KLEIN, CON RABIA y desesperación, luchó con su demonio. Lo que sus afortunados días le habían traído de novedad, conocimiento y salvación, en la ebria prisa del pensamiento y la clarividencia de los últimos días, había subido como una ola cuya altura parecía irreversible, pero que en realidad ya empezaba a declinar. Ahora yacía de nuevo en el valle, en las sombras, debatiéndose todavía, esperando aún, escondido y profundamente herido. Durante un solo día, un día corto y resplandeciente había logrado ejercer el arte sencillo que conocen todas las plantas. Durante un pobre día se había amado a sí mismo, se había sentido uno y entero, no dividido en partes enemigas, se había amado y en sí había amado al mundo y a Dios. Y sólo le había satisfecho el amor, la aprobación y la alegría. ¡Si ayer le hubiera atracado un ladrón, si un policía le hubiera detenido, todo hubiera sido aprobación, sonrisa, armonía! Y ahora, en plena felicidad, había vuelto a caer y se había hecho pequeño. Se juzgaba a sí mismo, aunque en su interior sabía que todo juicio era falso y disparatado. El mundo, que un feliz día había sido diáfano y rebosante de Dios, volvía a ser duro y pesado, y cada cosa tenía su propio sentido, y cada sentido contradecía los demás. ¡El entusiasmo de este día le había abandonado! ¡Hubiera querido morir! El sagrado entusiasmo había sido un momento de humor, lo de Teresina una ilusión y la aventura en la taberna una dudosa y sucia historia.
Ya sabía que este sentimiento asfixiante de miedo sólo desaparecía si dejaba de reprenderse, de criticarse a sí mismo, de hurgar en las heridas, en las demás heridas. Sabía que todo el dolor, la necedad y el mal se convertirían en lo contrario si conseguía reconocerlo como Dios, si lo seguía hasta sus raíces más profundas, que pasaban muy por encima del dolor y del placer, del bien y del mal. Lo sabía. Pero contra esto no podía hacer nada, el espíritu maligno estaba en él, Dios volvía a ser una palabra bonita y lejana. Se odiaba y despreciaba, y este odio se le presentaba involuntaria e inevitablemente en un momento dado, de la misma manera que en otros momentos se le presentaba el amor y la confianza. ¡Y así había de ser siempre! Siempre conocería la gracia y la bienaventuranza, y después siempre lo opuesto, y su vida no seguiría nunca el camino que su propia voluntad le dictara. Como un juguete, como un corcho flotante sería golpeado constante y eternamente. Hasta que todo terminase, hasta que un día una ola se encabritase y la muerte o la locura le arrastrasen. ¡Ojalá fuera pronto!
Los pensamientos que desde hacía mucho tiempo le eran tan amargamente familiares, se repetían forzosamente: miedos inútiles, acusaciones inútiles; reconocer su absurdidad era sólo un tormento más. Se repetía una imagen que recientemente (a él le parecía que habían pasado meses) había tenido durante el viaje: ¡con qué placer se arrojaría de cabeza al tren! Seguía ansioso aquella imagen, la respiraba como aire puro. La cabeza delante. ¡Todo hecho astillas y pedazos, triturado, arrollado bajo las ruedas y aniquilado sobre los raíles! Su mal iba corroyendo profundamente estas visiones. Oía, veía, saboreaba con aprobación y voluptuosidad la profunda destrucción de Friedrich Klein. Sentía desgarrados, esparcidos, triturados su corazón y su cerebro, su dolorida cabeza partida, los ojos vaciados, el hígado estrujado, los riñones molidos, el pelo arrancado, los huesos, rodillas y barbilla pulverizados. Era eso lo que había querido sentir el homicida Wagner cuando bañó en sangre a su mujer, a sus hijos y a sí mismo. Era exactamente eso. ¡Oh, le