Capítulo II
LAS GRANDES APUESTAS

La jornada estival caminaba ya hacia su ocaso. En la terraza del edificio del Club, los castaños extendían grandes sombras, y las abejas aún rezagadas en los arriates de flores tenían el aspecto de esos hombres de negocios que, cansados de la jornada de trabajo, se hallan ya dispuestos a cerrar la oficina para marcharse a cenar y a ver luego una comedia musical. El Socio Veterano, estirándose en su sillón favorito, consultó el reloj y bostezó.

En el momento en que hacía esto, de las inmediaciones del 18 green, oculto por una prominencia del terreno, salió súbitamente una serie de chillidos, y él dedujo de ello que en aquel punto acababa de terminar alguna partida muy enconada. No se equivocaba. El griterío fue acercándose, y pronto vio aparecer por el altozano un grupo de hombres. Dos de ellos, que parecían ser los interesados en la partida, eran de baja estatura y regordetes; y mientras uno aparecía muy risueño, el otro daba la impresión de estar realmente deprimido. El resto del grupo lo formaban amigos y curiosos. Uno de éstos, un joven que parecía muy divertido en aquellos momentos, se encaminó al lugar donde estaba sentado el Socio Veterano.

—¿Por qué gritabas de ese modo? —preguntó el Sabio.

El joven se dejó caer en una silla, y encendió un cigarrillo.

—Perkins y Broster —dijo— estaban empatados en el diecisiete, y elevaron las apuestas a cincuenta libras. Ambos estaban en el green en siete, y Perkins tenía mayores probabilidades para inclinar a su favor la partida, pero perdió la jugada por seis pulgadas. Los dos juegan magníficamente.

—Es curioso —dijo el Socio Veterano— que los hombres cuyo golf es de la clase que curte a los caddies, siempre hacen marcha atrás. Cuanto más competente es el jugador, más pequeña es la apuesta con que se contenta. Sólo cuando uno desciende a las profundidades del mundo del golf, se encuentra el gran juego. Sin embargo, no diría que sea nada sensacional la cantidad de cincuenta libras, en el caso de dos hombres como Perkins y Broster. Los dos nadan en la abundancia. Si quiere saber toda la historia…

El joven se quedó boquiabierto.

—No tenía idea de que fuese tan tarde —dijo con voz desmayada—. Tendré que…

—… de un hombre que jugaba con grandes apuestas…

—He prometido…

—… se lo contaré hasta el fin —dijo el Sabio.

—Oiga —dijo el joven, tristemente—. ¿No será una de aquellas historias sobre dos hombres que se enamoran de una misma muchacha y juegan una partida para decidir quién se casará con ella? Porque en este caso…

—La apuesta a que aludo —dijo el Socio Veterano— era algo más alta y más grande que el amor de una mujer. ¿Prosigo?

—Bueno —dijo el joven, resignadamente—. Cuéntela.

—Con gran acierto se ha dicho (y creo que lo dijo el hombre que escribió los subtítulos de Los pollos peras de la buena sociedad) —empezó diciendo el Socio Veterano— que la riqueza no reporta siempre la felicidad. Tal le ocurría a Bradbury Fisher, el héroe de la historia que voy a contarle. A pesar de ser uno de los más destacados norteamericanos, tenía dos penas en la vida: su handicap permanecía estacionario en veinticuatro, y su esposa detestaba su colección de reliquias famosas del golf. Una vez, en que le encontró meditando delante de los pantalones con que Onimet había ganado su histórica partida contra Vardon y Ray en la Obertura norteamericana, ella le preguntó por qué no coleccionaba algo que mereciese la pena, como incunables o ediciones príncipe.

¡Qué mereciese la pena! Bradbury la perdonó, porque amaba a su mujer, pero no lo podía olvidar.

Porque Bradbury Fisher, como tantos hombres que se han aficionado al golf en edad ya madura, después de una juventud perdida en los altibajos del comercio, no era un entusiasta a medias tintas. Aunque alguna que otra vez se decidía a ir a la Bolsa para ganar o perder un par de millones, puede decirse que, en realidad, sólo vivía para el golf y para su colección. Ésta, la había empezado en su primer año de golfista, y se había encariñado en seguida con ella. Y cuando recordaba que su mujer le había impedido hacerse con la camisa de golf de J. H. Taylor, que habría podido obtener por unos pocos centenares de libras tan sólo, su alma se llenaba de tristeza.

El lamentable episodio ocurrió en Londres, y ya estaba de regreso a Nueva York, habiendo dejado a su mujer que continuara las vacaciones en Inglaterra. Durante todo el viaje estuvo sombrío y distraído; y en el concierto que se celebraba a bordo del buque, pues no pudo eludir su asistencia al mismo, se le oyó comentar que si aquella supuesta soprano que acababa de cantar ¡Ay mi casita del Oeste! tenía la insigne desfachatez de repetir, de todo corazón le deseaba que se le atragantara la nota más alta y se dislocara el cuello.

Éste fue el estado de ánimo de Bradbury Fisher durante toda la travesía del Océano, y el mal humor persistió hasta que llegó a su regia mansión de Goldenville, en Long Island, donde, mientras se fumaba un puro después de cenar en su versallesco salón, Blizzard, su mayordomo inglés, le informó de que Mr. Gladstone Bott deseaba hablar con él por teléfono.

—Dile que se vaya a freír espárragos —contestó Bradbury.

—Muy bien, señor.

—No. Ya se lo diré yo mismo —terminó Bradbury, dirigiéndose al teléfono—. ¡Diga! —ordenó categóricamente.

No le gustaba mucho este Bott. Existen hombres que parecen estar destinados a ir por la vida como rivales. Esto les ocurría a Bradbury Fisher y a J. Gladstone Bott. Nacidos en la misma ciudad con pocos años de intervalo entre ambos, habían llegado a Nueva York la misma semana; y a partir de aquel momento sus carreras se habían desarrollado paralelamente. Fisher había hecho su primer millón dos días antes que Bott, pero el primer divorcio de éste había merecido media columna de información periodística más que el de Fisher.

