Capítulo I
LA TIMIDEZ DE UN GOLFISTA

Era una mañana en que toda la Naturaleza gritaba «¡Hurra!» La brisa soplaba suavemente desde el valle, y parecía traer un mensaje de esperanza y alegría, susurrando la idea de jiras campestres y comilonas en pleno campo. El terreno de juego, mostrando aún las cicatrices de cien golpes de hierros, sonreía alegremente al cielo azul; y el sol, atisbando entre los árboles, semejaba una gigantesca pelota de golf elevada irreprochablemente por el mashie[1] de algún dios invisible, y a punto de caer muerta junto a la bandera del decimoctavo hoyo. Era el día en que se iniciaba la temporada, después del largo invierno, y una considerable muchedumbre se había congregado en el primer tee[2]. Los trajes de golf lucían en el sol, y el aire estaba cargado de expectación.

Entre toda aquella alegre multitud sólo se veía una cara triste que pertenecía a la persona que balanceaba un driver[3] sobre una pelota nueva, colocada encima de un montoncito de arena. Esta persona parecía preocupada y pesimista. Miraba toda la extensión del campo de juego, cambiaba la posición de los pies, para andar de nuevo, como lo hubiera podido hacer Hamlet: sombría e indecisamente.

Por último, se decidió. Se balanceó y, cogiendo de su caddie[4] el niblick[5] que el avispado muchacho ya le tenía dispuesto desde el momento en que habían iniciado la marcha hacia el tee, se dispuso a jugar.

El Socio Veterano que había estado observando benévolamente la escena desde su sillón favorito de la terraza, suspiró.

—El pobre Jenkinson —dijo— no prospera.

—No —convino su compañero, un joven de facciones simpáticas y con un handicap[6] de seis—. Y sé que ha tomado lecciones a puerta cerrada todo el invierno.

—¡Inútil; totalmente inútil! —repuso el Sabio, moviendo entristecido su nevada cabeza—. No existe ningún entrenador que sea capaz de hacer mejorar a ese chico en el golf. Sigo aconsejándole que renuncie a jugar.

—¡Usted! —exclamó el joven, levantando sorprendido sus ojos del driver con que jugueteaba—. ¿Usted le ha aconsejado que renuncie al golf? Creí que…

—Comprendo y apruebo su error —contestó con suavidad el Socio Veterano—. Pero debe tener en cuenta que Jenkinson no es un caso corriente. Usted conoce, y yo conozco también, infinidad de hombres que nunca han quedado airosos en el golf, aunque a pesar de todo, son gente feliz y miembros útiles a la sociedad. Por mal que jueguen, saben olvidarlo. Sin embargo, respecto a Jenkinson, el caso es muy distinto. Él no es una de esas personas que olvidan fácilmente. Y para poder ser felices no precisan más que abstenerse por completo del golf. Jenkinson es un obseso.

—¿Un qué?

—Un obseso. Y, deportivamente, un chambón —repitió el Sabio—. Uno de esos desgraciados seres que han permitido que este deporte, el más noble de todos, se apodere demasiado de ellos, como cualquier maligna enfermedad. El obseso no tiene ningún parecido con usted ni conmigo. Medita, se enfrasca, se abstrae. Jenkinson, por ejemplo, era antes un hombre que tenía un risueño porvenir con el negocio de la cebada, el trigo y demás granos, pero una constante sucesión de fracasos le fueron convirtiendo gradualmente en un hombre tan desconfiado de sí mismo, que deja perder oportunidad tras oportunidad, lo que da por resultado que otros tratantes de cereales le pisen el terreno. Cada vez que se le presenta la posibilidad de realizar algún gran negocio con trigo, cebada o lo que sea, su fatal desconfianza en sí mismo, generada por cien pésimas partidas de golf, le desbarata el negocio. Considero que podemos esperar de un momento a otro la quiebra financiera de Jenkinson.

—¡Atiza! —exclamó el joven, profundamente horrorizado—. No quisiera ser entonces un chambón. ¿Y cree usted que no existe otro modo de curarse que renunciando al juego?

El Socio Veterano se quedó silencioso durante unos momentos.

—Es curioso que usted haga esta pregunta —dijo al fin—, porque precisamente esta mañana estaba pensando en el único caso que conozco, de un chambón que haya podido vencer su mal. Naturalmente, fue debido a una muchacha. ¡Vivir para ver! Pero quizá querrá saber la historia desde el principio.

El joven se levantó de su asiento con la misma vivacidad del animal salvaje que descubre de pronto, en su camino, la trampa preparada por el cazador.

—Me agradaría mucho —replicó—, pero temo perder mi turno en el tee.

—El chambón en cuestión —dijo el Sabio, sujetando con tranquila firmeza al joven por un botón del chaleco—, era un muchacho aproximadamente de la edad de usted. Se llamaba Ferdinand Dibble. Yo le conocía muy bien. En realidad, creo que…

—Lo dejaremos para otra ocasión, ¿no le parece?

—Creo —prosiguió el Sabio, con placidez— que llegó a mí en busca de consuelo y no me avergüenza el decirle que cuando acabó de explicar sus confidencias, había lágrimas en sus ojos. ¡Lo sentí en el alma…!

—No lo dudo. Pero…

El Socio Veterano le empujó suavemente para que volviera a sentarse en el sillón.

—El Golf —afirmó— es el Gran Misterio. Lo mismo que cualquier caprichosa diosa…

El joven, que había venido dando muestras de impaciencia, pareció resignarse, y suspiró:

—¿Ha leído usted alguna vez El antiguo marinero? —preguntó.

—Hace muchos años —contestó el Socio Veterano—. ¿Por qué lo dice?

—¡Oh, no sé! —exclamó el joven—. Se me ha ocurrido de improviso.

El Golf, prosiguió el Socio Veterano, es el Gran Misterio. Lo mismo que una caprichosa diosa, concede sus favores de un modo que parece totalmente falto de sentido común y de método. Continuamente vemos hombres como gigantes fracasando ruidosamente. Los magnates de las finanzas son derrotados por los meritorios de sus oficinas. Individuos capaces de administrar imperios, fracasan cuando quieren gobernar una simple pelotita blanca, lo que no representa la menor dificultad a otros que no tienen nada en la cabeza. Es misterioso, pero es así. En el caso a que me refiero no existía ninguna razón visible para que Ferdinand Dibble no fuese un buen jugador de golf.

