición de un ejemplar.

No esperaba disfrutar mucho con el libro, y, efectivamente, no disfruté. Escrito en el estilo neodecadente que es tan popular en nuestros días, su preciosismo me molestaba; particularmente era detestable el tipo de la protagonista, que era una muchacha de tal psicología que, si la encuentro en la vida real, sólo la caballerosidad propia de un hombre me habría impedido darle una soberana paliza. Después de leerlo, regalé mi ejemplar al hombre que vino a limpiar la cloaca. La única reflexión que su lectura me había suscitado era precisamente que si Rodney Spelvin tenía que ponerse a escribir novelas, aquélla era precisamente la que era capaz de hacer. Recuerdo que experimenté una gran sensación de alegría al pensar que aquel individuo estaba totalmente fuera de la vida de Jane. ¡Pero cuán equivocado estaba!

Jane, como todas las demás mujeres del pueblecito, había comprado su ejemplar de El abanico púrpura. Lo había leído clandestinamente, y cuando no lo leía lo tenía escondido debajo de unos almohadones de la cama turca. No era el tono general del libro lo que la impelía a hacer esto, sino más bien la subconsciente convicción de que ella, que era una buena esposa, no debería complacerse tanto en la obra de un hombre que durante un tiempo había ocupado un lugar tan romántico en su vida.

Porque Jane, contrariamente a lo que a mí me ocurría, estaba entusiasmada con el libro. Eulalie French, la protagonista, a la que yo detestaba con toda mi alma, le parecía a Jane la joven más fascinadora del mundo.

Había leído el libro seis veces. Y un día, en que fue a la ciudad a efectuar algunas compras, se encontró con Rodney Spelvin, en una acera, mientras esperaban que el tráfico les dejara el paso libre.

—¡Rodney! —gritó Jane.

Fue un momento difícil para Rodney Spelvin. Hacía cinco años que no había visto a Jane, y en el transcurso de aquellos cinco años habían pasado por sus manos tantas muchachas guapas, que el recuerdo de la chica con la cual estuvo prometido una vez durante unas semanas, se había difuminado algo. En realidad, para no hablar con subterfugios, la había olvidado del todo. El hecho de que ella le hablara llamándole por su nombre de pila, parecía indicar que ya se habían conocido en alguna otra ocasión; pero a pesar de que exprimió su cerebro, no logró poner nada en claro.

La situación era tal, que cualquier otro hombre se habría sentido confundido; pero Rodney Spelvin pensaba rápidamente. Vio al momento que Jane era una joven extremadamente bonita, y era norma de conducta de su vida no permitir que una mujer bonita se le escapara. Así, pues, le estrechó la mano efusivamente, hizo que su rostro se inundara de una expresión de completa felicidad, y la miró intensamente a los ojos.

—¡Tú! ¿Eres tú, pequeña?

Jane medía un metro setenta de altura, y tenía un brazo como el herrero del pueblo, pero le gustaba que la llamaran «pequeña».

—¡Qué coincidencia, habernos encontrado de este modo! —dijo ella, ruborizándose intensamente.

—Después de tantos años —dijo Rodney Spelvin, por decir algo.

Pensó que sería un grave contratiempo que resultara que se habían conocido anteayer en alguna fiesta, pero algo le parecía decir que ella databa de días más antiguos. Además, aunque resultara que se habían conocido anteayer, siempre le quedaba el recurso de decir que las horas le habían parecido años.

—Más de cinco —murmuró Jane.

«¿Y dónde diablos estaba yo, cinco años atrás?», se preguntó Rodney para sus adentros.

Jane miraba la acera y movía nerviosamente el pie izquierdo.

—Recibí las violetas, Rodney —le dijo.

Rodney Spelvin quedó como quien ve visiones, pero se repuso al momento.

—Perfectamente —respondió—. Has recibido las violetas, ¿eh? Estoy muy contento. Tenía ansiedad por saber si las habías recibido.

—Fuiste muy amable enviándomelas.

Rodney parpadeó violentamente, ante la sorpresa, pero otra vez se serenó. Movió la mano como para quitar importancia a la cosa.

—¡Oh, no merece la pena!

—Sí, especialmente porque me temo que te traté muy mal. Pero realmente fue por la felicidad de ambos por lo que rompí nuestro noviazgo. Tú ya te haces cargo, ¿verdad?

Entonces empezó a hacerse la luz en la memoria de Spelvin. Había abrigado la esperanza de que al fin llegaría a ver algo claro en aquel asunto, con tal de tener un poco de paciencia aguantando los primeros momentos. Ahora había localizado a la muchacha. Era Jane… ¿Jane, qué…? Sí, aquella muchacha con quien había estado prometido. ¡Ya lo creo; ahora no le quedaba la menor duda!