En Sing-Sing, donde cada uno de ellos pasó varios días felices en los primeros años de su vida activa, habían ido siempre juntos en las competiciones para los premios que aquella institución suele ofrecer. Fisher se procuró el empleo de catcher en el baseball, con preferencia a Bott, pero Bott dejó con un palmo de narices a Fisher cuando se trató de buscar un tenor para el coro de la capilla del establecimiento. Bott fue seleccionado para el debate contra Auburn, pero Fisher obtuvo el último lugar en el equipo de crucigramas, en el cual Bott quedó simplemente como primer reserva.

Se habían aficionado al golf simultáneamente, y sus handicaps habían permanecido en el mismo nivel en todo tiempo. Entre tales hombres no era de extrañar que no hubiese gran afecto.

—¡Hola! —contestó Gladstone Bott—. Conque ya de vuelta, ¿eh? Oye, Fisher. Creo que tengo algo que te interesará; algo que querrás tener en tu colección de golf.

El humor de Fisher se suavizó. Detestaba a Bott, pero esto no era ninguna razón para no tratar un negocio con él. Y aunque tenía poca fe en el criterio del otro, era posible que hubiese dado con alguna rareza de valor. En este momento cruzó su mente el consolador pensamiento de que su esposa se encontraba a tres mil millas de distancia y que no estaba bajo la vigilancia de los penetrantes ojos de ella, aquellos ojos que, por decirlo así, le perseguían siempre, «en el baño, en la cama y en todas partes, espiándole».

—Acabo de regresar de un viaje al Sur —prosiguió Bott—, y he descubierto el auténtico baffy[10] que usó Bobby Jones en su primer partido de importancia: el Campeonato Infantil de Atlanta (Georgia), en el que podían participar jugadores de ambos sexos que aún no hubiesen echado la dentadura.

Bradbury se aclaró la garganta. Había oído rumores relativos a la existencia de este tesoro, pero jamás les había dado crédito.

—¿Estás seguro? —exclamó—. ¿Tienes la certeza de que es el auténtico?

—Cuento con la garantía escrita de puño y letra de Mr. Jones, de su esposa y su niñera.

—¿Cuánto quieres por ello, amigo? —tartamudeó Bradbury—. Dime cuánto quieres por esa joya, amigo Gladstone. Estoy dispuesto a darte cien mil dólares.

—¡No!

—¡Quinientos mil!

—¡No, no!

—Un millón.

—¡No, no, no!

—¡Dos millones!

—¡No, no, no, no!

El musculoso rostro de Bradbury Fisher se contrajo como el de un diablo sometido a tortura. Registró una rápida sucesión de expresiones de rabia, desesperación, odio, cólera, angustia, astucia y desprecio. Pero cuando volvió a hablar, su voz era suave y meliflua.

—Gladdy, amigo mío —le dijo—, nuestra amistad es muy antigua.

—No, y no —contestó Gladstone Bott.

—Sí, lo es.

—Te digo que no.

—Bueno, sea como fuere: ¿qué te parecen dos millones y medio?

—Nada, nada. Oye. ¿De veras te interesa tanto poseer esta reliquia?

—Sí, Botty, amigo del alma. Me interesa muchísimo.

—Entonces, escúchame. Te la cambiaré por Blizzard.

—¿Por Blizzard? —preguntó Fisher estremeciéndose.

—Sí, por Blizzard.

Debo decir que, cuando he descrito la estrecha rivalidad existente entre estos dos hombres, puedo haber dado la impresión de que en ningún aspecto de sus vidas, uno de ellos podía presumir de haber logrado ventaja neta sobre el otro. Si es así, me he equivocado. Es verdad que, en términos generales, cualquier cosa que obtuviese uno de ellos, el otro pronto lograba otra igualmente buena, para contrarrestarla; pero sólo en una cosa Bradbury Fisher había triunfado completamente sobre Gladstone Bott. Bradbury Fisher tenía el mejor de los mayordomos ingleses que existían en Long Island.

Blizzard era único. Existe una lamentable tendencia por parte de los mayordomos ingleses de hoy en día a desviarse cada vez más del tipo que hizo famosa su especie. El mayordomo moderno tiene la detestable habilidad de ser un joven torpe en perfecto estado que se cree ser el hijo de la casa. Pero Blizzard era de la mejor escuela. Antes de entrar a ocupar el empleo en casa de Fisher, había estado por espacio de quince años al servicio de un conde, y su aspecto sugería que durante aquellos años no había dejado pasar ni un solo día sin tomar una pinta de oporto. Todo él irradiaba oporto y una solemne dignidad. Tenía unos pies muy grandes, y tres barbillas, y cuando caminaba, su curvado chaleco le precedía como una especie de guardia de honor que abre la marcha a un cortejo real.

Ya desde el principio, Bradbury se había dado perfecta cuenta de que Bott codiciaba a Blizzard, y este descubrimiento le endulzó la vida. Pero ésta era la primera vez que el asunto surgía a la superficie, y que Bott lo reconocía:

—¿Blizzard? —susurró Fisher.

—Sí, Blizzard —concretó Bott enérgicamente—. Mi esposa celebra esta semana su cumpleaños, y no sé qué regalarle.

Bradbury Fisher se estremeció, y sus piernas se doblaron como si se tratara de tallos de espárragos. En la frente le aparecieron gotas de sudor. La serpiente le estaba tentando… tentándole peligrosamente.

—¿Estás seguro de que no preferirás tres millones…, o cuatro…, o algo por el estilo?

—No; quiero a Blizzard.

Bradbury Fisher se pasó el pañuelo por la sudorosa frente.

—Sea —dijo en voz baja.

El buffy de Jones llegó aquella noche, y por espacio de varias horas Bradbury Fisher lo contempló con aquella pura alegría del coleccionista que ha logrado un objeto de valor inapreciable. Luego, volviendo gradualmente en sí, fue comprendiendo la magnitud de lo que había hecho.

Estaba pensando en su esposa, y lo que diría cuando se enterara de la adquisición, y mucho más cuando supiese lo que había dado a cambio de ella. Blizzard era el orgullo y la satisfacción de la esposa de Fisher. Como dijo el poeta, nunca había mantenido a una gacela más querida, pero en el caso de que lo hubiese hecho, su actitud respecto a la gacela habría sido exactamente igual a su actitud y comportamiento respecto a Blizzard. Aunque en aquellos momentos ella se encontraba tan lejos, sus pensamientos se habían quedado en casa, porque cuando llegó, Bradbury encontró tres cablegramas que le esperaban.