Tenía fuertes puños y excelente vista. Sin embargo, no acertaba nunca. Y cierta tarde de junio comprendí que también él era un chambón. Lo descubrí súbitamente, como resultado de una conversación que tuvimos en esta misma terraza.

Yo estaba aquí sentado, pensando en esto y en aquello, cuando observé que junto a la esquina del edificio del club, conversaba el joven Dibble con una muchacha vestida de blanco. No pude ver quién era ella, porque estaba vuelta de espaldas a mí. Al cabo de pocos momentos se separaron, y Ferdinand, caminando lentamente, se dirigió hacia aquí. Tenía el aspecto de un derrotado. Aquella mañana había sido vencido por Jimmy Fothergill, y a este hecho atribuí su estado de ánimo. No había de tardar muchos minutos en saber que si bien aquello contribuía en parte, me equivocaba al adjudicar a dicha circunstancia la totalidad de su desesperado estado. Ferdinand tomó la silla que estaba a mi lado, y por espacio de varios minutos permaneció sentado, mirando pensativamente el valle.

—Acabo de hablar con Barbara Medway —me dijo rompiendo de pronto el silencio.

—¿Sí? —dije yo—. Es una muchacha encantadora.

—Va a pasar el verano a Marvis Bay.

—Buen sitio para tomar el sol.

—Ya lo creo —contestó Ferdinand con extraordinario apasionamiento, hundiéndose otra vez en largo silencio.

Al rato, Ferdinand Dibble lanzó un profundo suspiro.

—¡Dios mío, cómo la quiero! —murmuró con voz desesperada—. ¡Oh! ¡Cuánto, cuánto la quiero!

No me sorprendió que me hiciera depositario de sus confidencias de este modo. La mayor parte de los jóvenes de entonces me confiaban sus cuitas más pronto o más tarde.

—Y ella, ¿corresponde a su amor?

—No lo sé. No se lo he preguntado.

—¿Por qué no? Aseguraría que es asunto que le interesa mucho a usted.

Ferdinand mordió distraídamente el mango del palo que tenía entre las manos.

—No tengo valentía suficiente para ello —confesó al fin—. La verdad, no sé cómo empezar a decirle a una muchacha, y mucho menos a un ángel como ella, que se case conmigo. Ya lo ve usted. Cada vez que tomo firmemente la decisión de exponérselo llego al campo, me pongo a jugar, y siempre hay alguien que me derrota ruidosamente. ¡Siempre que me encuentro dispuesto a dar el gran paso, me ocurre lo mismo! Cada vez que pienso que estoy medianamente en forma para someter mi porvenir a prueba, animado a decidir todo de una vez, surge una mala jugada de golf para interponerse en mi camino. Y entonces me desanimo por completo. Los ánimos me abandonan, me pongo nervioso, desconfío de mí mismo, y la lengua no me sirve para decir ni media palabra. Quisiera saber quién fue el que inventó este juego infernal. Le estrangularía. Pero supongo que debió de morir hace algunos siglos. Aun así, iría a increparle con gusto a su tumba.

En este punto lo comprendí todo, y el corazón me dio un vuelco. Había descubierto la verdad. Ferdinand Dibble era un chambón.

—¡Vaya, vaya, muchacho! —le dije para animarle, aunque desconfiando de mis palabras—. Hay que dominar esa timidez.

—¡No puedo!

—¡Pruébelo!

—¡Ya lo he hecho! —exclamó mordiendo la empuñadura del palo—. Hace un momento ella misma me estaba preguntando si no podría arreglármelas para ir también a veranear a Marvis Bay.

—Supongo que esto es alentador, ¿no le parece? Da a entender que no le es totalmente indiferente su compañía a esa muchacha.

—Sí, pero ¿qué sacaré con ello? Míreme —dijo, brillándole animadamente los ojos—, estoy convencido de que si alguna vez pudiese llegar a ganar a algún jugador medianamente bueno, aunque fuera sólo una vez, vencería esta terrible indecisión. Pero —añadió, con los ojos otra vez empañados—, ¿qué posibilidades existen para que ocurra semejante cosa?

Era una pregunta que no me preocupé de contestar. Simplemente, le di unos golpecitos en un hombro, en señal de condolencia por la situación en que se encontraba. Al cabo de unos momentos me dejó y se fue. Y aún permanecía yo pensando en tan sorprendente caso cuando Barbara Medway salió del edificio del Club.

También ella parecía estar triste y preocupada, como atormentada por algún pensamiento. Tomó la silla que acababa de abandonar Ferdinand, y suspiró.

—¿No ha sentido usted nunca —me preguntó— el ferviente deseo de dar un trastazo en la cabeza de un hombre, con un objeto duro y pesado?

Le dije que en efecto, que alguna vez había experimentado tal deseo, preguntándole seguidamente si tenía ya designada a su víctima. Vaciló unos momentos antes de contestar, pero, al parecer, tomó la decisión de confiarse a mí. Mi avanzada edad tiene algunas compensaciones, una de las cuales es que con frecuencia me abren su corazón las muchachas guapas. Repetidamente me he encontrado desempeñando el papel de padre confesor en los asuntos más íntimos, expuestos por deliciosas mujercitas, y por quienes muchísimos hombres habrían hecho los mayores sacrificios, por lograr sólo una simple mirada. Por otra parte, yo conocí a Barbara desde niña. Varias veces, aunque de ello hacía ya algunos años, la había bañado antes de acostarse. ¡Estas cosas atan mucho!

—¿Por qué serán tan tontos los hombres? —exclamó Barbara Medway.

—Todavía no me ha dicho usted quién es quién provoca tan duras exclamaciones. ¿Le conozco, acaso?

—¡Acaba usted de hablar con él hace un momento!

—¿Ferdinand Dibble? Pero ¿por qué siente usted deseos de aporrear la cabeza de Ferdinand Dibble con un objeto fuerte y duro?

—¡Por simplón!

—¿Por chambón? —creí oír yo, asombrándome cómo habría podido penetrar en el secreto del desgraciado joven.

—No; por simplón. Porque esto es lo que hay que llamarle a un hombre que está enamorado de una muchacha y no se lo dice. ¡Sí!; estoy segurísima de que Ferdinand está enamorado de mí.