—No hablemos de esto —dijo, simulando que aquellos recuerdos le dolían en el alma.

Esta simulación le era muy fácil, porque la había practicado mucho delante de un espejo, apretando los labios y levantando un poco la ceja izquierda. Uno no sabe nunca cuándo pueden ser útiles estos recursos.

—Así, ¿no me has olvidado entonces, Rodney?

—¡Olvidarte!

Hubo una breve pausa.

—He leído tu novela —dijo Jane—. La encuentro deliciosa.

Ella se volvió a ruborizar, y el color que asomó a sus mejillas la hizo tan extraordinariamente bonita, que Rodney empezó a sentir alguna de las emociones que había experimentado cinco años atrás. Decidió que aquello era una cosa muy buena, y que merecía seguir adelante.

—Ya lo suponía —le dijo en voz baja, acariciándole una mano.

Calló, y miró a los ojos de la joven con una mirada tal, que Jane se sintió como paralizada.

—Lo he escrito para ti —añadió él, con la mayor sencillez.

Jane quedó asombrada.

—¿Para mí?

—Pensé que ya lo adivinarías —le dijo Rodney—. ¿Te has fijado en la dedicatoria?

Porque, siguiendo las eminentes dotes de prudencia de Rodney Spelvin, El abanico púrpura estaba dedicado «A una mujer que lo adivinará». Repetidas veces había tenido que darse las gracias a sí mismo por aquella feliz inspiración.

—¿La dedicatoria?

—«A una mujer, que lo adivinará» —susurró Rodney, quedamente—. ¿Quién otra si no tú podría ser?

—¡Oh, Rodney!

—¿Y no has reconocido a «Eulalie», Jane? Supongo que no habrás dejado de reconocer a «Eulalie».

—¿Reconocerla?

—Para hacer este personaje me inspiré en ti —afirmó Rodney Spelvin.

El cerebro de Jane daba vueltas como un torbellino, ya en el tren, de regreso a su casa. El haber encontrado a Rodney Spelvin era suficiente para estimular aquel sentimiento romántico que anidaba en su interior. Descubrir que ella había estado continuamente en los pensamientos de él en el transcurso de todos aquellos años, y que aún ejercía tanta influencia en el fiel corazón de aquel hombre, hasta tal punto que la protagonista de la novela había sido inspirada por ella misma, era simplemente aniquilador. Maquinalmente se apeó en la estación en que tenía que apearse, y maquinalmente también se dirigió a su casa. Fue un alivio para ella ver que William aún se encontraba en el campo de golf. Amaba a William devotamente, por supuesto; pero en aquel instante le habría estorbado; porque quería pasar una horita tranquilamente con El abanico púrpura. Le era necesario releer a la luz de cuanto se acababa de enterar, las escenas más importantes en que figuraba Eulalie French. En realidad, ya casi se las sabía de memoria, pero a pesar de todo quería volver a leerlas. Cuando William regresó, risueño y acalorado del juego, ella estaba tan absorta que sólo tuvo tiempo de deslizar el libro debajo del cojín del sofá antes de que se abriera la puerta.

Algún ángel guardián tendría que haber advertido a William Bates que escogía un mal momento para regresar a su casa, o por lo menos tendría que haberle aconsejado que, como preliminar, fuera a lavarse y a cepillarse. Durante la noche había llovido, de modo que en el campo de golf habían quedado algunos charcos, y William era de aquellos golfistas enérgicos que por no tener reparos no miran dónde ponen los pies. El resultado era que sus agradables facciones estaban algo oscurecidas por salpicaduras de barro. En el decimocuarto bunker le habían alcanzado las salpicaduras de un golpe dado en un lugar donde el agua estaba encharcada, y el barro se le había pegado a los cabellos. Y sus zapatos constituían una verdadera desgracia para cualquier casa aseada. No; dicho sea la verdad, su aspecto no era de lo mejorcito. Aquel aspecto está bien para presentarse al atleta que acaba de salir del circo, y que va lleno de polvo de la arena; pero para una mujer que está creyendo ser la protagonista de El abanico púrpura, era una mala caracterización. La mayor parte de las escenas en que Eulalie French tomaba parte, se desarrollaban en terrazas bañadas por la luz de la luna, o en coquetones estudios en que las lámparas orientales lanzaban una tamizada luz a través de sus pantallas de seda rosada, y todos los hombres que tenían alguna relación con ella —salvo su marido, que era un zoquete que se pasaba la vida montando a caballo— iban perfectamente vestidos, y sus rostros eran de lo más pulcro que se pueda imaginar.

Por consiguiente, William provocó en Jane algo muy parecido a la repugnancia.

