Capítulo V
LOS PANTALONES MÁGICOS DE GOLF

Al fin y al cabo —dijo el joven—, el golf no es más que un juego.

Hablaba amargamente, y ofrecía el aspecto del que ha estado siguiendo toda una cadena de ideas. Había entrado en el fumador del club de muy mal humor, a última hora de un anochecer de noviembre, y permaneció durante unos minutos sentado, quieto y malhumorado, contemplando el fuego que ardía en la chimenea.

—Nada más que un pasatiempo —dijo el joven.

El Socio Veterano, moviendo la cabeza en su sillón habitual, se irguió horrorizado y lanzó una rápida mirada por encima de su hombro para cerciorarse de que ninguno de los camareros había podido escuchar aquellas terribles palabras.

—¿Es posible que George William Pennefather pueda decir estas cosas? —dijo en tono de reproche—. Muchacho, tú no eres el mismo de siempre.

El joven se sonrojó un poco, detrás de su piel curtida.

—Tal vez no debía haber llegado tan lejos —admitió—. Simplemente, pensaba que un individuo no tiene ningún derecho, porque simplemente haya estado antes un poco en forma, para tratar a otro individuo como si fuese un leproso o algo parecido.

—¡Ah, ya comprendo! —dijo—. Has hablado así sin meditar lo que decías, simplemente porque hoy te ha ocurrido en los links algo que te ha trastornado. Explícamelo todo. Vamos a ver: esta tarde jugabas con Nathaniel Frisby, ¿no es eso? Adivino que te ha derrotado.

—Sí, me ha dado «un tres». Pero no es el ser derrotado lo que me importa. Lo que lamento es que este tipo se haya portado como si fuese una especie de campeón que se dignara dirigir la palabra a un simple mortal. ¡Condenado! Parecía como si se aburriese, jugando conmigo. Cada vez que me tocaba jugar a mí, se me quedaba mirando como si estuviese obligado a soportar una terrible condena. Dos veces, mientras yo estaba moviéndome un poco entre los arbustos, le he sorprendido bostezando. Y cuando hemos terminado ha empezado a hablar del excelente juego que es el croquet, maravillándose de que no haya más gente que se aficione a él.

El Socio Veterano bajó tristemente su nevada cabeza.

—¡No se puede hacer nada ante eso! —sentenció—. Sólo podemos esperar que con el tiempo haga su efecto el veneno en el organismo. El éxito súbito en el golf es algo así como la salud adquirida de repente. Es decir, susceptible de echar a perder el carácter. Y como éste viene milagrosamente, sólo un milagro puede hacer la cura. El mejor consejo que puedo dar es que evites jugar con Nathaniel Frisby, hasta que sepas jugar bien.

—¡Oh, pero no vaya a creerse que no me he portado bien en el tee, esta tarde! —dijo el joven—. Quiero que sepa exactamente la jugada que he hecho en…

—Entretanto —prosiguió el Socio Veterano—, te explicaré una pequeña historia que viene a confirmar lo que te estaba diciendo…

—En el momento en que he puesto la pelota…

—Es la historia de dos corazones enamorados separados temporalmente debido a la súbita y totalmente imprevista maestría de uno de ellos…

—Me balanceé fuertemente, como hace Duncan. Luego, echándome suavemente hacia atrás, algo al estilo de Vardon…

—… pero como veo —continuó el Socio Veterano— que estás impaciente para que empiece, voy a explicártela sin más preámbulos.

Para el que estudia el golf filosóficamente, como yo, dijo el Socio Veterano, tal vez la virtud más sobresaliente de este noble juego es el hecho de constituir una medicina para el alma. El gran servicio que presta a la Humanidad es que enseña a ésta que, fueren los que fuesen los pequeños triunfos que haya obtenido en otros aspectos de la vida, éstos no son, al fin y al cabo, sino cosas simplemente humanas. Actúa como correctivo contra el pecaminoso orgullo. Atribuyo la loca arrogancia de los últimos emperadores romanos, casi enteramente al hecho de que, no habiendo jugado nunca al golf, jamás conocieron aquella extraña humildad que engendra una jugada de este bello deporte. Si Cleopatra hubiese sido derrotada en la primera jugada de una partida individual para señoras, no tendríamos que habernos enterado de tantos actos de orgullo como cometió. Y volviendo a los tiempos modernos, fue indudablemente debido a lo mal que jugaba al golf lo que hizo que Wallace Chesney continuase siendo la buena persona que era. Porque, en los demás aspectos, vivía en las circunstancias adecuadas para hacer de él un hombre presuntuoso y arrogante. Era el hombre más guapo que existía en muchas millas a la redonda; su salud era perfecta, y además de esto, poseía una buena fortuna, bailaba, montaba a caballo, jugaba al bridge y al polo con igual habilidad, y se prometió en matrimonio con Charlotte Dix. Y si hubieses visto a Charlotte Dix habrías comprendido que el estar prometido con ella ya era bastante suerte para un hombre.

Pero, como digo, Wallace, a pesar de todas las comodidades que le rodeaban, era un joven muy simpático y modesto. Yo atribuyo esta circunstancia al hecho de que, a pesar de ser uno de los más entusiastas golfistas de su club, era también uno de los peores jugadores. La misma Charlotte Dix había dicho muchas veces, en mi presencia, que no comprendía por qué la gente pagaba dinero para ir al circo cuando simplemente dándose un paseo por aquellos campos de golf, habría podido contemplar a Wallace Chesney haciendo piruetas jugando al golf. Y Wallace aguantaba aquella broma de muy buen humor, porque existía una perfecta camaradería entre ellos, lo que impedía cualquier razonamiento. Muchas veces, a la hora de comer, les oía planear en el Club los detalles del handicap de un supuesto partido entre Wallace y algún jugador inexistente que Charlotte decía haber descubierto en el pueblo.