—¡No le engaña el instinto! Precisamente hace un momento me estaba haciendo confidencias sobre ese particular.

—¿Y por qué no me las hace a mí? —exclamó la sulfurada muchacha—. No puedo dejarme caer en sus brazos, si no da algún indicio de que está dispuesto a cogerme.

—¿Podría ayudarle en algo si yo le transmitiera esta conversación que usted y yo estamos sosteniendo?

—Si «le sopla» una sola palabra de las que se han pronunciado aquí no le hablaré nunca más —exclamó—. Antes preferiría morir a dar a entender a un hombre que le envío mensajeros para pedirle que se case conmigo.

Comprendí que tenía razón.

—Entonces —le dije sentenciosamente—, me temo que no se podrá hacer nada. Salvo esperar. Es posible que, con los años, Ferdinand Dibble adquiera una buena flexibilidad, firmeza de pulso, un buen estilo y…

—¿De qué está hablando?

—Me ilusionaba con la esperanza de que algún buen día, Ferdinand Dibble deje de ser un chambón.

—¿Querrá decir un simplón?

—No, un chambón. Un chambón es un hombre que…

Y le expliqué los característicos fallos psicológicos que impedían a Ferdinand Dibble declararse a su enamorada.

—Jamás oí cosa más ridícula —exclamó la joven—. ¿Quiere usted decir que él espera para declararse a jugar bien al golf?

—No crea que es una cosa tan sencilla como parece —contesté tristemente—. Muchos malos jugadores de golf se casan con la idea de que la amorosa solicitud de una esposa les ayude a mejorar su juego. Pero son hombres toscos, de piel dura, nada sensibles ni introspectivos, como Ferdinand. Éste ha dejado que el mal le domine. Uno de los principales méritos del golf es que el hecho de no tener éxito en el juego otorga una sensación de humildad que priva que un hombre se envanezca demasiado por los pequeños éxitos que pueda obtener en otros aspectos de la vida. Mas existe en todo un feliz término medio, y en Ferdinand, esta humildad ha ido demasiado lejos. Se ha apoderado por completo de su espíritu. Se reconoce vencido e inútil para todo. Hasta se siente reconocido a los caddies cuando les da una propina, porque éstos no se yerguen orgullosos ante él y le arrojan la moneda a la cara.

—Entonces, ¿cree usted que eso durará siempre?

Medité unos momentos.

—Es una lástima —repliqué— que usted no haya podido convencer a Ferdinand para que vaya a Marvis Bay a pasar uno o dos meses.

—¿Por qué?

—Porque, pensándolo bien, es posible que se curara en Marvis Bay. En el hotel encontraría una porción de golfistas, en el más amplio sentido de la palabra, es decir: incluyendo a los paralíticos y a los zurdos. Podría vencer a todos ellos sin dificultad. La última vez que estuve en Marvis Bay, los links[7] del hotel eran una especie de Campo de Agramante adonde había ido a parar lo peorcito de los jugadores de golf. Les vi hacer cosas que me hicieron cerrar los ojos y estremecerme, y le advierto que no soy ningún gallina. Si Ferdinand pudiese mejorar su juego de modo que llegara a obtener unos ciento cincuenta puntos como término medio, creo que habría alguna esperanza. Pero tengo entendido que no irá a Marvis Bay.

—¡Oh, sí! Le aseguro que sí —afirmó la joven.

—¿De veras? Él no me dijo eso cuando estuvimos hablando aquí.

—Aún no lo sabía. Pero le aseguro que irá en cuanto yo cruce cuatro palabras con él.

Y, con paso firme, volvió a entrar en el club.

Se ha dicho con toda razón que existen muchas clases de golf, empezando con el golf de los profesionales y de los mejores aficionados, y descendiendo hasta el golf de hombres fosilizados y el de los profesores de la Universidad escocesa. Hasta hace poco, esta última clase de golf era considerada el tipo más bajo posible; pero hoy día, con la creciente popularidad de los hoteles de verano, podemos añadir un eslabón aún más bajo: el golf que se encuentra en lugares como Marvis Bay.

Para Ferdinand Dibble, que procedía de un club donde se jugaba de un modo bastante excelente, Marvis Bay fue una revelación, y por espacio de varios días estuvo como deslumbrado, como hombre que no acaba de creer en la realidad de lo que ven sus ojos. Salir a los links de aquella estación veraniega fue como entrar en un mundo nuevo. El hotel estaba lleno de hombres corpulentos, de mediana edad que, después de haber perdido la juventud tras la obsesión de hacer fortuna, se habían aficionado a un juego cuyo dominio sólo se puede conseguir empezando a jugarlo en la cuna y practicándolo después toda la vida. Cada mañana exhibían en aquellos campos de juego los más terribles estilos que se hayan podido ver jamás. Allí estaba el hombre que parecía querer engañar a su pelota y atentar contra su seguridad dándole un golpe por sorpresa, tras una serie de actitudes encaminadas, al parecer, a despistarla. También se veía a esos que hacen imprimir a su hierro las ondulaciones de una serpiente; a los que tratan a la pelota como si azotaran a un gato: a los que mueven el palo como quien restalla un látigo; a los que meditan a cada golpe con idéntica actitud de quien acaba de recibir la noticia de la muerte de un familiar, y también a aquellos que empuñan el palo como si fuera un cucharón con el que revolvieran el potaje de una sopera.

Al finalizar la primera semana, Ferdinand Dibble estaba ya consagrado como el campeón indiscutible de aquel lugar. Había hecho entre aquella gente una entrada de caballo siciliano.

Al principio, sin atreverse apenas en ninguna posibilidad de éxito, había jugado con el hombre que trataba de engañar a su pelota, derrotándole de manera fulminante. Luego, con gradual y creciente auge, fue venciendo al que azotaba gatos, al que parecía manejar un látigo, al de la sopera, comenzando a mirar a todos los demás con cara de triunfador. Y como éstos eran los jugadores más destacados, cuyas proezas se esforzaban inútilmente en emular los octogenarios y los paralíticos de aquellos lugares, Ferdinand Dibble se encontró a los ocho días de su llegada al hotel, ante el sorprendente hecho de que ya no le quedaban más mundos que conquistar. Era el campeón de todos aquellos jugadores, y, lo que es más aún, había obtenido su primer trofeo: la gran medalla de plata del torneo handicap, que ganó fácilmente, en pocos minutos, luchando con su más próximo rival, un venerable anciano, por medio de un brillante e inesperado cuatro en el último hoyo. El premio consistía en un elegante cubilete de peltre del tamaño de un antiguo cubo de roble, y Ferdinand solía correr a su cuarto apenas terminaba de cenar, para quedarse contemplándolo, como haría una madre con su hijo.

