ANOCHECER DE AGOSTO
AL ATARDECER llegó Klingsor muy cansado —había pintado toda la tarde al sol y al viento en Manuzzo y Veglia— al bosque sobre Veglia, a un pequeño y dormido Canvetto. Logró llamar a una anciana tabernera que le trajo una taza de arcilla llena de vino; se sentó sobre una cepa de nogal ante la puerta y deshizo la mochila, dentro encontró aún un pedazo de queso y algunas ciruelas, y tomó su cena. La anciana se sentó a su lado, blanca, encorvada y desdentada; arrugado cuello y ojos tranquilos. Contó la vida de su pueblo y de su familia, la guerra y la carestía y el estado de los campos, el vino y la leche y lo que cuestan; habló de los nietos muertos y de los hijos emigrados. Todas las épocas y constelaciones de esta pequeña vida campesina quedaban desplegadas clara y amablemente, ásperas en su pobre belleza, llenas de alegría y de preocupaciones, llenas de miedo y de vida. Klingsor comió, bebió, descansó, escuchó, preguntó por los niños y por los animales, por el cura y por el obispo, alabó con amabilidad el miserable vino, ofreció la última ciruela, dio la mano, deseó buenas noches y, apoyado en el bastón y cargado con la bolsa, siguió cuesta arriba, despacio, hacia el bosque, en busca de albergue.
Eran las doradas horas tardías, por doquier aún ardía la luz del día, la luna ya brillaba y los primeros murciélagos flotaban en el aire trémulo. La linde del bosque estaba iluminada por la última luz. Apacible. Claros troncos de castaños ante negras sombras. Una cabaña amarilla reflejaba suavemente la luz absorbida durante el día, ardía dulcemente como un topacio amarillo; los pequeños caminos, rosa y violeta, llevaban por campos, viñas y bosques, de vez en cuando alguna rama amarilla de acacia, el cielo occidental, dorado y verde, sobre los azules montes aterciopelados.
¡Oh, poder trabajar aún ahora, en el último cuarto de hora encantado del maduro día de verano que nunca volverá! ¡Qué indescriptible era todo, qué tranquilo, bueno y pródigo, qué lleno de Dios!
Klingsor se sentó en la fresca hierba, extendió mecánicamente la mano para coger el lápiz y dejó caerla sonriendo. Estaba muerto de cansancio. Sus dedos palpaban la hierba seca, la blanda tierra seca. ¡Cuánto faltaba aún para que se terminase este querido y excitante juego! ¡Cuánto tiempo aún para tener la mano y la boca y los ojos llenos de tierra! Aquel día Thu Fu le había enviado un poema que recordaba y lo dijo lentamente para sí:
Del árbol de la vida
caen las hojas.
Una tras otra.
¡Oh, mundo multicolor y vacilante!
¡Cómo sacias y fatigas,
cómo embriagas!
Perderé pronto aquello que hoy aún brilla.
El viento silbará sobre mi oscura tumba.
La madre se inclina sobre el niño.
Quiero ver sus ojos de nuevo,
su mirada es mi estrella.
Todo lo demás puede irse,
desvanecerse.
Todo muere,
y muere de buen grado.
Queda, sólo, la eterna madre,
nuestro origen.
Sus dedos juguetones escriben,
en el aire,
nuestro nombre. Fugaz.
Así estaba bien. ¿Cuántas vidas, de las diez que poseía, le quedaban? ¿Tres? ¿Dos? En cualquier caso le quedaba más de una, más de una honrada y vulgar vida cosmopolita y burguesa. Había hecho mucho, había visto mucho, había pintado mucho papel y mucha tela, había despertado amor y odio en muchos corazones, había sido escándalo en el arte y en la vida; había sido un viento fresco en el mundo. Había amado a muchas mujeres, había destruido muchas tradiciones y cosas sagradas; había osado lo nuevo. Había vaciado muchas copas, aspirado un sinfín de días y noches estrelladas, había ardido bajo muchos soles, había nadado en muchas aguas. Y ahora estaba sentado aquí, en Italia, India o China. El caprichoso viento de estío movía la copa de los castaños. El mundo era bueno y perfecto. Ya no importaba si conseguiría pintar cien cuadros o diez; si viviría diez veranos o uno solo. Se había cansado. Cansado. Todo muere, todo muere de buen grado. ¡Querido Thu Fu!
Era hora de regresar a casa. Vacilaría en la habitación, recibiría el viento a través del balcón. Encendería la luz y desharía sus bocetos. El interior del bosque con mucho amarillo cromo y azul de China era, quizá, bueno. Alguna vez daría un cuadro. Ya era hora, pues, de levantarse.
Sin embargo, permaneció sentado, con el viento en el pelo, en la sucia y agitada chaqueta, con sonrisa y dolor en el corazón de la tarde. El viento soplaba suave y débil, suave y silenciosamente se tambaleaban los murciélagos en el pálido cielo. Todo muere, todo muere de buen grado. Sólo queda la eterna madre.
También podía dormir aquí, al menos una hora. Hacía calor. Puso la cabeza sobre la mochila y miró el cielo. ¡Qué bello es el mundo, cómo sacia y cansa!
