En el campo de juego de bolos que estaba detrás del club, se desarrollaba una partida. Los asientos diseminados entre el césped se veían muy concurridos, y el Socio Veterano, que se hallaba sentado en su sillón favorito del fumador, podía oír perfectamente los gritos de los jugadores. El Socio Veterano se revolvió inquieto en su asiento, y en su venerable frente se marcó una arruga. Para el Socio Veterano, un club de golf era un club de golf, y le dolía la intromisión de elementos ajenos. Él se había opuesto a la creación de unas proyectadas pistas de tenis; y la proposición de construir un campo para el juego de bolos le había conmovido hasta lo más profundo.
Un joven que llevaba lentes entró en el fumador. Su elevada frente aparecía sombría, y pidió que le trajeran una cerveza de jengibre, con el ademán del que está convencido de que se la ha ganado plenamente.
—¡Gran ejercicio! —exclamó mirando a el Socio Veterano.
El Socio Veterano dejó la revista que estaba hojeando, y miró sospechosamente a su compañero.
—¿Qué tal ha ido la partida? —preguntó.
—¡Oh, no jugaba al golf! —dijo el joven—. Jugaba a los bolos.
—¡Qué asco! —exclamó el Socio Veterano fríamente.
Y reanudó la lectura.
—No sé por qué dice esto —replicó—. Es un juego espléndido.
—Lo clasifico —explicó el Socio Veterano— entre los juegos infantiles.
El joven se quedó pensativo por espacio de unos momentos.
—Sea como fuere —dijo al fin—, era lo bastante bueno para que Drake jugara a este juego.
—Como no tengo la satisfacción de conocer a su amigo Drake, no puedo apreciar el valor que tenga la opinión que este juego pueda merecer a dicho caballero.
—Me refiero al gran Drake de la Armada Invencible. Estaba jugando a los bolos en Plymouth cuando le dijeron que la Armada estaba a la vista, y contestó: «Tenemos tiempo de acabar la partida». Esto es lo que Drake pensaba de los bolos.
—Si hubiese sido golfista, habría prescindido completamente de la Armada.
—Eso es fácil decirlo —contestó el joven, acaloradamente—, pero la historia del golf, ¿puede sacar a relucir un caso semejante?
—Un millón, si usted quiere.
—Pero usted los ha olvidado todos, ¿eh? —dijo el joven sarcásticamente.
—Al contrario —repuso el Socio Veterano—. Como ejemplo típico, ni más ni menos notable que otros cien, escogeré el caso de Rollo Podmarsh, para contárselo.
Se retrepó cómodamente en su asiento, y juntó los dedos de sus manos.
—El tal Rollo Podmarsh…
—¡No, no; oiga! —exclamó el joven, consultando su reloj.
—El tal Rollo Podmarsh…
—Sí, pero…
—El tal Rollo Podmarsh —insistió el Socio Veterano—, era único hijo de su madre viuda. Y como otros jóvenes que se hallan en tal situación, estaba excesivamente mimado y hacía de su madre lo que quería. Es más, puede decirse que hacía lo que le daba la gana. Tenía veintiocho años de edad, e invariablemente llevaba franela encima de la piel, se cambiaba los zapatos tan pronto como estaban algo mojados, y, desde setiembre hasta mayo, inclusive, jamás se acostaba sin tomar un tazón de arrurruz caliente. No era, que digamos, de esa clase de hombres de que salen los héroes, diría usted. Pero se equivocaría. Rollo Podmarsh era golfista, y, por consiguiente, su corazón era de oro puro; y en sus momentos de crisis, toda la bondad que existía en su interior, salía a la superficie.
Al hacerle a usted este esbozo del carácter de Rollo, me he esforzado en ofrecérselo ameno, porque observo que usted está muy inquieto, y persiste en sacar continuamente el reloj y mirar la hora.
Permita que le diga que si un simple croquis del joven le causa este efecto, le felicito a usted porque no ha conocido a la madre de Rollo. Mrs. Podmarsh se pasaría horas enteras hablando con la mayor satisfacción sobre el carácter y las costumbres de su hijo. Y en la velada de setiembre en que yo se la presento, aunque, en realidad, había estado hablando sólo por espacio de diez minutos, aquel rato había parecido una eternidad a la joven Mary Kent, que era una interlocutora en la segunda parte de la conversación.
Mary Kent era hija de una antigua amiga de colegio de Mrs. Podmarsh, y había venido para pasar el otoño y el invierno con ella, mientras sus padres efectuaban un viaje por el extranjero. La perspectiva de ir a aquella casa no había agradado nunca a Mary; pero a los diez minutos de oír a Mrs. Podmarsh disertar sobre Rollo comenzó a forjar planes sobre sábanas anudadas que le servirían para huir aprovechando la oscuridad de la noche, a través de la ventana de su dormitorio.