Se preguntará usted, sin duda, por qué, en tales circunstancias, no aprovechó el nuevo estado de espíritu de exuberante orgullo que había remplazado a su antigua humildad, para declararse inmediatamente a Barbara Medway. Voy a explicarlo. No se declaró a Barbara Medway, porque ella no estaba allí. A última hora se había visto obligada a quedarse en casa para atender a un pariente enfermo, y tuvo que aplazar el viaje por espacio de dos semanas. Claro que Dibble podía haberse declarado en alguna de las muchas cartas que diariamente escribía a Barbara, pero por una u otra razón, cada vez que cogía la pluma advertía que empleaba tanto espacio para escribir sus excelentes jugadas en los links, que luego le era dificilísimo ponerse a hacer declaraciones de amor eterno. Al fin y al cabo, estas cosas no pueden ponerse en una simple posdata.

Por consiguiente, decidió aguardar a que llegara la joven, y, entretanto, prosiguió su triunfal carrera deportiva. Cuanto más esperara, era mejor, en cierto modo, ya que cada mañana y cada tarde que pasaba recolectaba nuevas causas para mostrarse satisfecho de sí mismo.

¡Día tras día, se sentía más triunfador!

Sin embargo, se amontonaban, entretanto, negros nubarrones. En los rincones del hotel empezaron a oírse murmuraciones, y comenzó a extenderse un espíritu de rebelión. Porque la vanidad de Ferdinand, su satisfacción por sentirse triunfador, no había escapado a sus rivales. No existe nadie que se muestre tan orgulloso como la persona que normalmente no lo es, y que súbitamente cree tener motivos para serlo. Siento tener que decir que el orgullo que se había apoderado de Ferdinand era de esa especie agresiva, que, inevitablemente, crea enemigos.

Había adquirido la costumbre de parar el juego para dar consejos a su adversario. El que manejaba el palo como si fuese un látigo no le perdonaba, ni le perdonaría jamás, las críticas que había formulado sobre su estilo de juego. El que actuaba como si revolviera el potaje dentro de la sopera, y que jugaba de aquel modo desde el día en que, a los sesenta y cuatro años, se inscribió en un curso de Golf por correspondencia mediante el cual aprendió a jugar en doce lecciones, estaba resentido porque «aquel mequetrefe» le había dicho que aquéllas no eran maneras de pegarle a la pelota. Por otra parte, el domador de serpientes… Pero no es necesario cansarle a usted con una detallada relación de las quejas de aquellos deportistas. Será suficiente decir que ninguno de ellos podía ver a Ferdinand, y que una noche, después de la cena, se reunieron para decidir lo que debía hacerse.

Todos ellos sacaron a relucir sus peores instintos.

—¡Un mocoso explicándome a mí cómo hay que empuñar el mashie! —gruñía el que jugaba como si revolviera potaje—. ¡Qué desfachatez! ¿Qué les parece a ustedes? ¡Jamás lo habría supuesto!

—Yo le dije que mi estilo era el más puro y el más antiguo —explicó el que manejaba el palo como quien maneja un látigo—, pero no me hizo caso.

—Habría que darle un buen rapapolvo —murmuró el domador de serpientes.

Es difícil decir una frase en la que no entre ninguna «s», y el hecho de que él lo hiciera demuestra el estado de espíritu en que se encontraba este hombre, enfurecido por la insultante actitud de superioridad que había adoptado Ferdinand.

—Sí, pero ¿qué podemos hacer? —preguntó un octogenario cuando le hubieron dado a conocer este comentario a través de una trompetilla para sorderas crónicas.

—¡Esto es lo malo! —suspiró el que removía el potaje—. ¿Qué podemos hacer?

Y todas las cabezas se movieron, taciturnas.

—¡Ya está! —exclamó el azotador de gatos, quien hasta aquel momento no había dicho una palabra, que era abogado de profesión y hombre poseedor de una inteligencia sutil y siniestra—. ¡He dado con la solución! En mi bufete tengo como empleado a un joven llamado Parsloe, capaz de derrotar a este Dibble. Le telegrafiaré que venga, le enfrentaré con este tipo, y ya les aseguro a ustedes de antemano que le bajará los humos a ese pollo.

Brotó un coro de aprobatorias exclamaciones.

—Pero ¿está usted seguro de que será capaz de derrotarle? —inquirió el domador de serpientes—. ¡Sería terrible una equivocación en estas circunstancias!

—¡Pues claro que estoy seguro! —contestó el azotador de gatos—. George Parsloe ganó una vez con noventa y cuatro.

—Ha habido muchos cambios desde el noventa y cuatro —dijo el octogenario moviendo la cabeza en docta actitud—. ¡Sí, sí! ¡Muchos cambios, muchos! Entonces no existían estos automóviles que todo lo destruyen, que matan y…

Unas manos solícitas le instaron en este momento a tomar un huevo batido con leche, y los demás conspiradores volvieron al punto de partida con profundas arrugas en las frentes.

—¿Noventa y cuatro? —dijo incrédulamente el que removía el potaje—. ¿Quiere usted decir contando todos los golpes?

—Contando todos los golpes.

—¿Y sin ninguna trampa?

—Sin ninguna.

—Telegrafíele que venga en seguida —exclamaron al unísono los reunidos.

Aquella noche, el azotador de gatos abordó a Ferdinand con una actitud dulzona, amable, propia de un jurisconsulto.

—¡Oh, Dibble! —exclamó— Precisamente le buscaba a usted. Escuche: hay un joven amigo mío que me ha anunciado que vendrá a pasar unos días aquí para practicar un poco el golf. Se llama George Parsloe. Pensé que tal vez no le desagradaría jugar alguna partidita con él. Es un novato, ¿comprende?

—Estaré encantado —contestó Ferdinand amablemente.

—Siempre le será provechoso verle jugar a usted —continuó el azotador de gatos.

—¡Claro, claro!

