Capítulo III
EL MAYORDOMO VOSPER

El joven con traje a cuadros que desde hacía rato se estaba paseando por la terraza que daba al noveno green, como una pantera enjaulada, se dejó caer en una silla, dando un profundo suspiro de desesperación.

—Las mujeres —exclamó el joven— son el colmo.

El Socio Veterano, siempre dispuesto a compadecerse de las aflicciones de los jóvenes, le dirigió la palabra con la mayor cortesía.

—¿Qué mala pasada le ha jugado el bello sexo, joven? —le preguntó.

—Mi esposa es la mejor mujercita del mundo.

—No lo dudo.

—Pero —prosiguió el joven—, pero me gustaría darle un trastazo en la cabeza, y un trastazo muy fuerte, precisamente. Esta tarde me ha dicho que quería jugar una partidita conmigo, y yo le he dicho que teníamos que empezar pronto, porque los días se van haciendo cortos. Y, ¿qué diría usted que ha hecho? Pues que después de mirarse y volverse a mirar al espejo, ha decidido que no le gustaba su cara, y ha cambiado por completo de programa. Entonces se ha estado empolvando la nariz por espacio de diez minutos. Y luego, cuando por fin creí que ya estaba lista, y logré, al cabo de una hora, que me acompañara al primer tee, ha vuelto al club para telefonear a su modista. Habrá anochecido antes de que hayamos tenido tiempo de jugar seis hoyos. Si tuviesen que escucharme a mí, las Juntas de los clubs prohibirían en sus reglamentos que las esposas jugasen al golf con sus maridos.

El Socio Veterano movió la cabeza gravemente.

—Pero hasta que esto llegue a ser una realidad —dijo—, tenemos que armarnos de paciencia. Aunque la Historia no diga nada de ello, no existe duda alguna de que una de las principales tribulaciones que hubo de aguantar Job fue que su esposa insistía en querer jugar al golf con él. Y ya que estamos metidos a hablar de esta cuestión, tal vez le interese conocer un caso que sé de buena fuente.

—No tengo tiempo para escuchar casos ahora.

—Si su esposa está telefoneando a la modista, le sobra tiempo —contestó el Sabio—. El caso que voy a contarle le ocurrió a un señor llamado Bradbury Fisher…

—Ya me lo contó una vez.

—Me parece que no.

—Le aseguro que sí. Bradbury Fisher era un millonario de Wall Street que tenía un mayordomo inglés llamado Blizzard, que había pasado quince años al servicio de un conde. Otro millonario quería tener también a Blizzard, se jugaron su posesión en una partida de golf, y Fisher la perdió. Y cuando se estaba preguntando cómo se las compondría para apaciguar a su esposa, que apreciaba mucho a Blizzard, ella regresó de Inglaterra con otro mayordomo aún más valioso, llamado Vosper, que había estado dieciocho años al servicio de un duque.

—Sí, al parecer conoce usted el asunto —dijo el Sabio—. Pero lo que ahora voy a referirle es la continuación de esta historia de Blizzard, y es como sigue:

Usted dice (comenzó el Socio Veterano) que todo terminó felizmente. Ésta era también la opinión de Bradbury Fisher. Durante los días que siguieron a la llegada de Vosper, le parecía a Bradbury que la Providencia, en recompensa a sus elevados méritos personales, se había decidido, por fin, a hacerle llano el camino de la vida. El tiempo era hermoso; su handicap, después de permanecer estacionario por espacio de varios años, había empezado a bajar, y su antiguo amigo Rupert Worple acababa de salir de Sing-Sing, donde había estado siguiendo un curso de perfeccionamiento, y fue a hacerle una visita, que transcurrió muy gratamente, en su casa de Goldenville, en Long Island.

En realidad, lo único que hacía que la tranquilidad de Bradbury no fuese completa, eran las noticias que acababa de recibir de su esposa, diciéndole que su madre, Mrs. Lora Smith Maplebury, estaba a punto de aterrizar en su casa para hacer una estancia indefinida en ella.

A Bradbury no le habían gustado nunca las madres de sus esposas. Su primera mujer tenía una madre singularmente detestable. La segunda también, y lo mismo les ocurría a la tercera y a la cuarta. Y, al parecer, la de su actual esposa no quería quedarse atrás en este aspecto. Tenía la costumbre de soltar una risita burlona cada vez que le miraba, y esto nunca contribuye a crear una atmósfera de cordialidad entre un hombre y una mujer. Si hubiese podido actuar con toda libertad, no habría vacilado en arrojarle un ladrillo a la cabeza; pero comprendía que esto era pura ilusión, por lo cual decidió tomar las cosas por el mejor lado, y saltar por la ventana cada vez que ella irrumpiera en una habitación en la que él se encontrara.

Por consiguiente, aquel anochecer en que comienza lo que voy a explicarle, él estaba sentado, de magnífico buen humor por cierto, en su hermoso salón Luis XV. Y cuando oyó un golpecito en la puerta y entró Vosper no le asaltó el menor presentimiento de que la paz de su vida estaba amenazada.

—¿Me permite el señor unas palabras? —preguntó el mayordomo.

—Naturalmente, Vosper. ¿De qué se trata?

Bradbury Fisher se quedó mirando a su mayordomo. Le contemplaba por centésima vez, diciéndose cuán infinitamente superior era aquel hombre a Blizzard. Era cierto que Blizzard había pasado quince años al servicio de un conde, y nadie dudará qué clase de personas son los condes. Pero no son duques. Un mayordomo que ha servido en casa de un duque tiene algo que no puede improvisar aquel que ha pasado años de formación profesional en otro ambiente distinto al ducal.

