EL VERANO había comenzado repentinamente, en dos días ardientes había transformado el mundo, ahondado los bosques, hechizado las noches. El sol se abría paso, ardiente, hora tras hora, recorría rápido su semicírculo de fuego; las estrellas le seguían apremiantes, bullía una fiebre de vida y una prisa silenciosa y ávida impulsaba el mundo.
Una tarde el baile de Teresina en el Kursaal fue interrumpido por una furiosa tormenta. Las luces se apagaron, caras enloquecidas se contraían al blanco resplandor de los rayos, las mujeres chillaban, los camareros vociferaban, las ventanas crujían.
Klein había llevado inmediatamente a Teresina a la mesa donde estaba sentado junto al viejo artista.
—Estupendo —dijo—. Vámonos. ¿No tienes miedo?
—No. No tengo miedo. Pero no debes venir conmigo. Hace tres noches que no duermes y tienes un aspecto atroz. Llévame a casa y después vete a dormir a tu hotel. Toma un veronal, si lo necesitas. Vives como un suicida.
Se fueron. Teresina llevaba un abrigo que le había prestado un camarero. Se marcharon en medio del viento, de los rayos y del torbellino de polvo, por calles desiertas. Los truenos estallaban claros y alegres y resonaban en la noche agitada. De repente se desencadenó la lluvia, rebotando sobre el empedrado, cayendo cada vez con más fuerza sobre la densa vegetación estival como un sollozo liberador.
Llegaron a casa de la bailarina empapados. Klein no se marchó a su hotel. Ni siquiera hablaron de ello. Entraron en el dormitorio jadeando, se quitaron riendo sus empapadas ropas; por la ventana fulguraba la luz deslumbradora de los rayos y las acacias se agitaban bajo el viento y la lluvia.
—No hemos vuelto a Castiglione —bromeó Klein—. ¿Cuándo iremos?
—Volveremos a ir, puedes creerme. ¿Te aburres?
La atrajo hacia sí; ambos ardían y el brillo de la tormenta llameó en su caricia. A ráfagas entraba por la ventana el aire fresco con el amargo olor a vegetación y el gusto insípido de tierra. Tras la lucha amorosa, en seguida les rindió el sueño. Sobre la almohada yacía su demacrado rostro junto al de ella, fresco; su escaso y seco pelo junto al de ella, espléndido. Ante la ventana se apagaban las últimas llamas de la tormenta nocturna, la tempestad se había cansado y disipado, se dormía, una silenciosa lluvia se deslizaba tranquilamente por los árboles.
Poco después de la una Klein se despertó. No podía dormir más. Se despertó de una pesada y sofocante pesadilla con la cabeza confusa y los ojos doloridos. Estuvo un rato tumbado, inmóvil, los ojos abiertos, reflexionando. ¿Dónde estaba? Era de noche, alguien respiraba a su lado. Era Teresina.
Lentamente se levantó. Volvía al tormento, de nuevo tenía que permanecer hora tras hora tumbado, con el corazón lleno de dolor y miedo, solo, tenía que sufrir inútiles sufrimientos, pensar inútiles pensamientos, preocuparse por inútiles preocupaciones. De la pesadilla que le había despertado, surgían sentimientos sucios y penosos, repugnancia y horror, hastío, desprecio de sí mismo.
A tientas buscó la luz y la encendió. La fría claridad cayó sobre la blanca almohada, sobre las sillas llenas de ropa, el hueco de la ventana colgaba oscuro en la estrecha pared. Sobre el rostro de Teresina caían sombras, mientras que su nuca y su cabello brillaban.
También había contemplado a su mujer así en otro tiempo, también había estado tumbado junto a ella sin dormir, envidiando su sueño, como ofendido por su respirar satisfecho y tranquilo. Nunca se abandonaba uno tan totalmente a su prójimo como cuando dormía. De nuevo, como ocurría tan a menudo, se le presentó la imagen de Jesús sufriendo en el huerto de Getsemaní, cuando quería atenazarle el miedo a la muerte, mientras sus discípulos dormían, dormían.