—Es un riguroso abstemio —dijo Mrs. Podmarsh.
—¿Sí?
—Y no ha fumado en toda su vida.
—¡Caramba!
—Pero ahí viene él mismo, en persona —dijo Mrs. Podmarsh orgullosamente.
Por la carretera avanzaba hacia ellos una figura alta, bien trajeada, con una americana Norfolk y unos pantalones de franela gris. De sus anchos hombros pendía el estuche de los palos de golf.
—¿Es éste Mr. Podmarsh? —exclamó Mary.
Estaba sorprendida. Después de todo lo que había estado oyendo sobre el arrurruz, la franela encima de la piel y todo lo demás, se había imaginado que el hijo de la casa sería un ejemplar de lo más raro. Esperaba ver a un joven enclenque con gafas y un bigotillo apenas dibujado. En cambio, la persona que se acercaba podía haberse hecho pasar por un púgil salido del campo de entrenamiento de Jack Dempsey.
—¿Juega al golf? —preguntó con interés, pues ella era entusiasta de este juego.
—¡Oh, sí! —afirmó Mrs. Podmarsh—. Tiene particular interés en salir a los links una vez al día. Dice que el aire fresco le abre el apetito.
Mary, que había empezado a despreciar a aquel Rollo tal como lo presentaba la descripción del mismo hecha por su madre modificó algo su punto de vista, al saber que era amante del golf. Pero ahora volvió a su primitiva opinión. Un hombre que jugaba a aquel noble juego por tan bajos motivos no pertenecía a la buena sociedad.
—Rollo es un excelente jugador —prosiguió Mrs. Podmarsh—. Llega a ciento veinte en cada partido, mientras que Mr. Burns, que es considerado entre los mejores del club, pocas veces logra obtener ochenta. Pero Rollo es muy modesto, la modestia es una de sus más bellas cualidades, y jamás adivinaría nadie que es tan hábil, si no se lo dicen… Hola, queridito Rollo. ¿Ha ido bien la partida? ¿No vienes con los pies mojados? Te presento a Mary Kent.
Rollo Podmarsh estrechó la mano a Mary Kent. Y aquel contacto aumentó mil veces la extraña sensación que se había apoderado de él a la vista de aquella muchacha. Como advierto que vuelve usted a consultar el reloj, no me entretendré en describir las emociones de ambos con toda la extensión con que podría hacerlo. Simplemente, diré que jamás había experimentado el muchacho nada semejante a aquel delicioso éxtasis. Como usted debe de haber adivinado ya, Rollo Podmarsh quedó enamorado al momento. Lo que hace que aún sea más triste el hecho de que Mary le mirara como a un bicho raro en aquel momento.
Mrs. Podmarsh, después de estrechar a su hijo en un fuerte abrazo, retrocedió un paso, profiriendo una exclamación:
—¡Rollo! —exclamó—. ¡Tú hueles a tabaco…!
Rollo pareció no saber qué decir.
—Ya verás, mamá. El caso es que…
Un grueso bulto que se veía en el bolsillo de la americana atrajo la atención de Mrs. Podmarsh. Metió la mano en el bolsillo, y sacó de él una gran pipa.
—¡Rollo! —exclamó, enfurecida.
—Ya verás, mamá. El caso es que…
—¿No sabes —gritó Mrs. Podmarsh— que el fumar es venenoso y perjudicial para la salud?
—Sí. Pero el caso es que…
—Produce dispepsia nerviosa, insomnio, náuseas en el estómago, dolor de cabeza, debilidad de la vista, manchas rojizas en la piel, irritación de garganta, asma, bronquitis, carditis, perturbaciones pulmonares, catarros, tristeza, neurastenia, pérdida de memoria, pérdida de la fuerza de voluntad, reumatismo, lumbago, ciática, neuritis, enfermedades del hígado, pérdida del apetito, laxitud, falta de ambiciones y alopecia.
—Sí, lo sé, mamá. Pero el caso es que Ted Ray fuma siempre, mientras está jugando, y yo pensé que quizás esto iría bien para mejorar mi estilo de juego.
Al oír estas espléndidas palabras fue cuando Mary Kent pensó que podría hacerse algo de aquel Rollo Podmarsh. No llegaré a decir que empezase a experimentar ni siquiera una millonésima de enamoramiento. Una mujer no se enamora tan súbitamente como un hombre. Pero, por lo menos, ya no le miró en lo sucesivo con desprecio. Al contrario, descubrió que empezaba a serle simpático. Pensó que Rollo era un buen mozo. Y si, como parecía probable a juzgar por la conversación de la madre, fuera preciso luchar, esto no tenía importancia, y a ella le sobraba tiempo para hacerlo.