—Se refiere a Mr. Worple, señor.

—¿Qué hay de nuevo con él?

—Mr. Worple —dijo el mayordomo con la mayor seriedad— tiene que marcharse. No me gusta su modo de reír, señor. —¿Eh?

—Es demasiado alegre. El duque no le habría aguantado en su casa.

Bradbury Fisher era un hombre que se dejaba ganar fácilmente; pero pertenecía a una raza en la cual estaba fuertemente arraigada la idea de la libertad. Sus antepasados habían luchado por la libertad, y, si no recordaba mal la Historia, habían vertido su sangre por ella. Sus ojos se iluminaron.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Lo dice en serio?

—En serio, señor.

—¿Es tal como usted dice?

—Sí, señor.

—Bien. Deje que le diga yo una cosa, Bill…

—Me llamo Hildebrand, señor.

—Llámese como se llame, deje que le diga que ningún mayordomo me mandará en mi propia casa. Puede aplicárselo a usted mismo.

—Muy bien, señor.

Vosper se retiró como un embajador que ha recibido los pasaportes; pocos momentos después oyó un ruido muy parecido al de las gallinas cuando están asustadas, y Mrs. Fisher irrumpió en la estancia.

—Bradbury —exclamó—, ¿estás loco? Claro que Mr. Worple tiene que marcharse si Vosper lo dice. ¿No comprendes que Vosper nos dejará si no le seguimos su humor?

—No me importaría nada que se marchara.

El rostro de Mrs. Fisher adquirió una rara expresión de pavor.

—Bradbury —dijo—, si Vosper nos deja, me moriré. Y lo peor es que antes de morir pediré el divorcio.

—¡Pero, esposa mía! —dijo Bradbury—, fíjate bien. ¡Rupie Worple! Worple y yo hemos sido amigos toda la vida.

—No importa.

—Estuvimos presos en Sing-Sing juntos.

—No importa. Dios me ha enviado el perfecto mayordomo, y no quiero perderlo.

Se produjo un silencio, durante el cual se percibía claramente que la atmósfera estaba muy cargada.

—¡Bueno! —dijo Bradbury Fisher dando un profundo suspiro.

Aquella noche él dio la noticia a Rupert Worple.

—Jamás imaginé —dijo Rupert Worple, tristemente—, cuando cantábamos juntos en la capilla de música de nuestra buena Alma Mater, que llegásemos a una cosa como ésta.

—Ni yo tampoco —le contestó Fisher—. Pero tiene que ser. Tú no serías una persona aceptable para un duque, Rupie. No te habrían aceptado en casa de un duque.

—Adiós, número 8.097.564 —dijo Rupert Worple con voz cavernosa.

—Adiós, número 8.097.565 —susurró Bradbury Fisher.

Y con un triste apretón de manos, se separaron los dos amigos.

Se diría que, con la marcha de Rupert Worple, había descendido una densa nube gris para enturbiar la alegría que hasta aquel momento había llenado la vida de Bradbury Fisher. Mrs. Smith Maplebury llegó puntualmente; y después de dar una serie de penetrantes bufidos mientras él acudía a recibirla en el vestíbulo, la hicieron entrar y la instalaron como si allí hubiera de pasarse todo el resto de su vida. Y cuando Bradbury Fisher pensaba que ya no tendría más paciencia para soportar aquello, su esposa le llevó a un lado, un anochecer.

—Bradbury —le dijo—, tengo una buena noticia que darte.

—¿Se marcha tu madre? —le preguntó Bradbury, anhelante.

—Claro que no. He dicho una buena noticia. Voy a dedicarme al golf otra vez.

Bradbury Fisher se aferró a los brazos del sillón en que estaba sentado, y una intensa palidez le llenó el rostro.

—¿Qué has dicho? —murmuró.

—Que voy a dedicarme otra vez al golf. ¿Verdad que será muy agradable? Podremos jugar juntos todos los días.

Bradbury Fisher se estremeció. Años atrás había jugado con su esposa, y aquello ya estaba pasado. Pero, como una antigua herida, el recuerdo todavía le causaba un terrible escalofrío.

—Ha sido idea de Vosper.

—¡De Vosper!

Una cólera indescriptible se apoderó de Bradbury. Aquel repugnante mayordomo no hacía más que destruir la felicidad de su hogar. Por unos momentos estuvo jugando con la idea de envenenar el oporto de Vosper. Sin duda alguna, explicados los motivos, un buen abogado lograría sacarlo con bien de las manos de la justicia, o cuando más, con sólo el pago de una insignificante multa.

—Vosper cree que necesito ejercicio. Dice que no le gusta nada este modo de respirar fatigosamente que tengo.

—¿Qué?

—Esto de respirar fatigosamente.

—¿Y qué? Él también respira de igual modo.

—Sí, pero ya se da por descontado que un buen mayordomo respira fatigosamente. En cambio, es muy diferente que lo haga una mujer. Mi modo de respirar no habría sido nada bien visto por el duque, ¿sabes?

Bradbury se puso hecho una furia.

—¡Ah! —exclamó solamente.

—Creo que ha sido muy amable indicándomelo, Bradbury. Ello demuestra que se interesa por nuestras cosas, exactamente como si fuese de la familia. Dice que la dificultad en la respiración es consecuencia de un exceso de presión arterial, y que puede remediarse mediante un ejercicio moderado. Por consiguiente, mañana jugaremos nuestra primera partida, ¿no te parece?

—Como quieras —concedió Bradbury, consternado—. Tenía comprometida una partida con un amigo del Club…

—Oh, no quiero que juegues más con esa gente tan tonta. Será mucho más bonito que juguemos nosotros dos.