En resumen, era una pareja muy feliz y compenetrada. Dos corazones —si es que puedo utilizar la expresión— que latían al unísono.

No quisiera que te hicieras una idea errónea de Wallace Chesney. Quizá te he dado la impresión de que su actitud respecto al golf era ligera y frívola, pero no era éste el caso. Como he dicho, era uno de los más entusiastas socios del Club. El amor le hacía aguantar las bromas de su prometida sin chistar, y sin darles erróneas interpretaciones con respecto a su corazón, era de lo mejor que imaginarte puedas. Se entrenaba a todas horas. Compró libros de golf. Y con sólo ver un palo u oír cualquier comentario que al golf se refiriera, ya estaba entusiasmado. Recuerdo que estuve discutiendo con él en una ocasión en que Wallace estaba comprando un mashie que pesaba unas dos libras, y que, en conjunto, era lo peor que había visto en una tienda de artículos de deporte.

—Lo sé, lo sé —me dijo cuando acabé de indicarle algunos de los más notables defectos del instrumento—. Pero el caso es que tengo fe en él. Este artefacto me inspira confianza. No creo que usted pudiese hacer nada bueno con él, si lo intentara.

¡Confianza! Esto era precisamente lo que le faltaba a Wallace Chesney, y esto, como él comprendió, era el gran secreto básico del golf. Como un alquimista que buscara la piedra filosofal, estaba siempre al acecho de algo que realmente le diera confianza. Recuerdo que hasta se esforzaba en repetirse cincuenta veces cada mañana las palabras: «Cada día me perfecciono, y en todos los aspectos». Sin embargo, esto resultó ser una mentira tan exuberante que lo dejó correr. La realidad es que el muchacho era un visionario, y atribuyó sólo a autosugestión el extraordinario cambio que se operó en él al empezar la tercera temporada.

Es posible que en tus paseos por la ciudad te hayas dado cuenta de una tienda que lleva, encima de la puerta y en los cristales de los escaparates, la siguiente inscripción:

Cohén Hermanos
Ropavejeros

Indicación que queda confirmada por el inmenso panorama que de toda clase de prendas para caballero se ve a través de la puerta. Pero los hermanos Cohén, a pesar de que el punto básico de su negocio consiste en ropas que han sido desechadas por sus propietarios por una u otra razón, no limitan sus transacciones a las prendas de vestir. Su casa es un museo de objetos de lance, de todas clases. Allí se puede comprar un revólver, un sable o un paraguas de segunda mano. Allí se pueden adquirir maletas, espejos, collares para perro, bastones, chasis para fotografía, carteras de documentos y peceras. Y en la magnífica mañana de primavera en que Chesney acertó a pasar por allí, se exhibía en un escaparate un putter de un dibujo tan extraordinario, que el chico se detuvo en seco, como si de pronto hubiese surgido una pared que le impidiera el paso. Y, jadeando de emoción, entró en la casa.

La tienda estaba llena de individuos de la familia Cohén, hombres de ojos tristes y sin sonrisa, pero de enérgica expresión. Dos de ellos se lanzaron inmediatamente sobre Wallace Chesney como leopardos, y, sin rechistar, se apresuraron a probarle un traje amarillo a cuadros. Después de haberle hecho entrar los hombros de la americana con un calzador, retrocedieron unos pasos, para ver el efecto.

—Queda que es una verdadera preciosidad —anunció Isidore Cohén.

—Una pequeña arruga debajo de los brazos —dijo su hermano Irving—, pero eso se arregla en seguida.

—El calor del cuerpo hará que se corrija por ella misma —aseguró Isidore.

—Parece que se lo han hecho a la medida —afirmó Irving.

Cuando después de muchos esfuerzos pudo salir Wallace de aquella americana, y volver a respirar, expuso que había entrado para comprar un putter. Ante lo cual, Isidore le vendió el putter, un collar para un perro y una sarta de botones de camisa, y por su parte, Irving, un casco de bombero. Ya se disponía a dejar el establecimiento cuando Lou, el hermano mayor de la familia, que acababa de atender a otro parroquiano que entró a comprar una gorra y había salido con unos pantalones y una pecera, vio al nuevo cliente, se dirigió hacia él, fija su insondable mirada sobre Wallace, que estaba jugando desmayadamente con el putter.

—¿Juega usted al golf? —preguntó Lou—. Entonces, mire esto.

Se metió en una especie de corredor donde estaban almacenados los trajes de segunda mano, estuvo allí revolviendo ropas un momento, y emergió con algo que, al verlo, Wallace, entusiasta golfista como era, palideció y estiró un brazo en ademán de rechazarlo.

—¡No! ¡No! —exclamó.

El objeto que Lou Cohén estaba agitando tentadoramente ante los ojos de Wallace eran unos pantalones de golf. Un golfista como Wallace Chesney, que hacía dos años que practicaba aquel deporte, no desconocía esta clase de pantalones… ¡pero jamás había visto unos pantalones como aquéllos! Lo que podríamos llamar fondo del tejido era de un curioso tono rosa muy acentuado. Sobre esta primera coloración el fabricante había dado suelta a su imaginación, produciendo extensa variedad de cuadros en amarillo, blanco, violeta y verde, de tal manera prodigados y distribuidos que los ojos le dolían al momento de fijarse en ellos.