Mr. Arnold Bennett, en uno de sus ensayos, advierte a los jóvenes solteros que vayan con sumo cuidado en los asuntos relativos a su corazón. Afirma que, en primer lugar, deberían decidir si están o no dispuestos a dejarse enamorar; luego, si es preferible casarse tarde o temprano; en tercer lugar, si sus ambiciones son tales que la esposa pueda ser susceptible de constituir un obstáculo para la carrera que se proponen seguir. Concluidos estos románticos preliminares, pueden decidirse a tratar de un modo u otro a una muchacha. Desde los tiempos de Cleopatra y Antonio, probablemente nadie se había enamorado con tanta rapidez. Puede alegarse que ya estaba enamorado antes de encontrarse a dos yardas de la muchacha. Y cada día que pasaba le encontraba más cerca de la máxima emoción.
Pensó en Mary cuando se cambiaba sus zapatos húmedos; soñaba en ella mientras se ponía la franela tocándole a la piel; y suspiraba por ella mientras tomaba el arrurruz nocturno. El joven resultó quedar tan esclavizado al objeto de su idolatría, que hasta llegó a sustraerle pequeños objetos pertenecientes a ella. Dos días después de la llegada de Mary, Rollo Podmarsh se hallaba en el primer tee, jugando al golf con un pañuelito de la chica, una polvera y una docena de horquillas también de su propiedad que él había escondido en el bolsillo de su chaleco. Mientras se vestía para la cena, solía sacarlos del bolsillo y contemplarlos, y por la noche, dormía con todos aquellos objetos colocados debajo de la almohada. ¡Dios mío! ¡Cómo adoraba a aquella chica!
Un anochecer, cuando habían salido al jardín juntos, Rollo, siguiendo el consejo de su madre, con una bufanda de lana arrollada a la garganta para preservarse del frío, se esforzó en llevar la conversación hacia el tema más importante para él. Las últimas palabras de Mary habían sido un comentario sobre los ciempiés; lo que, considerado como una sugerencia, faltaba darle alguna sutilidad. Pero Rollo no era hombre a quien pudiese desanimar esto.
—Hablando de ciempiés, Miss Kent —dijo con voz musical—, ¿ha estado usted enamorada alguna vez?
Mary guardó silencio unos momentos antes de contestar.
—Sí, una vez. Cuando tenía once años. Estuve enamorada de un prestidigitador que vino a hacer juegos de manos a casa con motivo de mi cumpleaños. Sacó un conejo y dos huevos de mis cabellos, y la vida me pareció entonces como una gran canción secreta.
—¿Nunca más, desde entonces?
—Nunca.
—Suponga usted, supongámoslo tan sólo, que usted se enamorara de alguien. ¿Qué clase de hombre tendría que ser?
—Un héroe —contestó Mary sin la menor vacilación.
—¿Un héroe? —preguntó Rollo, algo perplejo—. ¿Qué clase de héroe?
—De cualquier clase. Sólo podría amar a un hombre que fuese verdaderamente valiente, un hombre que hubiese realizado algún maravilloso acto de heroísmo.
—¿Entramos? —preguntó Rollo, con cierta rudeza en la voz—. El aire parece que está muy frío.
Por consiguiente, hemos llegado ahora a un período de la carrera de Rollo Podmarsh que habría podido inspirar aquellas líneas de Hensley sobre «la noche que me cubre, negra de polo a polo, como el abismo». Entre una cosa y otra, el pobre muchacho estaba en el más profundo de los desesperos. Digo «entre una cosa y otra», porque lo que estaba pasando en su espíritu no era solamente su desesperanza amorosa, sino que, además de sentirse desgraciado en amores, estaba profundamente entristecido con respecto a su práctica del golf, en la que no prosperaba en lo más mínimo.
Hasta ahora no me he detenido en detallar la capacidad de Rollo como golfista. Es probable que, a pesar del episodio de la pipa, muy significativo, por cierto, usted se haya permitido clasificarle cómo uno de aquellos golfistas plácidos y satisfechos (¿diremos dilettante?) que tan frecuentes son en nuestra degenerada época. No era éste su caso. Exteriormente Rollo era plácido, pero en su interior estaba consumido por una inextinguible fiebre de ambición. Sus aspiraciones no eran extravagantes. No quería llegar a ser campeón aficionado, ni siquiera ganar una medalla mensual; lo que él deseaba más fervientemente era hacer una partida con menos de cien. Una vez logrado este hecho, su intención era consagrar su carrera de golfista jugando una partida de real importancia; y ya tenía escogido su contrincante; un tal coronel Bodger, excelente golfista de edad avanzada, que en el transcurso de los últimos diez años había venido siendo una víctima del lumbago.
Pero empezó a sospechar que incluso la modesta meta que se había fijado él mismo no estuviese al alcance de sus fuerzas. Día tras día se iba al primer tee, respirando buena voluntad y esperanza, sólo para volver desmayadamente a casa, con el crepúsculo, con otro ciento veinte en su haber. No era, pues, de extrañar que empezase a perder el apetito, y comenzara a gruñir tan pronto como veía un huevo pasado por agua.