—¡Hola, niña! —le dijo William, afectuosamente—. ¿Ya estás de regreso? ¿Qué ha sido de ti?

—He ido de compras —contestó Jane, sin concederle mucha atención.

—¿Has visto a algún conocido?

Vaciló Jane por un instante.

—Sí —dijo—, he encontrado a Rodney Spelvin.

Los celos y las sospechas habían dejado totalmente de lado a William Bates. Ni se sobresaltó, ni frunció el ceño, ni siquiera apretó el brazo del sillón en que se hallaba sentado; simplemente, echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada como una hiena. Y aquella carcajada hirió a Jane mucho más de lo que la podría haber herido la más violenta exhibición de celos.

—¡Por Dios! —exclamó William riendo todavía, jovialmente—. Supongo que no querrás decir que aquel tipo anda todavía por ahí suelto, ¿eh? Suponía que le habían linchado ya hace años. Esto es que se ha olvidado la gente de hacerlo.

En toda vida conyugal llega un momento en que la esposa mira fijamente a su marido y parece como si la venda le cayera de los ojos, ya que le ve tal como es: como el mayor tonto que pueda caminar por el mundo. Afortunadamente para los hombres casados, estos ratos de clara visión de las cosas no duran mucho, pues de lo contrario pocos hogares subsistirían incólumes.

De aquel modo fue como Jane miró a su marido en aquel instante; pero, desgraciadamente, su convicción de que su marido era un perfecto animal, no fue pasajera. Al contrario, en el transcurso de toda aquella velada no hizo más que irse afianzando. Aquella noche, Jane se acostó pensando por primera vez que cuando el sacerdote le preguntó: «¿Quiere a William…?», y ella había contestado afirmativamente, acababan de jugar una mala pasada a una pobre muchacha sin experiencia de la vida.

Y de este modo empezó aquel negro período en la vida conyugal de Jane y William Bates, cuyo simple recuerdo en años posteriores, bastaba para hacerles insoportable la evocación. Para William, que no tenía la menor pista para adivinar la causa del misterioso cambio que observaba en su esposa, el comportamiento de ésta era inexplicable. Si ella no hubiese sido una mujer perfectamente robusta, lo cual hacía que su teoría fuese absurda, habría imaginado que estaba enferma de algo.

Ahora, Jane jugaba al golf intermitentemente, y muchas veces con positiva repugnancia. Muchísimas veces, aparecía con la cabeza a pájaros, y no paraba atención a nada. Y también había otras cosas en ella que desaprobaba su marido.

—Oye, niña —le dijo una noche—; sé que no te dolerá que lo diga, y no creo que tú misma te hayas dado cuenta, pero recientemente te has acostumbrado a reírte de un modo explosivo. Es una cosa desagradable esta risa.

Jane no dijo nada. El hombre no merecía que se le contestara. A lo largo de las páginas de El abanico púrpura, la risa explosiva de Eulalie French constituía el tema de todas las conversaciones y de todas las alabanzas. Era la característica que más admiraban de ella aquellos hombres morenos, bien vestidos y de rostro sensitivo. Y la decisión que tomó Jane sobre el particular, fue que si a William no le gustaba, el pobre hombre hiciese otra cosa.

Pero este brutal ataque la decidió a descubrir los pensamientos que habían estado atenazando su alma desde hacía semanas.

—William —le dijo—, quiero decirte algo. William, me asfixio.

—Abriré la ventana.

—Me asfixio en este poblacho, quiero decir —repuso Jane con impaciencia—. Aquí nadie hace nunca nada más que jugar al golf y al bridge, y de cabo a rabo del año no se encuentra ni una sola alma de temperamento artístico. No sé cómo expresarme. No sé cómo ser yo misma, ni cómo llenar mi vida.

—¿Lo quieres? —preguntó William algo desconcertado.

—Claro que sí. Y no seré feliz hasta que pueda abandonar este rincón de mundo, y marcharme a vivir a la ciudad.

William aspiró, pensativo, de su pipa. Era un momento difícil, para un hombre que, como él, detestaba la vida en las ciudades. Sin embargo, si la solución de las recientes extravagancias de Jane era simplemente que se había cansado del campo y quería vivir en la ciudad, era preciso ir a ésta. Después de un instintivo movimiento de protesta, se contuvo, como buen chico que era, y se dispuso al sacrificio.

—Nos iremos tan pronto como pueda vender la casa —dijo.

—No puedo esperar tanto. Quiero irme en seguida.

—Muy bien —contestó William, en tono conciliador—. Nos iremos la semana próxima.