—Estos pantalones fueron hechos a la medida para Sandy McHoots, el gran campeón —dijo Lou, acariciando cariñosamente la pernera izquierda de la prenda—. Pero los rechazó se ignora por qué causa.

—Quizá daba miedo a los niños —aventuró Wallace, recordando haber oído decir que McHoots estaba casado.

—A usted le sentarían magníficamente —encomió entusiasmado Lou.

—¡Ni hechos a medida! —corroboró Isidore.

—Mírese en aquel espejo —indicó Irving—, y diga si no está elegantísimo.

Y como si saliera de un sueño, se dio cuenta de que sus extremidades inferiores estaban encajonadas en aquella abigarrada prenda. En qué punto de la conversación le habían metido los hermanos Cohén dentro de aquellos pantalones, no habría podido decirlo. Pero lo que era innegable es que los llevaba puestos.

Wallace se miró al espejo. Por un momento, justamente el que se miró, se apoderó de él el más espantoso de los terrores. Luego, súbitamente, a medida que sus ojos fueron acostumbrándose al espectáculo, sintió que sus opiniones estaban cambiando. Pasada la primera sorpresa, fue tranquilizándose. Movió la pierna izquierda con cierta serenidad.

Existe cierto pasaje en las obras del poeta Pope, que es posible que conozcas. Dice así:

Vice is a monster of so frightful mien
As to be hated needs bout to be seen:
Yet seen too oft, familiar with her face
We first endure, then pity, then embrace.

Lo mismo le ocurrió a Wallace Chesney con aquellos pantalones de golf. Al principio había retrocedido con sólo verlos, como habría hecho cualquier otra persona decente. Luego, pasados unos momentos, se encontró, casi de improviso, presa de una nueva emoción. Después de una inútil tentativa para analizarla, la halló de pronto. Por sorprendente que pueda parecer, era una intensa satisfacción lo que estaba experimentado. Se miró al espejo, y vio que sonreía estúpidamente. Ahora que las cosas iban realmente bien, no le parecía que aquellos pantalones fuesen muy feos. Ocurre algo raro, con las cosas. Tapad aquella porción de pierna desnuda con la invisible liga, y sustituidla por una media de lana; así tendréis la parte inferior de un golfista.

Por primera vez en su vida —pensó Wallace— tenía el aspecto de un hombre que puede jugar al golf.

Se apoderó de él una rara sensación de autodominio. Todavía empuñaba el putter, y en este momento hizo con él un molinete por encima del hombro. Notó que todos los movimientos le eran mucho más fáciles, más dúctiles de lo que habían sido hasta entonces.

Wallace Chesney emitió una serie de sonidos entrecortados. Sabía que por fin había descubierto aquel secreto básico del golf que había estado buscando con tanto afán. Lo único que se necesitaba es llevar unos pantalones de golf. Hasta entonces siempre había jugado llevando unos pantalones de franela corrientes. Naturalmente, vestido de este modo, no había podido progresar nunca. El golf necesita una facilidad de movimientos, y ¿cómo puede moverse uno fácilmente llevando unos pantalones con la raya planchada? Ahora vio lo que jamás había visto: que no es porque sean buenos jugadores por lo que los buenos jugadores llevan pantalones de golf; sino que son buenos jugadores porque llevan pantalones de golf. Y aquellos pantalones de golf que ahora llevaba habían sido propiedad de un campeón. Se hinchó el pecho de Wallace Chesney, y con el pecho toda su persona, de un extraño gas, que era alegría, entusiasmo y confianza en sí mismo. Porque, efectivamente, por primera vez desde que se inició su vida de golfista, sentía verdadera confianza en sí mismo.

Verdaderamente, las cosas podían adquirir un matiz menos rosado; al fin y al cabo, también podía ser que recibiera algún puñetazo en el ojo. Porque la verdad era que no creía poder evitar las censuras de sus compañeros de Club si le veían aparecer en los links vestido de aquel modo: pero ¿y qué? Sus compañeros de Club eran unos ignorantes respecto a las virtudes de aquellos pantalones. Esto fue lo que pensó Chesney. Si no les gustaban los pantalones de golf que llevaba, que se fueran a jugar a cualquier otra parte.

—¿Cuánto valen? —preguntó.

Y los hermanos Cohén le rodearon con blocks y lápices en la mano.

Wallace Chesney no había exagerado en su pesimismo al predecir una turbulenta recepción a sus pantalones. En el momento en que entró en el Club, comenzó a manifestarse el desagrado. Amigos de hacía muchos años se pusieron de pie, reclamando insistentemente a gritos que compareciera la Junta, y surgió un pequeño pero vehemente partido del ala izquierda, capitaneado por Raymond Gandle, que era artista de profesión, y por consiguiente tenía una vista muy sensitiva; este partido abogaba por hacer trizas y efectuar un entierro público con aquella ofensiva prenda. Después de esta acogida, Wallace pensó que las cosas irían mejor cuando viera a Charlotte Dix, su novia. Supuso que ésta le comprendería y simpatizaría con él.

Pero en lugar de esto, la muchacha profirió un gran chillido y se dejó caer balanceándose en un banco, donde un momento después promulgó su ultimátum.

—¡Vete! —exclamó—. ¡No quiero volverte a ver de este modo!

—¿Qué quieres decir?

