LA BAILARINA ya estaba allí cuando Klein acudió al parque. Caminaba por el jardín con su paso elástico y se detuvo ante él, junto a la sombreada entrada de un bosquecillo.
Teresina le examinó atentamente con sus ojos gris claro, su rostro estaba serio y algo impaciente. Mientras andaba empezó a hablar en seguida.
—¿Puede decirme qué pasó ayer? ¿Cómo fue que nos cruzamos en el camino? He meditado sobre ello. Ayer le vi dos veces en el jardín Kursaal. La primera vez usted estaba en la salida y me miró; parecía aburrido o enfadado, y cuando le vi, pensé: a ese hombre ya le encontrado en el parque. No fue una buena impresión y me esforcé por olvidarle inmediatamente. Luego le vi otra vez, un cuarto de hora más tarde. Estaba sentado en la mesa contigua y de repente parecía completamente distinto. Al principio no me di cuenta de que era usted el mismo que había encontrado antes. Y luego, después de mi baile, se levantó ante mí y me asió la mano, o yo a usted, no sé exactamente. ¿Cómo pudo ser? Usted debe saber algo. Espero que no haya venido para hacerme declaraciones de amor.
Ella le miró imperiosamente.
—No lo sé —dijo Klein—. No he venido con intenciones determinadas. La amo desde ayer, pero no es necesario hablar de ello.
—Sí, hablemos de otra cosa. Ayer, por un instante, hubo entre nosotros algo que me preocupó y me asustó, como si tuviéramos algo semejante o en común. ¿Qué es? Y lo principal: ¿qué transformación sufrió usted? ¿Cómo podía ser que usted tuviera aspectos tan completamente distintos en el plazo de dos o tres horas? Parecía una persona que ha experimentado cosas muy importantes.
—¿Qué parecía? —preguntó puerilmente.
—¡Oh! Primero parecía un señor mayor, acongojado, desagradable. Parecía un filisteo, un hombre que ha vivido descargando sobre otros la cólera de su propia incapacidad.
Él escuchaba con gran interés y asentía vivamente. Ella continuó:
—Y luego, más tarde, es difícil de describir. Estaba sentado un poco inclinado hacia delante. Cuando casualmente llamó usted mi atención, aún pensé en el primer segundo: ¡Señor, qué aspecto tan triste tiene este filisteo! Había apoyado la cabeza sobre su mano y parecía de repente muy extraño; parecía como si usted fuera la única persona en el mundo, como si le fuera completamente indiferente lo que pudiera sucederle a usted y a los demás. Su rostro era como una máscara, horriblemente triste, horriblemente indiferente.
Calló, parecía buscar palabras, pero no añadió nada más.
—Tiene usted razón —dijo Klein humildemente—. Lo ha visto con tanta claridad que debería sorprenderme. Usted ha leído en mí como en un libro. Pero, en realidad, es natural y justo que usted viera todo esto.
—¿Por qué natural?
—Porque usted, de manera algo distinta, expresaba exactamente lo mismo bailando. Cuando baila y también en muchos momentos, Teresina, es usted como un árbol o una montaña, o una fiera, o una estrella, completamente introvertida y sola, no quiere ser nada más que lo que es, esté bien o mal. ¿No es lo mismo que usted vio en mí? Ella le contempló sin responder. —Es usted una persona rara —dijo luego titubeando—. ¿Y cómo es esto? ¿Es usted realmente como aparentaba? ¿De verdad le da igual todo cuanto pueda sucederle?
—Sí, sólo que no siempre. A veces tengo miedo. Pero luego el miedo se marcha, y todo es indiferente. Entonces uno es fuerte. Indiferente no es la definición exacta: todo es delicioso y agradable, sea lo que sea.
—Por un momento creí incluso posible que usted fuese un criminal.
—Tampoco eso es imposible. Es incluso probable. Mire usted, Teresina, se dice un «criminal» y por ello se entiende que uno hace algo que otros le han prohibido. Pero él, el criminal, sólo hace lo que está en él. Ve usted, ése es el parecido entre nosotros dos: de vez en cuando hacemos lo que está en nosotros. Eso es lo único raro. La mayoría de las personas no lo saben. Yo tampoco lo sabía; decía, pensaba, hacía, vivía sólo lo ajeno, sólo lo aprendido, sólo lo bueno y justo, hasta que un día se acabó. No podía más, debía marcharme, lo bueno ya no era bueno, lo justo ya no era justo, la vida ya no era soportable. Pero, sin embargo, quisiera soportarla, la quiero aunque cause tantos tormentos.