Siempre me ha parecido extraño por demás que hoy en día, en que la melancolía tiene tanto aprecio en la literatura, y que en derredor nuestro los graves pesimistas jóvenes están llevando el malestar a los hogares con sus tenebrosos estudios, a ningún escritor se le haya ocurrido pensar que podría encaminar su pluma a hacer un retrato de lo que es una esposa que juega al golf. Ningún tema puede hallarse que sea más vivido, y, sin embargo, nadie se ha acordado de él.

Las emociones de Bradbury Fisher cuando se encontró en el primer tee contemplando a su esposa que se disponía a dar el primer golpe, eran tales que mi pobre ingenio debe renunciar a describirlas. Comparado con él en aquel momento, el protagonista de una novela del Far-West parecería un ser inocente e inofensivo.

La mayor parte de las mujeres que juegan al golf gesticulan de mala manera; pero ninguna de las que Bradbury había visto en su vida había hecho una serie tan completa de ejercicios de gimnasia sueca con el simple acto de poner la cabeza del palo detrás de la pelota, y levantarlo por encima de su hombro derecho. Por espacio de un minuto completo le pareció que su esposa estaba entreteniéndose inútilmente, mientras que él, comprendiendo que hay dieciocho tees en una partida, y que aquellas escenas de ballet ruso iban a repetirse por lo menos diecisiete veces más, se estremeció violentamente y apretó las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos a causa de la fuerte tensión de la piel. Entonces ella descargó el golpe, y la pelota bajó por el declive del montón de arena, y fue a pararse a unas cinco yardas de distancia, en una mata de arbustos.

—¡Ya está! —gritó Mrs. Fisher.

Bradbury soltó un juramento. Se había casado con una golfista cómica.

—¿Lo he hecho bien?

—Me parece que Dios te ayuda —contestó Bradbury—. Porque has torcido el cuello de tal modo que no sé cómo no te has ahogado.

En el cuarto tee fue, mejor que en ninguna otra parte, donde pudo convencerse aquel pobre desgraciado que una mujer buena y pura puede cambiar de naturaleza tan pronto como sale al campo de golf. Mrs. Fisher había jugado ya su undécimo tee, y después de recorrer la distancia que la separaba, se disponía a jugar el duodécimo, cuando detrás de ellos, agrupados en el tee, Bradbury distinguió a dos de sus compañeros de Club. El remordimiento y la vergüenza se apoderaron de él.

—Un minuto, querida —le dijo mientras la compañera de su vida cogía el mashie y se disponía a iniciar la serie de movimientos extraños que había ido repitiendo en cada tee—. Vale más que dejemos pasar a estos señores.

—¿Qué señores?

—Estamos cortando el paso a unos amigos. Les haré seña de que tiren primero ellos.

—Tú no harás eso —exclamó Mrs. Fisher—. ¡Qué cosas se te ocurren!

—Pero, mujer…

—¿Por qué motivo tenemos que dejarlos pasar antes que nosotros? Desde luego, no. Empezaremos antes que ellos.

—Pero…

—¡Que no pasarán, he dicho! —concretó Mrs. Fisher.

Y levantando su mashie, descargó un gran golpe. Inclinada la cabeza, Bradbury la siguió.

Se ponía el sol cuando iniciaban la última jornada de su partida.

—¡Cuánta razón tenía Vosper! —dijo Mrs. Fisher, arrellanándose en los cojines del automóvil—. Ya me encuentro mucho mejor.

—¿Sí? —preguntó Bradbury, por decir algo.

—Mañana por la tarde volveremos a jugar otra partida, querido —dijo su esposa.

Bradbury Fisher era un hombre de acero. Resistió por espacio de una semana. Pero el último día de ésta, Mrs. Fisher insistió en llevarse como compañero de partida a su perrito Alfred, de la raza «Airedale». Inútilmente habló Bradbury de la Junta del Club y de los prejuicios que ésta tenía con respecto a la presencia de perros en los campos de golf. Mrs. Fisher —y Bradbury, al oír tan terribles palabras, no pudo por menos de levantar la vista al cielo, queriendo eludir el rayo que inevitablemente caería para fulminarles en castigo de semejante blasfemia— dijo que la Junta del Club era un hatajo de tontos, de viejos regañones y que ella no tenía por qué aguantar sus chiquilladas.

Por consiguiente, se llevó a Alfred con ellos, el cual ladraba a Bradbury cuando trataba de concertar todas sus fuerzas en las muñecas para pegar a la pelota con el palo, haciendo pensar a Bradbury que el infierno tenía que ser algo parecido a aquello; cosa que le hizo desear haber llevado una vida mejor de la que había llevado.

Pero la Justicia, que juzga a todos —grandes y chicos— los que desafían a la Junta de un campo de golf, se fijó en seguida en Alfred. Tomando posiciones inmediatamente detrás de Mrs. Fisher cuando ella empezó a balancearse para descargar su séptimo golpe, el perro recibió tan fuerte porrazo en su pata delantera que, profiriendo un agudo chillido, echó a correr hacia el sexto green, y atravesando el campo en una verdadera carrera se metió en un charco de agua, donde permaneció hasta que Bradbury, que había sido enviado por su esposa en persecución de Alfred, lo localizó y logró darle caza.

Mrs. Fisher llegó poco después, jadeando, presa de la mayor ansiedad.

—¿Qué haremos? El pobrecito va cojo. ¿Sabes qué podríamos hacer? Pues, que lo lleves tú, Bradbury.