comprendía tan bien! Él también era Wagner, era un hombre con buenas dotes, capaz de sentir lo divino, capaz de amar, pero demasiado agobiado, demasiado meditabundo, demasiado fácil de cansar, demasiado consciente de sus defectos y enfermedades. ¿Qué podía hacer en el mundo una persona así, un Wagner, un Klein? Teniendo siempre ante los ojos el abismo que le separaba de Dios, sintiendo siempre que la desgarradura del mundo atravesaba su propio corazón, cansado, consumido por el eterno impulso hacia Dios que irremediablemente terminaba en una recaída. ¿Qué otra cosa podía hacer un Wagner, un Klein, sino extinguirse, él y todo lo que pudiera recordarle, y arrojarse al oscuro regazo desde donde el mundo mortal de las creaciones siempre empujaba a lo inimaginable? ¡No, no había otra posibilidad! Wagner debía irse, Wagner debía morir, Wagner debía ser borrado del libro de la vida. Quizá fuera inútil matarse, quizá fuera ridículo. Quizás era completamente cierto lo que los ciudadanos, en aquel otro mundo del más allá, decían del suicidio. Pero para las personas en tal situación, ¿había algo que no fuera ridículo? No, nada. Siempre era mejor tener el cráneo bajo las ruedas del tren, sentir cómo estalla y sumergirse voluntariamente en el abismo.
Anduvo sin descanso, con las rodillas vacilantes, varias horas. Estuvo un rato sobre las vías de una línea de ferrocarril adonde le había llevado el camino, incluso se adormeció con la cabeza sobre el hierro; cuando despertó había olvidado lo que quería, se levantó y echó a correr de nuevo, tambaleándose, con dolores en las plantas de los pies y la cabeza aturdida; se cayó alguna vez; le arañó alguna espina; a ratos corría como si flotase, otros apenas podía poner un pie tras otro.
«¡Ahora me lleva el diablo!», cantó con voz ronca. ¡Madurar! ¡Asarse bajo los tormentos, tostarse al fin como el hueso del melocotón, para estar maduro, para poder morir!
En medio de aquella oscuridad interior brotó una chispa a la que se agarró con todo el fervor de su alma desgarrada: ¡era inútil matarse! Matarse ahora no tenía ningún valor, era inútil extirparse y destrozarse miembro a miembro. En cambio era bueno y consolador sufrir, fermentar bajo el tormento y el llanto, forjarse a golpes y con dolor. Luego uno podía morir y sería una buena muerte, hermosa e inteligente, la más feliz de este mundo, más que una noche dé amor: cauterizado y plenamente entregado al retorno, al regazo, a la extinción, a la salvación, al nuevo nacimiento. Sólo una muerte así, una muerte madura, buena y noble, tenía sentido, sólo ella era salvación, sólo ella era regreso. El ansia lloraba en su corazón. ¿Dónde estaba el camino pequeño y difícil, dónde la puerta? Estaba preparado, lo ansiaba con cada contracción de su cuerpo tembloroso de fatiga, de su alma agitada por la mortal angustia.
Cuando la mañana clareó en el cielo y el plomizo lago se despertó al primer y frío rayo plateado, la presa se hallaba en un pequeño bosque de castaños, sobre el lago y la ciudad, entre helechos altos y exuberantes, húmedos de rocío. Con ojos apagados, pero sonrientes, contemplaba el fantástico mundo. Había alcanzado la meta de su instintiva odisea: estaba tan muerto de cansancio que su angustiada alma callaba. ¡Y, sobre todo, la noche estaba lejos! Había librado un combate, el peligro había pasado. Agotado, se dejó caer como un muerto entre helechos y raíces, la cabeza en la hierba; el mundo se fundió ante sus sentidos que fallaban. Con las manos aferradas a la tierra, el pecho y el rostro cara al suelo, se abandonó hambriento al sueño, como si fuera su último deseo.