Con Mrs. Podmarsh vigilando atentamente la salud de su hijo, puede usted suponer que esta falta de apetito debía de causar inquietud en su casa. Pero sucedió que la madre de Rollo había leído recientemente un tratado médico en el cual un eminente doctor afirmaba que hoy en día se come demasiado, y que el secreto de una vida feliz es prescindir algo de los hidratos de carbono. Por consiguiente, quedó encantada al observar la moderación del joven en materia de comida, y frecuentemente lo citaba ante la pequeña Lettice Willoughby, su nieta, como ejemplo que debía ser imitado. Lettice era una muchacha muy robusta y comilona, especialmente aficionada a los puddings. Debo decir que la pequeña Lettice era hija de la hermana de Rollo, Enid, que vivía no lejos de la casa. Mrs. Willoughby se había visto en la necesidad de cumplir con una invitación y pasar unos días fuera de casa, por lo cual dejó a la pequeña Lettice al cuidado de su abuela.
Puede estar uno engañando a la gente sin cesar, pero a Lettice no se la engañaba con tanta facilidad. Una chica criada al estilo antiguo habría aceptado, sin la más leve réplica, las afirmaciones de su abuela sobre la conveniencia de no comer demasiado pudding, de evitar una excesiva presión de la sangre, y también de no servirse dos veces de un mismo manjar. Una muchacha con opiniones propias menos concretas, habría quedado impresionada por el espectáculo que ofrecía su tío rechazando la comida, y habría aceptado como buena la explicación de que hacía aquello porque la abstinencia es lo mejor para la salud. Pero Lettice era una muchacha moderna, y estaba mejor enterada de las cosas. Ella ya tenía experiencia de estas pérdidas de apetito, y sabía su significado. El primer síntoma que había precedido a la destitución del pobre Ponto, que recientemente había dimitido después de haber desempeñado por espacio de diez años el cargo de perro de la familia Willoughby, había sido la misma tendencia a no querer comer. Además, ella era una muchacha muy observadora, y no había dejado de darse cuenta de que la tristeza asomaba a los ojos de su tío. Una mañana le habló francamente, después del desayuno. Rollo se había retirado hacia el rincón más alejado del jardín, y allí le encontró sentado, con la cabeza entre las manos.
—Hola, tío —le dijo Lettice.
Rollo levantó vivamente la cabeza.
—Hola, pequeña —contestó éste, que quería mucho a su sobrina.
—¿No te encuentras bien, tío?
—No; no me encuentro bien.
—Me temo que esto sea la vejez —afirmó Lettice.
—Sí, me siento viejo —admitió Rollo—. ¡Viejo derrotado! ¡Ay, Lettice! Ríe y está alegre, mientras puedas.
—Lo haré, tío.
—Haz todo lo que puedas para conservar la infancia feliz y sin preocupaciones, como un pajarito.
—Lo haré, tío.
—Cuando tengas mi edad, comprenderás que éste es un mundo muy triste y muy vacío de esperanzas. Un mundo en que si mantienes la cabeza baja, te olvidas de que el palo de golf es el que dirige; y que si por un milagro mantienes recto el brassie, das en la hierba y pifias la jugada.
Lettice no entendió completamente lo que quería dar a entender su tío, ni de qué le estaba hablando; pero comprendió que no se había equivocado al imaginar que su tío se encontraba en alguna delicada situación, y su bondadoso corazón de niña se llenó de compasión hacia su tío. Se alejó pensativa.
Como dice el poeta, tiene que llover en cada vida. Y tanto había llovido en el corazón de Rollo que, por suerte, la Fortuna le envió, al fin, un rayo de sol, el cual ejerció un efecto tan regocijante que hasta quedó desproporcionado. Con esto quiero decir que cuando, cosa de cuatro días después de esta conversación entre Lettice y Rollo, Mary Kent le pidió que jugara una partida de golf con ella, él leyó en la invitación un significado que sólo un enamorado podría traducir. No llegaré a decir que Rollo Podmarsh considerara la invitación de Mary Kent para jugar una partidita, en el sentido de que ello significaba la revelación de la existencia de un amor inmortal; pero lo que sí es cierto es que lo consideró como el más alentador de los indicios. Le pareció que las cosas empezaban a cambiar, y que la «cotización Rollo» empezaba a subir. Desapareció la taciturnidad de días pasados; olvidó aquellos tristes y solitarios paseos entre los arbustos del rincón más alejado del jardín; olvidó que su madre le había comprado unas piezas de ropa interior, de lana, que parecían como si fuesen de pelo de caballo; olvidó que durante los tres o cuatro últimos días, el porridge del desayuno tenía un gusto muy raro. Toda su mente quedó ocupada por el sorprendente hecho de que ella se había ofrecido voluntariamente para jugar con él una partida de golf. Y se encaminaba animadamente hacia el primer tee con tanta alegría, que le faltaba poco para ponerse a cantar.