—¿Quiere decirme cómo se llama y quién es usted?
—Soy el que usted ve ante sí, no otro. No tengo ningún nombre ni ningún título, ni tampoco ningún oficio. Tuve que abandonarlo todo. Conmigo sucede que, después de una larga vida honrada y laboriosa, un día, no hace mucho, me caí del nido y ahora debo perecer o aprender a volar. El mundo ya no me importa, ahora estoy completamente solo.
Algo perpleja preguntó:
—¿Ha estado en algún manicomio?
—¿Loco, quiere decir? No. Aunque también eso es posible. —Estaba distraído, los pensamientos le retenían por dentro. Con incipiente inquietud siguió—: Cuando uno habla de ello, incluso lo más simple se convierte en complicado e incomprensible. ¡No debemos seguir hablando de esto! Se habla sólo cuando uno no quiere comprenderlo.
—¿Qué quiere usted decir? Yo quiero comprender de verdad. ¡Créame! Me interesa mucho.
Él sonrió abiertamente.
—Sí, sí. Usted quiere hablar de esto. Ha experimentado algo y ahora quiere comentarlo. ¡No hay remedio! Hablar es el camino seguro para no comprender nada, para hacerlo todo superficial y aburrido. ¡Usted no quiere comprenderme a mí ni tampoco a sí misma! Usted sólo quiere tranquilizarse ante la advertencia que ha sentido. Quiere suprimirnos a mí y a la advertencia para encontrar la etiqueta con que poder clasificarme. Lo intenta con la de criminal y la de enfermo mental, quiere saber mi situación y mi nombre. Pero todo esto aleja de la comprensión. Todo esto es falso, señorita; es una mala sustitución del comprender, es una evasión ante el deseo de comprender, ante el deber de comprender.
Se interrumpió, se pasó la mano crispada por los ojos, luego pareció que se le ocurría algo alegre, volvió a sonreír.
—Mire. Cuando usted y yo sentimos por un momento lo mismo, no dijimos nada, ni preguntamos nada, ni tampoco pensamos nada; nos dimos la mano al mismo tiempo. Y estuvo bien. Pero ahora, ahora hablamos y pensamos y explicamos y todo se ha hecho extraño e incomprensible. ¡Tan sencillo como era! A usted le resultaría tan fácil comprenderme como yo la comprendo a usted.
—¿Cree comprenderme bien?
—Sí, naturalmente. No sé cómo vive usted. Pero vive como lo he hecho yo y como lo hace la mayoría, en la oscuridad y lejos de sí mismos, tras cualquier fin, deber, propósito. Lo hacen casi todos los hombres. Por esto el mundo entero está enfermo y se hundirá. Pero a veces, por ejemplo al bailar, se olvida de su proyecto o de su deber y vive de forma completamente distinta. Siente como si estuviera sola en el mundo o como si al día siguiente pudiera estar muerta, y entonces surge todo lo que realmente es usted. Cuando baila contagia incluso a los demás. Ése es su secreto.
Durante un trecho ella anduvo más de prisa. En un alero sobre el lago se detuvieron.
—Es usted singular —dijo ella—. Puedo comprender algunas cosas. ¿Pero qué quiere realmente de mí?
Bajó la cabeza y pareció por un momento triste.
—Está acostumbrada a que uno quiera siempre obtener algo de usted. Teresina, no quiero nada de usted que no quiera usted misma y haga con gusto. Puede serle indiferente que yo la ame. No es ninguna suerte ser amado. Cada persona se ama a sí misma y, sin embargo, se está torturando durante toda su vida. No, ser amado no es ninguna suerte. ¡Pero amar, esto sí que es una suerte!
—Con gusto le daría cualquier placer, si pudiera —dijo Teresina lentamente, como compasiva.
—Puede hacerlo, si me permite cumplir algún deseo suyo.
—¡Ah, qué sabe usted de mis deseos!
—En efecto, usted no debería tener ninguno. Ya tiene la llave del paraíso: es su baile. Pero yo sé que sí tiene deseos, y me gusta. Sabe, aquí hay uno a quien le gustaría cumplir cada uno de sus deseos.