—Entonces, se lo presentaré en cuanto llegue.

—Encantado —dijo Ferdinand.

Estaba de excelente humor aquella noche, porque había recibido una carta de Barbara diciéndole que llegaría al cabo de dos días.

Ferdinand tenía la saludable costumbre de levantarse temprano y salir a tomar un baño de mar antes del desayuno. La mañana en que tenía que llegar Barbara, se levantó como de costumbre, echó un vistazo al mar y salió. Era una hermosa y fresca mañana. Ferdinand rebosaba satisfacción. Al cruzar los links, por donde acortaba camino para llegar a la playa, iba silbando, feliz, repitiendo mentalmente las frases con que se declararía a la joven. Porque estaba firmemente decidido que aquella noche, después de la cena, se declararía a Barbara. Avanzaba por la suave hierba sin preocuparse por nada del mundo, cuando oyó un súbito grito de «¡Hurra!», y un instante después pasó rozándole una pelota de golf, que fue a caer a unas cincuenta yardas del punto donde él se encontraba. Miró en derredor suyo, y vio una figura que se acercaba a él, procedente del tee. Éste se hallaba a unas ciento treinta yardas. Añadan ustedes cincuenta a esta cifra, y tendrán ciento ochenta yardas. Desde que se fundaron aquellos links no se había visto un estacazo semejante en Marvis Bay: y es tal el generoso espíritu del auténtico jugador de golf, que la primera emoción de Ferdinand, después del lógico estremecimiento que le causó el silbido de la pelota al pasarle tan cerca de la oreja, fue de cordial admiración. Supuso que, por sorprendente milagro, alguno de sus compañeros de hotel había tenido la suerte de propinar un buen golpe, por única vez en su vida.

Sólo cuando la figura que se aproximaba estuvo cerca de él, empezó a invadirle una sensación de miedo. Los rostros de todos los golfistas del hotel le eran familiares, y el hecho de que aquel individuo le fuera desconocido parecía indicar, con las mayores posibilidades de verosimilitud, que era la persona con quien había accedido a jugar.

—Perdone —le dijo el desconocido.

Era un joven alto, sorprendentemente elegante, de ojos pardos y bigote oscuro.

—¡Oh, no tiene importancia! —contestó Ferdinand—. Y… ¿siempre juega usted de este modo?

—Verá usted, por lo general juego con una pelota un poco mayor, pero me reconozco algo desentrenado. Por eso he querido practicar un poco. Mañana tengo que jugar una partida con un individuo llamado Dibble, que, según creo, es el campeón local, o cosa por el estilo.

—Soy yo —contestó Ferdinand humildemente.

—¿Eh? ¿Usted? —dijo Mr. Parsloe, mirándole inquisitivamente—. Bueno, pues, muy bien; que gane el que se lo merezca.

Como esto era precisamente lo que Ferdinand temía que iba a ocurrir, hizo con la cabeza una señal afirmativa, con la actitud del que se ve derrotado de antemano, y se encaminó a tomar su acostumbrado baño. Todo el encanto de la mañana se había desvanecido. El sol brillaba todavía, pero de un modo débil y opaco; un viento frío y deprimente se había levantado.

Respecto al complejo de inferioridad de Ferdinand, que parecía curado para siempre, había vuelto a surgir con todo su empuje.

¡Qué triste es en esta vida que el momento que más hemos esperado se trueque tan a menudo, cuando llega, en un desencanto!

Por espacio de diez días, Barbara Medway había estado esperando el instante de reunirse con Ferdinand, aquel instante en que, al apearse del tren, le vería avanzar con los ojos iluminados por el brillo del amor, y temblando en sus labios amorosas frases. La pobre muchacha no dudó ni un solo momento de que él daría suelta a sus contenidas emociones en los primeros cinco minutos, y su única preocupación era el miedo de que Ferdinand diese una indebida publicidad a la sagrada escena de caer a sus plantas en el propio andén de la estación.

—¡Bueno, al fin he llegado! —gritó la muchacha, alegremente.

—¡Hola! —contestó Ferdinand, con sombría sonrisa.

Barbara se le quedó mirando, congelada. ¿Cómo podía adivinar que aquella extraña actitud era debida únicamente al encuentro que él había tenido aquella mañana con George Parsloe? La interpretación que dio la muchacha fue la de que no estaba contento de verla. Pensó también que si Ferdinand se hubiese portado siempre de este modo, ello lo habría atribuido, por supuesto, a timidez. Mas ahora Barbara poseía sus afirmaciones manuscritas, detallándole cómo en el transcurso de los diez últimos días, su técnica golfística había logrado una auténtica y triunfal superación.

—He recibido tus cartas —le dijo ella, agarrándose valientemente a la última esperanza.

—Ya lo supongo —contestó él como si pensara en otra cosa.

—Parece que has hecho maravillas.

—Sí.

Hubo un silencio.

—¿Has tenido un buen viaje? —preguntó Ferdinand.

—Magnífico —contestó Barbara.

Le habló con frialdad, porque se sentía enloquecer. Ahora se daba cuenta de todo. Comprendió que durante los días que había durado su separación, se había desvanecido el amor que el joven sentía hacia ella. Sin duda, cualquier otra muchacha de aquellos románticos y pintorescos alrededores la había suplantado. Ya sabía ella cuán rápidamente maniobra Cupido en un hotel de veraneo, y por unos momentos se echó la culpa a sí misma por haber permitido que el joven estuviese allí solo. A este estado de espíritu sucedió la cólera, y su actitud se volvió tan glacial que Ferdinand, que había estado a punto de explicarle el secreto de su tristeza, se encogió dentro de su concha, como un caracol, y durante el trayecto hasta el hotel la conversación no pasó de ser meramente formularia.

Ferdinand aventuró que hacía un tiempo muy bueno, contestando Barbara que, efectivamente, el tiempo estaba muy agradable. Ferdinand dijo que los baños de mar eran muy agradables, y Barbara contestó que sí, y Ferdinand añadió que no creía que lloviese, a lo que Barbara dijo que sería una lástima que se pusiera a llover. Y en este punto se produjo otro largo silencio.

—¿Cómo está mi tío? —preguntó Barbara, al fin.

He olvidado decir que el individuo a quien he aludido con el epíteto de azotador de gatos era el hermano de la madre de Barbara, con quien ella iba a pasar el veraneo en Marvis Bay.

