Era una tarde calurosa y pesada. Las mariposas revoloteaban lánguidamente bajo la caricia del sol, y los pájaros entonaban sus cánticos a las sombras de los árboles.
El Socio Veterano, arrellanado en su sillón favorito, ya hacía rato que había sucumbido a la soñolienta influencia del tiempo. Sus ojos estaban cerrados, y la barbilla hundida en el pecho. La pipa que había estado fumando yacía a su lado, sobre la hierba, y de vez en cuando soltaba algún que otro ronquido.
Súbitamente se rompió la quietud. Se oyó un fuerte chasquido, como el de la madera al romperse. El Socio Veterano se enderezó en su sillón, parpadeando. Tan pronto como sus ojos se hubieron acostumbrado al resplandor del sol, se dio cuenta que en el noveno green se acababa de jugar una partida a cuatro, y que los jugadores empezaban ahora a separarse. Dos de ellos marchaban en rápidos y decididos pasos en dirección a la puerta lateral que daba entrada al bar; otro jugador se dirigía hacia el camino que conducía al pueblo, con aspecto de profundo abatimiento; y el cuarto se encaminaba a la terraza.
—¿Han acabado ustedes? —preguntó el Socio Veterano.
El recién llegado se detuvo, enjugándose el sudor que le cubría la frente. Se sentó en la silla que estaba al lado de el Veterano, y extendió las piernas.
—Sí. Empezamos en el décimo. ¡Qué cansado estoy! No se puede jugar con este calor.
—¿Cómo ha ido la partida?
—Hemos ganado el último green. Jimmy Fothergill y yo hemos estado jugando con el vicario y Rupert Blake.
—¿Qué ha sido este ruido seco que he oído? —preguntó el Socio Veterano.
—El vicario, que ha roto su putter[11] por la mitad. Pobre hombre, ha tenido muy mala suerte durante toda la partida.
—Ya me he figurado que se trataba de una cosa por el estilo —dijo el Socio Veterano—, a juzgar por el aspecto que presentaba cuando abandonaba el green; era el de un hombre derrotado.
Su compañero no contestó. Respiraba muy fuerte y rítmicamente.
—Es una cuestión que merece discutirse —prosiguió el Socio Veterano pensativo—, si al clero, teniendo en cuenta su posición peculiar, se le tendría que conceder un handicap en el golf con más liberalidad de lo que se hace con los seglares con quienes compiten. He hecho un detenido estudio del juego desde los días de las pelotas de pluma, y estoy firmemente convencido de que evitar enteramente los juramentos que se pronuncian durante una partida, es dificilísimo. Existen ciertas ocasiones en que un juramento parece estar tan imperativamente indicado, que la tensión del juego debe afectar los ganglios y centros nerviosos de tal modo que es susceptible de disminuir la firmeza del balanceo.
El hombre que estaba sentado a su lado se estiró en su silla. Su boca se abrió ligeramente.
—A propósito de lo que estamos diciendo —prosiguió el Socio Veterano—, recuerdo el caso del joven Chester Meredith, que era un amigo mío, y a quien, por cierto, me parece que no conoce usted. Se ha ido de aquí muy poco antes de llegar usted. Fue uno de aquellos casos en que la felicidad de un hombre está a punto de destruirse del todo a causa de haber dominado sus instintos y haber adoptado su naturaleza a este efecto. ¿Tal vez le interesaría saber cómo ocurrió aquel caso?
De la silla que estaba a su lado salió un ronquido por toda contestación.
—Bueno, pues —dijo el Socio Veterano—, se lo contaré.
Chester Meredith era uno de los muchachos más simpáticos que he conocido en mi vida. Fuimos amigos desde el mismo momento en que él, que entonces no era más que un niño, vino a vivir aquí, y yo le había seguido con mirada paternal, a través de todas las más importantes crisis de la vida de un joven. Yo fui quien le enseñó a jugar al golf, y cuando llegó a todos aquellos quebraderos de cabeza en que se encuentran los jóvenes a la edad de veintiún años, a mí acudió en busca de compasión y consejo. Fue una extraña coincidencia, por consiguiente, que yo estuviese presente cuando él se enamoró.
Yo me estaba fumando mi puro del anochecer aquí mismo, y contemplando cómo las últimas parejas de la jornada acababan sus partidas, cuando salió Chester del Club y vino a sentarse a mi lado. A simple vista comprendí que al chico le pasaba algo, y me pregunté qué sería, porque el muchacho había ganado la partida de aquella tarde.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—¡Oh, nada! —contestó Chester—. Simplemente, estaba pensando que existen ciertos seres humanos a los cuales no debería permitírseles la entrada en un campo de golf.
—¿Te refieres…?
—A la «Pandilla de los Náufragos» —contestó Chester amargamente—. No hacen más que dificultar los movimientos de todos, malditos sean. No le dejan moverse a uno. ¿Qué se puede hacer con una gente que no sabe bastante de la etiqueta del juego para comprender que un single tiene derecho preferente sobre una partida a cuatro? Hemos tenido que estar esperando durante horas enteras, mientras ellos escarbaban la hierba como gallinas. El caso es que los cuatro han perdido sus pelotas simultáneamente en el undécimo y nosotros pudimos proseguir entonces la partida, con paz y tranquilidad.
No me sorprendió lo más mínimo el acaloramiento con que hablaba mi amigo. La «Pandilla de los Náufragos» estaba integrada por cuatro hombres de negocios retirados, que se habían aficionado al noble juego en los últimos tiempos de sus vidas, porque sus médicos les habían ordenado que hiciesen ejercicio y vida al aire libre. Supongo que cada Club tiene una cruz como ésta que llevar; y no ocurría muchas veces que nuestros socios se rebelasen. Pero, sin duda, había algo profundamente encolerizador en los métodos de aquellos viejos. Se esforzaban tanto, que casi parecía inconcebible que fuesen tan lentos.
—Todos ellos son hombres muy respetables —dije—, y creo que gozaban de gran prestigio en sus negocios. Pero reconozco que los links son una prueba demasiado dura para ellos.
—Son descendientes en línea directa del Gran Cerdo —replicó Chester categóricamente—. Cada vez que les veo salir, deseo ponerles en fuga en el primer tee, y echarlos al agua del lago en el segundo. De todos los…
—Calla —le dije.
Con el rabillo del ojo había visto acercarse una muchacha, y temí que Chester, dejándose llevar por su furia, se expresara en términos demasiado contundentes. Porque era de aquellos golfistas que en momentos de honda emoción se dejan arrastrar por la vehemencia de sus sentimientos.
—¿Eh? —preguntó Chester.
Hice un movimiento con la cabeza, y él miró en derredor suyo. Y al hacerlo, su rostro adquirió una expresión que sólo se le había conocido una única vez: cuando ganó la Copa del Presidente. Era aquélla una expresión de éxtasis y de angustia. La boca se le quedó abierta, las cejas levantadas, y empezó a respirar ruidosamente.
—¡Atiza! —le oí decir.