El primero:

¿Cómo está Blizzard? Contesta.

El segundo:

¿Cómo está la ciática de Blizzard? Contesta.

El tercero:

¿Cómo va el hipo de Blizzard? Contesta. Que tome el reconstituyente del doctor Murphy. Me lo han recomendado con gran interés. Tres veces al día, después de las comidas. Que lo pruebe durante una semana, y me haces saber el resultado por cable.

No era precisa una gran clarividencia para hacer comprender a Bradbury que su esposa, si a su regreso se encontraba con que él había dispuesto de Blizzard a cambio de un juguete de niño, lo más cierto era que le amenazase con el divorcio. Y no existía ni un solo jurado en los Estados Unidos que no pronunciase su veredicto favorable al divorcio, sin una sola voz de disensión. Recordó que su primera mujer se había divorciado de él por un motivo de mucha menos importancia. La segunda hizo lo mismo, y la tercera, y la cuarta también. Y Bradbury amaba a su actual esposa. Había habido un tiempo en su vida, en que, si perdía una esposa, se decía filosóficamente que no tardaría mucho en tener otra; pero a medida que el hombre entra en años, tiende a estabilizarse en sus costumbres, y él ya no podía pensar en el futuro sin la compañera de su vida.

Por consiguiente, ¿qué hacer? ¿Qué diablos podía hacer?

No parecía tener solución el problema. Si se quedaba con el buffy de Jones, ningún otro precio podía satisfacer al celoso Bott, sino Blizzard. Y desprenderse del buffy, ahora que ya lo tenía en su poder, no cabía ni pensarlo.

Y entonces, a primeras horas de la madrugada, en que sin conseguir dormir, aún se revolvía en su cama Luis XV, su cerebro de gigante concibió un plan.

A la tarde siguiente se encaminó al Club, donde le dijeron que Bott estaba jugando una partida con otro millonario amigo suyo. Bradbury esperó, y poco después apareció su rival.

—¡Hola! —exclamó Gladstone Bott, con su habitual modo desgarbado—. ¿Cuándo me harás entrega del mayordomo?

—Te lo facturaré tan pronto como pueda —contestó Bradbury.

—Lo esperaba anoche.

—No tardarás en tenerlo en tu poder.

—¿Con qué lo alimentas? —preguntó Bott.

—Oh, con cualquier cosa. Se pone sulfuro en el whisky, y agua caliente. Dime, ¿cómo te ha ido la partida?

—Me ha derrotado. Estoy de mala suerte.

Los ojos de Bradbury Fisher brillaron. Había llegado su momento.

—¿Suerte? ¿Por qué dices suerte? —preguntó—. Ésa es una cosa que no tiene nada que ver con esto. Siempre estás diciendo cosas sobre tu suerte. Lo que pasa es que juegas muy mal.

—¿Qué?

—Es inútil querer jugar al golf, si no se aprenden antes los principios, y se ponen en práctica debidamente. Fíjate en el modo que tienes de pegar a las pelotas.

—¿Qué tiene de particular mi modo de pegar a las pelotas?

—Nada, salvo que no lo haces bien. Al dar a la pelota, cuando el palo retrocede con el balanceo, el peso tendría que trasladarse en el espacio por grados, quieta y progresivamente, hasta que, cuando el palo ha llegado al punto más elevado, todo el peso esté descargado sobre la pierna derecha, mientras el pie izquierdo se vuelve al mismo tiempo, y la rodilla izquierda se dobla hacia la pierna derecha. Pero, dejando de lado lo que puedas llegar a perfeccionar tu estilo, no puedes desarrollar ningún método que no requiera que mantengas la cabeza quieta de modo que puedas ver claramente tu pelota.

—¡Oh!

—Es evidente la imposibilidad de introducir un súbito y violento esfuerzo en cualquier momento del balanceo sin alterar el equilibrio o mover la cabeza. Quiero hacerte comprender que es absolutamente esencial que…

—¡Oh! —exclamó Gladstone Bott.

El hombre estaba profundamente trastornado. Con el mayor placer habría escuchado estas cosas de boca del profesor local y de los otros jugadores amigos, pero oírselo decir a Bradbury Fisher, cuyo handicap era igual que el suyo, y que, además, estaba convencido de que era capaz de vencerle cada vez que Fisher saliera a los links, era demasiado.

—¿Con qué derecho vienes a querer enseñarme a jugar al golf?

Bradbury Fisher rió para sus adentros. Todo estaba sucediendo según su preclara mente había previsto.

—Mi querido amigo —dijo—, yo lo decía tan sólo en beneficio tuyo.

—¡Qué desfachatez! Sabes que puedo derrotarte en cuanto quiera.

—Esto es muy fácil decirlo.

—Te derroté dos veces la semana antes de que te marcharas a Inglaterra.

—Naturalmente —dijo Bradbury Fisher—; en una partida amistosa, con sólo unos pocos miles de dólares como apuesta, un hombre no despliega toda su capacidad. Pero no te atreverías a jugar conmigo mediando entre nosotros una apuesta de verdadero valor.

—Te reto para cuando quieras, y con la apuesta que quieras.

—Muy bien. La apuesta será Blizzard.

—¿Contra qué?

—Contra lo que tú quieras. ¿Qué te parece un par de compañías ferroviarias?

—Pongamos tres.

—Muy bien.

—¿Te parece para el próximo viernes?

—Muy bien —contestó Bradbury Fisher.

Creyó que todas sus dificultades estaban vencidas. Como todos los hombres que tienen un handicap de veinticuatro, tenía la más absoluta confianza en su capacidad para derrotar a cualquier otro contrincante que tuviese un handicap exactamente igual al suyo. En cuanto a Gladstone Bott, sabía que dejaría aplastado a su amigo cada vez que le convenciese de salir a los links.