—Que te vayas corriendo al vestuario, mientras tengo los ojos cerrados, y te cambies estos pantalones antes de que los vuelva a abrir.

—Pero ¿qué les pasa a estos pantalones?

—Amor mío —le dijo Charlotte—, sé que es patriótico estar orgulloso de los colores de la bandera de tu club de ciclismo o lo que sea, pero no debes ostentarlos en los links. Marearían a los caddies.

—Reconozco que son algo chillones estos colores —admitió Wallace—, pero el hecho de llevarlos me hace más fácil el juego. Ahora mismo he estado haciendo unas jugadas de prueba, y no me puedo equivocar. He dado de lleno en la pelota, cada vez que lo he intentado. Estos colores me inspiran, ¿comprendes lo que quiero decir? Vamos, empecemos.

Charlotte abrió los ojos incrédulamente.

—Supongo que no tienes seriamente la intención de ponerte a jugar llevando éstos… Es contrario a todas las reglas. Seguramente existe un artículo de algún reglamento que prohíbe que la gente se vista de puesta de sol. ¿No me quieres hacer el favor de quitarte estos pantalones y quemarlos? Hazlo por mí.

—Pero si es que te aseguro que me dan una gran confianza… Algo así como una especie de puntería infusa cada vez que me acerco a una pelota, sintiéndome como si fuese un entrenador.

—Entonces, lo único que se puede hacer es una apuesta. Vamos, Wally, sé buen chico. Si yo te gano, renunciarás a llevar estos pantalones, la chaqueta encarnada, la gorrita y el cinturón con hebilla de cabeza de serpiente, pues supongo que todas estas cosas van inherentes con los pantalones, ¿eh? ¿Aceptas el trato?

Unas dos horas después, mientras paseaba por la terraza del Club, Raymond Gandle encontró a Charlotte y a Wallace que regresaban del decimoctavo green.

—Precisamente le buscaba a usted, Miss Dix —dijo Raymond—. Le hablo en nombre de un grupo de socios para pedirle, en representación de todos ellos, que haga servir su influencia de buena mujer para convencer a Wally a que haga trizas estos pantalones que lleva, a los cuales consideramos todos como una especie de propaganda bolchevique y una amenaza para el orden público. ¿Puedo confiar en usted?

—No —contestó Charlotte—. Son la mascota del pobre muchacho. No tiene usted idea de cómo han mejorado estos pantalones el modo de jugar del muchacho. Acaba de derrotarme. Voy a entrenarme para resistir el espectáculo de esa prenda, de modo que les aconsejo a ustedes que hagan lo propio. Insisto que no puede imaginarse usted lo que influyen en Wally estos pantalones para jugar al golf.

—Tal como lo oyes —confirmó Wallace—. Es raro, pero me infunden una extraordinaria sensación de confianza.

—Pues a mí —contestó Raymond Gandle— me dan dolor de cabeza.

Al hombre que piensa, nada le parece más notable en esta vida que la forma cómo la Humanidad se adapta a las situaciones que al principio le parecieron totalmente inaguantables. Ocurre un gran cataclismo, alguna tempestad o un terremoto, que conmueve a la Sociedad hasta sus cimientos; y después de la primera conmoción, muy disculpable, se ve cómo las víctimas van reanudando sus habituales ocupaciones como si no hubiese ocurrido nada. Han existido pocos ejemplos tan sorprendentes de esta adaptabilidad como el comportamiento de los socios de nuestro Club de golf cuando se encontraron ante el sobresalto que les proporcionaron los pantalones de Wallace Chesney. Huelga decir que en el transcurso de los primeros días estuvieron horrorizados. Los jugadores se ponían nerviosos y enviaban a sus caddies por delante de ellos, a la descubierta, para que les advirtieran a tiempo a fin de evitar la presencia de Wallace, en el caso de que éste apareciera, para no tener que sufrir la sorpresa de su súbita aparición. Incluso el entrenador sufrió las consecuencias. Criado en Escocia, muy sereno y reposado, sin proferir jamás ninguna interjección, se le oyó vociferar cuando Wallace Chesney apareció en el valle y se dispuso a jugar desde el quinto tee.

Pero al cabo de una semana, la situación había vuelto a normalizarse. Al cabo de diez días, los pantalones de Chesney ya fueron una cosa familiar en el paisaje, y se la aceptaba como tal, sin comentario alguno. A los forasteros, se les hacían ver aquellos pantalones, del mismo modo que se les enseñaba la cascada y lo más raro de la localidad; pero salvo esta circunstancia, podía decirse que nadie se acordaba de ellos. Y entretanto, Wallace Chesney continuaba día tras día, haciendo los más grandes progresos en su juego.

Como he dicho antes, y supongo que usted compartirá mi opinión cuando le explique lo que ocurrió después, se trataba, probablemente, de un caso de autosugestión. No existe ningún otro ambiente en que la confianza en sí mismo tenga tan inmediatos efectos como en el del golf. Y Wallace, habiendo adquirido esta confianza en sí mismo, fue adquiriendo a su vez y progresivamente más fuerza. En el transcurso de una semana ya había derrotado a todos los jugadores de última categoría del Club, el más destacado de los cuales era Peter Willard, y comenzaba a retar a individuos de categorías superiores. Al cabo de un mes, ya se enfrentaba con hombres que tenían un handicap de diez. Y mediado el verano ya estaba tan adelantado que su nombre empezó a sonar en las conversaciones como posible ganador de la Medalla de julio. Por lo que se refiere a Wallace Chesney, era explicable que se encontrara en el mejor de los mundos.