Con cuidado se acercó la almohada en la que descansaba la cabeza dormida de Teresina. Ahora veía su rostro, tan extraño durmiendo, tan entregado a sí misma, tan lejano a él. Un hombro y el pecho estaban desnudos, bajo la sábana se dibujaba suavemente su vientre a cada respiración. Le parecía cómico que en las palabras amorosas, en las poesías, en las cartas de amor siempre se hablara de los dulces labios y de las mejillas, pero jamás del vientre y de los pies. ¡Embuste! ¡Embuste! Observaba detenidamente a Teresina. Con este bello vientre, con este pecho y estos brazos y estas piernas blancos, sanos, fuertes, cuidados, le seduciría aún muchas veces y le abrazaría y obtendría placer de él; y luego descansaría y dormiría satisfecha, profundamente, sin dolor, sin miedo, sin presentimientos, bella, apática y tonta como un sano animal que duerme. Y él estaría tumbado junto a ella, en vela, con los nervios en tensión y el corazón lleno de tormento. ¿Muchas veces aún? ¿Muchas veces aún? ¡Oh, no, no muchas veces más, quizá nunca más! Klein se sobresaltó. ¡Lo sabía: nunca más!
Suspirando hurgó con los pulgares las cuencas de sus ojos, donde se localizaba ese dolor diabólico, entre los ojos y la frente. Seguro que Wagner, el maestro Wagner, también había sentido este dolor. Seguro que durante varios años había sentido este dolor monstruoso y lo había soportado y sufrido. Y en su tortura, en su inútil tortura había creído madurar y acercarse a Dios. Hasta que un día no pudo soportarlo más, igual como él, Klein, tampoco podía soportarlo más. ¡El dolor era lo de menos, lo insoportable era los pensamientos, los sueños, las pesadillas! Entonces, una noche, Wagner se había levantado y había visto que no tenía ningún sentido, ninguno más, el ir coleccionando muchas noches como aquella, atormentadoras; así uno no iba hacia Dios. Y fue a buscar el cuchillo. Quizá fue inútil, quizá fue insensato y ridículo por parte de Wagner asesinar. No podía comprenderlo quien no conociese sus tormentos, quien no hubiese padecido su sufrimiento.
Él mismo, no hacía mucho tiempo, había degollado en sueños a una mujer, porque su desfigurado rostro le había resultado insoportable. La verdad era que todo rostro que uno amaba quedaba desfigurado, de forma irritante y cruel, cuando ya no miraba, cuando callaba, cuando dormía. Uno lo miraba a fondo y no veía en él nada de amor, como tampoco encontraba amor en su propio corazón si lo miraba a fondo. Era solamente sed de vivir y miedo. Y uno huía del miedo, del necio miedo infantil al frío, a la soledad, a la muerte, e iba hacia otra persona, se besaban, se abrazaban, mejilla contra mejilla, pierna entre pierna, y echaban al mundo nuevos seres. Así sucedía. Así había llegado él a su mujer en otro tiempo. Así había venido hacia él la mujer de la taberna en una aldea, en otro tiempo, al principio de su viaje, en una desnuda alcoba de piedra, descalza y silenciosa, impulsada por el miedo, por el ansia de vivir, por la necesidad de consuelo. También así había ido él hacia Teresina, y ella hacia él. Siempre era el mismo instinto, el mismo afán, la misma equivocación. Siempre era el mismo desengaño, el mismo dolor terrible. Uno creía estar cerca de Dios y sostenía a una mujer en los brazos. ¡Uno creía haber logrado la armonía y sólo había cargado su culpa y su miseria sobre una futura criatura lejana! Uno tenía en sus brazos a una mujer, besaba su boca, acariciaba su pecho y engendraba con ella un niño; y un día el niño, sorprendido por la misma suerte, también se tumbaría junto a una mujer y también despertaría de la borrachera y vería el abismo con ojos doloridos y lo maldeciría todo. ¡Era insoportable seguir pensando hasta el fin!
Observó con mucha atención el rostro de la durmiente, los hombros, el pecho, el pelo rubio. Todo esto le había embelesado, le había engañado, le había seducido, todo le había hecho creer en el placer y la felicidad. Ahora todo había acabado, ahora saldarían cuentas. Había entrado en el Teatro Wagner y había descubierto por qué todos los rostros, una vez disipado el engaño, eran tan desfigurados e insoportables.