Los presentimientos de William se cumplieron rápidamente. Aún no habían pasado diez días en la capital, comprendió que detestaba aquella vida como jamás la había detestado. Él y Jane, y el pequeño Braid Vardon, se habían establecido en lo que el administrador de fincas había calificado de «un coquetón estudio que era una joya», situado en el corazón del barrio artístico. Había un bonito dormitorio para Jane, un delicioso armario para Braid Vardon, y un apacible rincón, detrás de un biombo japonés, para William. Todo muy pequeño y angosto. El resto del piso consistía en un cuarto con un gran ventanal, elegantemente amueblado con cojines y samovar, donde Jane daba fiestas a los intelectuales.

Estas fiestas eran lo que más afligía a William. No había comprendido que Jane tenía la intención de organizar un verdadero «salón» de intelectuales. Su idea de una agradable velada social era tener un par de amigos con quienes jugar una partidita de bridge, y la casi diaria incursión de una manada de individuos extraños le dejaba como atontado.

Desde el principio discrepó con la situación. Mientras Jane estaba sentada en su almohadón cambiando alegres parloteos con jóvenes poetas y riendo con aquella risa explosiva, William se tenía que estar metido en algún rincón, esforzándose en dar conversación a alguna rubia intelectual, que quería saber qué opinión tenía él de Augustus John.

Aquello era espantoso, y dejando de lado el malestar que le producía, descubrió con la consiguiente consternación que empezaba a afectar a su afición golfística. Cuando, después de alejarse de la ciudad, se iba a alguno de los campos de golf de los suburbios, encontraba que cada vez tenía los nervios más desequilibrados para el juego. Poco a poco, iba perdiendo el estilo. En primer lugar, notó que ya no podía manejar convenientemente el putter. Luego empezó a fallar con el mashie-niblick. Y cuando al fin descubrió que sólo acertaba de cada cinco golpes uno, decidió que tenía que terminarse todo aquello.

El historiador concienzudo establece cuidadosamente una distinción entre los acontecimientos que conducen a una guerra, y los hechos verdaderos resultantes de la rotura de las hostilidades. El último puede ser, y generalmente es, alguna cuestión trivial, cuya única importancia reside en el hecho de que constituye la última gota de agua que hace rebosar el vaso. En el caso de Jane y William, lo que constituyó esta última gota de agua fue la categórica negativa de Jane a echar a Rodney Spelvin.

El autor de El abanico púrpura había sido desde el principio la figura principal del salón de Jane. La mayor parte de los que asistían a aquellas reuniones eran amigos suyos presentados por él, asumiendo el propio Spelvin la misión de amenizar las veladas desde que éstas comenzaron. William, acurrucado en su rincón, se había hartado de mirar a aquel hombre con el mayor desagrado, conteniendo los deseos de cogerle por los pantalones y echarle a la calle; pero no es probable que hubiese llegado a dominar su timidez natural lo suficientemente para tomar una tan rotunda decisión de no haber sido por las funestas consecuencias que todo aquello tenía en la práctica del golf. Un anochecer, al regresar del campo de golf de Mossy Heath, después de haberse puntuado cinco sobre cien, encontró de nuevo congestionado el estudio con Rodney Spelvin y sus amigos, muchos de ellos tocando ukeleles. Y decidió que aquello ya no podía soportarse más.

Tan pronto como el último visitante se hubo marchado, presentó su ultimátum.

—Oye, Jane. Vamos a hablar de ese Spelvin.

—¿Qué hay? —dijo Jane glacialmente, pues olía la batalla que se avecinaba.

—Me da asco este tipo.

—¿De veras? —y se echó a reír con su risa explosiva.

—No lo tomes a mal, niña —dijo William, conciliadoramente.

—No me llames «niña».

—¿Por qué no?

—Porque no me gusta.

—Antes te gustaba.

—Bueno, pero ahora, no.

—¡Oh! —exclamó William, quedándose pensativo unos momentos—. Sea como fuere —prosiguió—, quiero decirte sólo una cosa. O echas tú a ese individuo y avisas a la Policía si intenta venir otra vez, o me marcho yo. Te aseguro que hablo de veras. Me marcharé.

Hubo un silencio de gran tensión.

—¿Sí? —dijo Jane, al fin.

—Te lo aseguro, me marcharé —repitió William, con la mayor firmeza—. Tengo mucha resistencia, pero este papanatas de Spelvin es capaz de agotar las mejores reservas.

—Spelvin no es un papanatas —afirmó Jane firmemente.

—Sí, es un papanatas —insistió William.

—Bueno, es lo mismo. Sin embargo, no quiero echar de casa a un buen amigo, simplemente porque…

William se la quedó mirando.

—¿Quieres decir que no quieres echarlo?

—Eso es.

—Piensa bien lo que dices, Jane. ¿Decididamente te niegas a echar a este tipo?

—Sí.

—Entonces —contestó William—, todo ha terminado. Me marcho.

