Capítulo VII
EL FRACASO DE RODNEY

Aquella noche se oía un gran jolgorio porque había llegado el primer sábado de junio, y el Club de Golf celebraba su baile mensual. De las ramas de los castaños colgaban farolillos venecianos, y a la terraza que daba al noveno green, y al gran comedor, vacío ahora de mesas y sillas, llegaba un rítmico ruido de pies, y la quejumbrosa voz de los saxófonos, gimiendo como un hombre que acaba de fallar un putt corto.

En un sillón de mimbre colocado a la sombra, el Socio Veterano chupaba su puro y escuchaba, plenamente satisfecho. La suya era la paz del hombre que ha llegado a la edad en que ya no se pueden tener esperanzas de bailar.

Se abrió una puerta, y entró en el Club un joven. Se quedó plantado en los escalones, con los brazos cruzados, mirando a derecha e izquierda. El Socio Veterano, observándole desde la oscuridad, advirtió que tenía aspecto de tristeza. La frente estaba arrugada, y todo su aspecto era el de quien está pasando una fuerte tempestad espiritual.

Sí; allí, donde todo era alegría, jovialidad y música, se quedó aquel hombre joven pensativo.

El sonido de una fuerte voz de tenor hablando rápida y pintorescamente sobre el tema de la moderna mentalidad rusa, se introdujo ahora en la paz de la noche. Desde el extremo más alejado de la terraza vino una muchacha, que se detuvo a la luz de uno de los farolillos, cogida al brazo de un joven. Ella era pequeñita y muy bonita; él alto, y con tipo de intelectual. La luz fulgía en su frente elevada y arrancaba destellos de sus lentes de concha. La muchacha tenía levantada hacia él la mirada, con cierta actitud de reverencia y adoración, y a la vista de aquella pareja, el joven que se hallaba en la escalinata pareció experimentar una especie de sobresalto. Se contrajo su rostro y se vio que un estremecimiento sacudía su cuerpo. Luego, con un ademán de sublime desesperación, se quedó un momento plantado en la alfombra, y volvió a entrar en el Club. La pareja pasó por allí y desapareció, y el Socio Veterano volvió a gozar él solo de las delicias de la noche, hasta que la puerta se volvió a abrir, y el cortés y eficiente secretario del Club bajó la escalera. El olor del puro le atrajo hasta el lugar donde estaba sentado el Socio Veterano, y se sentó en el sillón contiguo al de éste.

—¿Ha visto usted al joven Ramage, esta noche? —preguntó el secretario.

—Hace un momento que estaba en pie allí mismo, en la escalera —contestó el Socio Veterano—. ¿Por qué lo pregunta usted?

—Creí que tal vez habría charlado con él y había descubierto lo que le sucede. No sé qué le pasa, esta noche. Por regla general, es un buen muchacho, muy bien educado; pero esta noche, en el momento en que le iba a relatar mi breve visita de esta noche al quinto green, se me ha comportado de un modo algo brusco. Ha proferido una especie de exclamación, y me ha dejado con la palabra en la boca.

El Socio Veterano suspiró.

—Perdónele su actitud —dijo—. El pobre chico está pasando una situación difícil. Hace pocos momentos que he sido testigo de un pequeño drama que lo explica todo. Mabel Patmore está «flirteando» con el peor gusto con el joven Purvis.

—¿Purvis? ¿Se refiere al joven que ganó el campeonato de bolos la semana pasada?

—No tengo la menor dificultad en creer que este chico se haya desgraciado del modo que usted dice —dijo el Sabio, glacialmente—. Sé que practica este horrible juego. Y por esta razón es por lo que me desagrada ver a una muchacha bonita como Mabel Patmore, que no necesita más que fijarse un poco más en lo que tiene que hacerse en el tee para ser una perfecta golfista, perdiendo el tiempo con él. Supongo que el atractivo de este chico reside en el hecho de que tiene una conversación fácil, mientras que el pobre Ramage, hay que reconocer que es poco más o menos así como el mudo Isaac. A las muchachas les sucede muchas veces que una conversación amena las entontece. Sin embargo, ¡es una lástima! ¡una verdadera lástima! Este asunto trae irresistiblemente a mi memoria…

El secretario se levantó como impulsado por un cohete.

—… la historia de Jane Packard, William Bates y Rodney Spelvin —continuó el Sabio—. Y como usted no ha oído nunca esta historia voy a explicársela sin más dilación.

—Me gustaría muchísimo oírsela, pero no puedo detenerme en este momento.

—Es una teoría mía —prosiguió el Socio Veterano, cogiéndose a los faldones del chaqué del otro, y tirándole suavemente de ellos para volver a hacerle sentar—, que sólo pueden originarse desgracias de la unión entre un golfista y un descastado cuya alma no ha sido purificada por el más noble de los juegos. Ésta es la moraleja que se puede sacar de la historia de Jane Packard, William Bates y Rodney Spelvin.

—Tengo muchas cosas en que ocuparme esta noche…

—Por esto deseo fervientemente que no sea sino un «flirt» temporal éste de Mabel Patmore y Purvis el jugador de bolos. Una muchacha en cuya vida ha entrado el golf como uno de los principales factores, demostraría estar loca confiando su felicidad a un papanatas cuya idea de la diversión consiste en echar pelotas de madera por encima de la hierba. Más pronto o más tarde, no cabe duda que él le dará grandes disgustos. Feliz ella, si esta crisis ocurre antes de que el casamiento les haya unido para siempre, pudiendo de esta manera aparecer ante sus ojos lo inadecuado de este enlace, como ocurrió en el caso de Jane Packard, William Bates y Rodney Spelvin. Ahora le explicaré a usted —prosiguió el Socio Veterana— todo lo que les ocurrió a Jane Packard, William Bates y Rodney Spelvin.

El secretario gruñó de mala manera.

—Mire usted que me perderé el próximo baile —imploró.

—Lo cual será una gran suerte para alguna bella muchacha —contestó el Sabio.

Y sujetó más fuerte que antes el brazo del otro, que le tenía cogido.