Klein se levantó de la cama y fue en busca de un cuchillo. Al pasar junto a Teresina rozó sus largas medias marrón claro; en un santiamén recordó cuándo la vio por primera vez en el parque y cómo le habían seducido su manera de andar, sus zapatos y sus medias ceñidas. Rió en voz baja, maliciosamente, y cogió la ropa de Teresina, pieza a pieza, la manoseó y la dejó caer al suelo. Luego volvió a buscar, olvidando el qué por momentos. Su sombrero estaba sobre la mesa, lo cogió distraído, lo hizo girar, notó que estaba mojado y se lo puso. Estaba de pie junto a la ventana, miraba la oscuridad exterior, oía cantar la lluvia. Parecía el sonido de tiempos perdidos. ¿Qué querían de él la ventana, la noche, la lluvia?, ¿qué le importaban las viejas imágenes de su infancia?
De pronto se detuvo. Había cogido una cosa que estaba sobre una mesa y la miraba. Era un espejo pequeño, ovalado y plateado. Desde el espejo le miraba su rostro, el rostro de Wagner, un rostro extraviado, desfigurado con profundos surcos sombríos, un rostro con los rasgos destruidos y borrosos. Últimamente le sucedía muy a menudo verse de improviso en un espejo. Ahora, en cambio, le parecía como si no se hubiera mirado en un espejo desde hacía muchos años. Eso también parecía pertenecer al Teatro Wagner.
De pie se miró largamente en el espejo. El rostro del antiguo Friedrich Klein estaba acabado y gastado; había cumplido; la ruina se leía en cada arruga. Este rostro tenía que desaparecer, tenía que ser borrado. Este rostro era muy viejo, había muchas cosas reflejadas en él, demasiadas. Por esa faz había pasado mucha mentira y engaño, mucho polvo y mucha lluvia. Una vez había sido liso y hermoso, en otro tiempo él lo había amado y cuidado y le había enorgullecido; a veces también lo había odiado. ¿Por qué? Ambas cosas ya no se podían comprender.
Y ahora, ¿por qué estaba aquí, de noche, en esta pequeña habitación extraña, con un espejo en la mano y un sombrero mojado en la cabeza? ¡Un extraño payaso! ¿Qué le sucedía? ¿Qué quería? Se sentó en el borde de la mesa. ¿Qué había querido? ¿Qué buscaba? ¿Estaba buscando algo, estaba buscando algo muy importante?
Sí, un cuchillo.
De repente, enormemente impresionado, dio un salto corrió a la cama. Se inclinó sobre la almohada, vio dormir a la muchacha del pelo rubio. ¡Aún vivía! ¡Aún no lo había hecho! El horror le inundó. ¡Dios mío, estaba allí! Sucedía lo que había visto siempre en sus horas terribles. Estaba allí. ¡Él, Wagner, estaba de pie y en la cama una durmiente! ¡Buscaba un cuchillo! No, no quería. ¡No, él no estaba loco! ¡Gracias a Dios, él no estaba loco! Todo estaba en orden.
Recobró la calma. Lentamente se puso los pantalones, la chaqueta, los zapatos. Todo estaba en orden.
Cuando quiso acercarse otra vez a la cama, sintió algo blando bajo sus pies. La ropa de Teresina estaba en el suelo, las medias, el vestido gris claro. Lo recogió todo con cuidado y lo colocó en una silla.
Apagó la luz y salió de la habitación. Fuera caía una lluvia fría y silenciosa. No había luz en ninguna parte, ni un alma, ni un ruido, sólo la lluvia. Levantó el rostro y dejó que la lluvia corriera por su frente y sus mejillas. No había cielo. ¡Qué oscuro estaba! Le hubiera gustado mucho ver una estrella.
Tranquilamente anduvo por las calles mojadas de lluvia. No encontró a nadie, ni siquiera un perro. El mundo estaba muerto. En la orilla del lago fue recorriendo las barcas; las habían sacado del agua y atado firmemente con cadenas. Tan sólo en las afueras encontró una que estaba atada simplemente con una cuerda, fácil de soltar. Deshizo la cuerda y metió los remos dentro. Se alejó rápidamente del muelle; flotaba en un tono gris, un gris como no había visto nunca; en el mundo sólo existía gris, negro y lluvia, lago gris, lago húmedo, lago gris, cielo húmedo, todo sin fin.