Sin embargo, mientras se desayunaba la mañana en que tenía que celebrarse la fatídica partida, Bradbury Fisher notó que se había apoderado de él un indeseable nerviosismo. No era asustadizo. En Wall Street, su flema en los momentos culminantes era tradicional. En una célebre ocasión, cuando los de B. y G. atacaron a C. y D, y a fin de dominar a L. y M., él se vio obligado a comprar tantísimos de S. y T., ni siquiera parpadeó. Y, sin embargo, aquella mañana, mientras se esforzaba en engullir trocitos de jamón, en dos ocasiones llevó el tenedor fuera del plato, y en otra ocasión se lo clavó en la mejilla. Y es que el espectáculo de Blizzard, tan sereno, tan competente, tan suprema imagen del perfecto mayordomo, le alteraba los nervios.

—Hoy es un día memorable, Blizzard —dijo, con una risita forzada.

—Sí, señor. Por lo menos, el señor parece estar ansioso por algo.

—Sí. Esta mañana voy a jugar una importantísima partida de golf.

—¿Sí?

—Tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas, Blizzard.

—Sí, señor. Y si me permite que respetuosamente dé un consejo al señor, le diré que durante la partida mantenga la cabeza baja y el ojo fijo en la pelota.

—Lo haré, Blizzard, lo haré —contestó Bradbury Fisher, mientras sus penetrantes ojos se cerraban, bajo el impulso de una súbita niebla de lágrimas—. Muchas gracias por el consejo, Blizzard.

—No hay de qué, señor.

—¿Cómo va su ciática, Blizzard?

—Algo mejor. Gracias, señor.

—¿Y su hipo?

—Noto que se me ha pasado bastante, aunque me temo que sea una mejoría pasajera solamente, señor.

—Bien, bien.

Salió del comedor con paso firme; y, encaminándose hacia la biblioteca, pasó un rato leyendo fragmentos del gran capítulo del libro de James Braid, Segundo Curso de Golf, que trata del juego cuando hace viento. La mañana estaba muy hermosa, sin una nube, pero tenían que preverse toda clase de contingencias. Luego, sintiendo en su fuero interno que había hecho ya todo lo que tenía que hacerse, ordenó que le prepararan el coche y se hizo llevar a los links.

Gladstone Bott le estaba esperando en el primer tee, acompañado de dos caddies. Un breve saludo, una vueltecita por allí, y Gladstone Bott avanzó para empezar la contienda.

Aunque, naturalmente, existen infinitas subespecies en su clase, no todas ellas han sido clasificadas ya por la ciencia: los golfistas que tienen handicap de veinticuatro pueden ser ampliamente clasificados en dos clases: los impetuosos y los prudentes; es decir, los que quieren que cada hoyo suponga una brillante hazaña, y los que se contentan con ganar con un sencillo nueve. Gladstone Bott pertenecía a la brigada de los prudentes. Hurgó por allí algunos momentos, como una gallina que escarba la tierra, y luego, con un fuerte golpe, lanzó la pelota directamente a través del espacio, a una distancia de unas setenta yardas. Y le llegó el turno a Bradbury Fisher.

Normalmente, Bradbury Fisher era impetuoso en su juego. Tenía la costumbre, por regla general, de levantar el pie izquierdo hasta una altura de seis pulgadas, y después de balancearse pesadamente, echando el cuerpo hacia atrás, apoyándose sobre su pierna derecha, se echaba de repente hacia delante, y se abalanzaba con una mareadora violencia sobre la pelota. Era un sistema que, en ocasiones, producía buenos resultados, aunque él presentía que tenía mucho de incierto. Bradbury Fisher era el único socio del club, con excepción del campeón, que había ganado el segundo green con su driver.

Pero hoy, la magnitud de la apuesta había hecho que se operara un cambio en él. Firmemente plantado sobre sus dos pies, pegó a la pelota de modo muy diferente. Cuando se balanceó, fue con un balanceo muy semejante al de Gladstone Bott; y, como Bott, efectuó una jugada magnífica, en que la pelota se elevó en el espacio formando una estupenda parábola, perfecta como un arco iris, yendo a parar a una distancia de unas setenta yardas. Bott contestó con un golpe del brassy, que alcanzó las ochenta yardas. Bradbury le siguió con otro parecido. Y de este modo, siguiendo su camino con la mayor cautela a través del prado, llegaron al green, donde Bradbury, con un golpe que hizo caer muerta la pelota, consiguió el empate.

El segundo fue una repetición del primero, y el tercero y el cuarto una repetición del segundo. Pero en el quinto green, la suerte de la partida empezó a cambiar. Entonces, Gladstone, situado ante un putt de quince pies que había de ganar, disparó su pelota firmemente, como había hecho en cada uno de los hoyos anteriores, y la pelota, dando en un poste, y rebotando hacia la izquierda, rodó un par de yardas, dio en otro poste, volvió a rebotar hacia la derecha, y finalmente, chocando con una ramita, saltó otra vez hacia la izquierda y dio con la lata…

—Uno —dijo Gladstone Bott—. Son peligrosos algunos de estos greens. Hay que calcular bien los ángulos.

En el sexto, un asno que se encontraba en un campo cercano, prorrumpió en un bronco rebuzno en el momento en que Bott estaba dirigiendo su pelota con el mashie-niblick, hacia el borde del green. Tuvo un violento sobresalto, y lanzando el palo con una espasmódica acción del antebrazo metió la pelota en el hoyo.

—Buena jugada —comentó Gladstone Bott.

El séptimo era un hoyo corto defendido por dos grandes zarzales entre los que pasaba un senderillo de hierba. Al golpe del mashie de Bott, la pelota corrió por entre las zarzas, se quedó unos momentos en las profundidades de la izquierda, luego subió al caminillo, atravesó la hierba, dio en un afortunado montículo, se mantuvo indecisa un momento, corrió, y cayó en el hoyo.

—Poco ha faltado para que pierda éste —dijo Gladstone Bott, lanzando un profundo suspiro.

Todo vacilaba y danzaba ante los ojos de Bradbury Fisher. No había previsto esta posibilidad. Pensó que, tal como se estaban poniendo las cosas, no tendría nada de extraño que los hoyos empezasen a saltar para echarse sobre la pelota de Bott como perros hambrientos.