Teresina reflexionó. Sus ojos vigilantes se agudizaron y se enfriaron. ¿Qué podía saber él de ella? Como no halló nada, empezó con cuidado:
—Mi primer ruego sería que fuese sincero. Dígame quién le ha contado algo de mí.
—Nadie. No he hablado nunca de usted con nadie. Lo que sé, y es muy poco, lo sé por usted misma. Ayer le oí decir que desea jugar una vez en Castiglione.
Su rostro se estremeció.
—Así que usted me ha espiado.
—Sí, naturalmente. He comprendido su deseo. Porque usted no siempre está de acuerdo consigo misma, busca excitación y aturdimiento.
—¡Oh, no! No soy tan romántica como usted cree. En el juego no busco emoción, sino simplemente dinero. Quisiera por una vez ser rica o vivir con desahogo, sin tener que venderme para ello. Eso es todo.
—Suena bien y, sin embargo, no lo creo. ¡Pero, como quiera! En el fondo usted ya sabe perfectamente que no necesita venderse nunca. ¡No hablemos de ello! ¡Pero si quiere tener dinero, sea para jugar o no, tome el mío! ¡Tengo más del que necesito, creo, y no le doy ningún valor!
Teresina se retractó de nuevo.
—Apenas le conozco. ¿Cómo voy a tomar dinero suyo?
Él se sacó el sombrero como atacado por un dolor y calló.
—¿Qué le pasa? —gritó Teresina.
—Nada, nada. ¡Permítame que me vaya! Hemos hablado demasiado. Uno no debería hablar nunca tanto.
Y se marchó, sin haberse despedido, rápidamente y como agitado por la desesperación, a través de la arboleda. La bailarina le siguió con la mirada, invadida por varios y contradictorios sentimientos, francamente maravillada de él y de sí misma.
No huyó por desesperación, sino tan sólo a causa de la tensión insoportable; estaba harto. Se le había hecho imposible decir una palabra más, oír una palabra más; tenía que estar solo, necesariamente tenía que estar solo, pensar, escuchar, escucharse a sí mismo. Toda la conversación con Teresina le había extrañado y sorprendido. Las palabras habían salido involuntariamente, le había acometido, como un ataque, la imperiosa necesidad de comunicar sus experiencias y pensamientos, de formularlos, de expresarlos, de llamarlos por su nombre. Estaba sorprendido de cada palabra que había dicho, y sentía cada vez más cómo trataba de convencerse de algo que ya no era ni sencillo ni justo, cómo intentaba en vano explicar lo incomprensible; se le hizo insoportable y tuvo que callar.
En cambio, ahora, cuando intentaba recordar el último cuarto de hora, comprendía que esta experiencia había sido afortunada y provechosa. Era un progreso, una salvación, una confirmación.
El carácter dudoso que para él tenía el mundo habitual le había fatigado y atormentado terriblemente. Había comprobado el prodigio de que la vida cobra mayor significado cuando los sentidos y los conceptos nos extravían. Pero siempre le volvía a asaltar la penosa duda de que estas experiencias fueran realmente esenciales, de que fueran algo más que pequeñas ondulaciones casuales en la superficie de un corazón cansado y enfermo, veleidades, pequeñas oscilaciones nerviosas. Ayer por la noche y hoy había visto que su experiencia era real. Había brotado de él, y le había cambiado, había atraído hacia él a otra persona. ¡Su aislamiento estaba roto, volvía a amar, había alguien a quien quería servir y complacer, podía sonreír de nuevo, reír incluso!
Le recorrió esa oleada como si fuese dolor y voluptuosidad, se estremeció ante tal sensación, la vida resonaba en él como una resaca, todo era incomprensible. Abrió bruscamente los ojos y vio: árboles en una calle, copos plateados en el lago, un perro corriendo, ciclistas; y todo era extraño, fabuloso y casi demasiado bonito, todo era como si lo hubiese arrebatado de la flamante caja de juguetes de Dios, todo para él solo, para Friedrich Klein. Y él mismo estaba allí sólo para sentir palpitar en él este torrente de maravilla, dolor y alegría. Por doquier había belleza, incluso en cualquier montón de basura del camino; por doquier había profundo sufrimiento, por doquier estaba Dios. Sí, Dios. Desde tiempos inimaginables, cuando era muchacho, le había sentido y le había buscado con el corazón, cuando pensaba «Dios» y «omnipresencia». ¡Corazón, no estalles de tanta abundancia!