Unos pasos resonaron en la montaña, fuertes. Suelas ligeras de madera. Entre helechos y retamas apareció una figura, una mujer. Los colores de su vestido no podían distinguirse. Se acercaba con paso rápido y regular. Klingsor se levantó de un salto y gritó buenas noches. Ella se asustó un poco y se detuvo. Él la vio de frente. La conocía, aunque no sabía de dónde. Era bonita y morena, sus firmes y bellos dientes brillaban con claridad.
—¡Caramba! —exclamó y le dio la mano. Sintió que algo le unía a esta mujer, algún pequeño recuerdo.
—¿Nos conocemos?
—Madonna! ¡Usted es el pintor de Castagnetta! ¿Me ha reconocido?
Sí, ahora sabía. Era una campesina de Taverne. Una vez, junto a su casa, en el ya sombrío y confuso pasado de este verano, había pintado durante algunas horas, había sacado agua de su pozo, había dormido una hora a la sombra de la higuera y, finalmente, había obtenido de ella un vaso de vino y un beso.
—No ha vuelto más —se quejó ella—. Y me lo había prometido. —En su voz profunda sonaban la travesura y la provocación. Klingsor respondió vivaz:
—¡Ecco, tanto mejor que hayas venido a mí! ¡Qué suerte tengo, precisamente ahora que estaba tan solo y triste!
—¿Triste? No diga mentiras, señor, usted bromea. No se le puede creer ni una palabra. Bien, debo seguir adelante.
—¡Oh! Entonces te acompaño.
—No es su camino ni es necesario. ¿Qué puede pasarme?
—A ti nada. A mí. Puede llegar alguien que te guste. Iría contigo y besaría tu querida boca, tu cuello y tu hermoso pecho, en lugar de hacerlo yo. No puede ser.
Había puesto la mano alrededor de su nuca y ya no la soltó.
—¡Estrella, mi pequeña! ¡Tesoro! ¡Mi pequeña y dulce ciruela! Muérdeme o te como yo.
Besó a la mujer en la boca fuerte y abierta. Se inclinaba hacia atrás. Forcejeaba, pero cedió. Rió, intentó liberarse. Sacudió la cabeza. La mantenía junto a él, su boca sobre la de ella, su mano en su pecho. Su pelo olía, como el verano, a heno, a retama, a helecho, a zarzamora. Un momento, al tomar aliento a fondo, levantó la cabeza y vio que en el cielo brillaba la primera estrella, pequeña y blanca. La mujer calló, su rostro estaba serio, suspiró, puso su mano sobre la de él y la apretó fuertemente contra su pecho. Él se inclinó suavemente y apretó el brazo en las corvas, que ya no continuaron resistiendo. La acostó en la hierba.
—¿Me has amado? —preguntó ella, como una muchachita—. Povera me!
Bebieron la copa, el viento pasaba sobre su cabello y se llevaba su aliento.
Antes de despedirse buscó en la mochila, en los bolsillos de su chaqueta, algo que regalarle. Encontró una pequeña tabaquera de plata, aún medio llena de tabaco. La vació y se la dio.
—¡No se trata de ningún regalo, evidentemente! —aseguró él—. Sólo un recuerdo para que no me olvides.
—Yo no te olvido —dijo ella—. ¿Volverás?
Se entristeció. La besó en los dos ojos, con lentitud.
—Volveré —dijo.
Durante un rato oyó, inmóvil, resonar sus pasos sobre suelas de madera, monte abajo, sobre la pradera, a través del bosque, sobre la tierra, la roca, el follaje, las raíces. Se había marchado. El bosque, en la noche, era negro. El viento soplaba tibio sobre la tierra apagada. Alguna cosa, tal vez un hongo, tal vez un helecho mustio, olía fuerte y amargamente a otoño.
Klingsor no podía decidirse a regresar. ¿Para qué subir la montaña, para qué ir a su habitación con todos los cuadros? Se estiró en la hierba y miró las estrellas y, finalmente, se durmió. Avanzada la noche, el grito de un animal o un golpe de viento o el frío rocío le despertó. Subió a Castagnetta, encontró su casa, su puerta, su habitación. Había cartas y flores. Habían venido amigos de visita.
Estaba muy cansado; a pesar de ello, según la vieja y tenaz costumbre, deshizo sus cosas, miró sus bocetos a la luz de la lámpara. El interior del bosque era hermoso, la hierba y la roca resplandecían frescas y deliciosas como una cámara del tesoro, oscura pero atravesada por un rayo de luz. Había sido una buena idea trabajar sólo con el amarillo cromo, el naranja y el azul y dejar el verde cinabrio. Miró la hoja durante mucho rato.
Pero ¿para qué? ¿Para qué todas las hojas llenas de color? ¿Para qué todo el esfuerzo, todo el sudor, todo el corto y ebrio afán de crear? ¿Había salvación? ¿Había tranquilidad? ¿Había paz?
Extenuado, casi desnudo, se hundió en la cama, apagó la luz, intentó dormir y susurró para sí los versos de Thu Fu:
El viento silbará sobre mi oscura tumba.