La muchacha pasó de largo. No era de extrañar que Chester se quedara mirándola embobado. Se trataba de una jovencita hermosísima, de finas líneas y perfecto rostro. Cabello castaño oscuro, ojos azules, nariz pequeña y algo chatilla. Desapareció de nuestra vista la muchacha, y Chester, después de casi dislocarse el cuello por su persistencia en seguirla con la mirada cuando ella se alejó por la esquina del edificio del Club, lanzó un profundo y explosivo suspiro.
—¿Quién es? —murmuró.
Se lo pude explicar. De un modo u otro, siempre conozco a las personas que afluyen a este pueblo.
—Es una tal Miss Blakeney; Felicia Blakeney. Ha venido a pasar un mes con la familia de Waterfield. Tengo entendido que era compañera de colegio de Jane Waterfield. Tiene veintitrés años de edad, posee un perro que se llama Pepito, baila muy bien y no le gustan las chirivías. Su padre es un conocido escritor sobre temas de sociología; su madre es Wilmont Royce, la conocida novelista, cuya última obra, Tejedores de almas, fue denunciada, como tal vez recordarás, ante los tribunales, por la Liga para la Defensa de la Pureza de las Costumbres. Tiene un hermano, llamado Crispin Blakeney, que, a pesar de ser joven, ya es un eminente crítico y ensayista, el cual se encuentra actualmente en la India, estudiando las condiciones de vida del país, y con el fruto de sus observaciones y estudios está preparando una serie de conferencias para cuando regrese. La muchacha no llegó aquí hasta ayer, de modo que no he tenido tiempo para saber mucho sobre ella.
La boca de Chester aún estaba abierta cuando empecé a hablar. Cuando terminé, estaba más abierta todavía. La expresión de éxtasis que animaba al principio su mirada, se había transformado ahora en una expresión de triste desesperación.
—¡Dios mío! —exclamó con voz débil y apenas perceptible—. Si su familia es como usted dice, ¿qué posibilidades de éxito tiene un pobre tarambana como yo?
—¿Te ha gustado la chiquilla?
—Es la mujer ideal —contestó sencillamente Chester.
Yo le di unos golpecitos en el hombro.
—Ánimo, amigo mío —le dije—. Recuerda siempre que el amor de un hombre bueno, a quien el entrenador le puede dar tan sólo un par de golpes en dieciocho hoyos, no es nada despreciable.
—Sí, esto está muy bien. Pero, probablemente, ella es una sólida masa de cerebro. Me mirará como si fuese el último mono.
—Bueno. Te la presentaré, y ya veremos. Parece una buena muchacha.
—No es usted un buen narrador, ¿no le parece? —me dijo Chester—. ¡Qué pobreza de lenguaje tiene usted! No sé cómo se las arregla. ¡Buena muchacha! Le aseguro que es una muchacha única en el mundo. Es una perla entre todas las mujeres del mundo. Es lo más maravilloso, asombroso y celestial que jamás haya respirado en este mundo.
Se detuvo como si una idea hubiese venido a interrumpir el hilo de sus pensamientos.
—¿Ha dicho usted que tiene un hermano que se llama Crispin?
—Sí. ¿Por qué?
Chester dio suelta a varios juramentos de diversa especie.
—¿No le demuestra esto cómo van las cosas en este puerco mundo?
—¿Qué quieres decir?
—Que fue compañero mío de colegio.
—Pues, seguramente, este detalle constituirá una buena base para una sólida amistad.
—¿Usted cree? ¿Es posible? Vale más que le diga que, por lo menos, di de patadas a este condenado Crispin Blakeney setecientas cuarenta y seis veces en los pocos años que convivimos. Era de lo peorcito que corre por el mundo. Habría corrido a juntarse con estos viejos de la «Pandilla de los Náufragos» sin pedir ninguna clase de explicaciones. ¿No es sorprendente? Resulta que tengo la suerte de conocer al hermano de esta muchacha, pero da la coincidencia de que no nos podíamos ver ni en pintura.
—Bueno. No hay ninguna necesidad de explicarle esto a ella.
—¿Quiere usted decir…? —preguntó mirándome fijamente—. ¿Quiere darme a entender que puedo hacerle creer a la chica que nos queríamos mucho su hermano y yo?
—¿Por qué no? Puesto que él está en la India, es muy difícil que te contradiga.
—¡Caramba! —exclamó.
Yo me estaba dando cuenta de que la idea empezaba a abrirse paso. A Chester siempre le ocurre lo mismo. Hay que darle tiempo…
—Después de todo, no es ningún mal proyecto. El comienzo será magnífico. Y tanto en el juego como en la vida real, no hay nada mejor que un buen comienzo. Le aseguro que lo pondré en práctica inmediatamente.
—Yo lo haría.
—Recuerdos de aquellos encantadores tiempos, cuando éramos camaradas y cosas por el estilo.
—Exactamente.
—No será cosa fácil, téngalo presente —me dijo Chester, pensativo—. Lo haré porque me he enamorado de ella, pero nada del mundo me induciría a decir una palabra amable respecto de aquel cabezota. Sin embargo, es preciso. —Y para concretar, terminó—: Bueno, pues, estamos de acuerdo. Usted se cuida de la parte de la presentación, ¿no es verdad? Tengo prisa.
Uno de los privilegios que tenemos los hombres de edad avanzada, es que, gracias a esta circunstancia de contar muchos años, nos es permitido acercarnos impunemente a una muchacha bonita con la mayor desenvoltura, sin que ella se crea obligada a decir: «¡Caballero!» Así, pues, no me fue difícil trabar amistad con Miss Blakeney, y una vez logrado esto, mi primer acto fue presentarle a Chester.
—¡Chester! —le grité como si él hubiese aparecido en el horizonte por verdadera casualidad— quiero presentarle a Miss Blakeney. Miss Blakeney, le presento a mi joven amigo Chester Meredith. Fue compañero de colegio de su hermano Crispin. Tengo entendido que erais muy buenos amigos, ¿no?
—Nos queríamos entrañablemente —contestó Chester, después de una pausa.
—¡Oh, qué alegría! —exclamó la muchacha.
Hubo otra pausa, y la joven añadió:
—Ahora está en la India.
—Sí —dijo Chester.
Hubo otra pausa.
—Era un gran camarada —dijo Chester remolonamente.
—Crispin es muy sociable… con ciertas personas —aclaró la muchacha.
—Siempre fue mi mejor amigo —dijo Chester—. ¿Sí?
Yo no estaba satisfecho, en forma alguna, del cariz que iba tomando la situación. La muchacha parecía indiferente y daba la impresión de que no le era nada agradable la nueva amistad que acababa de contraer, y me temí que ello fuese debido a la antipática actitud que había adoptado Chester. La timidez, especialmente cuando está complicada con el amor a primera vista, es susceptible de tener extraños efectos sobre un hombre, y del modo cómo se había apoderado de Chester, le estaba convirtiendo en un tipo envarado y presuntuoso. Por regla general, uno de sus principales atractivos era su sonrisa de muchacho. La timidez había hecho desaparecer esta sonrisa de su rostro, de modo que no quedaba ahora ni el menor rastro de ella. No solamente él no sonreía, sino que tenía el aspecto de la persona que no ha sonreído nunca, y que nunca en su vida sonreirá. Su boca era una línea delgada y rígida. Tenía la espalda envarada, lo cual le daba un aspecto de desdén. Y si miraba a Miss Blakeney, lo hacía con la actitud del que mira a una persona que no es digna ni de limpiarle los zapatos.