Pero…

El primer indicio que obtuve de que había algo que no marchaba bien fue en un encuentro casual con Raymond Gandle, quien pasó por delante de la verja de mi jardín cuando regresaba de los links, en el mismo momento en que yo llegaba a casa en taxi. Por cierto que había pasado unas semanas fuera, debido a un repentino viaje que tuve que hacer por cuestión de negocios. Saludé a Gandle y le invité a fumar una pipa en mi casa y a ponerme al corriente de las habladurías de la localidad. No se hizo rogar. Hasta me pareció que llevaba algo interesante que decir, y que se mostraba encantado de haber podido hallar un auditorio que le escuchara con interés el secreto que tenía por explicar.

Cuando estuvimos instalados cómodamente, le pregunté:

—¿Y qué tal ha ido la partida de esta tarde?

—Me ha derrotado —contestó Gandle.

Y me pareció advertir un tonillo de amargura en la voz que pronunció estas palabras.

—Entonces, él, sea quien sea, debe de ser un formidable jugador —contesté cortésmente, porque Gandle era uno de los mejores jugadores que tenía el Club—. A menos de que usted le haya dado, naturalmente, un handicap imposible.

—No; jugamos a medias.

—¡Caramba! ¿Quién era el adversario?

—Chesney.

—¿Wallace Chesney? ¿Y le ha derrotado a usted en términos iguales? Es lo más sorprendente que he oído en mi vida.

—Ha mejorado lo indecible.

—Forzosamente tiene que ser así. ¿Cree usted que volvería a derrotarle en otra partida que jugaran ambos?

—No. Porque no le daré esta oportunidad.

—No querrá decir usted que no jugará otra vez con él por miedo a volver a ser derrotado, ¿verdad?

—No es el ser derrotado lo que me mortifica…

Y si omito el resto de esta conversación, no es solamente porque contenía expresiones con las cuales no quiero manchar mis labios, sino porque, omitiendo estas explicaciones, lo que dijo era casi, palabra por palabra, lo que usted me ha dicho hace poco de Nathaniel Frisby. Lo que había herido tan profundamente a Gandle habían sido los modales de Wallace Chesney, su arrogancia y su actitud, que eran la del ser que se cree superior a los demás. Al parecer, Wallace Chesney había vituperado el estilo con que Gandle manejaba el mashie; al hallarse en el decimocuarto tee había detenido el juego para enseñarle cómo hay que poner los pies; y al regresar hacia el Club había dicho que la belleza del golf estriba en que el mejor jugador pueda disfrutar de lo lindo aunque jugase con un zoquete, porque si bien no puede existir interés por la partida que se está jugando, puede disfrutar por su cuenta jugando bien él.

Quedé profundamente impresionado.

—¡Wallace Chesney! —exclamé—. ¿Era realmente Wallace Chesney el que se ha portado del modo que me está usted explicando?

—Sí, A menos que tenga algún hermano gemelo que lleve el mismo nombre.

—¡Qué Wallace Chesney se haya vuelto de esta manera! ¡Parece increíble!

—No es que lo diga yo solamente. Pregúnteselo a quien quiera. Le sucede muchas veces que nadie quiere jugar con él.

—¡Es horrible!

Raymond Gandle pasó unos momentos fumando silenciosamente.

—¿Ha oído hablar de su noviazgo? —preguntó al fin.

—No sé nada. Nada absolutamente. ¿Qué pasa con su noviazgo?

—Charlotte Dix ha roto con él.

—¿De veras?

—Sí. No le pudo aguantar más.

Me libré de Gandle tan pronto como me fue posible. Y con la mayor rapidez me encaminé a la casa donde Charlotte vivía con su tía. Estaba decidido a indagar cuánto hubiese de verdad en este asunto, y ejercer toda mi influencia para que hiciesen las paces aquella pareja juvenil a la que yo había concedido todo mi afecto.

—Acabo de enterarme de la noticia —dije tan pronto como la tía se hubo retirado a algún lugar secreto, como hacen siempre las tías, y Charlotte y yo nos quedamos solos.

—¿Qué noticia? —preguntó Charlotte, sombríamente.

Noté que la muchacha estaba pálida y parecía enferma, y que, evidentemente, había adelgazado.

—Esta terrible noticia acerca de su noviazgo con Wallace Chesney. Dígame usted: ¿por qué hizo esto? ¿No existe ninguna esperanza de reconciliación?

—No, a menos de que Wally vuelva a ser el que era antes.

—Pero yo siempre les consideré a los dos como destinados el uno para el otro.

—Wally ha cambiado completamente en el transcurso de las últimas semanas. ¿No se ha enterado?

—Sólo en términos generales. Algo me ha dicho Raymond Gandle.

—Me niego —afirmó Charlotte, poniendo en sus palabras todo su orgullo de mujer— a casarme con un hombre que me trata como si fuese una moneda despreciada, simplemente porque no golpeo la pelota de golf con la precisión que él quisiera. La tarde que rompimos el noviazgo —prosiguió con voz velada, que me hizo comprender que toda su indiferencia no era sino pura ficción—, la ta-tarde en que ro-rompí mi mi… noviazgo, él me-me di-dijo que te-tendría que haber u-usado el hi-hierro en lugar de la ma-ma…

Y la pobrecita muchacha se deshizo en un mar de lágrimas. Comprendiendo que las cosas habían llegado ya muy lejos, y que ya era imposible hacer nada práctico en aquel asunto, le estreché la mano, y me marché.