—¿Tu tío?

—Se llama Tuttle. ¿No le conoces?

—¡Oh, sí! Le he tratado mucho estos días. Ahora está un amigo con él —explicole Ferdinand, pues su mente volvía fácilmente al asunto que más le preocupaba—. Un individuo llamado George Parsloe.

—¡Ah! ¿Está George Parsloe aquí? ¡Qué bien!

—¿Le conoces? —rugió Ferdinand.

Había supuesto que ya no quedaba ninguna otra tribulación que se pudiese añadir a las que estaba pasando; pero ahora se percató que había descendido unos peldaños más en la escalera de los sufrimientos. En la voz de la muchacha advirtió un, para él, doloroso matiz de alegría.

—¡Oh, sí! Le he tratado mucho estos días.

«¡Qué triste es la vida! —pensó—. Nunca sabemos lo que nos depara el día de mañana. Estamos alegres, empezamos a sentir confianza en nosotros mismos, y de golpe y porrazo surge un George Parsloe que nos quita todas las ilusiones».

—Claro que le conozco —dijo Barbara en aquel momento—. Mira, allí está.

El coche se había detenido en la puerta del hotel, y en su umbral aparecía George Parsloe, aireando su graciosa persona. A los febriles ojos de Ferdinand, George se le aparecía un dios griego, y su complejo de inferioridad empezó a mostrar síntomas de elefantiasis. ¿Cómo podía competir él, Ferdinand, en amor y en golf, con un hombre que se diría salido de una escena de película y que no se consideraba en forma aun después de dar un golpe que alcanzaba ciento ochenta yardas?

—¡George! —gritó jubilosamente Barbara—. ¡Hola, George!

—¡Oh…! ¡Hola, Barbara!

Se enzarzaron en una agradable conversación, mientras Ferdinand paseaba solitario por el vestíbulo. Al cabo de unos momentos, comprendiendo que su presencia no era esencial, se marchó.

Aquella noche, George Parsloe cenó en la mesa del azotador de gatos, y, después del refrigerio, Barbara salió con él a dar un paseo a la luz de la luna. Ferdinand, después de pasar una provechosa hora en la mesa de billar, se retiró temprano a su cuarto. Pero ni siquiera los suaves rayos lunares pudieron apaciguar la fiebre de su alma. Luego se acostó, y no tardó en caer en un sueño profundo y agitado.

Barbara durmió hasta muy entrada la mañana, y se desayunó en su cuarto. Hacia mediodía bajó, encontrándose con que el hotel estaba extrañamente vacío. Ella sabía muy bien que en días tan hermosos como el que lucía en aquellos momentos, la mayoría de los habitantes de un hotel veraniego suelen reunirse en una sala, con las ventanas cerradas, para enzarzarse en una conversación sobre la industria del yute. Con gran sorpresa suya, observó que, a pesar de que el sol brillaba radiante en un hermoso cielo azul, sin ninguna nube, los únicos ocupantes del salón eran el sordo octogenario y su trompetilla. Pudo ver que el anciano le dirigía una maliciosa sonrisita.

—Buenos días —saludó ella, cortésmente, pues le había sido presentado la noche anterior.

—¿Qué? —preguntó el octogenario, abandonando la risita y poniéndose la trompetilla.

—Le he dicho «Buenos días» —gritó Barbara junto a la trompetilla.

—¿Qué?

—¡Buenos días!

—¡Ah, sí! Es un hermoso día. Si no hubiese sido por miedo a perderme el huevo con leche que tomo todas las mañanas a las doce en punto —explicó el octogenario—, habría bajado a los links. Pero seguro que entonces me habría quedado sin ello.

Como este refrigerio le llegó en aquel momento, desenchufó la radio y empezó a sorber lentamente.

—Estaba siguiendo las incidencias del partido —explicó, interrumpiendo por un momento la toma de su refrigerio.

—¿Qué partido?

El octogenario sorbió un poco de leche.

—¿Qué partido? —insistió Barbara.

—¿Qué?

—Que, ¿qué partido? —chilló más fuerte la muchacha.

—Se le acabará tanto orgullo —dijo el vejete.

—¿El orgullo de quién? —preguntó Barbara.

—Sí —contestó el octogenario.

—¿Quién es el que tiene orgullo?

—¡Ah! Ese joven Dibble. Muy pagado de sí mismo. Lo adiviné el primer día que le vi, pero nadie quiso hacerme caso. Les dije a todos que ese muchacho lo que necesitaba era un escarmiento. Pues bien, lo tendrá esta mañana. Su tío de usted telegrafió al joven Parsloe que viniera, y organizó una partida entre ambos. Dibble —prosiguió el octogenario, sin abandonar su risita—, no sabe que Parsloe venció una vez en noventa y cuatro.

—¡Oh…! —exclamó Barbara.

Todo pareció sumirse en la mayor oscuridad en derredor suyo. Le pareció que a través de una densa y negruzca neblina veía a un viejo negro que bebía tinta. Luego fue todo aclarándose de nuevo y se encontró a sí misma apoyándose en el respaldo de una silla para no caerse. Ahora lo comprendía todo. Comprendía por qué había encontrado a Ferdinand tan poco efusivo y sintió inundado su corazón de un tierno y maternal amor hacia él. ¡Cuán injusta había sido pensando todas aquellas cosas!

—Hay que hacerle perder ese orgullo que tiene —seguía murmurando el indignado vejete.

Y Barbara experimentó de pronto un vivo desprecio hacia el hombre que así hablaba y hasta llegó a sentir la tentación de echarle un escarabajo en la leche. Luego pensó en la necesidad de hacer algo. Pero ¿hacer qué? No lo sabía. Todo lo que sabía era que tenía que hacer algo.

—¡Oh! —exclamó de nuevo.

—¿Qué? —preguntó el octogenario mientras se llevaba la trompetilla a la oreja.

Pero la muchacha se había marchado ya.