Pensé que lo mejor que podía hacer era marcharme y dejarles solos, para que trabaran amistad entre ellos. Supuse que tal vez era mi presencia lo que estaba entorpeciendo el desarrollo de toda la personalidad de Chester. Di una excusa, y me alejé.
Pasaron varios días antes de que volviera a ver a Chester. Vino a mi casa una noche, después de cenar, y se dejó caer en una silla, donde permaneció silencioso por espacio de varios minutos.
—¿Y bien? —pregunté yo al fin.
—¿Eh? —preguntó Chester, sobresaltándose violentamente.
—¿Has visto a Miss Blakeney, estos días?
—Claro que sí.
—¿Os habéis hecho ya muy amigos?
—¿Eh? —volvió a preguntar Chester, como quien tiene el pensamiento muy lejos de donde se halla.
—¿Todavía estás enamorado de ella?
—¿Enamorado? —exclamó con una voz que vibraba de emoción—. Pues claro que todavía estoy enamorado de ella. Sería una tontería no estar enamorado de esa joven. Mire —me dijo el muchacho, iluminada la mirada como debía de estarlo la de los antiguos jóvenes caballeros a la vista de alguna visión del Santo Graal—, es la única mujer que he encontrado que no se mece excesivamente cuando juega al golf. Se limita a moverse lo necesario, y nada más. Y otra cosa. Quizá no me creerá usted, si le digo que vacila tan poco casi como George Duncan. Ya sabe usted que, por regla general, las mujeres vacilan o se mueven por espacio de un minuto o algo así, como gatos jugando con una pelota de lana. Pues ella sólo da un paso firme con el palo y entonces, ¡bam! No hay ninguna como ella. ¡Ninguna!
—Entonces, ¿has jugado al golf con ella, estos días?
—Casi todos los días.
—Y tú, ¿cómo juegas?
—Bastante mal.
Quedé perplejo.
—Espero, muchacho —le dije muy serio— que pondrás cuidado en dominar tus sentimientos cuando te encuentres en los links con Miss Blakeney. Ya sabes cómo eres. Supongo que no habrás empleado el lenguaje que generalmente empleas cuando no juegas bien, ¿eh?
—¿Yo? —exclamó Chester, horrorizado—. ¿Quién? ¿Yo? Supongo que no imaginará que sea capaz de pronunciar una sola palabra que sea susceptible de hacer sonrojar las adoradas mejillas de esa preciosidad de muchacha, ¿eh? Le aseguro que en todo momento podría haber estado a mi lado un obispo, y no habría oído nada nuevo.
Aquello me tranquilizó.
—¿Y cómo ha ido el diálogo, estos días? —le pregunté—. Cuando te presenté, te portaste (y perdona que te critique un viejo amigo) algo así como una rana que tenga laringitis. ¿Han mejorado las cosas a este respecto?
—Oh, sí. Ahora ya charlo por los codos. La mayor parte de la conversación se refiere a su hermano. Me paso ratos enteros remachando el clavo sobre este tema. Parece que las cosas van bien, ahora. Supongo que es la fuerza de voluntad. Y, además, naturalmente, hablo mucho también de las novelas de su madre.
—¿Las has leído?
—Por desgracia, todas. Lo he hecho por la chica solamente. No creo que pueda haber prueba más grande de amor que ésta. ¡Qué de tonterías llega a escribir esa mujer! Y ahora que recuerdo, tengo que enviar a la librería para comprar la última novedad que acaba de publicar. Se titula El hedor de la vida. Tengo entendido que es una continuación de El horizonte gris.
—¡Eres un valiente! —le dije estrechándole la mano—. Un muchacho muy valiente.
—¡Oh! Haría cosas más difíciles aún, por ella —me contestó.
Se quedó unos momentos fumando en silencio, y luego prosiguió:
—A propósito, creo que voy a declarármele mañana.
—¿Ya?
—No puedo aplazarlo un minuto más. El haber esperado estos días es mucho más de lo que puedo resistir. ¿Dónde cree usted que sería el lugar apropiado? Porque estas cosas no pueden hacerse paseando ni tomando una taza de té. He pensado que estaría bien declararme jugando una partidita de golf con ella.
—Creo que es lo mejor. El campo de golf es una especie de catedral de la Naturaleza.
—Entendidos, pues. Ya le comunicaré el resultado.
—Mucha suerte, muchacho —le dije.
Entretanto, ¿qué diremos de Felicia? Por desgracia, estaba muy lejos de corresponder al amor que incendiaba el corazón de Chester. Éste le parecía ser, precisamente, el tipo de hombre que más lejos estaba de sus gustos. Desde la infancia, Felicia Blakeney había vivido en una atmósfera de intelectualismo, y el tipo de marido que ella había visto siempre en sus sueños era el hombre sencillo e ingenuo, que no supiera si Arthashiékev era un suburbio de Moscú o una nueva bebida rusa. Un hombre como Chester que, según propia declaración, prefería leer una novela de las que escribía su madre, a comer, la sublevaba. Y el profundo afecto que éste demostraba sentir por su hermano Crispin, constituía el broche de su disgusto por él.
Felicia era una muchacha cumplidora de su deber, y amaba a sus padres. Le resultaba algo difícil, pero lo conseguía. Ahora, en cuanto a su hermano Crispin, ya era otro cantar. Le era antipático, y sus amigos se lo resultaban más todavía. Todos hablaban con voz fuerte, eran petulantes, llevaban lentes de pinza, y opinaban pedantemente de la Vida y del Arte. Y la sincera confesión de Chester de que él era uno de aquellos amigos de Crispin, le había colocado inmediatamente fuera del campo de los posibles maridos de Felicia.
Quizá se pregunten ustedes por qué la innegable habilidad del muchacho en el campo de golf no tenía poder alguno para apaciguar a la muchacha. Lo desgraciado del caso era que todos los buenos efectos de su proeza estaban neutralizados por el comportamiento que tenía mientras jugaba. Durante toda su vida, Felicia había mirado el golf con la mayor simpatía y había puesto en este juego todos sus afectos, mientras que la actitud de Chester mientras jugaba parecía demostrar que él no lo tomaba muy en serio. La realidad es que Chester, a causa de los esfuerzos que hacía para evitar soltar palabras demasiado fuertes, había encontrado cierto alivio en una especie de charla femenina, lo cual hacía temblar a Felicia cada vez que le oía.