—¿Cómo jugaremos? —le preguntó Mary—. Yo soy un doce. ¿Qué handicap tienes?
Rollo estaba bajo la desventaja de no tener ningún handicap. Tenía una especie de teneduría de libros propia, en la cual contabilizaba sus jugadas y se adjudicaba las modificaciones que consideraba necesarias para quedar bien. Por consiguiente, jamás había presentado las tres tarjetas necesarias para poder clasificar su handicap.
—No lo sé de cierto —contestó—. Mi ambición es llegar por debajo de cien, pero nunca lo he logrado.
—¿Nunca?
—Nunca. Es extraño, pero siempre pasa una cosa u otra.
—Quizá lo logres hoy —le dijo Mary con voz tan alentadora, que Rollo tuvo que hacer grandes esfuerzos para contenerse y no echarse a los pies de la chica y ponerse a ladrar.
—Bien, empezaré dos hoyos por delante de ti, y ya veremos qué pasa. ¿Me tomo este honor?
Ella lanzó la pelota del modo que suelen lanzarla los que tienen un handicap de doce. No fue una gran jugada, pero sí bastante pasable.
—¡Espléndido! —gritó Rollo, devotamente.
—¡Oh, no lo sé! —dijo Mary—. Yo no diría que esta jugada tuviese nada de particular.
Mientras estaba preparándose para dar el golpe a su pelota, en el pecho de Rollo se agitaban las más titánicas emociones.
Jamás había experimentado sensaciones como aquéllas, sobre todo hallándose en el primer tee, por lo común, solía sentirse dominado por una sensación de nerviosa humildad.
—¡Oh, Mary! ¡Mary! —suspiró para sus adentros, mientras se balanceaba para dar el golpe.
Usted, que está desperdiciando miserablemente su dorada juventud en un campo de bolos, no puede comprender absolutamente el mágico significado de aquellas tres palabras. Pero si usted fuese un golfista, comprendería que al escoger precisamente aquella invocación, Rollo Podmarsh había acertado, sin saberlo siquiera, el método más conveniente para hacer una buena jugada. Deje que me explique. Las dos primeras palabras, dichas con la mayor tensión, son suficientes para imprimir ritmo al movimiento de la jugada. La consecuencia fue que la pelota de Rollo, en lugar de ir descendiendo por el montículo haciendo eses, a modo de pato mareado, como le solía ocurrir siempre, salió disparada del tee, silbando como una bala; hizo un pequeño saludo al pasar delante de la pelota de Mary, que yacía a unas ciento cincuenta yardas, y alejándose rápidamente de allí, fue a parar a una considerable distancia del green. Por primera vez en su carrera de golfista, Rollo Podmarsh había marcado bien.
Mary siguió el vuelo de la pelota con mirada de asombro.
—¡Pero esto no puede ser! —exclamó—. No puedo llevarte la delantera si juegas de este modo.
Rollo se ruborizó.
—No creo que vuelva a suceder —exclamó—. ¡Jamás había conseguido una jugada semejante!
—Pues tiene que volver a suceder —dijo Mary, con firmeza—. Evidentemente, hoy estás de suerte. Si hoy no llegas a marcar por debajo de cien, no te lo perdonaré nunca.
Rollo cerró los ojos y sus labios se movieron febrilmente. Estaba formulando el propósito de que, ocurriera lo que ocurriese, él no la defraudaría. Un minuto después, él metía en el hoyo en tres, uno por bajo par.
El segundo hoyo es el corto del lago. El par es tres, y generalmente Rollo lo hacía en cuatro; pero era costumbre suya no contar las pelotas que pudieran caer al agua, sino volver a empezar con alguna que hubiese quedado a flote, y entonces tomar tres putts. Pero hoy parecía como si algo le dijera que no necesitaría la ayuda de este ingenioso sistema. Cuando tomó su mashie, él sabía que su primer golpe sería un triunfo.
—¡Ah, Mary! —susurró, mientras se disponía a golpear la pelota.
Estas sutilezas son inútiles en un gusano como usted, y perdone la expresión, que, posiblemente debido a una deficiente educación, se contenta con malbaratar la primavera de su vida haciendo rodar bolas de madera por encima del césped; pero yo le explicaré que al hacer esto de alargar o acortar este soliloquio que venía sosteniendo, Rollo estaba haciendo precisamente lo que le había aconsejado un buen entrenador. Si hubiese murmurado: «¡Oh, Mary, Mary!», como antes, habría tomado demasiada fuerza para el golpe que tenía que dar entonces. La exclamación «¡Ah, Mary!», era exactamente de la medida que se necesitaba para dar aquel golpe corto con el mashie. Su pelota describió un magnífico arco, y fue a aterrizar a seis pulgadas del hoyo.