Bradbury Fisher soltó un gruñido. El agua había producido el peor efecto en el perro. Aun cuando estuviera seco, Alfred era siempre un perro que despedía muy mal olor. Mojado, se había convertido en uno de los seis perros que existen en el mundo con peor olor. Su aroma era lo que los escritores publicitarios denominan «genuino estimulante de la memoria».

—¿Llevarlo yo? ¿Al coche, quieres decir?

—No, de ningún modo. Quiero decir mientras estemos en los links. No quiero perder un día de golf. Lo puedes dejar en el suelo cada vez que tengas que jugar tú.

Por espacio de unos momentos, Bradbury permaneció meditando aquello. Las palabras «¡Que te crees tú eso!» bailotearon en los labios. Por fin, con voz desfallecida, asintió.

—Muy bien.

Aquella noche, en su dormitorio Du Barry, Bradbury Fisher permaneció despierto, tendido en la cama, hasta muy entrada la madrugada. Comprendía que había llegado a una crisis en su vida doméstica. Bien claro veía que las cosas no podían seguir de aquel modo. No era solamente aquella terrible angustia espiritual de tener que jugar al golf con su esposa diariamente, lo que era más difícil de soportar. Lo verdaderamente terrible es que la sola presencia de su mujer en el campo de golf estaba destruyendo sus ideales, minando aquel amor y respeto que él siempre sintió hacia aquel noble deporte, y que debían de haber permanecido tan firmes e indestructibles como el acero.

Para un buen marido, su esposa tendría que ser algo así como una diosa, un ser colocado por encima de él, al cual tiene que ofrendar culto y reverencia, una especie de estrella que le guía por los alborotados océanos de la vida. Ella tendría que estar siempre en un pedestal y en una capilla. Y cuando esta diosa se encuentra en un campo de golf, oscilando, balanceándose, dando gritos, y aporreando la pelota, deja de ser una diosa. Porque Mrs. Fisher no sólo hacía todas las cosas que deben hacerse jugando al golf, sino que, además, cometía todas aquellas imperfecciones que constituyen las más elementales infracciones de las reglas de juego. Y, para colmo, hablaba despreciativamente de los miembros de la Junta Directiva del Club.

El sol estaba dorando ya Goldenville con todo el esplendor de la mañana, cuando Bradbury tomó su decisión. Se negaría categóricamente a jugar con su mujer. Su negativa sería tan beneficiosa para él como para ella. Porque estaba seguro de que en cualquier momento podría ocurrírsele presentarse en los links con zapatos de tacón alto, o detenerse en mitad de una jugada para empolvarse la nariz. Y entonces el amor se convertiría en odio, y la vida de ambos se transformaría en un verdadero infierno. Era preferible terminar con aquello inmediatamente, cuando aún subsistía algo de la antigua estima entre ambos.

Ya lo tenía todo organizado. Alegaría negocios que reclamaban su presencia en la ciudad, y así podría jugar en otro campo, situado a unas cuantas millas de distancia.

—Mira —le dijo a su esposa durante el desayuno—, me temo que no podré acompañarte a jugar durante una semana por lo menos. Tengo que ir a la oficina.

—¡Oh! —exclamó Mrs. Fisher—. ¡Qué lástima!

—Seguramente podrás seguir jugando, con algún entrenador o con cualquier otra persona. Bien puedes imaginar lo que siento no poder acompañarte. Ya había llegado a considerar esta partidita contigo como el rato más feliz de todo el día. Pero los negocios son los negocios.

—Creí que ya te habías retirado de los negocios —intervino Mrs. Smith Maplebury con un gruñido que hizo temblar la taza del café.

Bradbury Fisher se la quedó mirando fríamente. Era una mujer delgada, de ojos claros, con los pómulos salientes, y por centésima vez desde que había entrado en la vida de Bradbury, éste pensó cuán necesitada estaba de un buen puñetazo en la nariz.

—No del todo —contestó—. Todavía tengo muchos intereses aquí y allá, y en estos momentos estoy ocupado en unos asuntos de los que no puedo hablar sin revelar secretos que podrían… que son… que… que… Bien, el caso es que, sea como sea, tendré que irme a la oficina.

—Naturalmente —dijo Mrs. Maplebury.

—¿Qué quiere usted decir con ese naturalmente? —preguntó Bradbury.

—Pues nada más que esto: naturalmente.

—¿Por qué naturalmente?

—¿Por qué naturalmente? Supongo que puedo decir «naturalmente», ¿no?

—Naturalmente —contestó Bradbury.

Besó a su mujer, y salió de la estancia. Sentíase algo inquieto. Había algo en el tono de expresión de aquella mujer que le había producido cierta inquietud, algo así como un presentimiento.

Si él hubiese podido oír la conversación que siguió a su salida del comedor, aún se habría sentido más inquieto.

—¡Es sospechoso! —dijo Mrs. Maplebury.

—¿Qué es sospechoso? —preguntó Mrs. Fisher.

—La conducta de este hombre.

—¿Qué quieres decir, mamá?

—¿Le has observado fijamente mientras hablaba?

—No.

—La punta de la nariz le temblaba. No te fíes nunca del hombre a quien le tiemble la punta de la nariz.

—Supongo que Bradbury no ha dicho ninguna mentira.

—Es probable. Pero es posible que después tenga que decirlas.

—No la entiendo, mamá. ¿Quiere darme a entender que no cree que Bradbury vaya a la oficina?

—Estoy segura de que no irá.

—¿Es que cree…?

—Sí.

—¿Sugiere que…?

—Sí.

—¿Teme que…?

—Temo que sí.

Un suspiro se escapó del pecho de Mrs. Fisher.

—¡Oh, mamá, mamá! —exclamó—. Si pensara que Bradbury me es infiel, ¡cómo me vengaría!