En un sueño, del que más tarde sólo recordaba algunos fragmentos, vio lo siguiente: en un portal que parecía la entrada de un teatro, colgaba un gran letrero con un título gigantesco; decía (esto era impreciso) o bien «Lohengrin» o bien «Wagner». Entró por este portal. Dentro había una mujer que se parecía a la tabernera de la noche pasada, pero también a su propia mujer. Su cabeza estaba desfigurada, era demasiado grande, y su rostro se había convertido en una máscara grotesca. Le embargó una fuerte repugnancia ante esta mujer, le clavó un cuchillo en el cuerpo. Pero otra mujer, como un reflejo de la primera, se abalanzó sobre él por detrás, vengadora, le clavó sus uñas afiladas y duras en el cuello y trató de estrangularle.
Al despertar de este profundo sueño vio maravillado árboles encima de él. Estaba entumecido por el duro lecho, pero refrescado. Con una leve inquietud el sueño resonaba en él. ¡Qué raro, ingenuo y oscuro juego de la fantasía!, pensó sonriendo un momento cuando recordó la puerta con la invitación a entrar al teatro «Wagner». ¡Qué idea representar así su relación con Wagner! El duende del sueño era brutal, pero genial. Dio en el clavo. ¡Parecía saberlo todo! ¿El teatro con el título de «Wagner» no era él mismo, no era la invitación a penetrar en sí mismo, en el desconocido país de su auténtico interior? Wagner era él mismo, Wagner era el asesino y la presa; pero Wagner también era el compositor, el artista, el genio, el seductor, la inclinación a la alegría de vivir, la voluptuosidad, el lujo; Wagner era el nombre colectivo de todo lo reprimido, lo hundido, lo perdido en el antiguo empleado Friedrich Klein. ¿Y «Lohengrin» no era también él mismo, Lohengrin, el caballero errante con un misterioso objetivo cuyo nombre no podía preguntarse? Lo demás era confuso, la mujer con la terrible cabeza enmascarada y la otra con las uñas; la cuchillada en el vientre le recordó algo también, esperaba encontrarlo. La atmósfera de asesinato y de peligro de muerte era extraña y estaba profundamente mezclada con la de teatro, máscaras y juego.
Al pensar en la mujer y el cuchillo vio ante sí su antiguo dormitorio. Tuvo que pensar en los niños. ¡Como había podido olvidarlos! Pensó en cómo por la mañana saltaban de sus camitas en camisón de dormir. Tuvo que pensar en sus nombres, sobre todo en Elly. ¡Oh, los niños! Lentamente le brotaron lágrimas que se deslizaron por su rostro ajado. Meneó la cabeza, se levantó ron esfuerzo y empezó a limpiar su arrugado traje de hojas y de tierra. Sólo entonces recordó claramente aquella noche, la fría alcoba de piedra en el merendero, la desconocida mujer sobre su pecho, su huida, su ajetreada excursión. Vio este fragmento pequeño y deformado de vida como un enfermo mira su mano atrofiada, el eczema en su pierna.
Con una tristeza serena, aún con lágrimas en los ojos, se dijo en voz baja: «Dios mío, ¿qué te propones hacer aún conmigo?» De los pensamientos de la noche sólo resonaba en él una voz ansiosa de madurez, de regresar, de poder morir. ¿Era largo aún su camino? ¿La patria estaba aún lejos? ¿Aún tenía que soportar muchas, muchas dificultades, sufrir lo inimaginable? Estaba dispuesto a ello, se ofrecía, su corazón estaba abierto: ¡destino, mátame!
Fue andando despacio a través de praderas y viñedos hacia la ciudad. Fue a su habitación, se lavó y se peinó, se cambió de ropa. Se fue a comer, bebió un poco del buen vino y sintió que el cansancio se disolvía en los entumecidos miembros y que se encontraba bien. Se informó de cuándo se bailaba en el Kursaal y se dirigió allí a la hora del té.
Teresina estaba justamente bailando cuando él entró. De nuevo vio la peculiar y resplandeciente sonrisa de baile en su rostro y se alegró. La saludó cuando ella regresaba a su mesa y se sentó.