Jane, sin decir una sola palabra, se encaminó hacia su cuarto. Con una neblina ante sus ojos, William empezó a envolver sus cosas. Pocos momentos después fue a llamar a la puerta de Jane.

—Jane.

—¿Qué hay?

—Estoy envolviendo mis cosas.

—¿Y qué?

—Pero no puedo encontrar el mashie.

—No me importa.

William volvió a sus maletas. Cuando hubo terminado, volvió a llamar a la puerta de ella.

—Jane.

—¿Qué pasa?

—Ya he envuelto mis cosas. —¿Sí?

—Y ahora me marcho.

Hubo un silencio detrás de la puerta.

—Me marcho, Jane —dijo William.

Y a pesar de toda la serenidad y firmeza que él quería aparentar, vibraba en su voz una nota de dolor.

A través de la puerta llegó un rumor. Era el de una risa explosiva. Y al oírla, los músculos de la cara de William se endurecieron. Sin decir una palabra más, cogió sus maletas y los palos de golf y salió de su casa.

Una de las cosas que contribuyen a mantener la estabilidad de los hogares en estos tiempos de moderna inquietud, es el hecho de que los estados de indignación en los espíritus no son muy duraderos. William, una vez libre de la atmósfera hostil del estudio, procedió a sumergirse en una orgía de golf, que tanto echaba de menos durante los últimos tiempos. Cada día obsequiaba a su espíritu sediento con cincuenta y cuatro hoyos, y cada noche se sentaba fumando en la cama, agradablemente fatigado, pasando revista con absoluta satisfacción a los acontecimientos ocurridos en el transcurso de las últimas doce horas. Le parecía que todo había sucedido de la mejor manera que podía suceder.

Y luego, primero lentamente, pero después con más rapidez, a cada día que pasaba empezó a cambiar su estado de ánimo. Aquella deliciosa sensación de libertad empezó a abandonarle.

Fue en la mañana del décimo día cuando se dio cuenta definitivamente de que la nueva vida que llevaba no le hacía feliz. Después de desayunar había salido a los links con un brassie y una docena de pelotas, a fin de hacer un pequeño entrenamiento. Sus primeros golpes fueron magníficos y, olvidando toda su situación, en el propio éxtasis que le produjo su maravilloso modo de jugar, profirió una exclamación:

—¿Qué te ha parecido éste, niña?

Pero, con un súbito vuelco del corazón, se dio cuenta de que estaba solo.

Una terrible sacudida de dolor conmovió su macizo cuerpo. En aquel instante de clarividencia, comprendió que el golf no lo es todo en esta vida. Porque, ¿de qué le servirá hacer a un hombre una magnífica jugada si no tiene a su lado a una esposa amorosa que se deshaga en felicitaciones? Una profunda sensación de tristeza y soledad invadió a William Bates. Claro que pasó, pero se había producido. Y se daba cuenta de que la misma sensación no tardaría en volver.

Volvió. Y precisamente aquella misma tarde. Y volvió de nuevo a la mañana siguiente. De manera gradual fue estabilizándose alrededor de su vida, como una nube que empañara su felicidad. Aumentó sus hazañas del día hasta sesenta y tres hoyos, pero no encontró ningún alivio en aquello. Cuando reflexionaba que había tenido la estupenda suerte de estar casado con una muchacha como Jane y que la había abandonado, se habría lanzado de cabeza contra la pared. Se hallaba exactamente en la misma situación que el protagonista de una película que había visto, en la cual se leía: «Vino un día en que el remordimiento mordió atrozmente el alma de Roland Spendlow». De todos los individuos que en el mundo habían estado de suerte y la habían perdido por su propia causa, desde Adán hasta el día, él era el más tonto de todos, se dijo a sí mismo.

La mañana del decimoquinto día empezó a llover.

Ahora bien; William Bates no es ningún jugador de estos que sólo saben jugar con buen tiempo. Se necesitaba algo más que un chubasco para desanimarle. Pero la lluvia de aquel día era algo más que un simple chubasco, y hasta el más animoso se veía obligado a capitular ante ella. Llovió intensamente durante toda la jornada, imprimiéndole una sensación de tristeza. William vagó por la casa, hundiéndose cada vez más en la melancolía, y ya había decidido buscar alguna distracción ensayando pequeños putts en su casa, cuando llegó el correo de la tarde.

Sólo le trajo una carta. La abrió descuidadamente. Era de la razón social «Jukes, Enderby y Miller. Floricultores», entidad que quería poner en claro si, habiendo cumplido, como había cumplido puntualmente cada año, su encargo de enviar un ramo de violetas blancas a Mrs. Bates, deseaba renovar su grato encargo. En caso afirmativo, al recibir el dinero volverían a renovar sus envíos.