En primer lugar —dijo el Sabio Veterano—, tenga presente que Jane Packard y William Bates no estaban prometidos oficialmente. Se habían criado juntos desde la niñez y existía entre ellos una especie de convenio: el de que si alguna vez William encontraba suficientes ánimos para declarársele, Jane le aceptaría, y entonces se casarían y vivirían felices para siempre más. Porque William no era uno de estos impetuosos enamorados de ahora. En este asunto de su corazón, caminaba con cierta lentitud y cautela como si fuera un camión, artefacto al que se parecía mucho William, tanto física como espiritualmente. Se trataba de un joven extraordinariamente musculoso, de enorme fuerza, corpulento como un buey, y que necesitaba mucho tiempo para tomar una decisión sobre cualquier problema dado. Yo lo he visto en el comedor del Club meditando por espacio de quince minutos sobre qué le sería más conveniente pedir: una chuleta de carnero o un bisté. Un hombre plácido, lento, al que casi podríamos llamarle linfático. Efectivamente, le llamaré linfático. Porque, no cabía la menor duda, era linfático.

La primera idea de que Jane podía ser una esposa conveniente para él la había tenido William tres años antes del comienzo de esta historia. Después de pensar detenidamente en este asunto por espacio de seis meses, le envió un ramo de rosas. En octubre del año siguiente, como no había ocurrido nada que alterara su progresiva convicción de que Jane era una muchacha muy atractiva, le regaló una caja que contenía dos libras de chocolatines surtidos. Y desde entonces, sus progresos, aunque no rápidos, habían sido continuos, y parecían existir muy pocos motivos para dudar de que, si no ocurría nada que viniese a distraer la atención que Jane dispensaba al chico, al cabo de cinco años más la cosa podría darse por definitivamente resuelta.

Y no parecía que existiera ninguna probabilidad de que se debilitara la atención que Jane le dedicaba. Ambos tenían mucho en común, porque ella también era una persona calmosa y lenta en sus cosas. Los dos sentían gran afición al golf y lo jugaban juntos cada día; y el hecho de que sus handicaps fueran prácticamente iguales constituía un estrecho lazo entre ambos. Como usted sabe, la mayoría de los divorcios surgen del hecho de que el marido es excesivamente superior a su esposa en el golf; esta circunstancia hace que cuando ella empieza a criticar sus relaciones, él dice cosas amargas e imperdonables sobre el modo de jugar al golf que tiene su esposa. Nada de esto era posible que ocurriera entre Jane y William, quienes podían edificar su vida sobre sólidos cimientos de simpatía y comprensión. Los años les encontrarían consolándose y animándose uno al otro, como toda pareja de esposos felices. Esto en el caso de que William se decidiera a declararse alguna vez.

Hasta el cuarto año de duración de esta historia no descubrí el primer síntoma de alteración del programa. Cierta vez fui de visita a casa de los Packard, encontrándome con que todos habían salido, menos Jane. Me ofreció la muchacha una taza de té, y entablamos conversación, pero parecía estar distraída. Yo la conozco desde que llevaba pañales, de modo que podía preguntarle si le pasaba algo.

—No es que me pase nada exactamente —contestó Jane, poniendo un suspiro por coletilla.

—Explícamelo —le dije.

Suspiró otra vez.

—¿Ha leído usted la novela de Luella Periton Phipps, Amor que mata? —me preguntó.

Le dije que no la había leído.

—La saqué de la biblioteca ayer —contestó Jane, soñadora—, y la he terminado esta madrugada, a las tres, metida en la cama. Es un libro pero que muy bonito. Todo él habla del desierto y de gente que lo atraviesa en camellos y de un maravilloso jefe árabe que tiene unos ojos muy severos pero cariñosos, y de una muchacha llamada Ángela; habla de oasis, dátiles y espejismos y cosas por el estilo. Hay un capítulo en que el jefe árabe se apodera de la muchacha y la estrecha entre sus brazos, y ella percibe el cálido aliento del árabe en su rostro, y él la pone en su caballo y comienzan a galopar. En derredor suyo todo es arena, tinieblas y estrellas misteriosas. Y de un modo u otro… ¡Oh, no sé…!

Se quedó contemplando pensativa la lámpara.

—Quisiera que mamá me llevara a Argel el próximo invierno —murmuró, como si tuviese la cabeza a pájaros—. Esto sería muy beneficioso para su reumatismo.

Salí de aquella casa francamente inquieto. Pensé que estos novelistas tendrían que proceder con mayor cuidado. Inculcan ideas en las cabecitas de las muchachas, y hacen que suspiren por cosas imposibles. Decidí ir a ver a William y darle algunos consejos. Usted podrá decir que aquél no era asunto de mi competencia, pero es que en aquella pareja eran tan idealmente apropiados uno para el otro, que me parecía una tragedia que se interpusiera algo entre ellos. Y Jane se hallaba en un estado de ánimo verdaderamente raro. Pensé que en cualquier momento podría mirar a William de manera diferente que hasta entonces y preguntarse qué diablos había estado viendo en él. Me apresuré a llegar cuanto antes al cottage del muchacho.

—William —le dije—, dado que has brincado en mis rodillas cuando eras niño, me creo con derecho a hacerte una pregunta de carácter íntimo. Contéstame sinceramente, y sin rodeos. ¿Amas a Jane Packard?

En su rostro apareció una expresión de sorpresa, seguida por otra expresión, que indicaba que estaba pensando intensamente. Por unos momentos permaneció en silencio.

—¿Quién, yo? —dijo al fin.

—Sí, tú.

—¿Jane Packard?

—Sí, Jane Packard.

—¿Que si yo amo a Jane Packard? —dijo William, reuniendo en una sola frase todos los elementos dispersos de la misma y ordenándolos en su mente.

Estuvo pensando quizá por espacio de cinco minutos.

—Pues, sí, naturalmente —dijo.

—¡Espléndido!

—La adoro.

—¡Formidable!

—Le aseguro que estoy loco por ella.

Le di unos golpecitos en sus musculosos hombros.

—Entonces, William, te aconsejo que se lo digas.

—Hombre, es una buena idea —me dijo William, mirándome con cierta admiración—. Comprendo exactamente adonde apunta usted. Usted quiere decir que con esto se aclararía la situación de cada uno.

—Eso es.

—Bueno. Pero mañana tengo que marcharme y estaré un par de días fuera. Tengo que asistir al Torneo de Squashy Hollow, pero el miércoles estaré de regreso. ¿Qué le parece si el miércoles me la llevo a los links y me declaro?

—Es una idea excelente.

—¿En el sexto tee, pongamos por caso?

—En el sexto tee. Es una gran idea.

—¿No sería mejor el séptimo?