Otra vez, de todos los pozos olvidados de su vida afloraron innumerables recuerdos que habían quedado libres: de conversaciones, de sus esponsales, de trajes que había llevado de niño, de mañanas de vacaciones cuando era estudiante; y se ordenaban en círculos alrededor de algunos puntos centrales: alrededor de la figura de su mujer, alrededor de su madre, del asesino Wagner, de Teresina. Se le ocurrían citas de escritores clásicos y refranes latinos que le habían impresionado en su época escolar, e insensatos versos sentimentales de canciones populares. La sombra de su padre estaba al fondo; revivió la muerte de su suegra. Todo lo que, por los ojos y las orejas, de hombres y de libros, con placer o con dolor, había penetrado en él y estaba en él sumergido, parecía estar de nuevo ahí, todo a la vez, revuelto y mezclado, sin orden, pero lleno de sentido, importante, pletórico de significado, sin desperdicio.
La afluencia se convirtió en tormento, un tormento que no se distinguía de la voluptuosidad más intensa. Su corazón latía aprisa, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Comprendió que estaba cerca de la locura, pero sabía que no se volvería loco; miraba el nuevo mundo espiritual de la locura con el mismo asombro y embeleso con que miraba el pasado, el lago, el cielo: aquí también todo era mágico, agradable y significativo. Comprendió porqué los pueblos refinados consideraban la locura como algo sagrado. Lo comprendió todo, todo le hablaba, todo se le abría. ¡No había palabras y resultaba falso y desesperado querer imaginar y pensar cualquier cosa en palabras! Uno sólo tenía que estar abierto, preparado; entonces cada cosa, el mundo entero podía penetrar por un camino infinito, como en el arca de Noé, dentro de uno mismo, y uno lo poseía, lo comprendía y se fundía con él.
La tristeza le atenazó. ¡Oh, si todos los hombres supieran esto, lo experimentaran! ¡Cuánto se viviría, cuánto se pecaría, cuán ciega y desmesuradamente se sufriría! ¿No se enfadó ayer con Teresina? ¿No odiaba ayer a su esposa, la acusaba y la hacía culpable de todo el sufrimiento de su vida? ¡Qué triste, necio y desesperado! Todo era, en cambio, tan simple, tan bueno, tan razonable cuando se veía desde dentro, cuando tras cada cosa se veía la esencia, a él, a Dios.
Aquí el camino penetraba en nuevos jardines de ideas y en bosques de imágenes. Dirigió su sentimiento actual hacia el futuro, centenares de sueños felices, para él y para todos, centelleaban. Su vida pasada, absurda, perdida, no debía ser defendida ni acusada, ni juzgada, sino renovada y convertida en lo contrario, llena de sentido, de alegría, de bien, de amor. La gracia que experimentaba debía volver a brillar y seguir actuando. Le venían a las mientes versículos de la Biblia y todo lo que sabía de hombres piadosos y santos. Todos habían empezado siempre así. Habían seguido el mismo camino duro y tenebroso que él, cobardes y llenos de miedo hasta el momento del cambio y de la iluminación. «Tened miedo en el mundo», había dicho Jesús a sus discípulos. Pero quien había superado el miedo, ya no vivía en el mundo, sino en Dios, en la eternidad.
Así lo habían aprendido todos, todos los sabios del mundo entero, Buda y Schopenhauer, Jesús, los griegos. Había una sola sabiduría, una sola creencia, un solo pensamiento: el saber de Dios en nosotros. ¡Cómo se había falseado y tergiversado esto en la escuela, en la iglesia, en los libros y en la ciencia!