Por consiguiente, su conducta durante los días que mediaron entre la presentación y la declaración del muchacho, no pudo ser más perjudicial para la causa de este último. Empezaron bajo los mejores auspicios. Chester dio un golpe que hizo saltar la pelota a doscientas yardas del primer tee, lo cual tuvo la virtud de despertar el primer gesto de admiración de la muchacha por aquel joven. Pero en el cuarto, después de un magnífico brassie, él tuvo la desgracia de que la pelota se le atascara en un profundo hoyo hecho en la tierra por la pisada de un tacón de zapato de mujer. Era uno de aquellos contratiempos que le hacían proferir una serie de juramentos, pero en la presente ocasión estaba en guardia, y se contuvo.
—¡Caramba! —gritó el muchacho, cogiendo el niblick—. ¡Qué lástima!
Y la muchacha se estremeció hasta lo más profundo de su ser.
Después de sacar la pelota del hoyo, procedió a amenizar el camino hacia el próximo tee, con algunos comentarios sobre el estilo literario de la madre de la muchacha, y cuando ya habían terminado la partida, fue cuando se declaró.
Ya puede suponer que la declaración de Chester no podía haber sido hecha bajo peores auspicios. Sin imaginar siquiera que estaba labrando su propia desgracia, el chico acentuó la nota Crispin. Dio a Felicia la impresión de que le estaba proponiendo aquel casamiento más por amor a Crispin que por ninguna otra causa. Cultivó la idea de lo agradable que sería para su hermano Crispin tener como miembro de la familia a un antiguo camarada. Trazó un cuadro de su futuro hogar, en el que Crispin entraría y saldría continuamente, como un conejo de su madriguera. No es de extrañar, pues, que cuando, al fin la muchacha pudo hablar, le diera unas calabazas de tamaño natural.
En momentos como éstos es cuando un hombre recibe la recompensa de su buena fe. En semejantes circunstancias, los que no han tenido la ventaja de un buen entrenamiento en el golf, son muy propensos a equivocarse. Agobiados por el súbito dolor, se entregan a la bebida, se hunden en la disipación y se ponen a escribir versos libres. Afortunadamente, Chester estaba a salvo de todo esto. Le vi al día siguiente de haber recibido aquellas calabazas, y me sorprendió ver la expresión de firme decisión que animaba su rostro. A pesar de lo profundo de la herida que recibió en el corazón, pude convencerme de que era dueño de sí mismo.
—Lo siento, muchacho —le dije, compasivamente, cuando me dio la penosa noticia.
—La cosa no tiene remedio —contestó, con la mayor entereza de ánimo.
—La decisión de la muchacha, ¿es cosa definitiva?
—Completamente.
—¿No piensas insistir?
—Sería inútil. Estoy convencido.
Le di unos cariñosos golpecitos en el hombro y le dije lo único que parecía posible decir:
—Después de todo, siempre queda el golf.
Él movió la cabeza afirmativamente.
—Sí. Mi modo de jugar necesita perfeccionarse aún mucho… Éste es el momento de conseguirlo. De ahora en adelante, me entregaré seriamente a este pasatiempo. Voy a hacer de él una obra maestra. ¿Quién sabe? —murmuró con un súbito resplandor en sus ojos—. El Campeonato de Aficionados…
—¡El profesional! —exclamé, contagiándoseme fácilmente su entusiasmo.
—El de aficionados —insistió Chester.
—¡El profesional! —repetí yo.
—¿De veras?
—De veras.
—Pues ya verá usted —dijo Chester, sencillamente.
Dos semanas después de esta escena fui a ver a Chester, una mañana, en su casa. Le encontré disponiéndose a salir a los links. Como él había dicho en la conversación que acabo de explicar, ahora pasaba la mayor parte de las horas del día en el campo de golf. Durante aquellas dos semanas había progresado mucho en su tarea de perfeccionarse, y lo había hecho con una furia tal, que era el tema de todas las conversaciones del Club. Siempre había sido uno de los mejores jugadores del Club, pero ahora rayaba en el genio. Muchos golfistas que habían sido considerados iguales a Chester, se veían de pronto superados por éste. Incluso el propio entrenador le consideraba superior. La lucha por la Copa del Presidente se anunció de nuevo, y Chester la ganó por segunda vez, con una sorprendente facilidad.
Cuando llegué, estaba entrenándose en su propio salón. Observé que parecía estar jugando bajo el impulso de una profunda emoción, y sus primeras palabras me dieron la pista.
—Felicia se marcha mañana —me dijo de golpe y porrazo.
Yo no estaba seguro de si aquella noticia me alegraba o me dolía. Naturalmente, la ausencia de la muchacha dejaría allí un gran vacío, pero también era posible que contribuyera a restañar las heridas que pudiesen quedar en el corazón del muchacho.
—¡Ah! —dije yo, sin dar a esta palabra ningún significado especial.
Chester dirigió su pelota con intencionada flema, pero, por el color que adquirieron sus orejas, comprendí que sufría horriblemente. No me sorprendió, por consiguiente, que errara el golpe.
—Me ha prometido jugar una última partida conmigo esta mañana —me dijo.
De nuevo tuve la duda de cómo tenía que acoger aquella noticia. Era una idea bonita, poética, bastante parecida a El último paseo juntos, de Browning, pero no estaba seguro de si aquello era muy aconsejable. Sea como fuere, aquél no era asunto mío, de modo que me limité a darle unos golpecitos en el hombro. Cogió sus palos, y salimos.
Por motivos de delicadeza, no le ofrecí acompañarle hasta el campo de juego, y hasta después no me enteré de los verdaderos detalles de todo lo que ocurrió. Según parece, al empezar, la tortura espiritual que él estaba sufriendo tuvo deprimentes efectos sobre su juego. En la primera jugada sólo obtuvo un cinco. En la segunda, que era en el hoyo próximo al lago, perdió una pelota, que fue a parar al agua, y logró otro cinco. Hasta el tercero no empezó a reponerse algo.
El punto difícil de un jugador de golf es reponerse de un mal comienzo. Chester tenía esta facilidad en alto grado. Otro jugador se habría visto perdido. Pero Chester, no. Como sus golpes siempre eran de largo alcance, en el tercer hoyo se superó a sí mismo. Como usted sabe, el tercero era un hoyo situado en una eminencia del terreno, pero su golpe hizo saltar la pelota a doscientas cincuenta yardas. Un golpe con el brassie, de igual fuerza y no menos firme puntería, le situó a la orilla del green, y metió la pelota en el hoyo. Había esperado obtener, por lo menos, un resultado mediano, y le resultaba superior.
Creo que esta maravillosa hazaña hubiera aplacado el corazón de Felicia, de no ser que la tristeza de aquellos días había hecho desaparecer toda sonrisa del rostro de Chester. Por consiguiente, en lugar de portarse como se habría portado cualquier otro jugador de golf que hubiera obtenido un resultado tan bueno, mantuvo una actitud impasible; y mientras ella miraba cómo hacía subir su pelota al tee, erguido, correcto, pero con un aspecto exterior totalmente deshumanizado, la muchacha sintió que aquel escalofrío que había experimentado por un momento, no era otra cosa que adoración hacia él. Pensó que su hermano Crispin se habría portado exactamente igual en tal circunstancia.