—Creo que el sexto es el indicado. El terreno es más propicio para guarecerse de miradas indiscretas.

—Muy bien.

—Además, te aconsejo que la lleves, sin que ella se dé cuenta, hacia aquel macizo de arbustos que está a la izquierda del sexto tee.

—¿Por qué?

—Tengo motivos para creer que Jane responderá más fácilmente a tus deseos si la llevas a algún lugar que sea arenoso y sin mucha vegetación. Y voy a decirte otra cosa —proseguí dando a mis palabras el acento más convincente posible—, otra cosa que quiero dejar bien fijada en tu mente: procura que no haya nada tibio ni demasiado cortés en tu comportamiento, cuando te declares a ella. Debes desenvolverte con cierta vivacidad, y algo novelescamente. Es más: te recomiendo que antes de decirle siquiera una sola palabra, la cojas por las manos y la estreches fuertemente en tus brazos. ¡Ah!, procura que perciba en su rostro tu cálido aliento. Te lo recomiendo de veras.

—¿Yo he de hacer eso? —preguntó William.

—Créeme que será lo más conveniente de cuanto puedas hacer o decir.

—Pero oiga: ¿qué quiere decir esto del cálido aliento? ¿Por qué quiere que haga esto?

—Te aseguro que es indispensable.

—¿Y he de cogerla violentamente? —preguntó William desconcertado.

—Eso es.

—¿Y he de estrecharla entre mis brazos?

—Exacto.

William se sumergió otra vez en el más profundo silencio.

—Bien, usted lo sabrá mejor que yo —dijo al fin—. Tiene usted experiencia, y tendrá que ser así ya que lo dice. Lo haré tal cómo me lo aconseja… ¡Bien, bien…!

—¡Así hablan los hombres! —exclamé—. Ve, muchacho, y que te ayude Dios.

En todos los proyectos humanos —y esto es lo que a menudo hace fracasar a los mejores estrategas— existe siempre la posibilidad de que aparezca el factor desconocido, el imprevisto X, en el cual no hemos pensado siquiera, y que echa a rodar todos nuestros planes. Yo no había previsto la posibilidad de que surgiese algo que pudiera desbaratar la organización de esta declaración amorosa tal como yo la había planeado; pero el miércoles por la tarde, cuando llegué al primer tee para dar a William Bates los últimos consejos que le animaran, lo cual ya significa mucho, vi que me había precipitado. William no había llegado todavía, pero Jane ya estaba allí, y con ella un joven alto, delgado, de cabello castaño, vestido impecablemente, y con una figura extraordinariamente romántica. Me era desconocido aquel muchacho, que por cierto hablaba con Jane en un tono de voz musical, sin estridencias. Ella parecía estar pendiente de sus palabras. Los bellos ojos de la muchacha estaban fijos en el rostro del joven, y sus labios se entreabrían ligeramente. Tan absorta estaba ella con su acompañante, que no se dio cuenta de mi presencia hasta que hablé.

—¿No ha llegado aún William?

Ella se volvió con sobresalto.

—¿William…? ¿No está aquí…? ¡Oh…! No, no ha venido aún. Supongo que no tardará. Voy a presentarle a Mr. Spelvin. Ha venido para pasar unas semanas en casa de los Wyndham. Y ahora dará un paseíto con nosotros.

Naturalmente, esta información fue una gran sorpresa para mí, pero yo disimulé mis sentimientos y saludé al joven con la mayor cordialidad.

—¿Acaso es usted George Spelvin, el actor? —le pregunté, estrechando su mano.

—No. Ése es mi primo —me contestó—. Yo me llamo Rodney Spelvin. No comparto las ambiciones histriónicas de mi primo. Si alguna ambición tengo en cuanto a… celebridad, es como autor de armonías.

—¿Compositor?

—Armonías verbales —explicó Spelvin—. Soy, en mi humilde condición, un poeta.

—Escribe hermosísimos versos —explicó Jane, entusiasmada—. Ahora mismo me ha recitado uno.

—Oh, ¿ése…? No tiene la menor importancia —dijo Spelvin modestamente—. Se trata de un pequeño ensayo, de un trabajo de juventud.

—¡Ah!, pues era bellísimo —insistió Jane.

—Lo que sucede —continuó Spelvin— es que usted tiene el alma apropiada para apreciarlo. Desearía que existiesen muchas más personas como usted, Miss Packard. Nosotros, los poetas, nos encontramos descentrados en este mundo rudo y materialista. La semana pasada, precisamente, un patán de editor me preguntó qué significaba mi soneto Vino del deseo —y sonrió indulgentemente—. Le contesté que aquel soneto no era un prospecto de acciones de una mina.

—Se lo podría haber pasado por las narices —comentó Jane irritada por la actitud de aquel editor.

En este momento me llamó la atención un débil silbido que oí detrás de mí, que hizo que me volviera. William Bates acababa de entrar en escena.

—¡Eh! —dijo William.

Me encaminé hacia el lugar donde él se encontraba, dejando a Jane y a Spelvin enzarzados en la más animada conversación, con las cabezas muy juntas.

—Oiga —me dijo en voz baja—. ¿Quién es ese tipo que está con Jane?

—Un tal Spelvin. Es huésped de los Wyndham. Supongo que Mrs. Wyndham les habrá presentado.

—Parece un pobre desgraciado —criticó William.

—Ha venido para dar un paseo contigo.

Para un hombre del temperamento de William Bates era imposible sobresaltarse, pero su rostro palideció.

—¿Un paseo con nosotros?

—Jane me lo ha dicho.

—Pero, oiga —dijo William—, no me será posible arrebatar violentamente a Jane y estrecharla entre mis brazos y hacer todo aquello del cálido aliento con este tipo rondando por los alrededores.

—No, me temo que no.

—Entonces, tendré que aplazarlo, ¿no es así? —preguntome William, con no disimulado alivio—. Bien; en realidad, me parece que será mejor así. A la hora de comer me han servido un formidable bisté y riñones salteados, y, dicho sea entre nosotros, no me encuentro precisamente en situación de constituirme en protagonista de ninguna escena romántica. Otra vez será.

Miré a Jane y al joven Spelvin, y un indecible temor se apoderó de mí. En la actitud de ambos advertí algo que me pareció profundamente alarmante. Me disponía a susurrar algún prudente consejo a William, para que no tomase demasiado a la ligera la llegada de aquel individuo, cuando Jane le vio, le llamó, y un momento después los tres formaban un solo grupo.