Lejos, en medio del lago, retiró los remos. Había llegado el momento y estaba contento. En otras ocasiones, cuando la muerte le parecía inevitable, siempre había retrasado la decisión, la había aplazado para el día siguiente, y, de nuevo, había intentado seguir viviendo. Pero ahora no ocurría nada de eso. Su pequeña barca era él, era su vida artificialmente segura, limitada, pequeña. A su alrededor el vasto gris era el mundo, era Todo y Dios. No resultaba difícil dejarse caer en él, era fácil, era alegre.
Se sentó al borde de la barca, con los pies colgando sobre el agua. Se inclinó poco a poco hacia delante, siguió inclinándose hasta que, detrás suyo, la barca escapó ágilmente. Estaba en el Todo.
En el breve instante en que aún vivió se sucedieron más experiencias que en los cuarenta años que había recorrido hasta llegar a este fin.
Empezó así: cuando cayó, cuando flotó por un instante entre la barca y el agua, vio que intentaba un suicidio, una chiquillada, algo que, de hecho, no era malo, pero sí cómico y bastante insensato. El «pathos» del deseo de muerte y el «pathos» de la misma muerte se disiparon a la vez: no había nada. La muerte ya no era necesaria ahora. Era deseada, hermosa y bienvenida, pero ya no era necesaria. Desde el momento, desde la fracción de segundo en que con toda su voluntad, con toda la renuncia de su voluntad, con toda la entrega, se había dejado caer del bote en el regazo de la madre, en los brazos de Dios, desde aquel instante la muerte ya no tenía ninguna importancia. Era todo tan fácil, tan asombrosamente fácil, no había ningún abismo, ninguna dificultad. ¡Todo el arte consistía en dejarse caer! Aparecía como el fruto de su vida a través de toda su existencia: ¡dejarse caer! Si uno lo había hecho una vez, se había abandonado, lo había dejado a su buen criterio, había capitulado, había renunciado a todo apoyo y a cualquier suelo firme bajo sus pies y obedecía total y únicamente al impulso de su propio corazón, entonces todo estaba ganado, todo estaba en orden; ningún miedo, ningún peligro.
Se había conseguido lo grande, lo único: ¡se había dejado caer! El haberse dejado caer en el agua y en la muerte no era estrictamente necesario, igual hubiera podido dejarse caer en la vida. Pero no tenía importancia. Viviría, volvería. Pero entonces ya no necesitaría el suicidio ni todos esos extraños rodeos, ninguno de esos penosos y dolorosos disparates, puesto que habría superado el miedo.
¡Qué maravilloso pensamiento: una vida sin miedo! Vencer el miedo era la felicidad, la solución. Durante su vida había padecido mucho tiempo miedo y ahora, cuando la muerte le atenazaba el cuello, no sentía ningún miedo, ningún terror, sólo risa, salvación, comprensión. De repente supo lo que era miedo y que sólo lo vencía quien lo descubría. Se tenía miedo a mil cosas, al dolor, a los jueces, al propio corazón, al sueño, miedo al despertar, a la soledad, al frío, a la locura, a la muerte, sobre todo a ella, a la muerte. Pero todo era máscara y disfraz. En realidad sólo se temía una cosa: el dejarse caer, el paso a la incertidumbre, el pequeño paso que cruza todas las seguridades existentes. Y el que una vez, una sola vez, se había entregado, el que había tenido una vez la gran fe y se había abandonado al destino, éste se había liberado. Ya no pertenecía a las leyes terrenales, había caído en el universo y giraba en la danza de los astros. Así era. Era tan sencillo que cualquier niño podía entenderlo, podía saberlo.