Sin embargo, ella no pudo contener un profundo suspiro cuando, después de un par de cuatros en los dos hoyos siguientes, dio otro golpe en el sexto, y con un inspirado niblick, logró situarse con uno menos que par[12], marcando un dos en el séptimo green, que era de 170 yardas. Pero pasado aquel sentimiento de ternura, y cuando él terminó el primer nueve con otros dos cuatros, ella evitó pronunciar cualquier palabra que no fuesen las estereotipadas frases de felicitación.
—¡Uno menos que par! —exclamó—. ¡Es espléndido!
—Uno menos que par —se limitó a decir, fríamente, Chester.
—Sobre treinta y cuatro. ¿Qué «récord» tiene la partida?
Chester se sobresaltó. Tan grande había sido su preocupación, que ni siquiera se había acordado del «récord» que pudiese tener la partida.
Súbitamente comprendió que el entrenador, que había hecho la más baja cifra «récord» hasta la fecha (el otro «récord» lo detentaba Peter Willard con ciento sesenta y uno, logrado en su primera temporada) había triunfado sólo por un punto más que los logrados por él aquel día.
—Sesenta y ocho —dijo él.
—¡Qué lástima haber perdido aquellas primeras jugadas!
—Sí —contestó Chester.
Hablaba como si su pensamiento estuviese ausente y, según le pareció a ella, con arrogancia y sin entusiasmo, porque hasta aquel momento no se le había ocurrido la idea del «récord». Sólo una vez en su vida había hecho el primer nueve en treinta y cuatro, pero en tal ocasión no había experimentado aquella curiosa sensación de fuerza irresistible que se apodera de un jugador de golf cuando se halla en el punto culminante de su forma. Entonces se había dado cuenta durante todo el rato de que había estado jugando llevado tan sólo por la casualidad. Claro que habían terminado felizmente, pero es que él había dicho una oración en cada putt. Hoy se sentía superior y por encima de toda clase de vacilaciones. Cuando golpeó la pelota en el green, sabía que iba a hacer algo importante. ¿La partida del «récord»? ¿Por qué no? ¡Qué postrer obsequio para Felicia en los últimos momentos de su estancia en aquellos lugares! Ella se marcharía, y desaparecería de su vida para siempre; se casaría con cualquier otro individuo; pero el recuerdo de aquella suprema partida permanecería en su mente mientras viviera. Cuando ganase el Abierto y el Aficionados por segunda, tercera y cuarta vez, la muchacha se diría a sí misma: «Yo estaba con él cuando ganó el "récord" local». Y él había tenido tan sólo que dar un par de golpes en el último nueve, para hacer treses en hoyos donde se esperaba que sólo se daría por satisfecho con cuatros. ¡Sí, pardiez! Él probaría suerte.
Usted, que conoce bien estos links, dirá, sin duda, que la tarea que Chester Meredith se había impuesto a sí mismo —rebajar en dos golpes el treinta y cinco en el segundo nueve— era susceptible de hacer estremecer a la Humanidad entera. El propio entrenador, que había acabado el sexto en el último Campeonato Abierto, nunca había pasado de un treinta y cinco, jugando un golf perfecto. Pero el estado de espíritu de Chester era tal, que cuando inició el décimo ni siquiera se le ocurrió la posibilidad de un fracaso. Cada músculo de su cuerpo se movía en perfecta coordinación con sus compañeros, sus muñecas actuaban como si fuesen de acero templado, y sus ojos tenían precisamente aquella cualidad propia de un halcón que hace posible a un hombre calcular las distancias inmediatas a él con precisiones de pulgada. Se balanceó rítmicamente, la pelota salió disparada hacia la bandera, y por un momento hasta pareció que había chocado en ella.
—¡Oh! —exclamó Felicia.
Chester no despegó los labios. Seguía el curso de la pelota. Ésta pasó por encima del montículo, y con el conocimiento que el muchacho tenía de aquellas cosas, habría podido decir de antemano casi el lugar exacto donde había caído y donde se había quedado encallada en la hierba. Desde allí un hierro sería lo más indicado, y un simple putt le daría el primer puesto entre los aficionados, que era lo que él necesitaba. Dos minutos después había ganado el green en tres jugadas, siendo la última un putt de seis pies.
—¡Oh! —volvió a exclamar Felicia.
Chester se encaminó hacia el undécimo, en silencio.
—No, no importa —dijo ella, cuando él se detuvo para poner la pelota de la joven sobre la arena—. Me parece que no jugaré más. Prefiero mil veces contemplar cómo juegas.
«¡Oh! ¡Qué lástima que no me puedas contemplar toda la vida!», exclamó Chester, pero para sus adentros.
Las palabras que dijo en voz alta fueron:
—¡Muy bien!
Y las dijo con una afectada glacialidad, que dejó pasmada a la muchacha.
El undécimo es uno de los hoyos más difíciles de toda una partida, como seguramente habrá observado usted mismo. Tiene el aspecto de ser absurdamente sencillo, pero el bosquecillo que está a su derecha está colocado precisamente en la más funesta posición, a fin de parar el golpe mejor dirigido. La jugada que ahora hizo Chester estuvo falta de la austera precisión que había sido la característica de su jugada precedente. A un centenar de yardas del tee, la pelota se desvió casi imperceptiblemente, y dando en una rama, cayó en lo más recóndito de unos arbustos. Chester necesitó dos golpes para sacarla y ponerla en el green, y luego su largo putt, después de vibrar en el borde del hoyo, se quedó allí. Por un rápido instante afluyeron a sus labios las palabras más gruesas, pero él las ahogaba a medida que iban subiendo a la superficie, y las rechazaba. Miró a la pelota, y después al hoyo.
—¡Vaya! —comentó simplemente Chester.
Felicia dio un profundo suspiro. El golpe que el muchacho había dado con el niblick la había impresionado profundamente. «¡Si —pensó ella— este formidable golfista fuese un poco más humano!» Si ella se sintiese capaz de estar constantemente en la compañía de aquel hombre, para ver exactamente qué era lo que había hecho con su muñeca izquierda, que le daba aquella maravillosa precisión en los golpes que asestaba a la pelota, también podría adquirir la misma precisión cualquier día. Porque Felicia era una muchacha de rectos y honrados pensamientos, y comprendía perfectamente que no llegaba a cubrir la distancia que debería con sus golpes. Con un marido como Chester a su lado para estimularla y aconsejarla, ¿de qué no sería capaz ella? Si se equivocaba, él podría corregirla con sólo una palabra. Si su pelota se desviaba, ¡cuán rápidamente él le demostraría la causa de aquel defecto! Y bien sabía que sólo tenía que decir una palabra para borrar los efectos de su negativa, y tenerlo a su lado para siempre.
Pero ¿podía una muchacha pagar un precio tan elevado? Cuando había hecho aquella formidable jugada en el tercero, el joven parecía aburrido. Al fallarle este último putt, no daba la impresión de que le importase mucho: «¡Vaya!», había sido su única palabra. No —pensó ella tristemente—, no podía ser. Casarse con Chester Meredith —se dijo para sí misma— sería como casarse con un compuesto de Soames Forsyte, Sir Willoughby Patterne y todos los amigos de su hermano Crispin. Suspiró profundamente y guardó silencio.