—Quisiera invitarle, esta noche, a ir a Castiglione conmigo —dijo él en voz baja.
Ella reflexionó.
—¿Hoy mismo? —preguntó—. ¿Corre tanta prisa?
—También puedo esperar. Pero sería agradable. ¿Dónde puedo esperarla?
Ella no resistió la invitación ni su risa infantil, de raro encanto, que por unos momentos apareció en su rostro solitario y arrugado, como un alegre tapiz multicolor colgado en la última pared de una casa destruida por el fuego.
—¿Dónde estuvo usted? —preguntó ella curiosa—. Ayer desapareció tan de repente. Y cada vez tiene un aspecto distinto, hoy también. ¿Es usted, quizá, morfinómano?
Él rió de forma extrañamente agradable y distante, su boca y su barbilla parecían de un muchacho, mientras sobre la frente y los ojos seguía invariable la corona de espinas.
—Por favor, recójame hacia las nueve en el restaurante del Hotel Esplanade. Creo que hacia las nueve sale una lancha. Pero, dígame, ¿qué ha hecho desde ayer?
—Creo que estuve paseando todo el día, y también toda la noche. Tuve que consolar a una mujer en una aldea, porque su marido se había marchado. Y luego me esforcé mucho por aprender una canción italiana que habla de una Teresina.
—¿Qué canción es?
—Empieza: Su in cima di quel boschetto.
—Por amor de Dios, ¿ya conoce esa canción callejera también? Sí, ahora está de moda entre las vendedoras.
—¡Oh! La encuentro muy bonita.
—¿Y consoló usted a una mujer?
—Sí, estaba triste. Su marido se había marchado y le era infiel.
—¿Sí? ¿Y cómo la consoló?
—Vino a mí para no estar sola. La besé y se acostó conmigo.
—¿Era hermosa?
—No lo sé, no la vi bien. ¡No, no se ría de esto! Era todo tan triste.
Ella rió sin embargo.
—¡Qué cómico es usted! Bien, ¿y no ha dormido nada? Se le ve en la cara.
—Sí. Dormí varias horas en un bosque allí arriba.
Ella con la vista siguió su dedo que señalaba el techo del salón.
—¿En una taberna?
—No, en el bosque. En los arándanos. Ya están casi maduros.
—Es usted un extravagante. Pero he de bailar. El director ya está dando golpes. ¿Dónde está usted, Claudio?
El bello y moreno bailarín ya estaba detrás de su silla. Empezó la música. Al terminar el baile él se marchó.
Por la noche fue a recogerla puntualmente. Se alegró de haberse puesto el smoking, pues Teresina se había vestido de gran fiesta, de color violeta con muchos encajes, y parecía una princesa.
Una vez en la orilla no condujo a Teresina al barco de línea, sino a una bonita lancha motora que había alquilado para la noche. Subieron; en el camarote entreabierto había mantas preparadas para Teresina, y flores. Tras un fuerte viraje la rápida lancha salió roncando del puerto.
Fuera, en medio de la noche y del silencio, dijo Klein:
—¿Teresina, no es una verdadera lástima que vayamos ahora allí, entre tantas personas? Si lo desea, sigamos adelante, sin meta, cuanto nos plazca, o vayamos a cualquier aldea bonita y tranquila, bebamos un vaso de vino del país y escuchemos cómo cantan las muchachas. ¿Qué opina usted?
Ella calló, pero él vio en seguida la desilusión en su rostro. Rió.
—Bien, era una idea mía, perdone. Ha de estar alegre y hacer lo que la divierta; no tenemos otro programa. En diez minutos estamos en la otra orilla.
—¿No le interesa en absoluto el juego? —le preguntó ella.
—Veremos, primero debo probarlo. Su sentido me resulta un poco confuso todavía. Se puede ganar y perder dinero. Creo que hay sensaciones más fuertes.