Mary estaba encantada. Había algo en aquel muchachote robusto y tímido que desde el primer momento había despertado todos sus instintos maternales.
—¡Maravilloso! —exclamó la muchacha—. Lograrás un dos. Cinco para los dos primeros. A estas alturas, ya estás por debajo de cien.
Ella se balanceó, pero con demasiada suavidad, y su pelota fue a caer al agua.
—Te la doy —dijo la muchacha sin el menor rencor, porque era de muy buen carácter—. Vamos por la tercera. ¡Cuatro! Pero ¡es maravilloso!
Y para no cansarle con detalles excesivos, le diré simplemente que, estimulado por los ánimos que le infundía ella, Rollo Podmarsh llegó al noveno green con un «récord» de medalla de cuarenta y seis, y la mitad de la partida. Un diez en el séptimo había perjudicado algo su puntuación, y un nueve en el octavo no le había servido de mucho, pero, a pesar de todo, allí estaba con cuarenta y seis, y la mitad de la partida que le faltaba se presentaba bajo los mejores auspicios. Sintió comezón en todo su cuerpo, en parte porque llevaba el nuevo traje interior de lana a que he aludido antes, pero principalmente a causa del triunfo, de la emoción y del amor. Miró a Mary del mismo modo que Dante podía haber mirado a Beatriz en una de sus mañanas más sentimentales.
Mary prorrumpió en una exclamación.
—¡Oh! —dijo—. Ahora recuerdo que prometí escribir anoche a Jane Simpson y explicarle un nuevo punto de ganchillo. Creo que vale más que le telefonee ahora, y ya no tendré que pensar más en ello. Le telefonearé desde el club. Tú sigue en el décimo, y yo te iré a encontrar allí.
Por la cumbre del montículo, Rollo se encaminó hacia el décimo tee, y se entretenía practicando en darle a la pelota, cuando oyó que le llamaban por su nombre.
—¡Oh, Rollo! Al principio no podía creer que fueses tú.
Se volvió, y se encontró delante de su hermana, Mrs. Willoughby, madre de Lettice.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Cuándo has regresado?
—Anoche a última hora. ¡Es extraordinario!
—Espero que habrás tenido buen tiempo. ¿Qué es lo que es extraordinario? Oye, Enid. ¿Sabes qué he hecho? ¡Cuarenta y seis! Y en cada putt he metido la pelota en el hoyo.
—¡Ah, entonces se explica todo!
—¿Qué es lo que se explica?
—El hecho de que muestres esta cara de satisfacción. Cuando leí la carta que me envió Letty, pensé que estabas a las puertas de la muerte. Parece que tu tristeza produjo honda impresión en la niña. Su carta bien lo reflejaba.
Rollo estaba emocionado.
—¡Caramba con la pequeña Letty! Es maravillosamente simpática.
—Bueno, tengo que irme ahora —dijo Enid Willoughby—. No puedo entretenerme. ¡Ah! Y hablando de Letty, ¡mira que los niños tienen cada cosa! En su carta me decía que tú estabas muy viejo y achacoso, y que ella te iba a sacar de todos tus sufrimientos.
—¡Ja, ja, ja! —se rió Rollo.
—Tuvimos que envenenar al pobre Ponto, que se había hecho viejo, y la pobrecita Letty estuvo inconsolable hasta que le explicamos que realmente era lo mejor que podíamos hacer al pobre animalito, porque estaba muy enfermo y era muy viejo. Pues imagina que se le ocurrió aplicar el mismo procedimiento para terminar con tus sufrimientos.
—¡Ja, ja! —se rió Rollo—. ¡Ja, ja, ja…!
Su voz se extinguió en un bronco ruido. Súbitamente le había asaltado un siniestro pensamiento.
—¡El porridge tenía mal gusto!
—¿Qué diablos te pasa? —preguntó Mrs. Willoughby, mirando al cerúleo rostro que Rollo exhibía ahora.
Éste no pudo encontrar palabras. Tartamudeó sin poder articular ninguna expresión. ¡Sí! Hacía bastantes noches que el porridge tenía mal gusto. ¡Mal gusto!
No existía otra expresión. Incluso cuando había dejado la cuchara, se había dicho para sus adentros: «¡El porridge tiene mal gusto!» Y… ahora lo recordaba con el mayor espanto. Había sido la propia Lettice quien se lo había servido. Recordó que aquel acto de amabilidad de su sobrina le había conmovido profundamente.
—¿Qué te pasa, Rollo? —preguntó enérgicamente Mrs. Willoughby—. No tomes esta actitud de pato moribundo.
—¡Soy un pato moribundo! —contestó Rollo, arisco—. Un hombre que está en la agonía, quiero decir, Enid. ¡Esa endemoniada chica me ha envenenado!
—¡No seas ridículo! Y hazme el favor de no decirme estas cosas.