Me alejé pensativo. La aparición de este Spelvin, ocurrida inmediatamente después de la lectura de aquel libro de amor, era a todas luces siniestra. Lo sentí de veras por William, y esperé en el Club la ocasión para tener unas palabras a solas con él, después de la partida que William tenía que jugar. Vino al cabo de dos horas, radiante, y colorado.

—¡He jugado una partida formidable! —me dijo—. No es que haya acertado todos los putts, pero, en resumidas cuentas, puedo apuntarme ochenta y tres. No está mal, ¿eh? Ya sabe usted cómo es el octavo hoyo. He estado de suerte, pues he hecho una jugada…

—¿Dónde está Jane? —le interrumpí.

—¿Jane? Este Spelvin la ha acompañado a su casa.

—¡Cuidado con él, William! —le susurré con el mayor encarecimiento—. Ve con cuidado, Bates. Si no estás alerta te arrebatará a Jane. No lo tomes a risa. Recuerda que les vi juntos antes de que tú llegaras. Ella le miraba a los ojos como sólo puede mirar una muchacha del desierto a los ojos de un jeque. Al parecer, desgraciado William Bates, no te has dado cuenta de que Jane es una chica muy romántica. Un fascinador forastero como éste, que irrumpe súbitamente en su vida, te la puede robar antes de que te percates de nada.

—Perfectamente —contestó con toda tranquilidad William—. No lamento reconocer que la misma idea se me ha ocurrido a mí. Pero he hecho juiciosas preguntas por ahí y he descubierto que este tipo es un poeta. Supongo que no creerá seriamente que yo vaya a creer que existe ninguna posibilidad de que Jane se enamore de él.

Hablaba con un tono de incredulidad, porque existen tres cosas en el mundo que él tenía en el más bajo concepto: las babosas, los poetas y los caddies con hipo.

—No lo creo extremadamente posible, sino probable —contesté.

—¡Tonterías! —replicó William—. Y además, este individuo no juega al golf. Nunca ha tenido un palo en la mano, y dice que no piensa cogerlo nunca. ¡Tal es este tipo…!

Confieso que al oír esto experimenté una considerable sensación de alivio. Podía imaginar que Jane Packard, estimulada por la literatura exótica, fuera capaz de cometer muchas locuras, pero me vi obligado a reconocer que no hasta el punto de entregar su corazón a un hombre que no solamente no jugaba al golf sino que ni siquiera tenía los menores deseos de hacerlo en su vida. Para una muchacha como ella, un esposo de esta especie sería una verdadera desgracia. Me encaminé a casa, acompañado de William, en un estado de espíritu más tranquilo y confiado.

Pero no había pasado una semana cuando pude enterarme de que la mujer es el problema más insondable e ignoto que los hombres jamás podremos resolver.

La semana siguiente fue de grandes festejos en aquel pueblo. Hubo bailes, excursiones, salidas a la playa y todo cuanto se acostumbra a hacer en verano. En todos aquellos actos apenas tomó parte William Bates. El baile no era precisamente uno de sus puntos más fuertes. Porque si bien sabía arrastrar los pies, ello no bastaba, y le había conquistado una mala reputación el hecho de poseer la costumbre de dejarse caer con todo su peso sobre los dedos de los pies de su pareja, por lo que alguna que otra muchacha se había visto obligada a pasar unos días en cama después de haber colaborado con él en la ejecución de algún fox-trot.

Por lo demás, las excursiones le hastiaban, y siempre prefería darse una vuelta por los links a hacer una salida a la playa para bañarse. La consecuencia de todo esto era que prácticamente se hallaba alejado de las fiestas, y, durante toda aquella semana, Jane Packard fue escoltada por Rodney Spelvin. Con Spelvin bailó sobre el parqué encerado; con Spelvin fue a los baños, y fue Spelvin quien obsequiosamente le preparó los ingredientes de su mayonesa, en la excursión. El final era inevitable. Por si esto fuera poco, aquellas excursiones se hacían de noche, a la luz de la luna llena que brillaba aquellos días. Y ya sabe usted lo que significa esto. Diez días después, poco más o menos, me vino a ver William Bates en ocasión de que yo me encontraba en mi jardín. Se me apareció con una expresión propia del hombre que lo ve todo perdido.

—Oiga —me dijo William—, ¿está ocupado ahora?

Acabé de vaciar el resto del contenido de la regadera sobre un arriate de flores, y me puse a su disposición.

—¿Sabe usted —me dijo William—, que ha ocurrido una cosa muy lamentable…? ¿Conoce a Jane?

Le contesté que conocía a Jane.

—¿Conoce también a Spelvin?

Le contesté que conocía a Spelvin.

—Pues bien —prosiguió William, con cierto enfado—. Jane se ha prometido con Spelvin.

—¿Qué?

—Tal como se lo digo.

—¿Ya?

—¡Ya! Me lo ha dicho ella esta mañana. Y lo que quiero ahora —añadió el pobre muchacho dejándose caer sobre una cesta de fresas— es saber qué tengo que hacer.

Lo sentí en el alma, pero no pude contenerme y le recordé que ya se lo había advertido.

—No tendrías que haberles dejado tanto tiempo solos —le dije—. Era obligación tuya haber sabido que no existe nada que conduzca más directamente al amor que la luna de junio. Hasta se han escrito canciones sobre este detalle, aunque en este momento no puedo recordar ninguna.

—Sí, pero ¿cómo podía adivinar yo que iba a ocurrir una cosa semejante? —exclamó William, levantándose y quitándose las fresas que se le habían pegado en el cuerpo—. ¿Quién habría supuesto nunca que Jane Packard iba a enamorarse de un individuo que no juega al golf?

—Ciertamente. Como bien dices, parece increíble. ¿Estás seguro de que la entendiste bien…? Me refiero a lo que te dijo cuando te explicó su noviazgo con Spelvin. ¿No existe ninguna posibilidad de que la interpretación sea errónea?