—De veras creo que lo mejor que puedes hacer, si quieres portarte como debe portarse toda mujer, es buscar un buen abogado que vele por tus intereses.

—Pero será muy fácil descubrir si está en la oficina. Telefonearemos allí, y pediremos que se ponga al aparato.

—Y te dirán que está reunido en conferencia con los consejeros de la Compañía.

—Entonces, ¿qué haremos?

—Esperar —dijo Mrs. Maplebury—. Esperar y vigilar.

Estaban cayendo ya las sombras de la noche cuando Bradbury regresó a su casa. Llegaba cansado, pero rebosante de alegría. Había jugado cuarenta y cinco hoyos con personas de su propio sexo. Había mantenido la cabeza baja y la vista sin separarla de la pelota. Y luego había cantado cancioncillas negras mientras se volvía a vestir.

—Deseo, Bradbury —le dijo Mrs. Maplebury—, que no estés cansado después de tu larga jornada de trabajo.

—Un poco —contestó Bradbury—. Pero no tiene importancia.

Y se volvió radiante hacia su esposa.

—Oye —dijo—. ¿Recuerdas las dificultades que tenía yo con mi hierro? Bien, pues hoy…

Y se detuvo súbitamente, desconcertado. Como corresponde a un buen esposo, hasta entonces había tenido la sana costumbre de confiar todas las dificultades con que tropezaba en el juego del golf a su esposa, y en muchísimas conversaciones de las que se entablan familiarmente después de una buena cena, le había confiado a aquélla las dificultades que le estaban surgiendo respecto al manejo de su hierro, y los progresos que hacía en su dominio. Y ahora se detuvo de pronto, conteniéndose de decirle que precisamente hoy había logrado el dominio absoluto sobre aquel palo, y que las dificultades habían desaparecido.

—¿Tu hierro?

—S… s… sí. Tengo grandes negocios en fábricas de hierro, lo mismo que en las de yute, acero y lana. Una pandilla de especuladores estaba intentando bloquear nuestras acciones, y finalmente hoy he conseguido desarmarles.

—¿Sí? ¿De veras? —preguntó Mrs. Maplebury.

—He dicho que sí —le replicó Bradbury, en tono retador.

—Yo también he dicho que sí, ¿no?

—¿Qué quiere usted decir con esto de que ha dicho que sí?

—Pues que sí; ¿no queda claro?

—Sí.

—Exactamente lo que he dicho yo. Que sí. ¿No es verdad?

—Sí.

—Eso es, sí —dijo Mrs. Maplebury.

De nuevo se sintió Bradbury algo inquieto.

No había nada en aquel diálogo que, a decir verdad, pudiese producirle inquietud. Es más, considerado tan sólo como diálogo, había sido rápido y brillante, y contribuía a alegrar la casa. Pero una vez más había habido un algo, muy sutil, un algo en el tono de voz de su suegra, que le producía una gran intranquilidad. Calló, y marchó a vestirse para la cena.

—¡Ah! —exclamó Mrs. Maplebury, cuando la puerta se cerró.

Tal era la situación en casa de los Fisher. Y ahora, que he llegado a este punto de mi relato y le he mostrado a usted a este hombre engañando sistemáticamente a la mujer a quien había consagrado —en uno de los elegantes altares de Nueva York— su amor y su tiempo, si usted es de la clase de esposos que espero sea, debe decirse a sí mismo: «Pero ¿y la conciencia de Bradbury Fisher?» Usted supondrá que el remordimiento debe durar desde que ha empezado a invadir su interior; y el pensamiento ya le sugiere que seguramente a aquellas alturas los dolores del autorreproche debían de haberse interferido seriamente en aquella especie de juego, aunque quizá no lo suficientemente fuertes aún para afectar de algún modo sus escapadas al campo de golf.

Usted está previendo que la conciencia de Bradbury Fisher era la bien entrenada y educada conciencia de un hombre que ha pasado una gran parte de su vida en Wall Street; y que los años de práctica le hacían posible elevar a la categoría de una técnica científica el control de su conciencia. En el pasado, muchas veces, cuando era activo operador de Bolsa, había hecho al pequeño bolsista cosas que habrían sido vergonzosas aun en el castillo de proa de un barco de piratas, y las había realizado sin inmutarse lo más mínimo. Por consiguiente, no era hombre capaz de sufrir remordimiento alguno por el simple hecho de escapar de su mujer.

Naturalmente, de vez en cuando le asaltaba el pensamiento de lo que ocurriría si ella llegaba a descubrirle; pero aparte de esto, no hago más que decir la pura verdad al afirmar que a Bradbury Fisher no le importaba un comino.

Además, en este punto, su modo de jugar al golf había mejorado de modo considerable. Él había sido siempre un mediocre jugador, y de improviso descubrió que mejoraba rápidamente. Al cabo de dos semanas de haber empezado su campaña de engaños, se sorprendía a sí mismo y sorprendía a todos los que lo presenciaban, pues hacía partidas a menos de cien, por primera vez desde que inició su carrera de golfista. Y todos los golfistas saben que en el alma del hombre que hace esto no queda espacio alguno para que pueda caber ningún remordimiento. La conciencia puede roer el alma del jugador que no baja de ciento diez, pero cuando se esfuerza en hacerse desagradable al hombre que está haciendo noventa y sietes y noventa y ochos, pierde sencillamente el tiempo.