—El dinero que se juega no es necesario que sea simple dinero. Para cada uno es un símbolo. Uno no gana o pierde dinero, sino todos los deseos y sueños que aquél significa para él. Para mí significa libertad. Si tengo dinero, nadie puede ya mandarme. Vivo como quiero. Bailo cuando, donde y para quien quiero. Viajo adonde quiero.
Él la interrumpió.
—¡Qué infantil es usted, querida señorita! Esa libertad sólo existe en su imaginación. Mañana es usted rica, libre e independiente; pasado mañana se enamora de un hombre que le quita el dinero o le corta el cuello por la noche.
—¡No diga usted esas cosas tan horribles! Si yo fuera rica quizá viviría más sencillamente que ahora, pero lo haría porque me gustaría, voluntariamente y no por fuerza. ¡Odio la obligación! Y mire, cuando coloco mi dinero en el juego, todos mis deseos están contenidos en cada pérdida y en cada ganancia; está en juego todo lo que valoro y ansío y eso produce una sensación que de otra forma no se consigue fácilmente.
Klein la miraba mientras hablaba, sin fijarse mucho en sus palabras. Sin saberlo, comparó el rostro de Teresina con el de aquella mujer que había soñado en el bosque. Sólo se dio cuenta de ello cuando la lancha entró en la bahía de Castiglione, pues el aspecto del letrero de hojalata con el nombre de la estación le recordó vivamente el letrero del sueño en el que estaba escrito «Lohengrin» o «Wagner». Aquel letrero era exactamente igual, igual de grande, gris y blanco, igual de iluminado. ¿Era ésta la escena que le esperaba? ¿Iría aquí hacia Wagner? También pensó que Teresina se parecía a la mujer del sueño, mejor dicho a las dos mujeres del sueño; a una la había matado con un cuchillo, la otra le había estrangulado con las uñas. Un escalofrío le recorrió la piel. ¿Tenía todo esto alguna relación? ¿Volvería a ser arrastrado por espíritus desconocidos? ¿Y adonde? ¿Hacia Wagner? ¿Al asesinato? ¿A la muerte?
Al desembarcar, Teresina le cogió del brazo. Así atravesaron el pequeño bullicio multicolor del embarcadero, cruzaron la aldea y llegaron al casino. Allí todo adquiría aquel destello, encantador y a la vez fatigoso, aquella inverosimilitud que siempre tienen las reuniones de personas codiciosas cuando se encuentran perdidas lejos de las ciudades, en tranquilos paisajes. Los edificios eran demasiado grandes y demasiado nuevos, la luz excesiva, las salas demasiado lujosas, las personas demasiado animadas. Entre los grandes y oscuros trazos montañosos y el amplio y suave lago estaba colgado el enjambre, pequeño y denso, de personas codiciosas y hartas, apiñadas angustiosamente como si no estuvieran seguras de su duración, como si a cada momento pudiera suceder algo que las hiciera desaparecer. De las salas, donde se comía y se bebía champaña, brotaba una cálida música de violín. En la escalinata, entre palmeras y fuentes, brillaban a la par matas de flores y vestidos de mujer, pálidos rostros masculinos sobre abiertas americanas, criados azules con botones dorados, activos, serviciales y expertos, fragantes mujeres con rostros meridionales, pálidas y ardientes, bonitas y enfermizas, y recias mujeres nórdicas, rollizas, arrogantes y confiadas, señores mayores sacados de un libro de Turguenev o de Fontane.
Klein se sintió enfermo y cansado en cuanto entraron. En la gran sala de juego sacó del bolsillo dos billetes de mil.
—¿Qué? —preguntó él—. ¿Quiere que juguemos juntos?
—No, no, no es conveniente. Cada uno irá por su cuenta.