—Ninguna, en absoluto. En realidad, lo que nos ha llevado a hablar de este asunto ha sido que yo me decidiera a declararme. Durante los últimos diez días, he pensado mucho en lo que usted me dijo a este respecto, y cuanto más pensaba en ello, más extraño me parecía. De modo que he esperado un momento en que la pudiera encontrar sola, en el Club, y le he dicho: «Oye, Jane: ¿qué te parece esto?» Y ella me replicó: «¿Qué me parece el qué?» Y yo le dije: «¿Qué te parece si nos casáramos? Desde luego si tú no aceptas yo tampoco acepto, pero tengo que decirte que a mí la perspectiva me parece espléndida». Ella entonces fue cuando me dijo que amaba a otro, a este tipo de Spelvin, para puntualizar. He pasado un mal rato, se lo aseguro. Me fui después a hacer una partidita de golf, y le aseguro que he pifiado todas las jugadas.

—Pero ¿ha dicho Jane concretamente que estaba prometida con Spelvin?

—Ha dicho que le amaba.

—Entonces, aún puede existir una esperanza. Si ella no está irrevocablemente comprometida con él, este amorío puede pasar. Me parece que iré a ver a Jane, y le haré algunas preguntas con la mayor discreción posible.

—Lo deseo vivamente —exclamó William—. Y, óigame, ¿no tiene por ahí algún ingrediente para quitar las manchas del zumo de fresas de los pantalones?

La entrevista que aquella tarde tuve con Jane no sirvió para otra cosa que para confirmar la mala noticia. Sí, estaba definitivamente prometida con Spelvin. En un momento de infantil expansión de su corazón, me explicó todos los detalles de aquel asunto.

—La luna fulgía y una suave brisa susurraba entre los árboles —me dijo—. Súbitamente, él me estrechó entre sus brazos, me miró fijamente a los ojos, y exclamó: «¡Te amo! ¡Te adoro! ¡Tú eres el árbol del que pende la fruta de mi vida; eres mi alma gemela! ¡Eres la mujer que me está predestinada desde que brilló la primera estrella en el cielo!»

—Delicioso —comenté yo—. ¿Y luego? —añadí, pensando en la pobre y vacilante declaración del desgraciado William Bates.

—Luego decidimos casarnos en el próximo setiembre.

—¿Estás segura de obrar cuerdamente? —me aventuré a preguntarle.

—¿Por qué dice usted eso? —dijo ella, atónita.

—Ya verás: Sean cuales fueren los méritos de tu novio, y sin duda alguna posee muchos, Rodney Spelvin no juega al golf.

—No, pero es muy liberal en todo.

Me estremecí. Las mujeres dicen estas cosas muy a la ligera.

—¿Liberal?

—Sí. No le preocupa nada que yo juegue. Dice que le agradan mis deliciosos entusiasmos.

Ante esto, parecía que ya no quedaba nada más que decir sobre el tema.

—Bueno —añadí—. Puedo asegurarte de que deseo tu felicidad con todo el corazón. Y que en mis deseos de verte feliz, había alimentado la ilusión de que… pero, ahora ya no importa…

—¿El qué?

—Ya que me lo preguntas, te diré que me había hecho la ilusión de que tú y William Bates…

Una sombra entenebreció por un momento las facciones de la muchacha. Sus ojos adquirieron una expresión de tristeza.

—¡Pobre William! Lo siento mucho por él, porque le aprecio.

—Es un muchacho excelente —añadí.

—Se me ha portado muy bien, en este asunto. Muchos hombres habrían armado un gran alboroto o algo por el estilo. En cambio, William se limitó a decirme en voz baja: «Bueno», y hasta aceptó hacerme de caddie en Mossy Heath la semana próxima.

—Es un gran muchacho.

—Sí —contestó ella—. Si no existiese Rodney…

Pensé que sería acertado cambiar de conversación.

—Entonces, ¿has decidido ir a Mossy Heath?

—Sí: decididamente, voy este año, a ver si consigo clasificarme.

El torneo anual de Mossy Heath era uno de los más importantes acontecimientos que se celebraban en el mundo golfista femenino local. Como suele hacerse en esta clase de competiciones, empezaba con un partido de clasificación para la medalla; y luego las treinta y dos jugadoras que tuviesen puntuación más baja seguían jugando las eliminatorias durante el transcurso de la semana. Me alegró mucho saber que Jane hablaba con tanta confianza de sus posibilidades de éxito, porque aquél era el cuarto año que tomaba parte en el torneo, y cada vez, aunque empezaba con las mejores perspectivas, fracasaba a mitad del camino. Como tantos otros golfistas, ella estaba mucho mejor en los partidos por hoyos que en los partidos por golpes. Mossy Heath, por ser un terreno para campeonatos, está lleno de obstáculos, y en cada una de las tres ocasiones que ella había jugado allí, tropezó siempre con dificultades que le echaban a perder su partida y la clasificación. A mí me gustó verla en aquel animoso estado de espíritu, lo cual demostraba que los fracasos no hacían mella en ella.

—Estoy seguro de que este año llegarás a clasificarte —le dije—. Juega cuidadosamente, como siempre haces.

—Es igual que juegue de un modo que de otro, esta vez —contestó Jane risueña—. Me acabo de enterar de que este año sólo hay treinta y tres inscripciones, de modo que todos los que terminen podrán clasificarse. Simplemente, tengo que procurar llegar hasta el fin, y ya estoy clasificada.

—En estas circunstancias, parecería algo superfluo jugar ninguna partida para clasificarse.

—¡Oh, pero tienen que hacerlo! Ya verá usted: hay premios para los tres que obtengan las mejores clasificaciones. Pero ¿no es un consuelo pensar que aunque llegue a tropezar en aquel endiablado séptimo, como me ocurrió el año pasado, no dejaré de clasificarme?

—Efectivamente. Tengo la convicción de que tan pronto como obtengas puntuación para tomar parte en el partido del campeonato, serás irresistible.

—No espero yo tanto. Pero sería delicioso ganar la partida teniendo por espectador a Rodney.

—¿Asistirá Rodney al partido?

—Sí. Me acompañará allí. ¿Verdad que es muy amable?

Como que el nombre de su novio había vuelto a entrar en la conversación, la muchacha parecía dispuesta a derrochar su elocuencia hablando de él. Pero yo la dejé antes de que lo hiciera. Para un individuo tan partidario de William como yo, el solo nombre de Rodney Spelvin me repelía. Yo desaprobaba totalmente este entusiasmo de la chica. No soy un hombre de miras estrechas, y concedo liberalmente que los que no son golfistas también tienen derecho a casarse; mas no les considero dignos de hacerlo con una muchacha que llegue a clasificarse en el campeonato femenino de Mossy Heath.