—Tres —dijo Gladstone Bott.

Con un gran esfuerzo, Bradbury Fisher logró dominarse. Apretó fuertemente los labios. Comprendía que la situación había llegado a un punto crítico. Bien se daba cuenta ahora de que era una lamentable equivocación pensar que la ciencia no lo era todo en el golf. La Naturaleza no había pensado nunca hacer de él un golfista científico, y hasta el momento siempre se había portado como una ilustración animada sacada de un libro de Vardon. De nuevo había tomado el palo y lo hacía oscilar —a medida que caminaba a lo largo del césped— alrededor de sus piernas tanto como le permitía el movimiento de los brazos. Había mantenido su codo junto al costado, y esta operación la realizó antes de que el palo pudiera describir una sección de círculo en dirección hacia delante, como si fuese accionando por un lento movimiento oscilatorio. Sin descuidar la posición de las muñecas, había hecho escrupulosamente todas las demás operaciones.

Pero le había fallado. Esta combinación podía resultar muy indicada para ciertas personas, pero para él no. Él era un jugador engreído, y ahora se le ocurrió pensar que sólo dejando de serlo podría llegar a reconquistar el terreno perdido.

Gladstone Bott no era uno de esos jugadores a quienes el éxito les torne descuidados. Sus golpes en el octavo fueron cortos y firmes como nunca. Esta vez, Bradbury Fisher no hizo nada por imitarle. Durante los siete primeros hoyos había estado conteniendo sus instintos naturales, pero ahora comenzó a dar golpes con toda su furia natural, puesta en libertad tras un largo período de contención.

Un momento se mantuvo en equilibrio sobre una sola pierna, como una cigüeña; luego se oyó un silbido y un chasquido, y la pelota, golpeada firmemente, salió volando, pasó por encima del campo y de los zarzales, dio en la hierba y fue a parar a unas veinte yardas del green.

Sonrió tristemente. Concediéndose tres putts, lograría equilibrarse en cinco, y sólo un milagro podía dar a Gladstone Bott algo mejor que un siete.

—Dos —anunció unos momentos después.

Y Gladstone Bott asintió con un triste movimiento de cabeza.

No ocurría a menudo que Bradbury Fisher se mantuviera en el campo con dos drives consecutivos; pero aquel día ocurrían cosas muy extrañas. No sólo su drive estaba en el noveno unas plenas doscientas cuarenta yardas, sino que era también perfectamente recto.

—Uno —dijo Bradbury Fisher.

Y Bott asintió con otro movimiento de cabeza, más triste todavía.

Existen pocas cosas tan desmoralizadoras como verse constantemente desbordado; y cuando uno es desbordado por ciento setenta yardas y dos hoyos consecutivos, el hombre más valiente puede sentirse desmayar. Al fin y al cabo, Gladstone Bott no era más que un ser humano. Con el corazón dolorido presenció cómo su contrincante se erguía y se balanceaba en el décimo tee. Y cuando su pelota salió disparada una vez más, pareció apoderarse de él una extraña debilidad. Por primera vez se sintió desmoralizado y derrotado. La pelota rodó entre la larga hierba, y después de chocar contra tres obstáculos inútilmente, quedó zanjada la jugada.

En el undécimo, Bradbury Fisher se portó también magníficamente, y su primer golpe, aunque firme y muy bueno, no hizo correr a la pelota más allá de un par de pies. Tuvo que esforzarse mucho para empatar en ocho.

El duodécimo fue otro hoyo corto: y Bradbury, sin poder dominar el entusiasmo que se había infiltrado en su juego, tuvo la desgracia de dar el golpe demasiado fuerte, de modo que la pelota pasó más allá del green, y fue a parar a unas sesenta yardas del mismo, con lo cual se daba la posibilidad al contrincante de volver a tomar la iniciativa del juego.

El decimotercero y decimocuarto fueron medianos, pero Bradbury, disparando otro golpe largo, ganó el decimoquinto, completando la jugada.

Cuando la reanudó, en el decimosexto green, le pareció a Bradbury Fisher que ya dominaba totalmente la situación. En el decimotercero y en el decimocuarto habían sido desacertados sus golpes, pero en el decimoquinto había recobrado su glorioso vigor, y no parecía que pudiese existir ninguna razón plausible para suponer que no debía perseverar en ella. Recordaba exactamente cómo había dado aquel último golpe, tan colosal, y ahora se preparaba para repetir exactamente los movimientos anteriores. Lo más importante que tenía que recordar era contener la respiración al balancearse hacia atrás, no respirando hasta el momento de dar el golpe. Además, no tenía que cerrar los ojos hasta después de haberse echado hacia delante. Todos los grandes golfistas tienen sus pequeños secretos, y éste era el de Bradbury.

Con estos auxiliares del éxito firmemente grabados en la mente, Bradbury Fisher se disponía a descargar sobre la pelota el más fuerte de los golpes que haya recibido nunca una pelota de golf desde los tiempos en que Edward Blackwell estaba en el apogeo de su gloria. Aspiró con fuerza y, con los pulmones tan llenos de aire como cabía en ellos, se echó hacia atrás, descansando su cuerpo sobre su ancho y llano pie derecho. Luego, apretando fuertemente los dientes, descargó el golpe.

Cuando abrió los ojos, su mirada tropezó con un espantoso espectáculo. O había cerrado los ojos demasiado pronto, o había respirado con demasiada precipitación. Sea lo que fuere, la pelota, que tendría que haberse dirigido normalmente hacia el Sur, corría a gran velocidad en dirección Sur-sudeste. Y mientras la contemplaba, vio cómo sin más ni más se metía en lo más intrincado de un zarzal.

Dejando que Gladstone Bott continuara su imitación de un achacoso octogenario, comiendo cacahuetes, Bradbury Fisher, seguido de su caddie, siguió por el caminillo hacia el zarzal.