No pensaba esto como se piensan las ideas, lo vivía, lo sentía, lo palpaba, lo olía, y lo saboreaba. Gustaba, olía, veía, comprendía lo que era la vida. Veía la creación del mundo, y veía el ocaso del mundo, ambos como dos ejércitos enfrentados, siempre en marcha, sin llegar jamás al fin. El mundo nacía continuamente y continuamente moría. Cada vida era un soplo lanzado por Dios. Cada muerte era un soplo sorbido por Dios. El que había aprendido a no resistir, a dejarse caer, moría fácilmente, fácilmente nacía. El que resistía, tenía miedo, moría con dificultad, nacía de mala gana.
Mientras se hundía en la gris oscuridad de la lluvia sobre el lago nocturno vio reflejado y representado el círculo del Universo: el sol y las estrellas nacían y morían incesantemente, coros de hombres y de animales, de espíritus y de ángeles reunidos cantaban, callaban, gritaban; hileras interminables de seres convergían, cada uno desconociéndose y odiándose a sí mismo, y odiándose y persiguiéndose en los demás. Todo lo que anhelaban era la muerte, la tranquilidad; su fin era Dios, regresar a Dios y permanecer en Él. Este fin producía miedo porque era un error. ¡No existía la permanencia en Dios! ¡No existía ninguna tranquilidad! Sólo existía el eterno, feliz y sagrado ser-aspirado y ser-espirado, la creación y la destrucción, el nacimiento y la muerte, la partida y el regreso, sin pausa, sin fin. Sólo existía un arte, una doctrina, un misterio: dejarse caer, no oponerse a la voluntad de Dios, no aferrarse a nada, ni al bien ni al mal. Entonces uno estaba salvado, se liberaba del dolor, del miedo. Sólo entonces.
Su vida se extendía ante él como un paisaje con bosques, valles y aldeas, visto desde la cresta de una alta montaña. Todo había ido bien, todo había sido fácil. Había surgido de su miedo, de su resistencia al tormento y a la confusión, a la horripilante aglomeración y a los espasmos de lamentos y miseria. No había una sola mujer sin la que no se pudiera vivir. ¡No había nada en el mundo que no fuera tan hermoso, tan deseable, tan dichoso como su contrario! Vivir era bienaventurado y bienaventurado era morir, en cuanto uno flotaba solo en el universo. No había tranquilidad externa, ni en el cementerio, ni en Dios, ningún mago podía romper la eterna cadena de nacimientos, la infinita hilera de soplos divinos. Pero había otra tranquilidad que debía encontrarse en nuestro propio interior. Decía: ¡Déjate caer! ¡No resistas! ¡Muere a gusto! ¡Vive a gusto!
Todas las acciones de su vida estaban ante él, todos los rostros de sus amores, todos los cambios de su sufrimiento. Su mujer fue pura e inocente como él mismo; Teresina sonreía con aire infantil. El asesino Wagner, cuya sombra se extendía tan ampliamente sobre la vida de Klein, le sonreía fijamente y su sonrisa explicaba que la acción de Wagner también había sido una vía para la salvación, un soplo, un símbolo, y que muerte, sangre y horror no eran cosas que existieran realmente, sino sólo valoraciones de nuestras almas autoatormentadas. Klein había vivido años de su vida con el crimen de Wagner. Entre la reprobación y la aprobación, la condena y la admiración, la abominación y la imitación de este crimen se habían creado cadenas infinitas de torturas, de miedo, de miseria. Cientos de veces, lleno de miedo, había presenciado su propia muerte, se había visto morir sobre el cadalso, había sentido el corte de la hoja de afeitar en el cuello y la bala en la sien. Y ahora, cuando realmente llegaba a la tan temida muerte, ¡era tan fácil, era tan sencillo, era alegría y triunfo! En el mundo no había nada que temer, nada era terrible. Sólo con la ilusión nos creábamos todo este temor, toda esta pena; sólo en nuestra propia alma angustiada surgía el bien y el mal, el valor y la futilidad, el deseo y el temor.
La figura de Wagner se perdía en la lejanía. Él no era Wagner, ya no lo era, no existía ningún Wagner, todo había sido un engaño. ¡Ahora Wagner podía morir! Él, Klein, viviría.