La junta del campeonato, como hacen siempre todas las juntas para justificar su existencia, ha modificado considerablemente los campos de golf de Mossy Heath, desde el tiempo en que le estoy hablando, aunque ha dejado incólumes los hoyos más dificultosos. Me refiero al cuarto, al séptimo y al decimoquinto. Aun una junta sin alma parece haber comprendido que los golfistas, que ya sufren lo suyo, pueden perder la paciencia, y que la adición de algún nuevo zarzal en algunos de los hoyos más peligrosos puede producir altercados en el interior del Club.

Jane Packard lo hizo muy bien en los tres primeros hoyos; pero cuando llegó al cuarto se dio cuenta de que, a pesar de que aquél era uno de sus mejores días, se hallaba algo nerviosa; y, cosa más rara aún, a pesar de su gran amor por Rodney Spelvin, no era precisamente su presencia lo que le daba en aquel momento más ánimos, sino la presencia del ancho y cordial rostro de William Bates, así como el sonido de su agradable voz, instándola a que mantuviese la cabeza agachada y dándole consejos por el estilo.

En realidad, y para decir completamente la verdad, en aquellos momentos ya empezaba a germinar en la muchacha una leve sensación de desagrado porque Rodney Spelvin se hubiera decidido a acompañarla al campeonato. Claro que había sido muy amable molestándose en ir, pero, a pesar de todo, alrededor de Rodney parecía existir algo que no cuajaba completamente con la atmósfera de una partida de campeonato. Él era el único amor de su vida, y sus almas estaban unidas para la eternidad, pero subsistía el hecho de que no parecía que él pudiera estarse quieto mientras ella iba haciendo las jugadas, y su ligero canturreo, a pesar de lo musical que era, no cuadraba muy bien con la austeridad de un campo de golf. Ahora, en el momento en que ella estaba preparándose para darle a la pelota, él seguía canturreando, y la muchacha se sintió presa de un súbito ataque de irritación. Lo ahogó bravamente y se concentró en lo que hacía, y cuando la pelota saltó por encima del zarzal, olvidó por completo todo su resentimiento. Nada existe tan apaciguador como una buena jugada.

—¡Colosal! —dijo William Bates, aludiendo a la magnífica jugada de la muchacha.

Jane le dio las gracias con una cariñosa sonrisa, y se volvió hacia Rodney. Necesitaba el aplauso de él. Pero él no era golfista, y ni siquiera era capaz de poder apreciar que lo que acababa de hacer la muchacha era una jugada verdaderamente fuera de lo corriente.

Rodney Spelvin estaba vuelto de espaldas, mirando el paisaje que se extendía delante de él, con una mano puesta a modo de pantalla encima de los ojos.

—Este panorama —dijo Rodney— es magnífico. Tan silencioso, tan verde, y bañado por esta dorada luz del sol… Me hace pensar en la isla del valle de Avilion…

—¿Has visto mi jugada, Rodney?

—… donde no llueve, ni graniza, ni nieva, ni siquiera sopla nunca el viento furiosamente… ¿Eh…? ¿Tu jugada…? No, no la he visto.

De nuevo volvió a experimentar Jane Packard la misma sensación de antes. Pero se le disipó pocos momentos después, sumidos todos sus pensamientos en el éxtasis del perfecto golpe que acababa de dar, y que hizo describir a la pelota una magnífica curva en el aire. La última vez que había jugado en aquel hoyo, había necesitado siete golpes, porque todo aquel green estaba cubierto de obstáculos de arena, y cada pelota quedaba metida en hondonadas; pero esta vez lo había hecho con sólo dos, y la vida le parecía maravillosa. El putting era su punto fuerte, de modo que no existía ningún motivo para dejar de creer que necesitaría sólo cuatro golpes para salir con bien de los peores greens que le faltaba jugar para concluir la partida. Toda ella resplandecía con una extraordinaria emoción en el momento en que tomó el putter, y cuando dio el golpe a la pelota, ésta se elevó en el aire de tal modo, que parecía ir acompañada de una maravillosa melodía.

Y hasta el momento en que ella se doblegó para concentrarse en la línea de su putt no se dio cuenta de que aquella música le molestaba. Se puso entonces a escuchar, y descubrió que procedía de Rodney Spelvin, quien estaba en pie contiguo a ella, tarareando una antigua canción de amor francesa. Era la clase de canción de amor francesa que a ella le habría gustado estar escuchando en un jardín, a la luz de la luna. Pero en los campos de golf de Mossy Heath, aquella musiquilla le atacó los centros nerviosos.

—¡Rodney, por favor…!

—¿Qué…?

Jane se encontró pensando que preferiría que Rodney no le contestara «¿qué?» cada vez que ella le dirigía la palabra.

—¿Sentirías mucho dejar de tararear de este modo? —le dijo Jane—. Quiero concentrarme para este putt.

—Concéntrate, niña, concéntrate tanto como quieras —contestó Rodney Spelvin con tono indulgente—. No sé qué quieres decir con esto, pero si el concentrarte tiene que hacerte feliz, concéntrate tanto como gustes.

Jane se volvió a inclinar sobre la pelota. Tomó bien la puntería. Y levantó su putter hacia atrás, con infinito cuidado.

—¡Por Dios! —exclamó Rodney Spelvin, dando un salto como si hubiera estallado una bomba.

La pelota de Jane, golpeada certeramente, salió disparada, chocó cerca del hoyo, y rodó por espacio de unas tres yardas. Jane se fue corriendo tras de ella, llena de ansiedad. Spelvin señaló, en aquel momento, un punto en el horizonte.

—¡Qué maravilla de color! —exclamó él—. ¿Has visto jamás semejante colorido?

—¡Oh, Rodney! —suspiró ella.

—¿Qué?

Jane tragó saliva y siguió su camino tras la pelota. Su cuarto putt hizo que la pelota cayera en el hoyo.

—¿Ya has ganado? —le dijo cariñosamente Rodney.

Jane se encaminó hacia el quinto green en silencio.