Le dio un billete y le rogó que le guiase. En seguida se colocaron en una mesa de juego. Klein puso su billete sobre un número, la ruleta dio vueltas. No comprendía nada de todo aquello, sólo vio que su apuesta desaparecía. Va deprisa, pensó satisfecho, y quiso sonreír a Teresina. Pero ella ya no estaba a su lado. Vio que estaba de pie junto a otra mesa y que cambiaba su dinero. Se dirigió hacia allí. Ella parecía ensimismada, preocupada y tan ocupada como una ama de casa.
La siguió a una mesa de juego y la observó. Conocía el juego y lo seguía con gran atención. Colocaba pequeñas cantidades, nunca más de cincuenta francos. Algunas veces ganaba. Metía billetes en su bolso bordado con perlas, volvía a sacar billetes.
—¿Cómo va? —le preguntó él.
A ella, susceptible, no le gustaba que la molestasen.
—¡Oh, déjeme jugar! Ya lo haré bien.
Pronto cambió de mesa; él la siguió sin que ella le viera. Como estaba muy atareada y no recurría nunca a sus servicios, se retiró a un sofá de piel, junto a la pared. La soledad se abatió sobre él. Volvió a sumergirse en reflexiones sobre su sueño. Era muy importante comprenderlo. Quizá no volvería a tener tales sueños, quizás eran, como en los cuentos, advertencias de los buenos espíritus: se le llamaba o avisaba dos o tres veces; si continuaba ciego, entonces el destino seguía su curso y ninguna fuerza amiga podía intervenir. De vez en cuando miraba a Teresina, tan pronto la veía sentada a una mesa, como de pie. Su pelo rubio brillaba entre los fracs.
¡Cuánto le duran los mil francos!, pensó molesto, yo iría más de prisa.
Una vez ella le saludó con la cabeza. Otra vez, una hora más tarde, ella se le acercó, le encontró absorto y le puso la mano sobre el brazo:
—¿Qué hace? ¿No juega?
—Ya he jugado.
—¿Perdió?
—Sí. No era mucho.
—He ganado algo. Tome de mi dinero.
—Gracias, basta por hoy. ¿Está contenta?
—Sí, es bonito. Bien, me vuelvo. ¿O quiere regresar ya a casa?
Volvió a jugar. Él veía relucir su pelo entre los hombros de los jugadores. Le llevó una copa de champaña y él también bebió una. Luego fue a sentarse de nuevo en el sofá de piel junto a la pared.
¿Qué pasaba con las dos mujeres del sueño? Se parecían a su propia mujer y también a la mujer de la taberna de pueblo y también a Teresina. No había conocido a otras mujeres desde hacía años. A una mujer la había matado, horrorizado por su deformado e hinchado rostro. La otra le había atacado por detrás y había querido estrangularle. ¿Qué era cierto? ¿Qué era significativo? ¿Había herido él a su mujer, o ella a él? ¿Destruiría él a Teresina, o ella a él? ¿No podía amar a una mujer sin herirla o ser herido por ella? ¿Era ésta su maldición? ¿O era algo general? ¿A todos les pasaba igual? ¿Todo amor era así?
¿Y qué le unía a esta bailarina? ¿La amaba? Había amado a muchas mujeres que nunca lo habían sabido. ¿Qué le unía a esta mujer que estaba allí y se dedicaba al juego de azar como si fuese un asunto serio? ¡Qué infantil era en su afán, en su esperanza! ¡Qué sana, ingenua y hambrienta de vida era! ¡Qué comprendería si conociese su anhelo más profundo, su deseo de muerte, su nostalgia por extinguirse, por regresar al seno divino! Quizás ella le amaría, en seguida, quizá viviría con él. ¿Pero sería distinto a como había sido con su mujer? ¿No seguiría él siempre solo con sus sentimientos más íntimos?
Teresina le interrumpió. Se detuvo de pie junto a él y le dio un fajo de billetes.
—Guárdeme esto hasta después.
Al cabo de un rato, no sabía si era largo o corto, ella volvió y le pidió que le devolviese el dinero.