Pero, a pesar de tener la impresión de que el asunto no permitía albergar esperanza alguna, yo perseveré. Encaminé mis pasos hacia el bungalow… de Wallace Chesney, decidido a apelar a los más nobles sentimientos de un hombre. Cuando llegué, Wally se encontraba en su salita de estar, limpiando el putter; y me pareció significativo que, aun en aquel momento de tensión, el putter fuese de lo más corriente, tanto que ningún jugador de categoría lo usaría. En los felices tiempos en que jugaba mal, los únicos putters que se encontraban cerca de Wallace Chesney eran unos artefactos que más bien parecían palos de croquet.

—Hola, amigo Wallace —le dije.

—¡Hola! —contestó Wallace Chesney—. ¿Ya está de vuelta?

Entramos en conversación, y no hacía siquiera dos minutos que me hallaba yo en la estancia, cuando comprendí que todo lo que me habían dicho respecto al cambio operado en él, era la pura verdad. El comportamiento del muchacho, en todos los aspectos, era verdaderamente presuntuoso. Hablaba sobre sus magníficas perspectivas para la Medalla de julio, y daba ya por decidido el resultado de dicha competición. Despreciaba a todos los rivales que se pudieran oponer.

Tuve cierta dificultad en llevar la conversación al terreno que me interesaba discutir.

—Amigo —le dije al fin—, acabo de saber la triste noticia.

—¿Qué triste noticia?

—He hablado con Charlotte…

—¡Ah, sí!

—Me ha dicho…

—¡Tal vez ha sido mejor…!

—¿Mejor? ¿Qué quieres decir?

—Ya verá —explicó Wallace—. No quiero decir nada en menosprecio de la chica, pero, al fin y al cabo, el handicap de la pobre Charlotte es de catorce, y no parece que tenga muchas probabilidades de mejorarlo. Vale más dejarlo correr.

¿Me sentí sublevado ante aquellas rudas palabras? Por un momento, sí. Luego me sorprendió el hecho de que si bien las había pronunciado con una sonrisa, aquella sonrisa tenía cierto aspecto de ser forzada. Le miré fijamente. En sus ojos vi una expresión de aburrimiento y de descontento, y en su boca un rictus de dolor.

—Muchacho —le dije muy serio—. Tú no eres feliz.

Por un instante pensé que iba a desmentir mi acusación. Pero mi visita había coincidido con uno de aquellos estados de espíritu en que uno se encuentra en el crepúsculo, momentos en que lo que necesita un hombre es precisamente un alma hermana que le compadezca. Lanzó un profundo suspiro.

—¡Estoy hasta la coronilla! —confesó—. Es una cosa que tiene mucha gracia. Cuando era un mal jugador de golf, envidiaba enormemente a los que sabían más que yo, y observaba sus más nimios movimientos. ¡Pero es un engaño! La única vez que uno disfruta con el golf, es cuando se da un golpe lo suficientemente bien dado para dejarle satisfecho por el resto del día. Ahora soy una figura, y me muero de aburrimiento. Soy demasiado buen jugador. Y total, ¿qué resultado he obtenido? Todos están celosos de mí. Todos tienen derecho a meterse conmigo. Nadie me aprecia.

Su voz se elevó en una nota de angustia, y al oírlo, su perrito, que había estado durmiendo en la esterilla del hogar, se levantó y fue a lamerle la mano.

—Te aprecia tu perrito —le dije amablemente, porque me sentí emocionado.

—Sí, pero yo no aprecio al perro —contestó Wallace Chesney.

—¡Vaya, vaya, Wallace! —le dije—, sé razonable, amigo mío. Lo que te ha hecho tal vez algo antipático ahora ha sido tu despectivo comportamiento en los links. ¿Por qué no te enmiendas…? ¿Por qué arruinar toda tu vida con esta arrogancia? Todo lo que necesitas es un poco de tacto. Estoy seguro de que Charlotte está tan enamorada de ti como siempre, pero tú heriste su amor propio. ¿Por qué te burlaste de la manera que tiene de pegar a la pelota?

Wallace Chesney bajó la cabeza, descorazonado.

—No puedo evitarlo —dijo—. Me exaspero cuando veo que los demás no juegan bien, y tengo que decirlo.

—Entonces, es imposible hacer nada —dije tristemente.

Como usted sabe, todas las competiciones que se celebran en nuestro club para la Medalla constituyen acontecimientos de importancia; pero, como usted sabe también, ninguna de estas competiciones es tan disputada como la de julio. Al principio del año a que me refiero, Raymond Gandle había sido considerado el probable ganador del trofeo; pero a medida que avanzaba la temporada y la habilidad de Wallace Chesney fue desarrollándose de un modo tan notable, la mayoría de nosotros fuimos inclinándonos, aunque a regañadientes, a favor suyo. Digo a regañadientes, porque la impopularidad de Wallace era ahora tan unánime que la sola idea de que él tenía que ganarnos era verdaderamente desagradable a todos. Me mortificaba ver la frialdad con que sus compañeros de club le trataban. Salió del primer tee sin ninguna manifestación de simpatía; y aunque su jugada fue de admirable calidad, no brotó ni un solo aplauso. Advertí que entre los espectadores se encontraba Charlotte Dix. La pobre muchacha parecía muy triste.