William se quedó mirando fijamente la carta. Su primera impresión era que Jukes, Enderby y Miller estaban diciendo una tontería colectiva. ¿Violetas blancas? ¿A qué venía aquello de las violetas blancas? Jukes era un asno. No entendía nada de violetas blancas, y ni siquiera sabía qué eran. Enderby era un tonto. ¿Qué diablos tenía que ver él con las violetas blancas? Miller, por su parte, era un mentecato. Jamás había dado dinero a nadie para que enviaran violetas blancas.

William tragó saliva. ¡Sí, sí, por Dios! Sí que lo había hecho. Con un estremecimiento, lo recordó ahora, de pronto. Ya lo creo que lo recordaba ahora. ¡Santo Dios!

La carta osciló ante sus ojos. Una oleada de ternura le invadió. Todo lo que había ocurrido recientemente entre Jane y él, estaba olvidado: sus fantasías, su deseo de vivir en la capital, su explosiva risa… ¡todo! Con un amplio movimiento enjugó una humana lágrima, que había asomado a sus ojos; tomó el sombrero y un impermeable, y se fue a toda prisa a la estación.

Aproximadamente en el momento en que William subía al tren, Jane estaba sentada en su estudio, contemplando pensativamente al pequeño Braid Vardon, que jugaba en el suelo. Una extraña tristeza se apoderaba de ella. Pensó al principio que era debida a la lluvia, pero pronto empezó a comprender que la causa era mucho más profunda. A pesar de que sentía confesarlo, hubo de reconocer que lo que la hacía sufrir era una verdadera tristeza del alma, debida por completo al hecho de que echaba de menos a William.

Era raro el cambio que había producido la marcha de su esposo. William era un individuo a quien se podía dejar en un rincón y olvidarlo completamente, pero si se marchaba, toda la casa parecía sumida en la tristeza. Desde que él se marchó, Jane había ido notando poco a poco que la fascinación de lo que la rodeaba tendía a desvanecerse, y que el parloteo de sus nuevos amigos la cansaba. Jane sintió que a menos de encontrarse en un estado de espíritu muy particular no había modo de aguantar a aquella irritante pandilla. Fumaban demasiados cigarrillos y charlaban como cotorras. Y hubo de reconocer también que uno de los peorcitos de todos era el propio Rodney Spelvin. Con un súbito sobresalto de desesperación recordó que ella había invitado a Rodney, aquella tarde, a tomar el té, y que había comprado una tarta especial para tal ocasión. Y ahora se daba cuenta de que lo último que quería ver en el mundo era precisamente el espectáculo de Rodney Spelvin comiendo tarta.

Es curioso lo que les ocurre a los hombres del tipo de Rodney Spelvin, en el sentido de que raras veces duran. Empiezan haciendo una entrada de caballo siciliano, y por poco tiempo convencen a las muchachas impresionables de que finalmente ha terminado la búsqueda del alma gemela por la cual suspiraban; pero también ocurre siempre que al cabo de muy poco tiempo se produce una reacción en sentido contrario. Ya había pasado el tiempo en que Jane se podía pasar horas escuchando embelesada a Rodney Spelvin. Luego empezó a pensar que quince o veinte minutos ya era el máximo que se le podía aguantar. Y ahora, el solo pensamiento de tener que oírle le parecía una carga demasiado pesada.

Al llegar a este punto de sus meditaciones le llamó la atención el pequeño Braid Vardon, que estaba jugando ruidosamente en un rincón con un objeto que Jane no pudo distinguir claramente, a causa de lo débil que era la luz en aquellos momentos.

—¿Con qué estás jugando? —preguntó.

—¡Ué! —dijo el pequeño Braid, muchacho de pocas palabras, reanudando sus actividades.

Jane se levantó y atravesó la estancia. Súbitamente se había apoderado de ella una sensación de remordimiento, porque comprendió que durante todo aquel tiempo había tenido abandonado a su hijo. ¡Qué pocas veces se molestaba ahora en tomar parte en sus pasatiempos!

—Deja que mamá juegue también —le dijo suavemente—. ¿A qué juegas? ¿A trenes?

—Al golf.

Jane profirió una aguda exclamación. Con profundo dolor vio que lo que tenía el chico en la mano era el mashie que no había logrado encontrar William el día de su marcha. Después de tanto buscar inútilmente, lo dejó por imposible. Sin duda el mashie debió de haber quedado detrás de alguna silla o del sofá.