Quiero hacer justicia a Bradbury Fisher. Él lamentaba no hallarse en situación de poder explicar a su esposa todos los detalles de aquel primer noventa y nueve que había hecho. Le habría gustado llevarse a su mujer a un rincón apartado y demostrarle, con la ayuda del atizador de la chimenea y de un trozo de carbón, cómo había realizado aquella jugada. Y el profundo dolor de no poder confiar a unos oídos amigos sus triunfos aumentó una semana más tarde, cuando, habiendo realizado milagrosamente un noventa y seis, quedó calificado para tomar parte en el torneo anual del Club del cual se había hecho socio.

«¿Se lo digo? —pensaba, mirando a su mujer, sentada en aquellos momentos a la mesa estilo Reina Ana, en el saloncito a donde se habían retirado para tomar el café, después de cenar—. Vale más que no, vale más que no se lo digas», le susurraba la Prudencia al oído.

—Bradbury —le dijo Mrs. Fisher.

—¿Qué hay, querida?

—¿Has tenido mucho trabajo hoy?

—Sí, preciosa. Muchísimo trabajo.

—¡Oh! —se oyó a Mrs. Maplebury.

—¿Qué ha dicho usted? —le preguntó Bradbury.

—He dicho ¡oh!

—¿Qué quiere usted decir con esto de ¡oh!?

—Nada más que ¡oh! Supongo que no perjudica a nadie que diga oh, si quiero decir ¡oh!

—Oh, no —contestó Bradbury—. De ningún modo. Dígalo tanto como quiera.

—Gracias —agradeció Mrs. Maplebury—. ¡Oh!

—Así, pues —prosiguió la señora Fisher—, estás esclavizado por la oficina, ¿no?

—Efectivamente.

—Debe de ser terrible.

—Es una terrible tiranía. Sí, sí; una terrible tiranía.

—Entonces, no sentirás abandonarla, ¿verdad?

Bradbury se sobresaltó.

—¿Abandonarla?

—Abandonar la oficina. El hecho es —dijo Mrs. Fisher— que Vosper se ha quejado.

—¿De qué?

—De que vayas a la oficina. Me ha dicho que jamás había estado al servicio de ningún empleado de comercio, y que no le gusta nada. El duque despreciaba muchísimo a los comerciantes. Por consiguiente, maridito mío, me temo mucho de que te verás obligado a renunciar a ir a la oficina.

Bradbury Fisher se quedó mirando fijamente delante de él mientras sentía ruidos extraños en los oídos. El golpe había sido tan imprevisto, que le dejó como idiotizado.

Sus dedos apretaron febrilmente el brazo del sillón en que estaba sentado. Había palidecido intensamente, y hasta de sus labios desapareció el color. Si se le prohibía ir a la oficina, ¿con qué pretexto podría hacer aquellas escapadas de su casa? Y era necesario que las hiciese, porque al día siguiente, y al otro, los diferentes jugadores calificados para el torneo tenían que jugar, para poder calificarse en la Copa del Campeonato; y era monstruoso e imposible que él no estuviese allí. Tenía que ir. Había hecho un noventa y seis, y el que tenía mejor calificación de su grupo sólo tenía ciento uno. Por primera vez en su vida tenía ante sí la perspectiva de ganar una copa: y por mucho que los poetas hayan cantado el amor, las emociones del amor no son comparables al entusiasmo que se apodera de una persona que tenía un handicap de veinticuatro y que se ve en situación de poder lograr, finalmente, una Copa.

En perfecto estado de atontamiento, abandonó la estancia y se dirigió a su despacho. Necesitaba estar solo. Tenía que pensar, pensar mucho.

El periódico de la noche se hallaba encima de su mesa. Maquinalmente lo tomó, y distraídamente pasaba la vista por la primera página. De pronto prorrumpió en una viva exclamación de sorpresa.

Pegó un bote del sillón en que se hallaba sentado, y volvió rápidamente a la salita que había abandonado poco antes, llevando consigo el periódico.

—Vamos a ver: ¿qué sabéis de todo esto? —preguntó Bradbury Fisher con la mayor alegría.

—Sabemos mucho de muchas cosas —contestó Mrs. Maplebury.

—¿De qué se trata, Bradbury? —preguntó Mrs. Fisher.

—Me temo que tendré que estar ausente un par de días. Lo siento mucho, pero así es. Es imprescindible que vaya.

—¿A dónde?

—¡Ah, ya! ¿Y a dónde has de ir?

—A Sing-Sing. Acabo de leer en el periódico que mañana y pasado inaugurarán el nuevo Estadio de Osborne. Asistirán todos los hombres de mi clase, y yo tengo que ir también.

—¿Tan necesario es que vayas?

—Ciertamente. No hacerlo significaría una falta de espíritu de compañerismo respecto a mis colegas. Los muchachos representarán Yales, y después se celebrará un gran banquete. No me extrañaría que me hiciesen pronunciar un discurso. Pero no te preocupes, mujercita mía —añadió dando un beso a su esposa con el mayor cariño—. Estaré de regreso antes de que tengas tiempo de echarme de menos.

Y, súbitamente, se volvió hacia Mrs. Maplebury.

—¿Qué decía usted? —le preguntó, airado.

—No he dicho nada.

—Creí que había dicho algo.

—Simplemente he tragado aire. Me he limitado a hacer entrar mucho aire por mis narices. Si es que no tengo la libertad de hacer entrar aire por mis narices en tu casa, haz el favor de comunicármelo.

—Preferiría que no lo hiciese —musitó Bradbury.

—Entonces, me asfixiaría.

—Eso es —contestó Bradbury Fisher.

De todos los millonarios corrompidos que después de pasarse los años estafando a todo el mundo han dedicado las tardes de sus vidas al juego del golf, pocos han estado tan ruidosamente alegres como lo estaba Bradbury Fisher cuando, dos noches después de la precedente escena, regresó a su hogar. Sus sueños se habían convertido en realidad. Había triunfado plenamente. En otras palabras, era poseedor de una pequeña copa de estaño, valorada en tres dólares, que había ganado derrotando a un débil anciano en la partida final del Campeonato del Squashy Hollow Golf Club.