Los hoyos quinto y sexto de los campos de Mossy Heath son largos pero ofrecen pocas dificultades a los que saben calcular bien las jugadas. Es como si el arquitecto del campo se hubiera abandonado en estos dos, a fin de que su mente maligna se encontrara refrescada para poder llegar a concebir aquel horripilante séptimo. Como es posible que recuerde usted, era éste precisamente el hoyo en el que Sandy McHoots, que entonces era campeón, obtuvo un once en una ocasión muy importante. Es un hoyo muy corto, y un pleno golpe de mashie puede salvar todo el green, con tal de que pueda evitar el río que corre inmediatamente detrás del tee, y que parece le está pidiendo al jugador que le eche alguna pelota con que poder jugar también él. Sin embargo, una vez se ha llegado al green, el problema consiste en saber mantenerse en él. Todo el green tiene aproximadamente la extensión de una sencilla alfombra de salón, y en verano, cuando el terreno está duro, una pelota que no tenga el máximo de espinazo es muy fácil que sólo toque muy suavemente el suelo y vaya a parar tranquilamente al río que está detrás; porque aquel green está formado por una isla, alrededor de la cual el río se retuerce como una serpiente. Le refresco la memoria con estos detalles, a fin de que pueda usted hacerse cargo por completo de las dificultades con que tenía que enfrentarse Jane.

La muchacha que formaba pareja con Jane jugó en primer término, y soltó una magnífica pelota alta, que cayó en uno de los bunkers de la izquierda. Era una compañera de juego callada, de aspecto paciente, y al parecer consideró que aquello era altamente satisfactorio. Se retiró del tee, para dejar sitio a Jane.

—Magnífico —dijo William Bates un momento después.

Porque la pelota de Jane, describiendo un arco perfecto estaba cayendo, al parecer, en el mismísimo hoyo.

—¡Oh, Rodney, mira! —exclamó Jane.

—¿Qué…?

Esta palabra quedó ahogada por un terrible grito de angustia que lanzó su prometida. Había ocurrido la más terrible de las tragedias. La pelota tocó el green, saltó sobre el césped como un corderillo, pasó por delante del hoyo, y emprendió una loca carrera montículo abajo.

Hubo un silencio. La compañera de Jane, que estaba en el banco que había cerca de un árbol, leyendo una edición de bolsillo de la obra de Vardon Lo que deberían saber todos los jóvenes golfistas, con el cual se había ido alimentando a ratos perdidos durante aquella partida, no había observado el incidente. William Bates, con el tacto del verdadero golfista, se abstuvo de comentarios. Jane también se contenía a duras penas. Estaba destinado a Rodney Spelvin romper el silencio.

—¡Muy bien! —dijo.

Jane Packard se volvió hacia él como mordida por un escorpión.

—¿Por qué dices que muy bien?

—Porque has lanzado la pelota mucho más lejos que tu compañera.

—La he echado al río —dijo Jane, en voz baja, sin entonación.

—¡Formidable! —exclamó Rodney Spelvin, disimulando delicadamente un bostezo con su fina mano derecha—. ¡Formidable! ¡Formidable!

Jane hizo una mueca de pena, y puso otra pelota.

—Juego la tercera —exclamó.

La estudiante de Vardon señaló el punto del libro con el pulgar, levantó la vista y reanudó la lectura.

—¡Buena ju…! —empezó a decir William Bates en el momento en que la pelota salió despedida del tee, pero se calló súbitamente.

Porque vio en seguida que la muchacha había puesto poca fuerza en aquel golpe. La pelota caía. Y cayó. Y un chorro de agua cristalina se elevó del río en el momento de recibir la pelota. Ésta quedó flotando en la superficie de la corriente, a muy poca distancia de la isla. Pero, como se ha dicho con el mejor acierto, mal es poco y mal es demasiado.

—¡Juego la quinta! —dijo Jane, entre dientes.

—¿Qué tal? —preguntó Rodney, parlanchín, encendiendo un cigarrillo—. ¿Es que bates el «récord»?

—Juego la quinta —dijo Jane, con amenazadora calma.

Y cogió su palo.

—Un momento —dijo William Bates, de pronto—. Oye, creo que puedes jugar la última pelota desde el mismo lugar en que está flotando. Supongo que un buen niblick podría sacarla de allí, y tendrías la probabilidad de hacer un cuatro o un cinco. Merece la pena probarlo, ¿no te parece? Quiero decir que lo mejor es aprovechar los golpes.

Los ojos de Jane brillaron de nuevo al dirigir a William una mirada de infinita gratitud.

—Me parece que podré.

—Por lo menos, merece la pena probarlo.

—Allí hay un bote.

—Yo remaré —dijo William.

—Yo me pondré de pie en medio de la barca y daré un golpe —dijo Jane.

—Y éste —dijo William señalando con un movimiento de cabeza a Rodney Spelvin, que estaba paseando arriba y abajo del tee tarareando una barcarola veneciana—, llevará el timón.

—William —le dijo Jane, entusiasmada—, ¡eres un tesoro!

—¡Oh; no lo creo! —contestó William, modestamente.

—No existe otro como tú en el mundo. ¡Rodney!

—¿Qué? —dijo Rodney Spelvin.

—Nos vamos con esta barca. Quiero que lleves el timón.

El rostro de Rodney Spelvin mostró el contento que le producía aquel cambio de programa. El golf le fastidiaba; en cambio, un paseo en barca estaría muy bien.

—¡Estupendo! —dijo—. ¡Estupendo!

En el rostro de Rodney se reflejaba una expresión de ensueño. Aquélla era precisamente la idea que tenía él del modo ideal de pasar una tarde de verano. Dejarse arrastrar por la argéntea corriente del río… Cerró los ojos, y empezó a murmurar en voz baja:

—«Las aguas se arrastran mansamente hacia la orilla, llenas de suspiros leves como sonrisas; como aguas encantadas de un lago entre flores, avanzan suavemente y…» ¡Ay…! ¡Oh…!

Porque en aquel momento la plateada superficie del río recibió el violento golpe de un niblick. Se tambaleó la barca como si estuviese borracha, y por encima del sombrero de Panamá y del traje de franela gris que llevaba puestos Rodney cayó una verdadera cascada de agua.

—¡Ay…! ¡Oh…! —exclamó Rodney Spelvin.

Se enjugó los ojos, y miró en actitud de reproche. Jane y William estaban mirando fijamente la profundidad del agua.

—La he fallado —dijo Jane.

—Allí está —dijo William, señalándola—. ¿Lista?

Jane levantó el niblick.

¡Eh! ¿Qué pasa? —gritó Rodney, al recibir otra cascada de agua.

Se limpió las gotas que inundaban su rostro, y observó que Jane le miraba con hostilidad.