Por espacio de algunos momentos, la única sensación que experimentó Jane fue una intensificación de aquel sentimiento de soledad que le había embargado durante todo el día. ¡Cuántas veces había estado al lado de William, observando cómo manejaba el mismo mashie! Aquel objeto estaba indisolublemente unido a él. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Luego, súbitamente, sintió una nueva y más violenta emoción, algo muy parecido al pánico. Parpadeó, esperando contra toda esperanza que se había equivocado. ¡Pero, no…! Cuando abrió los ojos y volvió a mirar, comprobó lo mismo que había visto un momento antes.

¡El niño no cogía bien el mashie!

—¡Braid! —exclamó Jane, profundamente dolorida.

Todo su amor maternal se sublevó en su interior, y la llenó de reproches. ¡Ahora se daba cuenta de lo egoísta que había sido! ¡Pensar sólo en sus placeres, abandonando completamente sus deberes de madre! Si ella hubiera sido celosa de sus obligaciones, ya haría mucho tiempo que el niño sabría empuñar el mashie correctamente. Habría enseñado a Vardon a coger bien el palo, a colocar reglamentariamente la pelota y a pegarle como es debido. Pero absorbida tan sólo por sí misma, había sacrificado el niño a sus más bajas ambiciones.

Se estremeció hasta lo más profundo de su alma. Ante sus ojos surgió el espectáculo que ofrecería su hijo, ya hombre, reprochándole vivamente. Incluso le pareció oírle exclamar: «Si me hubieses enseñado debidamente cómo es la vida, cuando era niño, mamá, ahora no me vería en la vergüenza de no hacer más que ciento veinte, y subir hasta ciento cuarenta, y cosas por el estilo».

Arrebató el palo de las manos del pequeño dando un apasionado grito. Y en este preciso momento fue cuando entró Rodney Spelvin, dispuesto a tomar el té.

—¡Hola, pequeña!

Algo del aspecto de Jane debió de poner sobre aviso a Spelvin, porque se detuvo, mirando la pelota.

—¿Te encuentras mal? —preguntó.

Jane, haciendo un esfuerzo, reunió todas sus fuerzas para serenarse.

—No, no. Muy bien. ¡Ha, ha! —contestó histéricamente, y se quedó mirando al recién llegado con un mal ceño, del mismo modo que habría podido quedarse mirando a un gusano que hubiese encontrado en la ensalada.

«Si no hubiese sido por aquel hombre —pensó—, estaría con William en su pequeño y amable cottage, y sería una esposa feliz…»

Si no hubiese sido por aquel hombre, su único hijo habría tenido unos sólidos cimientos de su educación golfística, bajo la dirección de un entrenador consciente.

Si no hubiese sido por aquel hombre…

Distraídamente, le hizo un ademán con la mano, señalándole la puerta.

—Adiós —exclamó—. Gracias por la visita.

Rodney Spelvin tragó saliva. Aquel té había sido el más rápido a que había asistido en toda su vida.

—¿Quieres que me marche? —preguntó en tono de incredulidad.

—Sí. ¡Vete, vete!

Rodney Spelvin lanzó una mirada a la mesa. No había comido mucho aquel día, y el espectáculo de la tarta le afectó profundamente. Pero parecía que no se podía hacer nada. Remolonamente se dirigió a la puerta.

—Bueno, adiós —dijo—. Gracias por la agradable velada.

—Encantada de la visita —contestó Jane, maquinalmente.

La puerta se cerró. Jane volvió a sus pensamientos. Pero no permaneció mucho rato sola. Pocos minutos después entró la pintora cubista que vivía en la misma escalera, un marimacho de quien se había hecho amiga Jane.

—Hola, Bates —dijo la pintora cubista.

Jane levantó la vista.

—¿Qué te pasa, Osbaldistone?

—He venido sólo para pedirte un cigarrillo. He acabado los míos.

—Yo también. Lo siento.

—¡Qué lástima! Bueno —prosiguió resignadamente—. Tendré que salir a comprar y me mojaré. Ojalá hubiese acertado a pedírselo a Rodney Spelvin, o enviarle a él a buscarlos. Le he encontrado en la escalera.

—Sí, ha estado aquí hace un momento —dijo Jane.

Miss Osbaldistone emitió una carcajada muy hombruna.

—Buen muchacho, este Rodney —dijo—, pero demasiado fino para mis gustos.

—¿Sí? —preguntó Jane con el pensamiento en otra parte.

—¿No te ha dicho alguna vez aquello de que tú has sido el original de la protagonista de El abanico púrpura?

—Sí, me lo dijo —contestó Jane, sorprendida—. Me aseguró que el tipo de «Eulalie» era un reflejo de mi persona.

Su visitante prorrumpió en otra carcajada que hizo temblar los samovares.

—Se lo dice a todas las mujeres que encuentra.

—¿Cómo?