—¡Pierde! —pensó él—. ¡Gracias a Dios! Confío en que termine.
Poco antes de medianoche ella regresó, alegre y un poco acalorada.
—Ahora sí que lo dejo. ¡Pobre, debe de estar cansado! ¿Vamos a comer un poco antes de regresar a casa?
En un comedor tomaron huevos con jamón y fruta y bebieron champaña. Klein se espabiló y se puso alegre. La bailarina estaba cambiada, contenta y con una ligera y deliciosa embriaguez. Miraba y volvía a saber que era hermosa y que llevaba un vestido bonito, notaba las miradas de los hombres que conversaban en las mesas vecinas. Incluso Klein notó el cambio, la veía rodeada de encanto y de graciosa seducción, en su voz oía de nuevo el sonido de la provocación y del sexo, veía de nuevo sus manos blancas y su cuello de nácar.
—¿Ha ganado usted mucho? —preguntó él riendo.
—No está mal, aunque no es el gran premio. Unos cinco mil.
—Es un buen principio.
—Sí, la próxima vez seguiré adelante. Pero aún no sale como debiera. Tiene que venir de una vez, no de gota en gota.
Él quiso decir: «Entonces no puede apostar con cuentagotas, sino de golpe», pero en lugar de esto brindó por la gran suerte y siguieron riendo y bromeando.
¡La muchacha era tan hermosa, sana y sencilla en su alegría! Una hora antes estaba sentada a la mesa de juego, rígida, preocupada, cejijunta, de mal humor, calculadora. Ahora parecía como si no tuviese ninguna preocupación, como si no supiera nada de dinero, juego, negocios, como si sólo conociera la alegría y el lujo, el flotar sin pena sobre la superficie de la vida. ¿Todo esto era cierto, auténtico? Él mismo reía, también estaba alegre, pretendía alegría y amor, y, sin embargo, en él había alguien que no creía en todo esto, que lo miraba todo con desconfianza y con sarcasmo. ¿Era diferente a las demás personas? ¡Ah, uno sabía tan poco, tan desesperadamente poco de los hombres! En las escuelas uno había aprendido cien fechas de ridículas batallas y nombres de viejos reyes ridículos, y diariamente uno leía artículos sobre el gobierno o sobre los Balcanes, pero uno no sabía nada de los hombres. Cuando una campana no sonaba, cuando una chimenea no echaba humo, cuando se paraba la rueda de una máquina, en seguida uno sabía dónde había que buscar, y lo hacía con afán, y encontraba la avería y sabía cómo tenía que remediarlo. Pero, dentro de nosotros, se desconocía el resorte secreto que da sentido a la vida, lo único vivo en nuestro interior, lo único capaz de sentir placer y dolor, de desear la felicidad, de experimentar la felicidad; no se sabía nada, absolutamente nada de él, y cuando enfermaba no había ningún remedio. ¿No era absurdo?
Mientras bebía y reía con Teresina, en otras regiones de su alma se agitaban estas preguntas, tan pronto consciente como inconscientemente. Todo era dudoso, todo flotaba en la incertidumbre. Si hubiera sabido una sola cosa: esa inseguridad, esa necesidad, esa desesperación en medio de la alegría, ese tener que pensar, ese tener que preguntar ¿existía también en las demás personas, o sólo en él, en el estrafalario Klein?
Halló lo que le diferenciaba de Teresina; ella era distinta, era infantil y primitivamente sana. Esta muchacha, como todas las personas, como él mismo había hecho antes, confiaba siempre de forma instintiva en el futuro, en el mañana, en el pasado mañana, en la continuación. De lo contrario, ¿hubiera podido jugar y tomar el dinero tan en serio? Y él lo sentía profundamente; en esto él era completamente distinto. Para él detrás de cada sensación y pensamiento estaba abierta la puerta que conducía a la nada. Tenía miedo a muchas cosas, al absurdo, a la policía, al insomnio, miedo a la muerte. Pero, sin embargo, deseaba y esperaba al mismo tiempo todo lo que le producía miedo; anhelaba ardientemente y sentía curiosidad por el mal, por la caída, por la persecución, por la locura y la muerte.