Chester, de pie en el duodécimo tee, pasó rápidamente revista a la situación como un general antes de la batalla. Quedaban aún siete hoyos por jugar, y tenía que hacerlos en dos menos que el bogey. El que estaba enfrente de él en aquellos momentos ofrecía pocas oportunidades. Se trataba de un hoyo largo e intrincado, e incluso Ray y Taylor, cuando habían jugado su partida de exhibición, sólo habían obtenido cinco. La cosa no se presentaba muy optimista.
El decimotercero, sito en lo alto de una empinada cuesta, quizá se podría lograr con un buen golpe de hierro. A duras penas se podía esperar nada mejor que «un cuatro». El decimocuarto, situado en el valle, con un terreno que descendía abruptamente, lo había hecho una vez con «un tres», pero aquello fue un caso de suerte. No; en aquellos tres hoyos tenía que contentarse con jugar tan bien como pudiese, pero sin depositar ninguna esperanza en ellos.
El decimoquinto, situado en línea recta al green, con su círculo de zarzales, presentaba pocas dificultades para un golfista consumado. Un zarzal no significaba nada para Chester, en aquellas jornadas en que tenía las de ganar. Su golpe con el mashie chasqueó casi despreciativamente, y la pelota fue rodando hasta el hoyo. Llegó al decimosexto con el manifiesto problema de tener que ganar dos golpes para recuperar los perdidos hasta entonces, en los tres últimos hoyos.
Para el hombre que no piensa, que no está habituado a las características de nuestros links, esto le habría parecido, sin duda, una verdadera hazaña. Pero el hecho es que la Junta del Club, quizá con cierto sentimentalismo respecto a un término feliz, había dispuesto las cosas de manera que el final de las partidas fuese relativamente fácil. El decimosexto era un hoyo verdaderamente vulgar, situado al pie de un declive, y con ancho terreno en derredor; el decimoséptimo era simplemente cuestión de un golpe sin dificultades para el hombre que ya está acostumbrado a darlos buenos; y el decimoctavo, aunque el hecho de estar situado en un lugar de cierta altura engaña al forastero, y hace que el no avisado utilice el mashie en lugar del ligero hierro, no requería un gran esfuerzo. Incluso Peter Willard lo había hecho sólo con «un seis, cinco y siete», concediéndose tan sólo dos putts de ocho pies. Creo que es esta facilidad en la terminación de las partidas lo que hace que el bar del club presente siempre caras risueñas, detalle que le ha hecho célebre. Y no es para menos, pues cada día está el local abarrotado de seres satisfechos que, olvidando las angustias de los primeros «quince», charlan sobre las hazañas que llevaron a cabo en los últimos «tres». Especialmente el decimoséptimo, que brinda la facilidad de efectuarse en dos golpes, es el que contribuye más a la felicidad de todos.
Chester Meredith no era capaz de ganar «en dos» ningún hoyo, por lo que esta suprema dicha no le estaba reservada. Pero dio un magnífico golpe de mashie «muerto», y logró «un tres»; y cuando con su hierro dio el primero en el green decimoséptimo, y metió la pelota con «un dos», la vida le pareció, recordando temidas calamidades, que era perfectamente tolerable. Se dio cuenta de que dominaba la situación. Sólo tenía que jugar como siempre para lograr «un cuatro» en el último hoyo, rebajando todavía así en un tanto el «récord» establecido.
En este supremo momento de su vida fue cuando tropezó con la «Pandilla de los Náufragos».
Seguramente le será difícil comprender cómo es posible que Chester se hubiera encontrado la «Pandilla de los Náufragos», si ya hacía un buen rato que ésta se hallaba en los links. La explicación es que, teniendo en cuenta la etiqueta del juego, que aquellos miserables no respetaban nunca, habían obedecido por una vez la ley que autoriza que las partidas a cuatro tengan preferencia de salida en el décimo. Habían empleado su oscura labor en el segundo nueve, casi en el mismo instante en que Chester Meredith disparaba el primero, circunstancia que había permitido que fuesen por delante hasta ahora. Cuando Chester llegó al decimoctavo tee, ellos acababan de salir de él y avanzaban por el campo seguidos de sus caddies, en estrecha formación, y de tal modo que evocaban una de aquellas grandes migraciones raciales de la Edad Media. A donde quiera que Chester mirara, le parecía ver figuras humanas. Una estaba vagando entre la larga hierba a unas cincuenta yardas del tee, y otras afluían a derecha e izquierda, llenando el campo con su presencia.
Chester se sentó en el banco, dando un suspiro de aburrimiento. Conocía a aquellos hombres. Egoístas, sin conciencia, sordos a toda clase de buenos sentimientos, nunca dejaban tranquilo a nadie. No se podía hacer otra cosa que esperar.
La «Pandilla de los Náufragos» se dispuso a jugar. El hombre que se hallaba cerca del tee hizo correr su pelota diez yardas, luego veinte, luego treinta… Cada vez mejor. No tardaría en hallarse fuera de allí. Chester se levantó y cogió su palo.
Pero no estaba concluida la cosa. El individuo que operaba a la izquierda había ido avanzando a cortos trechos, y ahora, viendo que su pelota se había quedado encallada en la hierba, se cuadró de hombros y descargó toda su fuerza. Se oyó un fuerte chasquido, y la pelota, chocando de pleno contra un árbol, rebotó hacia atrás, retrocediendo hasta casi volver al tee, por lo que toda aquella monótona maniobra tuvo que volverse a empezar por completo. Como Chester ya estaba a punto de hacer su jugada, y ahora tenía que suspenderla, la impaciencia empezó a hacerle hervir la sangre, y la necesidad de contener los comentarios que de mil amores habría dedicado a aquella operación como él habría querido hacerlos, le situó en un estado de espíritu nada pacífico. Apuntó y descargó el golpe. La pelota rodó por encima del césped y no alcanzó más que unas miserables cien yardas.
—¡Des… des… desgraciado de mí! —exclamó Chester.
Un momento después prorrumpió en una amarga carcajada. Había acaecido un milagro, pero demasiado tarde. Uno de aquellos individuos que corrían por allí estaba balanceando su palo. Otros espectrales seres se estaban retirando a un lado del campo. Ahora que ya era irreparable el perjuicio, aquellos desgraciados hacían señas a Chester para que prosiguiera. La cruel burla que aquello significaba encendió de cólera a Chester. ¿Para qué proseguir, ahora? Se hallaba a unas trescientas yardas del green, y necesitaba lograr el par en este hoyo para batir el «récord». Casi sin pensarlo cogió el brassie; luego, como la plena sensación de los agravios recibidos le mordía la conciencia en el interior, descargó el golpe de cualquier modo.