En el sorteo de parejas, había sido designado Peter Willard para jugar con Wallace; y éste me dijo, con voz que se pudo oír claramente, que aquello le desagradaba muchísimo, pues le habían dado un compañero de juego de la más baja categoría. No creo que Peter lo oyera, pero no habría importado mucho si lo hubiese oído, porque dudo que nada podría influir en el sentido de empeorar su juego. Peter Willard tomaba parte siempre en las competiciones para la Medalla, porque decía que aquella clase de concursos le sentaban bien a sus nervios.

En esta ocasión pifió la pelota, y Wallace encendió la pipa con el ademán de exagerada paciencia que caracteriza al hombre irritado. Cuando Peter pifió la segunda, Wallace se sintió impulsado a hablar.

—¡Por el amor de Dios! —le espetó—, ¿para qué sirve jugar, si insistes en mantener levantada la cabeza? Bájala, hombre, bájala. No necesitas mirar a dónde va la pelota. No es probable que la envíes muy lejos. Cuenta hasta tres, antes de levantarla.

—Gracias —contestó Peter, chasqueado.

Peter carecía de amor propio, y, por consiguiente, era imposible herírselo. Ya sabía Wallace la clase de jugador que era su compañero.

Las parejas avanzaban ahora con agilidad, y todo el campo aparecía salpicado de figuras de jugadores y de acompañantes que les seguían. Una considerable proporción de éstos habían decidido observar las incidencias de la partida que iba jugando Raymond Gandle, pero, sin duda alguna, el grupo más numeroso era el que presenciaba las jugadas de Wallace, el cual demostró ya desde el principio que no tenía nada que temer de Gandle ni de ningún otro jugador. Cuando Gandle se encontraba a la altura del hoyo que está cerca del lago, Wallace Chesney estaba en la cumbre de su gloria. Ni siquiera la rémora que significaba el tener por compañero a Peter Willard ponía en peligro su aventajada situación.

Posteriormente, el campo ha sufrido modificaciones, pero en aquel tiempo el hoyo del lago, que ahora es el segundo, era entonces el undécimo y se le consideraba generalmente como el más difícil en las competiciones para la Medalla. Sin duda alguna, Wallace lo sabía perfectamente, pero esto no le preocupaba lo más mínimo. Encendió su pipa con gran serenidad, y después de volver la caja de cerillas al bolsillo del chaleco, con la mayor parsimonia se estuvo unos momentos fumando despreocupadamente, contemplando cómo la pareja que iba delante de él salía del green.

Sacaron la pelota del hoyo, y Wallace avanzó hacia el tee. En este momento alguien le dio una fuerte palmada.

—Perdona —le dijo Peter Willard, excusándose—. No quisiera haberte hecho daño. Era una avispa.

Y señaló una avispa muerta que yacía en el suelo en la posición en que suelen estar esta clase de insectos cuando fallecen.

—Temí que te picara —le dijo Peter.

—¡Gracias, gracias! —contestó Wallace.

Habló con cierto envaramiento, porque Peter Willard tenía una mano muy grande, fuerte y carnosa, y el golpe que con ella le había dado le sacudió violentamente. Además, la multitud se había reído considerablemente. Estaba echando humo cuando apuntó a su pelota, y su enfado fue grande cuando en el momento crítico del balanceo, Peter Willard le habló de improviso.

—Un momento, amigo —le oyó decir.

Wallace se volvió indignado, en redondo.

—¿Qué pasa? Habrías podido esperar a que hubiese dado a la pelota.

—Como quieras —dijo Peter, humildemente.

—No hay falta mayor que hablar a un jugador en los links, en el momento en que se dispone a dar a la pelota.

—Naturalmente, naturalmente —contestó Peter, derrotado.

Wallace se volvió hacia su pelota. Vagamente tenía noción de cierto malestar, sin que, por el momento, pudiese decir de qué podía tratarse. Al principio pensó que iba a tener un ataque de lumbago, lo cual le sorprendió, porque jamás había tenido el menor indicio de sufrir esta enfermedad. Un momento después comprendió que su diagnóstico era equivocado.

—¡Por Dios! —exclamó, dando un salto que le levantó unos dos pies en el aire—. ¡Si estoy ardiendo!

—Sí —contestó Peter, regocijado—. Esto era lo que te quería advertir hace un momento.

Wallace se golpeó fuertemente el remate posterior de sus pantalones.

—Debe de haber sido cuando he matado aquella avispa —dijo Peter, empezando a ver claro el asunto—. Como llevabas una caja de cerillas en el bolsillo…

Wallace no estaba de humor para detenerse a examinar las causas origen de aquello. Estaba dando saltos arriba y abajo, propinándose fuertes golpes para apagar las llamas que amenazaban convertirle en una hoguera.

—¿Sabes qué haría en tu lugar? —le aconsejó Peter Willard—. Me echaría al lago.

Una de las reglas básicas del golf es que ningún jugador aceptará indicaciones de nadie, a no ser de su propio caddie; pero el calor que sentía en sus extremidades inferiores se acentuaba tanto, que Wallace se decidió a aceptar aquel consejo. Dio tres rápidas zancadas y se zambulló en el agua.

El lago, aunque fangoso, no es profundo, y pocos momentos después pudo verse a Wallace asomando el cuerpo, desde la cintura para arriba, a poca distancia de la orilla.

—Ha sido una suerte —dijo Peter Willard— que te haya ocurrido esto en este hoyo.

Y alargando una mano al bañista, añadió:

—Vamos, dame una mano y te sacaré del agua.

—¡No! —contestó Wallace Chesney.