Entró radiante en su casa.

—Tra-la-lá, tra-la-lá —cantaba Bradbury Fisher.

—¿El señor decía…? —le preguntó Vosper, con quien tropezó en el vestíbulo.

—Oh, nada, nada, sólo tra-la-lá.

—Muy bien, señor.

Bradbury Fisher miró a Vosper. Por primera vez pareció asaltarle la idea de que Vosper era un buen chico, nada común. El pasado estaba olvidado, y miró a Vosper como un sol naciente.

—Vosper —le dijo—. ¿Cuánto gana usted?

—Lo siento, señor —contestó el mayordomo—, pero en este preciso momento no lo recuerdo. Podré refrescar la memoria consultando mis libros.

—No importa. Sea el que sea, queda doblado.

—Muchas gracias, señor. Sin duda, será tan amable que me dé un memorándum firmado a este efecto, ¿verdad?

—Veinte, si quiere usted.

—Con uno será suficiente, señor.

Bradbury pasó delante del mayordomo, y a través del lujoso vestíbulo entró en el suntuoso boudoir, en el cual encontró a su esposa. Estaba sola.

—Mamá se ha ido a la cama —explicó—. Tenía dolor de cabeza.

—¡Colosal! —dijo Bradbury. Parecía como si todo se hubiese unido para hacer de aquél un día memorable en su vida—. ¡Por Dios! Es delicioso volverse a encontrar en el hogar de uno.

—¿Has tenido buen tiempo?

—Magnífico.

—¿Has visto a todos tus antiguos amigos?

—A todos.

—¿Has pronunciado algún discurso, en el banquete?

—Sí. Todos se levantaron de sus asientos, movidos por el calor de mis palabras.

—Debe de haber sido una gran comida, ¿verdad?

—Estupenda.

—¿Cómo ha ido el partido de fútbol?

—El mejor que he visto en mi vida. Hemos ganado nosotros. El número 432.986 ha hecho un gol en los últimos cinco minutos.

—¿Sí?

—Y es entusiasmador ver que el equipo propio triunfa en los últimos momentos.

—Bradbury —preguntó de pronto Mrs. Fisher—, ¿dónde has estado estos dos últimos días?

El corazón de Bradbury se puso a latir alborotadamente. Su mujer le estaba mirando exactamente como lo hacía su suegra. Era la primera vez que se le brindaba la ocasión de poder cerciorarse de que su esposa era hija de Mrs. Maplebury.

—¿Dónde he estado? Pues te lo estoy explicando.

—Bradbury —díjole su esposa—, sólo una palabra. ¿Has leído el periódico, esta mañana?

—No. Con el entusiasmo de aquellos chicos y todo lo demás…

—Entonces, ¿no te has enterado de que la inauguración del Estadio de Sing-Sing ha sido aplazada a causa de haberse producido un plante en la cárcel?

Bradbury tragó saliva.

—No ha habido ningún partido de fútbol, ni banquete, ni reunión de los antiguos habitantes del penal… De modo que, ¿dónde has estado, Bradbury?

Bradbury volvió a tragar saliva.

—¿Estás segura de que no te equivocas? —preguntó al fin.

—Totalmente segura.

—Quiero decir que tal vez todo esto que se ha suspendido ha sido suspendido en cualquier otro sitio.

—Nada de eso.

—¿En Sing-Sing? ¿Estás segura del nombre?

—Totalmente. ¿Dónde, dónde has estado metido estos dos días, Bradbury?

—Bien…, ya verás… He…, a…

La señora Fisher tosió secamente.

—Lo pregunto simplemente por curiosidad. Los hechos, naturalmente, tendrán que explicarse en el tribunal.

—¡En el tribunal!

—Naturalmente, tengo el propósito de poner este asunto en manos de mi abogado en seguida.

Bradbury pegó un brinco.

—¡De ningún modo!

—Te lo aseguro.

Un escalofrío conmovió a Bradbury de pies a cabeza.

—Te lo explicaré todo —dijo al fin.

—¿Y bien?

—Pues sí, fue de ese modo.

—¿Cómo?

—A… así. En realidad, no fue de otro modo.

—Prosigue.

Bradbury entrelazó los dedos de sus manos; y evitó cuanto pudo que sus miradas tropezaran con los ojos de su esposa.

—He jugado al golf —dijo por fin, en voz baja y temblorosa.

—¿Que has jugado al golf?

—Sí —contestó Bradbury, vacilando—. No lo digo para ofenderte, y sin duda la mayoría de los hombres se habrían divertido muchísimo, pero yo…, yo estoy hecho de un modo muy curioso, angelito mío, pero la realidad es que no pude seguir jugando contigo. Supongo que la culpa fue mía, pero… así es. Si hubiese jugado otra partida contigo, esposa mía, creo que me habrías vuelto loco, habría empezado a hacer cosas raras y a morder a mis mejores amigos. De modo que lo pensé bien, y no queriendo herir tus sentimientos lo más mínimo, pues tal cosa habría hecho diciéndote la verdad, me decidí por esto que no vacilo en llamar una añagaza. Dije que iba a la oficina; y en lugar de ir a la oficina, iba al Squashy Hollow, y jugaba allí.

Mrs. Fisher lanzó un grito.

—¿Y has estado allí hoy y ayer?

A pesar de lo delicado de aquella situación, la alegría interior que animaba a Bradbury cuando entró en su casa volvió a apoderarse de él.