Sin embargo, pensó que no todo se había perdido. A pesar de su equivocada dirección, la pelota había salido disparada de un modo tan raro que no se hallaba muy alejada del green. Con tal que la suerte no le abandonara demasiado, un mashie volvería a ponerle en buena situación. No perdió las esperanzas hasta que llegó al zarzal, y vio lo que había ocurrido. Allí estaba la pelota, medio escondida entre la hierba, mientras encima de ella se balanceaba el estrangulador tentáculo de un raro arbusto. Detrás aparecía una piedra, y tras de ésta, exactamente a la altura que necesitaba el palo para poder balancearse convenientemente y dar a la pelota, se encontraba un árbol. Y por una ironía del destino, que arrancó a Bradbury una triste y amarga sonrisa, sólo a unos pocos pasos a la derecha hacía su aparición una magnífica y suave extensión de hierba, en la cual habría constituido un gran placer golpear a la pelota para sacarla de allí.

Con aire sombrío, Bradbury miró en derredor suyo para ver cómo seguía Bott. Y entonces, súbitamente, dándose cuenta de que Bott resultaba completamente invisible por el cinturón de arbustos a través de los cuales acababan de pasar, una voz parecía susurrarle en su interior: «¿Por qué no?»

Recuerde usted que Bradbury Fisher había frecuentado la Bolsa por espacio de treinta años.

Pero en este momento recordó que no estaba completamente solo. De pie, a su lado, se encontraba el caddie.

Bradbury Fisher fijó su mirada en el caddie, a quien no había tenido ocasión de mirar tan de cerca hasta entonces.

El caddie no era ningún muchacho, sino un hombre, al parecer de cuarenta años bien cumplidos, con cejas pobladas y un bigote de morsa. Sin embargo, algo había en su aspecto que hizo pensar a Bradbury que se trataba de un alma gemela. Le recordó a Spike Huggins, un pillo que había sido compañero suyo de cárcel en Sing-Sing, y le pareció que se podía confiar en aquel caddie para un asunto delicado que exigía silencio y discreción. Si hubiese tenido aspecto de charlatán, el peligro podría haber sido demasiado grande.

Caddie —dijo Bradbury.

—Diga, señor —contestó el caddie.

—Su empleo está muy mal pagado —prosiguió Bradbury.

—Ciertamente, señor.

—¿Le gustaría ganarse cincuenta dólares?

—Preferiría ganarme cien.

—Quería decir cien —convino Bradbury.

Sacó un fajo de billetes del bolsillo y tomó uno de cien dólares. Luego se agachó, cogió la pelota y la colocó en el pequeño oasis de hierba. El caddie hizo una inteligente reverencia.

—¿Quieres decir —gritó unos momentos después Gladstone Bott— que has logrado sacarla en el segundo golpe?

—He tenido una racha de suerte.

—¿Estás seguro de que no han sido seis rachas de suerte?

—Mi pelota quedó precisamente en un lugar muy adecuado.

—¡Oh! —se limitó a decir Gladstone.

—Tengo cuatro golpes, creo.

—Uno.

—Y dos por jugar —dijo Bradbury.

Con gran alegría interna inició Bradbury su decimoséptima jugada. Podía decirse que la partida estaba terminada ya. Toda la esencia del golf consiste en descubrir la manera de salir de los zarzales sin perder golpes; y con aquel hombre tan comprensivo y liberal sirviéndole de caddie, le parecía que había descubierto el procedimiento. Apenas se preocupó cuando vio que su pelota volvía a meterse en una maraña de vegetación. Sin embargo, para cubrir las apariencias simuló condolerse.

—¡Qué lástima! —exclamó.

—No te preocupes —díjole Gladstone Bott—. Seguramente la encontrarás aguantándose sobre una goma de borrar que alguien habrá perdido.

Empleaba un tono irónico, que a Bradbury no le gustó nada. Pero como la verdad era que nunca le habían gustado las maneras de Bott, no importaba gran cosa que le desagradasen una vez más. Se encaminó hacia donde había caído la pelota. Yacía entre las ramas de un arbusto.

Caddie —dijo Bradbury.

—Diga, señor —contestó el caddie.

—¿Ciento?

—Ciento cincuenta.

—Ciento cincuenta —repitió Bradbury Fisher.

Gladstone Bott continuaba paseando a lo largo del campo de golf cuando Bradbury llegó al green.

—¿Cuántos? —preguntó.

—La he sacado en dos —contestó Bradbury—. ¿Y tú?

—Juego al siete.

—Entonces, déjame ver. Si tomas dos putts, lo cual no es lo más probable, tendré seis para el hoyo y partido.

Un minuto después, Bradbury había recogido su pelota de dentro del hoyo. Estaba allí de pie, tomando el sol, inundado el corazón en dulce y serena felicidad. Le parecía que jamás había sido tan bonito el campo. Los pájaros cantaban como nunca los oyó cantar. Los árboles y la hierba aparecían hermosos como jamás los conociera. Hasta Gladstone Bott parecía algo más soportable aquella mañana.

—Una partida muy agradable —dijo afectuosamente—, llevada a término con el más puro espíritu deportivo. Ha habido un momento en que creí que ibas a ganarla, amigo mío, pero…

—Ahora voy a informar yo —dijo el caddie del bigote de foca.

—Diga —ordenó Gladstone Bott lacónicamente.

Bradbury Fisher se quedó contemplando a aquel hombre como quien ve visiones. El sol había cesado de brillar y los pájaros ya no cantaban. Los árboles y la hierba presentaban un aspecto desolador, y Gladstone Bott parecía un idiota. Una mano de plomo le oprimió el corazón.

—¿In… informar…? ¿Qué quiere decir?

—No irás a suponer —le aclaró Gladstone Bott— que iba a jugar una partida tan importante como ésta sin contar con detectives que te vigilasen. Este señor pertenece a la Agencia «La Rápida». ¿Qué tiene usted que decirme? —preguntó, encarándose con el caddie.

El caddie se desprendió de sus pobladas cejas, y con un rápido ademán se arrebató también el bigote.

—El día doce del corriente —empezó diciendo, con voz monótona—, obrando de conformidad con las instrucciones que había recibido, me encaminé hacia los campos de golf de Goldenville, a fin de observar los movimientos del individuo llamado Fisher. Para ello había adoptado el disfraz núm. 3 y…

—Bueno, bueno —le atajó Gladstone Bott, impaciente—. Puede ahorrarse todo esto. Vamos directamente a lo que ocurrió en el decimosexto.