—Lo siento. Supongo que no puedo recriminarle nada, porque lo debía de hacer con la mejor de las buenas intenciones. Pero el hecho subsiste.
—Rollo, te encuentro muy absurdo.
—Bueno, pero el porridge tenía mal gusto.
—No sabía que fueses tan idiota —le dijo su hermana, con una fraternal exasperación—. Pensé que lo tomarías a risa, y que te hartarías de reír.
—Y lo hacía… hasta que he recordado el mal gusto que tenía el porridge.
Mrs. Willoughby emitió una exclamación de impaciencia, y se alejó.
Rollo Podmarsh se quedó en el décimo tee, constituido en un volcán de entremezcladas emociones. Maquinalmente sacó la pipa y la encendió. Pero encontró que no podía fumar. En la suprema crisis de su vida, parecía que el tabaco había perdido toda su magia. Volvió la pipa a su bolsillo, y se entregó a sus pensamientos. Ahora el terror se apoderó de él; luego le invadió una especie de suave melancolía. Era muy terrible verse obligado a abandonar el mundo precisamente cuando empezaba a ser agradable.
Y entonces, entre el tumulto de sus pensamientos, se introdujo otro de verdadera importancia. A saber: que si corría a casa del médico sin dilación, quizá pudiera salvarse. Podía haber algún antídoto.
Se volvió para ir a ver al doctor, pero allí estaba ya Mary Kent, de pie a su lado, con su brillante y alentadora sonrisa.
—Siento haberte hecho esperar tanto —dijo—. Te toca a ti salir primero. Empieza y recuerda que tienes que hacer este nueve en cincuenta y tres.
Los pensamientos de Rollo se fueron ansiosamente hacia el gabinete del doctor Brown, quien probablemente estaría allí, rodeado en aquel momento de los mejores antídotos.
—¿Sabes? Creo que tendrías que…
—Claro que sí —le contestó Mary—. Si has hecho los primeros nueve en cuarenta y seis, no es posible que ahora hagas más de cincuenta y tres.
Rollo estuvo vacilando unos momentos más, unos momentos durante los cuales el instinto de conservación parecía que iba a ganar la partida. Durante toda su vida había sido educado en el sentido de prestar suma atención a su salud, por lo que el pánico se apoderó de él. Pero existe un instinto más profundo y más noble que el de la conservación: el deseo instintivo de un golfista que se halla en la cumbre de su forma, para seguir hasta batir «récords». Y lentamente, este gran impulso empezó a dominar a Rollo. Pensó que si ahora marchaba a tomar antídotos era posible que el doctor le salvara la vida, pero la razón le decía que nunca más tendría la probabilidad de hacer los primeros nueve en cuarenta y seis. Tendría que volver a empezar por el principio.
Rollo Podmarsh ya no vaciló más. Con la palidez grabada en el rostro, centró la pelota, y continuó la partida.
Si estuviese explicando esta historia a un golfista, en lugar de explicarla a una excrecencia, y empleo la palabra en el sentido favorable, que pierde el tiempo jugando a los bolos, nada me sería más agradable como describir golpe tras golpe el resto de la partida de Rollo en el transcurso de los nueve hoyos que le faltaban. Se podría escribir un poema épico con este material. Pero me doy cuenta de que estos detalles no le causarían la menor impresión a usted. Será suficiente decir que cuando llegó al decimoctavo green, había hecho exactamente cincuenta jugadas.
—¡Tres por él! —gritó Mary.
Era un prudente consejo, pero Rollo estaba ahora muy por encima de sí mismo. Se había mojado los pies en el charco del decimosexto green, pero aquello no le importaba lo más mínimo. Su ropa interior de lana parecía estar forrada de hormigas, pero no hacía el menor caso. Todo lo que sabía era que se encontraba en el último green con noventa y seis, y quería acabar bien la partida. Tres putts no eran nada para él. Su pelota estaba a cinco yardas de distancia, pero él apuntó para la parte posterior del hoyo y bajó el palo. La pelota saltó firme y recta, dio en la cazoleta, saltó otra vez y cayó en el hoyo.
—¡Oh! —exclamó Mary.
Rollo Podmarsh se enjugó la frente, y se apoyó desmayadamente en la mano. Es tan intenso el fervor producido por el juego de los juegos, que pasó unos momentos sin poder pensar otra cosa sino en que había terminado la partida con sólo noventa y siete. Entonces, como quien despierta de un sueño, empezó a hacerse cargo de su situación. Se disipó su fiebre de triunfo, y una dejadez se apoderó de él. Había logrado la ambición de su vida; pero ¿ahora, qué? Ya observaba que en su interior reinaba el desconsuelo. Tenía las mismas sensaciones que él suponía que debían de tener los italianos de la Edad Media después de haber caído bajo el poder de los Borgia. Era triste reconocerlo. Había ganado la partida en noventa y siete, pero jamás podría avanzar en la carrera de golfista, que tan felizmente se insinuaba ante él y que él había soñado: el gran partido con el enfermizo coronel Bodger.