—¿Que si he estado? Pues ya lo creo que he estado allí. Y para que lo sepas, he ganado una copa.

—¿Tú has ganado una copa?

—Ya puedes estar segurísima de que la he ganado. Oye —le dijo a su esposa, atrayendo hacia sí una mesa que era una preciosidad y poniendo los pies encima de ella—, ¿sabes qué ha ocurrido en el semifinal? —le preguntó tomando la mesa como campo de juego y haciendo sobre ella las indicaciones del caso—. Mira: yo estaba aquí, a quince pies del green. El otro juega una pelota muerta, y yo hago lo mismo. Lo más que podía esperar era empatar, ¿no? Pues fíjate bien en lo que ha ocurrido. Di unos pasos, empujé a la pelota blanca con sólo un golpecito, y tanto si me crees como si no me crees, la pelota empezó a rodar y a rodar, y no paró hasta meterse en el hoyo.

Se detuvo. Se dio cuenta de que había introducido en el debate un tema peligroso y no muy adecuado.

—Mujercita mía —dijo con todo el cariño de que era capaz—, no es preciso que te vuelvas loca por esto. Quizá si volvemos a probarlo, ahora irá bien. Dame otra oportunidad. Déjame salir y jugar una partidita mañana. Creo que tal vez tu estilo de juego es cosa a la cual tiene uno que acostumbrarse. Al fin y al cabo, no me gustaron las aceitunas la primera vez que las probé. Y a mucha gente les ocurre lo mismo con el whisky. O con el caviar, pongamos por caso.

Mrs. Fisher bajó la cabeza.

—No volveré a jugar nunca más.

—Oh, pero, oye…

Ella le miró con profundo cariño; en sus ojos se veían unas lágrimas de felicidad.

—Tendría que haberte conocido mejor, Bradbury. Sospeché de ti. ¡Qué tonta he sido!

—Vamos, vamos, no te pongas así —díjole Bradbury.

—Ha sido culpa de mi madre. No ha hecho más que meterme malas ideas en la cabeza.

Había muchas cosas que a Bradbury le habría gustado decir sobre la madre de su esposa, pero pensó que quizá no era el momento más propicio.

—¿De veras me perdonas por haberme ido de escondidas al club de golf?

—Naturalmente.

—Entonces, ¿por qué no podemos jugar una partidita mañana?

—No, Bradbury. Ya no volveré a jugar. Vosper dice que no debo jugar.

—¿Qué?

—Me vio una mañana en el campo de golf, y se me acercó y me dijo (con sus elegantes y respetuosas maneras) que aquello no tenía que volver a ocurrir. Con la mayor deferencia me hizo comprender que me estaba convirtiendo en un espectáculo y que aquello no tenía que volver a repetirse. Por consiguiente, renuncié a jugar… Pero no lo lamento. Vosper cree que un suave masaje puede curar mi dificultosa respiración, de modo que ahora ya lo tomo cada día, y, realmente, creo que noto algún alivio.

—¿Dónde está Vosper? —preguntó Bradbury, hecho una furia.

—Supongo que no irás a pelearte con él, ¿eh, Bradbury? Es una persona muy sentida.

Pero Bradbury Fisher ya había salido de la estancia.

—¿Ha llamado el señor? —preguntó Vosper, entrando en el fumador estilo bizantino, pocos minutos después.

—Sí —contestó Bradbury—. Oiga, Vosper. Yo soy un hombre rudo e inculto, y no sé todo lo que debe saberse de todas estas cosas. De modo que no se ofenda si le hago una pregunta.

—De ningún modo, señor.

—Dígame usted, Vosper: ¿le estrechó el duque alguna vez la mano?

—Sólo una vez, en que, en un pasillo que no estaba muy bien iluminado, me confundió con un arzobispo cuya visita tenía anunciada.

—¿No sería nada inconveniente que yo se la estrechara ahora?

—Si usted lo desea, señor, no hay inconveniente alguno.

—Quiero darle las gracias, Vosper. Mi esposa acaba de decirme que usted le aconsejó que no jugara más al golf. Creo que con esto, Vosper, me ha salvado a mí de volverme loco.

—Me alegro muchísimo, señor.

—Le triplico el salario, Vosper.

—Muchas gracias, señor. Y ahora que estamos hablando, señor, hay otra pequeña cuestión que desearía tratar con usted.

—Dígala en seguida, Vosper.

—Se refiere a Mrs. Maplebury, señor.

—¿Qué pasa con ella?

—Con su permiso, señor, opino que no habría merecido la aprobación del duque.

Un súbito escalofrío se apoderó de todo el cuerpo de Bradbury.

—¿Quiere decir usted…? —tartamudeó.

—Quiero decir, señor, que Mrs. Maplebury tiene que marcharse. Comprenda usted que no hago ninguna crítica de Mrs. Maplebury. Simplemente, digo que no habría merecido la aprobación del duque.

Bradbury respiró hondamente.

—Vosper —dijo—, cuanto más oigo hablar de este duque de usted, más simpático me parece. ¿Realmente cree usted que él no habría aguantado a Mrs. Maplebury?

—Estoy completamente seguro, señor.

—¡Hombre genial! ¡Portento de la Naturaleza! Se marchará mañana, Vosper.

—Muchas gracias, señor.

—Y oiga, Vosper.

—¿Diga, señor?

—Algo sobre su salario. Queda cuadruplicado.

—Le estoy muy agradecido señor.

—Tra-la-lá, Vosper.

—Tra-la-lá, señor. ¿Desea algo más el señor?

—Nada más. Tra-la-lá, tra-la-lá.

—Tra-la-lá, señor —contestó el mayordomo.