—Tal como lo oyes. Es el primer paso que da. Estos días, por cierto, está tratando de conquistarme. De todos modos, no diré que esté mal del todo. A muchas chicas les gusta una barbaridad. ¿Estás segura de que no tienes ningún cigarrillo? ¿No? Bueno. ¿Y qué te parece si tomáramos un poquitín de cocaína…? Bueno, bueno, me marcho, entonces. Adiós, Bates.

—Adiós, Osbaldistone —contestó Jane.

Su cerebro estaba dando vueltas. Se acercó a la mesa y en una especie de éxtasis se cortó un trozo de tarta.

—¡Ué! —dijo el pequeño Braid Vardon.

Y se le acercó, deseoso de participar también él de la golosina.

Jane le dio una tajada de tarta. Pensó que después de arruinar su vida, lo menos que podía hacer era ofrecerle aquella golosina. Y hasta en un arrebato de amor maternal, llegó a darle un emparedado de jamón. Pero ¡cuán triviales e inútiles le parecían aquellas cosas, ahora!

—¡Braid! —dijo súbitamente a su hijo.

—¿Qué?

—Ven.

—¿Por qué?

—Mamá te enseñará a manejar el mashie.

—¿Qué es un mashie?

Esta pregunta produjo una nueva herida en el corazón de Jane. Tenía cuatro años de edad, el chiquillo, y aún no sabía qué era un mashie. A una edad como la suya, el célebre Bobby Jones ya había ganado un campeonato en los Estados Unidos.

—Esto es un mashie —le dijo a su hijo dominando a duras penas la voz.

—¿Por qué?

—Se llama mashie.

—¿Qué?

—Este palo.

—¿Por qué?

La conversación se estaba poniendo demasiado metafísica para Jane. Tomó el palo, lo puso en las manos de su hijo y cerró los deditos del niño sobre el mango.

—Ahora, fíjate bien, hijo mío —explicó con la mayor ternura—. Fíjate cómo lo hace mamá. Se ponen los dedos de este modo…

En este momento se oyó una voz. Una voz que ya hacía demasiado tiempo que no se oía en la vida de Jane.

—Perdona, niña, pero pones la mano derecha demasiado arriba. Fíjate bien cómo lo haces.

En el umbral de la puerta estaba William. Jane se le quedó mirando como quien ve visiones.

—¡William! —exclamó al fin.

—¡Hola, Jane! —contestó William—. Hola, Braid. Pensé que sería mejor volver.

Hubo un largo silencio.

—¡Qué mal tiempo hace! —dijo William.

—Sí —contestó Jane.

—Llueve, hace viento y cosas por el estilo.

—Sí —volvió a decir Jane.

Hubo otro silencio.

—A propósito, Jane —continuó William—. Ya sabía que tenía que decirte algo. ¿Te acuerdas de aquellas violetas…?

—¿Qué violetas?

—¡Las que yo te mandaba todos los años en el aniversario de nuestra boda…! Pues bien, quería decirte que, a pesar de que nuestras vidas están separadas, ¿verdad que no te importará que continúe enviándotelas? ¿Qué dices? Supongo que no te dolerá, y que… Pero he pensado que era mejor aclarar la cosa, y dejarlo ya bien sentado, si es que no tienes nada que objetar.

Jane dio la vuelta a la mesa.

—¡William! ¿Eras tú quien me enviaba aquellas violetas?

—Claro. ¿Quién creías que era?

—¡William! —exclamó Jane, echándole los brazos al cuello.

William la abrazó de mil amores. Precisamente aquello era lo que había estado esperando desde aquellas últimas semanas. Le gustaba muchísimo. Él mismo se lo había propuesto, pero viendo que era ella la que se decidía primeramente, no tenía nada que objetar.

—William —dijo Jane—, ¿podrás perdonarme alguna vez?

—Claro que sí —dijo William—. Sin ningún esfuerzo. Pero… claro, ¿cómo no voy a perdonarte si no hay nada que perdonar?

—¿Volveremos a nuestra casita?

—Magnífico.

—¡Nunca volveremos a separarnos!

—¡Colosal!

—Te quiero —exclamó Jane— más que a mi vida.

—¡Estupendo!

Jane se volvió con ojos brillantes de alegría hacia el pequeño Braid Vardon.

—Braid, ¿sabes que nos volvemos a casita, con papaíto?

—¿A dónde?

—A casa. A nuestra casita en el campo.

—¿Qué es el campo?

—Es la casita en que vivíamos antes de venir aquí.

—¿Y esta casa?

—Se quedará aquí.

—¿Dónde?

—Donde estamos ahora.

—¿Por qué?

—Ya te lo explicaré otro rato —intervino William—. Ahora, niña, dame un poco de té tan caliente y fuerte como puedas. De lo contrario, voy a coger una pulmonía.