El agua le inundó la boca y bebió. De todas partes, a través de todos sus sentidos entraba agua, todo se diluía. Fue aspirado, succionado. Junto a él, apiñadas a él, tan apretadas como las gotas de agua, flotaban otras personas, flotaba Teresina, flotaba el viejo cantante, flotaba su antigua mujer, su padre, su madre y su hermana, y muchos miles de personas, y también cuadros y casas, la Venus de Tiziano y la catedral de Estrasburgo, todo flotaba, compacto, en un monstruoso torrente, impelido por la necesidad, cada vez más veloz, enfurecido. Y al encuentro de este gigantesco, monstruoso y enfurecido torrente de figuras venía otro torrente monstruoso, enfurecido, un torrente de rostros, piernas, vientres, animales, flores, pensamientos, asesinatos, suicidios, libros escritos, lágrimas lloradas, espeso, lleno, ojos de niño y rizos negros y cabezas de pescado, una mujer con un largo cuchillo en el ensangrentado vientre, un joven que se le parecía, con la cara llena de santa pasión: ¡Era él, a los veinte años, aquel desaparecido Klein de entonces! ¡Qué bien! ¡Ahora comprendía que no había tiempo! Lo único que existía entre la vejez y la juventud, entre Babilonia y Berlín, entre el bien y el mal, entre el dar y el tomar, lo único que llenaba el mundo de diferencias, de valoraciones, penas, conflictos, guerras, era el espíritu humano, el joven, impetuoso y cruel espíritu humano en la situación de la juventud embravecida, todavía lejos de la ciencia, lejos de Dios. Inventaba contrastes, inventaba nombres. Algunas cosas las calificaba de bonitas, otras de feas, unas buenas, otras malas. Un pedazo de vida se llamaba amor, otro crimen. Ese espíritu era así, joven, insensato, cómico. Uno de sus descubrimientos era el tiempo. ¡Refinado invento, un instrumento para atormentarse aún más el alma y para hacer el mundo variado y difícil! El hombre siempre estaba separado de todo lo que ansiaba por el tiempo, sólo por el tiempo, ¡ese descubrimiento infernal! Era uno de los apoyos, una de las muletas que debía abandonarse en primer lugar para ser libre.
La corriente de imágenes que Dios había absorbido y la otra que había expelido en dirección opuesta seguían fluyendo. Klein veía seres que resistían la corriente, que se rebelaban en medio de terribles espasmos, y se provocaban tormentos horrorosos: héroes, criminales, locos, pensadores, amantes, religiosos. Vio a otros como él, arrastrados rápida y fácilmente en la íntima voluptuosidad de la entrega, de la comprensión, dichosos como él. Con el canto de los bienaventurados y con el eterno grito de los infelices se edificaba, en el vértice de ambas corrientes cósmicas, una transparente esfera o cúpula de sonidos, una catedral de música en medio de la cual Dios estaba sentado; era una clara estrella, brillante, invisible por su luminosidad, una esencia de luz sumergida en la música del coro universal, en eterno oleaje.
Héroes y pensadores salían de la corriente cósmica, profetas, precursores.
—Mira, éste es Dios y su camino conduce a la paz —gritó uno, y muchos le siguieron.
Otro hizo saber que los caminos de Dios llevaban a la lucha y a la guerra. Se le llamó luz, se le llamó noche, padre, madre. Uno lo consideró como reposo, otro como movimiento, como fuego, como frío, como juez, como consolador, como creador, como destructor, como indulgente, como vengador. Dios mismo no se calificaba. Quería ser calificado, quería ser amado, quería ser alabado, maldecido, odiado, adorado. La música del coro universal era su templo y era su vida, pero no le importaba con qué nombre se le considerase, si se le quería o si se le odiaba, si en Él se buscaba reposo y sueño, o danza y frenesí. Todos podían buscar. Todos podían encontrar.
Klein percibió ahora su propia voz. Cantaba. Cantaba con voz nueva, potente, clara, sonora; cantaba fuerte y alto la alabanza de Dios, el elogio de Dios. En el vertiginoso flotar, entre millones de criaturas, cantaba él, un profeta y un precursor. Su canto resonaba potente, la bóveda de sonidos se elevaba. Dios, radiante, estaba sentado en su interior. La inmensa corriente le arrastró hacia allí.