No estaba muy lejos de los links, y Barbara cubrió la distancia corriendo. Llegó al edificio del Club, pero no había nadie, salvo el conserje, que estaba entrando en el primer tee. A pesar de que en el subconsciente algo parecía decirle que aquél era un espectáculo que no debía dejarse perder, la muchacha no se detuvo a mirar. Suponiendo que la partida hubiese empezado poco después del desayuno, a aquella hora ya debía de encontrarse en alguno de los hoyos del segundo nine. Descendió corriendo el altozano, mirando a derecha e izquierda, y no tardó en divisar a lo lejos a un grupo de espectadores colocados alrededor de un green[8]. Cuando se dirigía corriendo hacia ellos, el grupo se separó, y pudo ver a Ferdinand avanzando hacia el próximo tee. Con un estremecimiento que conmovió todo su cuerpo, comprendió que era Ferdinand quien se llevaba la palma. Por consiguiente, debía de haber ganado un hoyo, por lo menos.

Luego vio a su tío.

—¿Cómo va la partida? —preguntó la joven.

Mr. Tuttle parecía de mal humor. A la legua se veía que las cosas no ocurrían según sus deseos.

—Han empatado en el quince.

—¿Empatado?

—Sí, el joven Parsloe —dijo Mr. Tuttle dirigiendo una dura mirada hacia el apuesto jugador— no parece que pueda hacer nada bueno en los greens. Da los golpes como un asno da coces.

Juzgando por ese expresivo comentario de Mr. Tuttle, ya tendrá usted una idea del porqué Ferdinand Dibble había logrado contener a su temible adversario hasta el decimoquinto green, pero supongo que deseará también una explicación más completa de tan sorprendente resultado. Porque usted piensa, y con razón, que el simple hecho de que George Parsloe diese mal sus golpes no lo explica todo. Y esto es cierto. Hubo otro factor muy importante en la situación, es decir: que por alguna suerte extraordinaria Ferdinand Dibble había jugado con ventaja ya desde el primer tee. Jamás había manejado los palos como aquel día.

En cuanto al modo de jugar de Ferdinand, siempre había tenido, en general, un fatal envaramiento, tomando al mismo tiempo un exceso de precauciones que le hacían difícil el éxito. Y raras veces lograba un golpe perfecto a causa de su costumbre de echar atrás la cabeza, igual que el león en la selva, precisamente en el momento que precede a aquel en que el palo ha de golpear la pelota. Pero aquel día se había balanceado con una despreocupada libertad, y sus golpes habían sido firmes y limpios. Esto había dejado sorprendido a él mismo, pero sin engreírse por ello lo más mínimo, debido a que la actitud observada por Bárbara el día anterior, y aún más el modo como se había ido con George Parsloe, cual un cordero en primavera, le tenía sumido en un estado de pesimismo demasiado profundo para permitirle enorgullecerse por nada. Súbitamente, en un momento de clarividencia, había descubierto la causa de estar jugando tan bien. Era, simplemente, porque no se sentía engreído. Aún más, porque se sentía profundamente pesimista.

Esto es lo que se dijo Ferdinand al alejarse del decimosexto, después de dar un magnífico golpe, y estoy convencido de que tenía razón. Como tantos golfistas mediocres, Ferdinand Dibble se había complicado demasiado el juego, pensando excesivamente en él. Estudiaba con la mayor atención las obras de los maestros, y cada vez que se disponía a jugar una partida, fijaba en su mente una lista completa de todos aquellos errores posibles de cometer. Recordaba que Taylor advertía que no se debe inclinar hacia abajo el hombro derecho, y que Verdón condenaba cualquier movimiento de la cabeza; tenía presente que Ray mencionaba la tendencia a coger con demasiada fuerza el palo, que Braid había tenido palabras duras para aquellos que pecan contra ellos mismos envarando los músculos y manteniéndose firmemente erguidos.

La consecuencia era que, después de moverse por allí muy rígido hasta que la vergüenza le obligaba a tomar una decisión, al disponerse a dar el golpe, de manera invariable bajaba el hombro derecho, ponía rígidos los músculos, se envaraba y cogía con demasiada fuerza el palo, al mismo tiempo que levantaba la cabeza tal como indicaba la lámina («Algunas faltas frecuentes de los principiantes. Número 3. Levantar la cabeza») que estaba frente a la página treinta y cuatro del libro de James Braid El golf sin lágrimas. Aquel día se sentía tan preocupado con las tragedias de su corazón, que había dado los golpes con el pensamiento en otra parte, casi sin parar mientes en lo que hacía, lo que dio por resultado que de cada tres golpes, por lo menos uno constituía un éxito contundente.

Entretanto, George Parsloe continuaba jugando y la partida seguía su curso. Se sentía el joven en aquellos momentos algo decepcionado. Se le había dado a entender que aquel tal Dibble era un chambón, y durante todo el rato había estado marcando cincos en gran abundancia y en una ocasión logró un cuatro. Verdad que también hubo un circunstancial seis, y hasta un siete, pero esto no alteraba el hecho innegable de que aquel muchacho estaba llevando un juego magnífico. Con el altivo espíritu del que ha hecho una vez un noventa y cuatro, George Parsloe confió siempre en lograr una buena puntuación. En lugar de esto, había tenido que luchar encarnizadamente para mantener una posición equilibrada.

Barbara seguía la partida latiéndole fuertemente el corazón. Al principio se mantuvo alejada; pero luego, como arrastrada por un impulso magnético, se fue acercando al tee. Ferdinand se disponía a dar el golpe. Contuvo la respiración. Ferdinand también. George Parsloe, Tuttle y los demás espectadores, contenían la respiración. Fue un momento de la más aguda tensión, que quedó roto por el chasquido que produjo el driver de Ferdinand al dar en la pelota, la cual saltó brincando sobre el terreno en una extensión de treinta yardas. En este supremo momento del partido había culminado Ferdinand Dibble.

George Parsloe puso la pelota en el tee. En su rostro aparecía una sonrisa de tranquila satisfacción. Cogió el driver e hizo un swing de ensayo. Esto, pensó George Parsloe, es el principio de un feliz término.

Jugaría bien, como siempre. Es más, jugaría tan bien, que su contrincante se vería obligado a hacer por lo menos tres jugadas antes de alcanzarle. Echó atrás el palo con infinito cuidado, empezó a balancearlo…

—Siempre me pregunto… —dijo una clara voz de muchacha, rompiendo el silencio como si hubiese estallado una bomba.

George Parsloe tuvo un sobresalto. Su palo vaciló. Bajó. La pelota salió disparada. Hubo una ansiosa pausa.