—Me gustaría que no hablases de este modo cuando preparo la jugada —le dijo de mal talante—. Otra vez me has hecho fallar la pelota. Si no te puedes estar quieto, hubiera sido mucho mejor que no hubieses insistido en venir. ¿Lo ves, William?

—Ahí está —contestó William Bates.

—¡Qué…! Supongo que no volverás a repetir esta operación —gritó Rodney Spelvin.

Jane apretó fuertemente los dientes.

—Estoy decidida a hacer subir esta pelota al green aunque tenga que pasarme aquí toda la noche —le dijo.

Rodney Spelvin la miró y se estremeció. ¿Era aquélla la tierna y mansa muchacha que él había amado? ¿Esta Ménade…? Los cabellos mojados le caían a mechones sobre el rostro, y los ojos le brillaban con destellos que no tenían nada de terrenales.

Jane dio un golpe con el pie en el suelo.

—¿Por qué diablos estás metiendo todo este alboroto, Rodney? —le dijo—. ¿Dónde está, William?

—Allí —dijo William—. Juegas la sexta.

Una perfecta compenetración pareció animar a los dos jóvenes.

¡Chap!

La mujer que estaba en la orilla levantó los ojos que había tenido puestos en su Vardon, al oír el chillido que dio Rodney Spelvin. Vio una barca en el agua, un hombre que remaba, otro hombre sin sombrero, gesticulando en el timón, y una muchacha azotando el agua con su niblick. Movió plácidamente la cabeza, comprendiendo perfectamente toda la operación. Ella también habría hecho uso del niblick en tales circunstancias. Todo le pareció perfectamente regular y ortodoxo. Por consiguiente, reanudó la lectura.

¡Chap!

—¡Quince! —dijo Jane.

—¡Quince está bien! —dijo William.

¡Chap… Chap… Chap…!

—¡Cuarenta y cuatro!

—Cuarenta y cuatro está bien.

¡Chap… Chap… Chap…!

—¿Ochenta y tres? —preguntó Jane, quitándose los cabellos que le tapaban los ojos.

—No. Sólo ochenta y dos —dijo Bates.

—¿Dónde está?

—Allí va.

Una lamentable figura se levantó violentamente en la popa de la barca, echando agua como una fuente pública. Por unos momentos, que a él le parecieron una eternidad, Rodney Spelvin estuvo farfullando y sacudiéndose el agua. Saltó de su asiento, y al mismo tiempo Jane soltó un golpe con toda la fuerza de que era capaz. Hubo un ¡chap!, en comparación con el cual los otros que se habían oído anteriormente no habían sido absolutamente nada. La barca volcó y se alejó, arrastrada por la corriente, a la deriva. Tres cuerpos quedaron hundidos en el agua, de la cual emergieron a poco las tres cabezas.

La mujer que se encontraba en la orilla miró con la mirada perdida, pero hacia la dirección en que se encontraban los náufragos. Luego reanudó la lectura.

—No está mal —dijo Bates—. Tocamos fondo.

—¡La bolsa! —gritó Jane—. ¡La bolsa de los palos!

—Debe de haberse hundido —dijo William.

—Rodney —le dijo Jane—, la bolsa de los palos debe de estar sumergida por aquí. Zambúllete y nada hasta que la encuentres.

—No puede estar muy lejos de aquí —le dijo William Bates, para darle ánimos.

Rodney Spelvin se irguió en toda su altura, lo cual no era cosa fácil porque el lugar donde había ido a parar tenía un fondo de cieno.

—¡Malditos sean todos tus palos! —gritó, perdida ya toda su compostura—. ¡Me marcho a casa!

Caminando penosamente, asomando la cabeza de cuando en cuando y sumergiéndose en ocasiones, llegó a duras penas a tierra. Se detuvo un momento en la orilla, su silueta se recorto unos instantes sobre el cielo, y desapareció.

Jane Packard y William Bates le vieron partir con la mayor sorpresa.

—No lo habría imaginado nunca —dijo Jane, asombrada—. Jamás llegué a soñar que fuese de esta manera.

—¡Una calamidad! —comentó Bates.

—¡Una persona que se trastorna de este modo por tan poca cosa!

—Debe de ser un hombre de mal carácter —dijo William Bates.

—¡Caramba! Si una bagatela como ésta le hace volver tan rudo, brutal y repelente, no estaría muy «segura» una, casándose con él.

—Sería un mal asunto —corroboró William Bates—. Éste debe ser de aquellos tipos que echan agua a la leche del gato y dan de patadas al bebé.

Respiró hondamente y desapareció en el agua, para reaparecer al cabo de pocos momentos.

—Aquí están tus palos —dijo—. No ha sido nada difícil encontrarlos.

—¡Oh, William! —dijo Jane—. Eres el hombre más maravilloso del mundo.

—¿Lo crees así? —preguntó William.

—Estaba loca, loca de remate, cuando me prometí con este bruto.

—Oye —dijo William Bates, quitándose una anguila que se le había metido en un bolsillo de la americana—. Soy completamente de tu parecer. He pensado muchas veces esto que acabas de decir, pero no me gusta decírtelo a ti. Lo que quiero decir es que una chica como tú, aficionada al golf y tal, tendría que casarse con un individuo como yo, aficionado al golf y cosas por el estilo.

—¡William! —exclamó Jane apasionadamente, quitándose una lagartija acuática que se le había metido en la oreja derecha—. ¡Con toda mi alma!

—Si te fijas bien, era un absurdo casarse con un individuo que no juega al golf.

—Romperé el noviazgo tan pronto como llegue a casa.

—Es lo mejor que puedes hacer, muchacha.

—¡William!

—¡Jane!

La mujer que estaba en la orilla, levantó la vista al volver una página, y vio a un joven y una muchacha que se abrazaban con agua hasta la cintura. Y reanudó la lectura.

Jane fijó una amorosa mirada en los ojos de William.

—William —le dijo—; me parece que te he amado toda la vida.

—Jane —dijo William— yo sí estoy seguro de que te he querido toda la vida. Estuve a punto de decírtelo una docena de veces, pero siempre salía algún obstáculo.

—William —dijo Jane—, eres un ángel y un tesoro. ¿Dónde está la pelota?

—Por allí asoma.

—¿Juego el ochenta y cuatro?

—Eso es —dijo William—. Juega despacio, fija la vista en la pelota y no te precipites.

La mujer que estaba en la orilla empezó a leer el capítulo veinticinco.