El golf es un juego muy extraño. Chester se encaminó al tee sin darle ninguna importancia a la cosa. El golpe que acababa de propinar no tenía nada de científico. Sin embargo, resultó el mejor golpe que había descargado en toda su vida. La bola salió disparada del lugar en que se encontraba, como si acabase de estallar detrás de ella una poderosa carga de explosivo. Sin desviarse ni un momento de la línea recta y manteniéndose uniformemente a una altura de seis pulgadas del suelo, subió la leve pendiente, cruzó el zarzal, eludió todos los obstáculos que podía haber hallado en su camino, rodó por el césped, siguió avanzando y se detuvo a cincuenta pies del hoyo.
Fue un magnífico brassie, y todos los de la «Pandilla de los Náufragos» prorrumpieron en sensibles aullidos de entusiasmo y felicitación. Porque a pesar de su degradación no carecían por completo de instintos humanos.
Chester respiró profundamente. ¡Lo peor ya estaba pasado! Aquel tercer golpe, que había de elevar la pelota hasta la cumbre, era precisamente lo que mejor le había salido. Ya desde su infancia destacó en los golpes cortos. Ahora podía dar tranquilamente el segundo golpe. Subió la ligera eminencia del terreno, en donde estaba la pelota. No podía haber caído en mejor lugar. A dos pulgadas de distancia se encontraba una peligrosa hondonada en la hierba; pero la pelota había evitado caer en ella, y allí se estaba quietecita, sonriendo ante la proximidad del mashie. Chester arrastró los pies, y miró la banderola detenidamente. Luego se dispuso a descargar el golpe, mientras Felicia le contemplaba conteniendo el aliento. Todo su ser parecía estar concentrado en el muchacho, Felicia había olvidado todo, salvo que estaba contemplando las operaciones conducentes a la superación de un «récord». No habría podido interesarse más por el éxito de aquella partida, si el triunfo del muchacho significara para ella entrar en posesión de una gran fortuna.
Entretanto, la «Pandilla de los Náufragos» reanudaba su actividad. Se habían detenido para comentar la jugada de Chester, y se disponían ahora a continuar su propia partida. Aun en partidas de «a cuatro», en que se considera que cincuenta yardas ya es un buen golpe, alguien tiene que destacar, y el jugador a quien tocaba jugar en aquel momento era, precisamente, el que había adquirido entre sus compañeros de club el sobrenombre de el Primer Sepulturero.
Unas palabras sobre este desecho humano. Era —si es que puede haber gradaciones en estas subespecies— la vedette de toda la «Pandilla de los Náufragos». Las comilonas de cincuenta y siete años habían hecho bajar su pecho hasta el vientre, pero aún era un hombre fornido, y en su juventud había gozado de cierta reputación en el lanzamiento del martillo. Difería de sus colegas —el Hombre del Azadón, el Viejo Matusalén, el Cónsul y Medio Hombre— en que, mientras éstos se contentaban con pegar ligeramente a la pelota, él nunca ahorraba esfuerzos para causar a la bolita alguna herida. Muchas veces había partido las pelotas en dos, con un solo porrazo de su niblick. Era muy musculado, de manera que muchas veces tenía que contentarse con haber dado una serie de golpes a la hierba, lo que no era obstáculo para que cada vez volviera a redoblar sus esfuerzos, albergando la secreta convicción de que, si se producían dos o tres milagros simultáneamente, conseguiría grandes jugadas. Sin embargo, los años de fracasos sufridos habían rebajado el oleaje de sus esperanzas casi a la nada, y cuando empuñó su brassie y se dispuso a golpear la pelota, no tenía planes inmediatos, superiores a una vaga intención de hacer rodar la pelota unas cuantas yardas montículo arriba.
No se le ocurrió que no debía jugar hasta que Chester hubiese terminado; y aun cuando se le hubiese ocurrido, habría desechado la objeción, por considerarla una tontería. Chester, inclinado sobre su pelota, se hallaba a cosa de unas doscientas yardas de distancia, o sea la distancia de tres golpes plenos de brassie. El Primer Sepulturero no vaciló. Volteó su brassie, como en los días lejanos en que enarbolaba el palo, y con el ímpetu que esta operación le proporcionaba siempre, descargó el golpe contra la pelota.
Los golfistas —y amplío este vocablo a fin de que pueda incluir en su significado a la «Pandilla de los Náufragos»— son una raza altamente imitativa. El espectáculo de una pelota mal jugada que rueda por el campo nos inclina a hacer lo mismo; y, al contrario, inmediatamente después de haber visto un magnífico golpe de palo, uno se siente capaz de eclipsar todas las hazañas del mejor historial. Conscientemente, el Sepulturero no tenía la menor idea de cómo se las había arreglado Chester para dar aquel formidable golpe que había causado la admiración de todos, pero supongo que su subconsciente debía de haber tomado notas. Por lo menos en aquella ocasión, aquel individuo descargó también un formidable golpe. Cuando abrió los ojos —pues siempre los cerraba herméticamente en el momento de golpear para no volver a abrirlos hasta ver qué había pasado—, pudo contemplar cómo la pelota avanzaba rápidamente hacia la cumbre del promontorio, como un conejo perseguido en cualquier pradera de California.
Por espacio de unos momentos, su única emoción se tradujo en un pasmo, dando la sensación de que estuviese soñando. Se quedó mirando la pelota con inédita sorpresa, como si se hallara de improviso ante alguna terrible fuerza de la Naturaleza. Luego, a modo de un sonámbulo que despertara, volvió en sí con sobresalto. Inmediatamente delante de la pelota que avanzaba volando, se hallaba un hombre encorvado, disponiéndose a dar un golpe corto.
Chester, que siempre era un golfista abstraído cuando tenía que hacer algo importante, apenas había escuchado el chasquido del brassie detrás de él, por lo que no prestó la menor atención. Toda su mente estaba concentrada en la jugada que iba a hacer. Midió con la mirada la distancia que había hasta el hoyo, calculó el grado de inclinación que presentaba la ladera del green, y tomó sus posiciones. Luego, con un movimiento final, dio con la cabeza de su palo a la pelota, y lo levantó lentamente. Empezaba solamente a bajar cuando el mundo se llenó de gritos de ¡Eh! ¡Eh! y algo duro fue a chocar violentamente contra el asiento de sus pantalones.
Las supremas tragedias de la vida nos dejan momentáneamente asombrados. Por espacio de un instante que pareció un siglo, Chester no pudo comprender lo que había pasado. Es cierto que comprendía que acababa de producirse un terremoto, una tempestad de lluvia y un accidente ferroviario, que se había desplomado encima de él un gran edificio, en el momento preciso en que alguien le disparaba un tiro, aunque estos sucesos constituían la parte menor en el origen de sus sensaciones. Parpadeó varias veces y sus ojos giraron en sus cuencas durante un buen rato. Y precisamente cuando estaban dando vueltas sin cesar, fue cuando divisaron a los componentes de la «Pandilla de los Náufragos» gesticulando sobre el pie del montículo. Entonces empezó a comprender los acontecimientos. Simultáneamente había observado que su pelota se hallaba solamente a una distancia de una yarda y media del lugar adonde él la había dirigido.