El caddie pareció algo molesto, pero se inclinó deferentemente.

—En el decimosexto hoyo, el individuo Fisher movió la pelota, poniéndola en lo que, a juzgar por las precauciones que tomó y por lo que hizo, podría calificar de posición más favorable.

—¡Ah! —exclamó Gladstone Bott.

—El decimoséptimo, el tal Fisher cogió la pelota y la arrojó con la mano al green.

—Es una mentira. Una insolente y despreciable mentira —gritó Bradbury Fisher.

—Previendo que el tal Fisher pudiese adoptar la actitud que está adoptando en estos momentos, señor —prosiguió el caddie—, he tomado la precaución de sacar una instantánea suya en el momento en que estaba maniobrando, lo que he realizado con mi máquina fotográfica miniatura de muñeca, la cual es el mejor amigo de un detective.

Bradbury Fisher se cubrió la cara con las manos y prorrumpió en lastimeros sollozos.

—Por consiguiente —concretó Gladstone Bott, triunfalmente—, he ganado la partida, y en consecuencia me harás el favor de enviarme al mayordomo con portes pagados a mi casa no más tarde de mañana al mediodía. ¡Ah! Olvidaba que, además, me debes tres Compañías ferroviarias.

Blizzard, grave, pero con su amabilidad acostumbrada, acudió a recibir a Bradbury en el vestíbulo bizantino, cuando éste regresó a su casa.

—Confío en que su partida de golf ha terminado satisfactoriamente, ¿verdad, señor? —le preguntó el mayordomo.

Un escalofrío, casi demasiado intenso para ser soportado, sacudió a Bradbury.

—No, Blizzard —contestó—, no. Gracias por su interés, pero no he tenido suerte.

—Lo siento, señor —dijo Blizzard compasivamente—. Confío en que la apuesta no sería excesiva.

—Sí…, ya verá, era de bastante importancia. Me gustaría hablar con usted sobre este particular más tarde, Blizzard.

—Cuando guste, señor. Tan pronto como desee verme, llame a un criado, y me encontrará en mi departamento, señor. Ahora, señor, he de decirle que hace poco llegó este cablegrama para usted.

Bradbury tomó el sobre con indiferencia. Estaba esperando un mensaje de sus representantes en Londres, anunciándole que habían comprado «Kent y Sussex», pues ya les había dado instrucciones sobre ofertas en firme, poco antes de marcharse de Inglaterra. Sin duda, el cablegrama era de ellos.

Abrió el sobre, y pegó un brinco como si de él hubiese visto salir un alacrán. Era de su esposa.

El mensaje decía:

Regreso inmediatamente en el Aquitania. Desembarcaré el viernes por la noche. Ve a esperarme sin falta.

Bradbury se quedó mirando el texto, incapaz de moverse ni de pronunciar palabra. Aunque había permanecido en una especie de éxtasis desde aquel terrible momento del decimoséptimo green, su gran cerebro no había dejado de funcionar en modo alguno; y mientras regresaba a casa en su coche, había ido elaborando un plan de acción que estaba convencido que le permitiría hacer frente a la situación. Dando por descontado que su esposa pasaría por lo menos otro mes en el extranjero, estaba casi decidido a comprar un periódico, publicar en él un artículo de primera página anunciando el fallecimiento de Blizzard, enviar el ejemplar a su esposa, y entonces vender la casa y trasladarse a otro distrito de la ciudad. De este modo, estaba seguro de que su esposa no llegaría a enterarse jamás de la verdad de lo ocurrido.

Pero si ella estaba de regreso el próximo viernes, el programa ya no le era de ninguna utilidad, y la situación adquiriría caracteres de alarmante gravedad.

Se quedó tristemente pensativo, preguntándose qué podría haber hecho cambiar los planes de su esposa, y llegó a la conclusión de que algún sexto sentido femenino podía haberla avisado del peligro que amenazaba a Blizzard. Desde el fondo de su corazón deseó fervientemente que la Providencia no hubiese dotado jamás a las mujeres de este sexto sentido. Ya es bastante que tengan los cinco sentidos ordinarios.

—¡Estoy arreglado! —exclamó Bradbury.

—¿El señor decía…? —preguntó Blizzard.

—Nada, nada —contestó Bradbury.

—Muy bien, señor.

Para un hombre que lleva alguna preocupación en la mente, algo susceptible de afectar a su joie de vivre, existen pocos lugares menos alegres que los barracones de la Aduana del puerto de Nueva York. Aquí y allí se oyen silbidos y sirenas, acompañados de ruidos extraños. Los funcionarios de la Aduana mascan chicle y acechan desde las sombras, como tigres que esperan que llegue el momento de darse el gran atracón. No es de extrañar que el humor de Bradbury, que ya era pésimo al llegar a aquellos lugares, descendiese a cero cuando bajaron la pasarela del barco y los pasajeros empezaron a descender por ella.

Su esposa fue de las primeras en bajar. Bradbury, contemplándola mientras descendía la pasarela, pensó que estaba muy hermosa. Y muy temible también. Había tenido una especial predilección por las mujeres de gran carácter. Su primera esposa lo poseía. La segunda también, y lo mismo la tercera y la cuarta. Y la que tenía ahora era, tal vez, la que era dueña del carácter más fuerte de toda la serie. En el momento en que se adelantó a recibirla, Bradbury Fisher tuvo la sensación de que habría sido mucho mejor para él haberse casado con una de aquellas muchachas dóciles y sumisas que se entregan sin ninguna vacilación en manos de sus esposos, igual que las heroínas de novelas románticas. Es más, lo que necesitaba él en aquellos momentos era el tipo de mujer que se considera feliz con que su marido no la arrastre por los suelos, tirándola del pelo y dándole de patadas.

A medida que se acercaba a su esposa, iba dando vueltas a tres principios de conversación que tenía preparados, y pensando cuál daría el mejor resultado de todos.

«Esposa mía, tengo que decirte algo…»

«Niña, debo hacerte una pequeña confesión…»

«Oye, preciosidad: no sé si recuerdas a Blizzard, nuestro mayordomo. Pues imagínate que…»

Pero la verdad es que fue su esposa la que inició la conversación.