—Cómico mundo —se dijo para sí. Y no se refería al mundo de su alrededor, sino a esta esencia íntima. Abandonaron la sala y el edificio charlando y llegaron hasta la dormida orilla del lago, bajo la pálida luz de los faroles. Allí tuvieron que despertar a su barquero. La lancha tardó un rato en zarpar. Estaban uno junto a otro, embrujados por el paso repentino de la luz abundante y de la multicolor vida del casino a la oscura tranquilidad de la orilla nocturna; escapaban de las risas fogosas y ya les intimidaban la fría noche, la proximidad del sueño, el temor a la soledad. Ambos sentían lo mismo. De improviso se cogieron de las manos, sonrieron confusos y turbados en la oscuridad, jugaron con dedos palpitantes. El barquero les llamó, subieron y se sentaron en la cabina. Con un movimiento brusco atrajo hacia sí la cabeza rubia y se entregó al desenfrenado ardor de sus besos.
Resistiéndose un momento, ella se enderezó y preguntó:
—¿Volveremos pronto aquí?
En plena excitación amorosa él tuvo que reír disimuladamente.
Ella pensaba ante todo en el juego, quería volver y continuar.
—Cuando quieras —dijo él condescendiente—. Mañana, pasado mañana y siempre que quieras.
Cuando él notó sus dedos jugando en su nuca, recordó la terrible impresión que tuvo en sueños cuando la mujer vengativa le clavaba las uñas en el cuello.
—Ahora debería matarme de golpe, eso estaría bien —pensó él—, o yo a ella.
Mientras acariciaba su pecho él reía en sus adentros. Le hubiera sido imposible diferenciar el placer del dolor. Incluso su placer, su hambriento deseo de abrazar a esta hermosa mujer apenas podía distinguirse del miedo; la deseaba como el condenado desea el hacha. Había las dos cosas: el ardiente placer y la desconsolada tristeza, ambas ardían, palpitaban en estrellas delirantes, ambas calentaban, ambas mataban.
Teresina se sustrajo con agilidad de una caricia demasiado atrevida, agarró sus dos manos, acercó sus ojos a los de él y susurró como ausente:
—¿Qué clase de persona eres? ¿Por qué te amo? ¿Por qué algo me atrae hacia ti? Tú ya eres viejo y no eres guapo. ¿Cómo puede ser? Oye, creo que eres un criminal. ¿No lo eres? ¿Tu dinero no es robado?
Él intentó desasirse.
—¡No hables, Teresina! Todo dinero es robado, toda fortuna es injusta. ¿Es esto importante? Todos somos delincuentes, todos somos criminales, aunque sólo sea porque vivimos. ¿Es esto importante?
—¿Qué es importante? —se estremeció ella.
—Es importante que bebamos esta copa —dijo Klein lentamente—, es lo único importante. Tal vez no vuelva. ¿Quieres venir a dormir conmigo, o puedo venir a tu casa?
—Ven a mi casa —dijo ella quedamente—. Tengo miedo de ti y, sin embargo, tengo que estar a tu lado. ¡No me reveles tu secreto! ¡No quiero saber nada!
Al pararse el motor ella se despertó, se desprendió de sus brazos. Pasó su mano por el cabello y el vestido de forma purificante. La lancha se acercó despacio al embarcadero, las luces de los faroles brillaban en el agua negra. Bajaron.
—¡Alto, mi bolso! —gritó Teresina a los diez pasos. Regresó corriendo al embarcadero, saltó a la lancha, halló su bolso con el dinero encima de la almohada, arrojó uno de los billetes al desconfiado barquero que la estaba mirando, y corrió a los brazos de Klein que la esperaba en el muelle.