Chester Meredith lanzó una mirada a su pelota, otra a la bandera, otra a la Pandilla, y por último, otra al cielo. Temblaron sus labios y la frente se le volvió escarlata, a la vez que se perlaba de sudor. A continuación, estallando como una cisterna herida por el rayo, barbotó con toda su alma:
—!!!!!!!!!
Escasamente se dio cuenta de que la muchacha que estaba a su lado pronunciaba una exclamación sin palabras, pero en aquellos momentos estaba demasiado distraído para pensar en ella. Fue como si todos los juramentos que había ido conteniendo en su interior durante tantos días estuviesen pugnando por salir y se empujaran violentamente para ver cuál podría hacerlo antes que los demás. Se propinaban empellones mutuamente, se daban las manos y formaban grupos, para salir entremezclados, confundidos, como una verdadera fuga de vocales: la segunda sílaba de cualquier furibundo verbo enlazaba circunstancialmente con la primera sílaba de algún sustantivo intranscribible.
—…! …!! …!!! …!!!! —gritó Chester.
Felicia se quedó observándole. En su mirada se advertía la expresión del que está viendo visiones.
—…!!! …!!! …!!! …!!! —rugió Chester.
La muchacha se sintió invadida por una oleada de profunda emoción. ¡Qué mal había comprendido a aquel joven de palabras argentinas! Se estremeció al pensar que a no ser por aquello que acababa de ocurrir, pasados cinco minutos escasos se habrían separado para siempre, alejados entre sí por océanos de malas interpretaciones, ella fría y desdeñosa, él con toda la sinfonía guardada en su interior.
—¡Oh, señor Meredith! —exclamó ella, con voz desfallecida.
Con mareadora rapidez, Chester volvió en sí. Fue como si alguien le hubiese echado en la espalda un jarro de agua helada. Se sonrojó vivamente. Comprendió, avergonzado y lleno de horror, cuán groseramente había pecado contra todos los cánones de la decencia y del buen gusto. Se encontró como el que se halla situado delante de uno de esos dibujos que llevan la leyenda: ¿Qué faltas hay en este dibujo?
—Per… dón —murmuró humildemente—. Por favor, perdóneme, señorita. Comprendo que no debía haber proferido las palabrotas que acabo de decir.
—¡Sí! ¡Sí! —gritó la muchacha, apasionadamente—. Era preciso pronunciarlas, y mucho más aún. ¡Ese miserable le ha destruido su «récord» del modo más estúpido! ¡Oh! ¿Por qué seré una pobre y débil mujer, sin casi vocabulario para tres simples interjecciones?
Súbitamente, sin siquiera darse cuenta de que se hubiera movido, la muchacha se encontró al lado del joven, estrechándole la mano.
—¡Oh! ¡Cuando pienso lo mal que te había juzgado; la idea tan equivocada que me hice de ti! —lloriqueó ella—. Te creí envarado, frío, sistemático y formulista. Detestaba el modo que te ponías para dar un golpe a la pelota. Ahora lo comprendo. Todo lo hacías por complacerme a mí. ¿Puedes perdonarme?
Chester, como he dicho antes, no era un muchacho capaz de pensar con mucha rapidez, pero hubiese sido preciso ser una persona mucho más torpe de imaginación de lo que él era para no comprender las palabras que flotaban en los ojos de la muchacha, y dejarse perder el significado del apretón de manos que ella le dio.
—¡Recórcholis! —exclamó Chester—. ¿Significa esto? ¿Crees…? ¿Realmente…? Honradamente, ¿ha servido esto de algo…? Quiero decir si me queda alguna probabilidad…
Los ojos de la joven fueron en su ayuda. Chester se sintió súbitamente confiado y dominador.
—Vamos —ordenó—. No gastes bromas. ¿Quieres casarte conmigo?
—¡Sí, sí…!
—¡Queridísima mía! —vociferó Chester.
Habría dicho más cosas, pero en aquel mismo momento fue interrumpido por la llegada de la «Pandilla de los Náufragos» que se deshizo en excusas; y Chester, al contemplarlos, pensó que nunca había visto a una gente más simpática, más alegre y más agradable. Su corazón ardía en agradecimiento hacia ellos. Mentalmente tomó la decisión de buscarles algún día y de tener una buena charla con ellos. Disipó al momento los remordimientos de conciencia que le estaba manifestando el Sepulturero.
—No hay de qué —le dijo—, no tiene importancia. La culpa es de los dos. A propósito, les presento a Miss Blakeney, mi novia.
La «Pandilla de Náufragos» correspondió a la presentación.
—Pero, amigo mío —se excusó el Sepulturero—, ha sido… realmente ha sido imperdonable. Echarle a perder su magnífica jugada. Jamás soñé que pudiese enviar la pelota a aquella distancia. Suerte que no jugaba ninguna partida de importancia.
—Pues le aseguro que lo era —repuso Felicia—. Estaba tratando de batir el «récord» y ahora ya es imposible hacerlo.
Los elementos de la «Pandilla» palidecieron detrás de sus patillas, horrorizados ante aquella tragedia, pero Chester, entusiasmado con su feliz borrachera de amor, se echó a reír.
—¿Qué quieres decir con esto de que no lo puedo batir? —exclamó alegremente—. Tengo una jugada de más.
Y golpeando descuidadamente a la pelota, la metió en el hoyo de un golpecito de su mashie.
—¡Querido Chester! —exclamó Felicia.
Los dos paseaban lentamente por la alameda, en la dulce quietud del atardecer.
—¿Y bien?
Felicia vacilaba. Lo que iba a decirle mortificaría al muchacho; se daba cuenta de ello y su amor era tan grande que le dolía causarle cualquier disgusto.
—¿Crees…? —empezó diciendo—. No sé si… Quería hablarte de Crispin.
—¡El bueno de Crispin!
Felicia suspiró, pero el asunto era demasiado importante para ser tomado a broma. Costase lo que costase, tenía que decirle lo que llevaba en la imaginación.
—Querido Chester, cuando estemos casados, ¿lamentarías mucho que no estuviese Crispin siempre con nosotros?
Chester se sobresaltó.
—¡Por Dios! —exclamó—. ¿No te es simpático?
—No mucho —contestó Felicia—. No creo ser bastante inteligente para él. Me es antipático desde que éramos niños. Pero me hago cargo de lo que para vosotros los hombres es un amigo…
Chester dio un grito de alegría.
—¿Amigo mío? ¡Pero si no puedo verle ni en pintura! Le detesto como si fuese un gusano. ¡Abomino de él! Me hice pasar por amigo suyo, simplemente porque creí que esto contribuiría a bienquistarme contigo. Tu hermano es una peste, y le tendrían que haber estrangulado cuando nació. En el colegio solía darle un puntapié cada vez que le veía. Si tu hermano Crispin intenta siquiera pisar el umbral de nuestra casita, le azuzaré el perro.
—¡Qué bien! —susurró Felicia—. Seremos muy felices, muy felices.
Se colgó del brazo de Chester, y añadió:
—Explícame, amor mío, esto de los puntapiés que dabas a mi hermano cada vez que le veías.
Y se alejaron juntitos, deambulando a la luz del sol que se desvanecía en el ocaso.