—¡Hola, Bradbury! —exclamó corriendo a echarse en sus brazos—. He hecho una cosa terrible y te pido que me perdones.

Bradbury no sabía si dar crédito a sus ojos. Jamás había visto a su esposa en semejante estado de ánimo. Cuando ella le echó los brazos al cuello, parecía tímida, vacilante y… a pesar de que pesaba sus buenas ciento cincuenta y siete libras, parecía ser leve como una pluma.

—¿Qué te pasa? —le preguntó él con la mayor ternura—. ¿Quizá te han robado las joyas?

—No, no.

—¿Tal vez has perdido dinero jugando al bridge?

—No, no. Peor que todo eso.

Bradbury se sobresaltó.

—¿No habrás cantado Mi casita gris en el Oeste en algún concierto dado a bordo? —le preguntó él ahora, mirándola fijamente.

—¡No, no! ¡Oh! ¿Cómo te lo diré? ¡Mira, Bradbury! ¿Ves aquel hombre que está allí?

Bradbury siguió la dirección que ella le señalaba con el dedo. De pie, con una actitud de negligente arrogancia, junto a un montón de vigas que estaba debajo de la letra V, se encontraba un hombre alto y corpulento, majestuoso como un embajador, y, con sólo verle, aun a distancia, Bradbury Fisher se sintió invadido por una extraña sensación de inferioridad. Sus mofletudas mejillas, su panza, sus ojos protuberantes y la voluminosa papada se combinaron para producir en Bradbury la sensación de encontrarse en presencia de un superior, la misma sensación que experimentamos cuando nos encontramos ante golfistas eminentes, ante jefes de camareros de un restaurante de moda o ante los policías de tráfico. Le asaltó una súbita sospecha.

—¿Y bien? —preguntó con voz bronca—. ¿Qué hay de ese hombre?

—Bradbury, te ruego que no me juzgues demasiado a la ligera. Nos hemos encontrado solos y fui víctima de la tentación…

—¡Mujer! —exclamó Bradbury con voz de trueno—. ¿Quién es ese hombre?

—Se llama Vosper.

—¿Qué ha habido entre tú y él? ¿Cuándo se inició la cosa? ¿Y por qué? Dime, ¿cuándo? ¿Dónde?

La señora Fisher se llevó un pañuelo a los ojos.

—Fue en casa del duque de Bootle, Bradbury. Yo estaba invitada a pasar allí una semana.

—¿Y ese hombre estaba allí?

—Sí.

—Prosigue.

—En el momento en que puse la vista en él, me pareció que algo se apoderaba de mí.

—¡Ya!

—Al principio fue una simple impresión. Me parecía que había soñado con este hombre toda mi vida, y que durante todos estos años le he estado esperando inútilmente.

—¿Ah, sí? Bien, bien. Y caíste en la tentación, ¿no es eso? ¡Vaya, vaya!

—No lo pude evitar, Bradbury. Sé que siempre he dado la sensación de estar entusiasmadísima con Blizzard, y lo estaba. Pero honradamente debo decir que no tiene punto de comparación con éste. Te aseguro que no. Tendrías que haber visto de qué modo Vosper se ponía detrás de la silla del duque. Parecía un Sumo Sacerdote presidiendo alguna ceremonia litúrgica. ¡Y qué voz la suya, cuando te pregunta si prefieres jerez u oporto! Se diría que es música de un órgano de maravilla. No pude resistir a la tentación de conseguirlo. Le hice algunas insinuaciones con la mayor delicadeza, y resultó que tenía muchos deseos de visitar los Estados Unidos. Hacía dieciocho años que estaba al servicio del duque, y me dijo que ya no podía resistir más la vista del cogote de aquel noble. De modo que…

A Bradbury Fisher se le escapó un suspiro de alivio.

—Ese hombre, ese Vosper…, ¿quién es, en resumidas cuentas?

—Pues ya te lo estoy diciendo, amor mío. Era el mayordomo del duque, y ahora el nuestro. ¡Oh! Reconozco que soy muy impulsiva. Honradamente debo confesarte que hasta que nos encontramos en pleno Atlántico no se me ocurrió pensar: «¿Y Blizzard? ¿Qué voy a hacer con Blizzard?» Simplemente, no me veo con ánimos para despedir a Blizzard. Pero ¿qué sucederá cuando Blizzard entre en su departamento y vea a Vosper allí? ¡Oh, Bradbury, mira de encontrar alguna idea salvadora! Piensa un poco.

Bradbury estaba pensando, efectivamente, y por primera vez desde hacía una semana, pensaba sin que todo su ser se sintiera embargado por una profunda amargura.

—Evangeline —le dijo muy serio a su esposa—, esto es muy grave.

—Lo sé.

—Es un caso extremadamente complicado.

—Lo sé; sé que lo es. Pero, sin duda alguna, tú sabrás dar con la idea que nos permita salir del atolladero.

—Es posible. Por el momento, no puedo prometerte nada en concreto. Sin embargo, no desconfío de hallar una solución.

Y se puso a meditar profundamente, hasta que de pronto exclamó.

—¡Ah! ¡Ya lo tengo! Tal vez pueda convencer a Gladstone Bott para que contrate él a Blizzard.

—¿Crees que es posible?

—Tal vez sí, si le planteo la cuestión con cautela. Por lo menos, haré cuanto pueda por convencerle. Por el momento, lo mejor será que tanto tú como Vosper os quedéis en Nueva York, mientras yo vuelvo a casa e inicio las negociaciones. Si tengo éxito, te lo comunicaré inmediatamente.

—Haz cuanto puedas, Bradbury.

—Creo que saldré con bien de la empresa. Gladstone y yo somos muy buenos amigos, y él no vacilará en hacerme este favor. Pero que esto te sirva de lección, Evangeline.

—¡Oh, sí! Jamás volveré a extralimitarme de este modo.

—A propósito —añadió Bradbury Fisher—, voy a cablegrafiar a mis agentes de Londres hoy mismo para que adquieran para mi colección la camisa de J. H. Taylor, el golfista.

—Como tú quieras, maridito mío. Y todo lo que tú quieras, ¿sabes?

—Bien, bien —contestó Bradbury Fisher.