—Usted decía, Miss Medway —dijo George Parsloe, con voz desmayada.

—Oh, lo siento —se disculpó Barbara—. Temo haberle distraído.

—Un poco, tal vez. La pelota no ha salido muy bien disparada. Pero usted decía que se preguntaba… ¿Puedo yo ayudarla en algo?

—Simplemente —contestó Barbara— me preguntaba por qué se llama tee a los tees.

George Parsloe tragó saliva con insistencia, al tiempo que parpadeaba con cierta agitación febril. Sus ojos tenían una expresión de deslumbramiento a la vez que de perplejidad.

—Lamento no me sea posible satisfacer su curiosidad en este momento —se excusó—, pero le prometo a usted que lo consultaré en una buena enciclopedia a la primera oportunidad.

—Muchísimas gracias.

—No hay de qué. Será un placer para mí. Y ahora, por si tuviese la intención de preguntarme por qué se llama green a los greens, permítame le aclare que se les da este nombre porque son verdes.

Dichas estas palabras, George Parsloe se fue en persecución de su pelota, a la que encontró escondida en el corazón de un arbusto, cuyo nombre no puedo dar porque no soy botánico. Sé que era un arbusto de tupido y pegajoso ramaje y que tendió tan amorosamente sus tentáculos alrededor del niblick de George Parsloe, que a éste le falló rotundamente el primer golpe. Con el segundo logró sacar la pelota, y con el tercero la desalojó. Descargó un fuerte golpe con el brassie[9], y como en aquellos momentos el joven no era más que una caldera llena de hirvientes emociones, falló el cuarto golpe. El quinto fue a parar a pocas pulgadas del driver de Ferdinand.

—La partida es suya —confesó George Parsloe, con un hilillo de voz.

Ferdinand Dibble estaba sentado junto a las cabrilleantes aguas del océano. En el momento en que George Parsloe había pronunciado aquellas amargas palabras, Ferdinand huyó corriendo del campo de juego. Necesitaba estar solo con sus pensamientos.

Éstos eran pensamientos muy encontrados. Por un momento la alegría de pensar que había ganado una partida difícil surgió irresistiblemente a la superficie, pero para volver a hundirse al momento al recordar que la vida, a pesar de todos sus triunfos, no significaba ya nada para él, puesto que Barbara Medway amaba a otro.

—¡Mr. Dibble!

Levantó la vista. Ella estaba allí, a su lado. Tragó saliva y se puso de pie.

—¿Qué hay?

Hubo un silencio.

—Qué agradable es el sol en la playa, ¿verdad? —dijo Barbara.

Ferdinand lanzó un gruñido. Eso era demasiado.

—Déjeme —contestó tristemente—. Puede ir con su Parsloe, con quien tanto le gustó pasear anoche, al claro de luna, en esta misma playa.

—¿Y por qué no puedo pasear al claro de luna con Mr. Parsloe por esta misma playa? —preguntó osadamente Barbara.

—Yo no he dicho —contestó Ferdinand, que era un hombre sincero— que usted no pueda pasear con Mr. Parsloe por esta misma playa. He dicho, simplemente, que usted paseó por esta misma playa con él.

—Tengo perfecto derecho a pasearme por esta misma playa con Mr. Parsloe —insistió Barbara—. Somos muy amigos.

Ferdinand profirió una ahogada exclamación.

—¡Eso es! ¡Muy amigos! Exactamente lo que yo sospechaba. Antiguos amigos. Jugaron juntos cuando niños. Lo adivino todo.

—No, eso no. No hace más que cinco años que le conozco. Pero está prometido con mi mejor amiga, de modo que siempre vamos juntos.

Ferdinand profirió una ahogada exclamación.

—¡Está prometido!

—Sí. Se casa la semana próxima.

—Pero, oiga —dijo Ferdinand, en cuya frente aparecían hondas arrugas, demostrando que estaba pensando intensamente—, vamos a ver —prosiguió, como quien se dispone a entrar en profundos razonamientos—. Si Parsloe está prometido con su mejor amiga, no puede estar enamorado de usted.

—No.

—Y usted, ¿no está enamorada de él?

—No.

—Entonces, dígame, por Dios —pidió Ferdinand—, ¿qué me contesta usted a esto?

—No sé qué me quiere decir.

—¿Quiere casarse conmigo? —le gritó Ferdinand.

—Sí.

—¿Sí?

—¡Pues claro que sí!

—¡Amada mía! —gritó Ferdinand.

—Sólo hay una cosa que me preocupa algo —dijo Ferdinand, pensativo mientras paseaba con su amada por las perfumadas praderas, mientras en las ramas de los árboles que se balanceaban encima de ellos los pájaros entonaban la Marcha Nupcial de Mendelssohn.

—¿Qué es?

—Voy a decírtelo —explicó Ferdinand—. Creo que acabo de descubrir el gran secreto del golf. No se puede jugar una partida realmente buena a menos que uno se encuentre tan sumamente triste que no le preocupe lo más mínimo si los golpes que da están bien o no. Tomemos por ejemplo esta última partida que he jugado. Si uno se siente totalmente desgraciado, no se preocupa de a dónde va a parar la pelota, y por consiguiente, no levanta la cabeza para nada. La tristeza suprime automáticamente los movimientos de cabeza y el excesivo envaramiento del cuerpo. Fíjate en los entrenadores. ¿Has encontrado nunca algún profesor que sea realmente feliz?

—No, me parece que no.

—Pues ya lo ves.

—Pero todos los profesores son escoceses —arguyó Barbara.

—No importa. Estoy seguro de que tengo razón. Y lo más grande de todo es que voy a ser tan endemoniadamente feliz durante todo el resto de mi vida, que supongo que mi handicap va a elevarse a treinta o algo por el estilo.

Barbara le oprimió afectuosamente la mano.

—No te preocupes, querido —le dijo para tranquilizarle—. Todo irá bien. Soy mujer, y una vez nos hayamos casado, encontraré por lo menos cien maneras de amargarte la vida, de tal modo que estarás en forma para ganar el Campeonato de Aficionados.

—¿Lo dices de veras? —le preguntó Ferdinand con visible inquietud—. ¿Estás segura?

—Completamente segura, chiquillo —contestó Barbara.

—¡Mi vida! —exclamó Ferdinand.

Y la estrechó fuertemente entre sus brazos.