—¿Por qué no?

—No te preocupes —dijo Wallace, austeramente.

Y se inclinó hacia Peter tanto como pudo.

—Envía al caddie al club, y que me traiga los pantalones de franela gris que tengo en mi vestidor —le dijo al oído.

—¡Oh…! ¡Ah! —exclamó Peter.

Pasó un buen rato hasta que Wallace, rodeado por un grupo de sus espectadores masculinos, pudo cambiarse de traje. Durante el intervalo había permanecido en el agua, sumergido de cintura abajo, con la indignación de varias parejas que iban llegando a aquel tee siguiendo el curso normal de su partida, y se quejaban, no sin cierta mordacidad, de que la presencia de aquel individuo allí agregaba cierta agitación mental a su estado de espíritu, precisamente en un hoyo que ya era difícil de por sí.

Sin embargo, al cabo de un rato se encontró otra vez a la orilla, con su pelota frente a él, y el mashie en la mano.

—Sigamos —dijo Peter Willard, cuando la pareja que estaba delante de ellos se hubo marchado del green—. Tenemos el campo libre.

Wallace Chesney tomó la puntería de su pelota. Pero en el preciso momento de hacerlo notó que en él se había operado un profundo cambio psicológico. Notó que se había apoderado de él una extraña debilidad. Las pobres ruinas de aquellos pantalones de golf yacían escondidas debajo de un arbusto; y él, ataviado con el traje de franela gris de sus primeros tiempos de golfista, se sentía débil, falto de confianza en sí mismo e inseguro de su juego. Era igual que si el virtuosismo del golf le hubiese abandonado, o como si le hubiesen despojado de algo muy importante para el buen golfista.

En el momento en que inició el impulso se posó su mirada en el montón informe de sus pantalones, y entonces se dio cuenta de que muchos ojos le observaban detenidamente. El público parecía haber aumentado considerablemente, y se apretujaba en torno a él. Tuvo la sensación de los primeros tiempos, cuando hubo de dar el primer golpe en el primer tee, ante todos los críticos congregados en la terraza.

Al cabo de un momento, la pelota salía disparada, rebotó contra un macizo de hierba, y fue a parar al agua.

—¡Mala suerte! —exclamó Peter Willard, que era un adversario generoso.

Estas palabras parecieron haber hecho vibrar alguna cuerda atrofiada en el pecho de Wallace, y se sintió inundado por un súbito amor hacia sus semejantes. Pensó que Peter era una persona muy generosa, por haber hecho aquel comentario que él no merecía.

«Peter era un buen muchacho —reflexionó—. Y los espectadores también eran muy buena gente. Todo el mundo era bueno, incluso su caddie».

Peter Willard, como si hubiese decidido poner en práctica aquella generosidad que había proclamado con sus palabras, también tiró la pelota al agua.

—¡Mala suerte! —dijo Wallace Chesney, disponiéndose a hacer la otra jugada.

Hacía muchas semanas que no había sentido compasión alguna hacia ningún adversario. Se sentía un hombre cambiado, una persona mejor, más afable, más compasiva. Era como si le hubiesen quitado de encima una maldición.

Centró otra pelota y le pegó un golpe.

—¡Mala suerte! —exclamó Peter.

—¡Mala suerte! —dijo Wallace, unos momentos después.

—¡Mala suerte! —insistió Peter, al cabo de unos minutos más.

Wallace Chesney se quedó de pie en el tee, mirando fijamente el lugar donde había caído su tercera pelota. La multitud estaba ahora divirtiéndose abiertamente, y mientras oía sus felices carcajadas, Wallace empezó a notar que también él se sentía feliz y que aquello le divertía. Un regocijo loco, casi efervescente, se apoderó de él. Se volvió y miró con ojos risueños a los espectadores, y les saludó alegremente con su mashie. Esto —pensó— era algo que se parecía mucho al golf, y no el triste y mecánico juego que le había obsesionado en el transcurso de las últimas semanas durante las cuales había jugado como un jugador perfecto. Ésta era el alma del golf: el hacer cábalas, el ignorar dónde diablos podrá ir una pelota después de que uno le ha dado un golpe, el querer perfeccionarse siempre sin lograrlo. Es mejor viajar con esperanza que llegar al término del viaje. Ésta es la gran verdad que, al fin, penetró en la mente de Wallace. Comprendió ahora que todos sus entrenadores eran gente muy seria y silenciosa, que parecían luchar con alguna secreta tristeza. Era debido a que jugaban demasiado bien. El golf no tenía sorpresas para ellos, y, por consiguiente, aquel juego había perdido todo su sentido de aventura.

—Quizá logre acertar una pelota, si me paso toda la noche aquí —gritó Wallace Chesney alegremente, y la multitud hizo eco a su alegría.

En el rostro de Charlotte Dix se veía la expresión de la madre que ve regresar al hogar patriarcal a su hijo pródigo. Las miradas de Charlotte y de Wallace se encontraron, y la muchacha prorrumpió en una exclamación de regocijo.

—El cojo dice que vendrá a ayudarte, Wally —le gritó.

—Estoy dispuesto a recibirle —gritó, por su parte, Wallace.

—¡Mala suerte! —dijo Peter Willard.

Debajo del arbusto yacían los pantalones de golf, olvidados completamente por toda aquella multitud. Pero Wallace Chesney los vio. Los vio en el momento en que se marchaba de allí. Parecían estar tristes. Tristes y decepcionados.

Wallace Chesney volvía a ser el de siempre.