Mary Kent estaba danzando alrededor de él, prodigándole toda clase de felicitaciones, pero Rollo suspiró.
—Gracias —dijo—. ¡Muchas gracias! Pero no te extrañes de mi actitud. Es que temo que voy a morir casi inmediatamente. Me han envenenado.
—¿Envenenado?
—Sí. Nadie tiene la culpa. Lo han hecho con la mejor de las intenciones. Pero es así.
—No te entiendo.
Rollo se explicó. Mary le escuchó palideciendo cada vez más.
—¿Estás seguro? —le preguntó anhelantemente.
—Absolutamente seguro —contestó Rollo, muy serio—. El porridge tenía mal gusto.
—Pero lo tiene siempre.
Rollo bajó la cabeza.
—No —dijo—. Advertí un gusto así como de papel secante caliente.
Mary sollozaba.
—No llores —le ordenó Rollo, tiernamente—, no llores.
—Pero tengo que llorar. Y he venido sin pañuelo.
—Permíteme —dijo Rollo sacando de su bolsillo uno de los mejores pañuelos que había robado a la chica.
—Si tuviera la polvera a mano —exclamó Mary.
—Permíteme… —dijo él—. También el cabello se te ha despeinado algo. Si me lo permites…
Y no sé de dónde se sacó un puñado de peines.
Mary se quedó mirando aquella exhibición con el mayor asombro.
—¡Pero todo esto es mío!
—Sí. Te lo he ido quitando poco a poco.
—Pero ¿por qué?
—Porque estoy enamorado de ti —contestó Rollo.
Y con unas cuantas frases que no quiero repetirle para no cansarle, le expuso extensamente todo este tema.
Mary le escuchó con el corazón lleno de las más variadas emociones, en cuya descripción no me es posible detenerme como yo quisiera, si usted continúa mirando de ese modo su condenado reloj. La venda acababa de caer de sus ojos; había pensado que aquel hombre era un ser superficial, simplemente porque había sido excesivamente cuidadoso de su salud, pero en todo momento había tenido en su corazón el heroísmo en potencia. Algo pareció despertarse en el interior de la muchacha.
—¡Rollo! —exclamó echándole los brazos al cuello.
—¡Mary! —exclamó Rollo a su vez, levantando la vista para mirarla.
—Te aseguro que todo fue una tontería —dijo Mrs. Willoughby apareciendo en aquel interesante momento y siguiendo la conversación donde la había dejado inacabada—. Acabo de hablar con Letty, y dice que, efectivamente, quiso librarte de todos tus sufrimientos, pero que el farmacéutico no le quiso vender el veneno que ella pedía.
Rollo se deshizo del abrazo de Mary.
—¿Qué? —preguntó.
Mrs. Willoughby le repitió su información.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura.
—Entonces, ¿por qué tenía mal gusto el porridge?
—También he hecho investigaciones sobre este particular. Parece que mamá estaba preocupada por ti, porque fumas algo, y leyó un anuncio en una revista en el que se aseguraba que podía corregirse en tres días el vicio de fumar mediante un procedimiento secreto y sin que se enterara la víctima. Se trata de un producto suave, seguro y agradable para eliminar la intoxicación producida por la nicotina en el sistema orgánico, robusteciendo las membranas debilitadas, lo cual hace que desaparezcan los deseos de fumar. En resumen, que mamá te ha puesto una dosis de este medicamento en el porridge de estas últimas noches.
Hubo un largo silencio. A Rollo Podmarsh le pareció como si el sol empezase a brillar en aquel momento, los pájaros a cantar y los saltamontes a dar brincos. Toda la Naturaleza sonreía en derredor suyo. Allá lejos, cerca del segundo hoyo, divisó los pantalones de golf de Wallace Chesney brillando en el momento en que su propietario se detenía para dar un buen golpe, y le pareció que en toda su vida no había visto espectáculo más hermoso.
—Mary —dijo en voz baja y vibrante—, ¿quieres esperarte aquí? Deseo entrar en el club un momento.
—¿Para cambiarte los zapatos mojados?
—¡No! —tronó Rollo—. Nunca más volveré a cambiarme los zapatos mojados.
Rebuscó en su bolsillo y sacó una caja de píldoras.
—Lo que voy a hacer es ir a cambiarme de ropa interior. Y cuando haya metido estas condenadas alambradas que me torturan en la caldera de la calefacción, iré a telefonear inmediatamente al coronel Bodger. Me han dicho que su lumbago está peor que nunca. Concertaré un partido con él, a chelín por hoyo. Y si no le derroto ruidosamente, puedes romper nuestro noviazgo.
—¡Mi héroe! —murmuró Mary.
Rollo le dio un beso, y con paso firme entró en el Club.