Con amplios aletazos el espíritu de Klein voló por el ámbito de su mundo interior, de su saber, de su formación. También aquí, como en su vida externa, el bien estaba junto al bien, el tesoro junto al tesoro, la fuente junto a la fuente, pero cada cosa para sí, aislada, muerta y sin valor. Pero con el destello de la ciencia, con la iluminación bruscamente palpitaba también el orden, el sentido y la forma a través del caos, empezaba la creación; la vida y la energía saltaban de un polo al otro. Versículos de la más remota contemplación eran evidentes, lo oscuro se aclaraba, y la certeza se convertía en credo místico. También este mundo se hada vivo y apasionante. Las obras de arte que había amado en sus años juveniles, resonaban con nuevo encanto. Veía que la enigmática magia del arte se abría con la misma llave. El arte no era más que la contemplación del mundo en estado de gracia, de iluminación. El arte era mostrar a Dios tras cada cosa.
El bienaventurado cruzaba enardecido el mundo, cada rama de árbol participaba de su éxtasis, tendía noblemente hacia lo alto, colgaba íntima, era símbolo y revelación. Ligeras nubes violetas se deslizaban sobre el espejo del lago, estremeciéndose en tierna dulzura. Cada piedra yacía plena de sentido junto a su sombra. El mundo nunca había sido tan hermoso, profundo y sagrado, tan digno de amor; al menos desde los años misteriosos, legendarios de la primera infancia. «Así no llegaréis a ser como los niños», recordó y sintió: soy de nuevo niño, he entrado en el reino de los cielos.
Cuando empezó a sentir cansancio y hambre, se halló lejos de la ciudad. Se acordó de dónde venía, lo que había ocurrido y que se había marchado sin despedirse de Teresina. En el pueblo próximo buscó una posada. Le atrajo una pequeña taberna de pueblo con una mesa de madera en el jardín, bajo un cerezo. Pidió comida, pero no tenían más que vino y pan. Pidió una sopa, o huevos, o jamón. Nada, no había nada de eso. Aquí nadie comía tales cosas en estos tiempos de carestía. Primero habló con la tabernera, después con la abuela que estaba sentada en el peldaño de la puerta remendando ropa. Se sentó en el jardín, bajo la densa sombra del árbol, con pan y vino rojo, agrio. En el jardín vecino, ocultas tras unos matorrales y ropa tendida, oyó las voces de dos muchachas que cantaban. De pronto una palabra de la canción le llegó al corazón sin que pudiera retenerla. De nuevo se repetía la estrofa, era el nombre de Teresina. La canción, un cuplé medio cómico, hablaba de una Teresina. Comprendió:
La sua mamma alla finestra
Con una voce serpentina:
Vieni a casa, Teresina,
Lasc’andare quel traditor!
¡Teresina! ¡Cuánto la quería! ¡Qué delicioso era amar!
Apoyó la cabeza sobre la mesa y se aletargó, se adormilaba y volvía a despertarse varias veces, muchas veces. Anochecía. La tabernera se colocó delante de la mesa, maravillada del cliente. Éste sacó dinero y pidió otro vaso de vino; le preguntó por aquella canción. Ella estuvo amable, le trajo vino y permaneció de pie junto a él. Él se hizo recitar toda la canción de Teresina; le gustó especialmente el verso que decía:
Io non sono traditore
E ne meno lusinghero, Io son’ figlio d’un rico signore,
Son’venuto per fare l’amor.
La tabernera opinó que ahora podría comer una sopa; ella de todas formas la hacía para su marido a quien estaba esperando.
Comió sopa de verduras con pan. El tabernero llegó a casa. En los tejados de ladrillos de la aldea refulgía el sol tardío. Pidió una habitación, le ofrecieron una, una alcoba con gruesas y desnudas paredes de piedra. La tomó. Nunca había dormido en una alcoba así, parecía el aposento de un drama de bandidos. Paseó por la aldea de noche, encontró aún un tenducho abierto, consiguió comprar chocolate y lo repartió entre los niños que jugueteaban en gran número por la calle. Corrieron tras él, los padres le saludaban, todo el mundo le daba las buenas noches y él las devolvía, saludaba a todos, mayores y jóvenes, a los que estaban sentados en los umbrales y en las escaleras de las casas.
Pensó con placer en su alcoba de la fonda, en aquel primitivo y cavernícola parador, donde la vieja cal de los grises muros se desconchaba y donde no había nada inútil colgado en las paredes desnudas, ni cuadros ni espejos, ni tapices ni cortinas. Recorrió la aldea de noche como a través de una aventura, todo relucía, todo estaba lleno de secretas promesas.
Al regresar a la hostería, desde la sala vacía y oscura de la entrada vio luz por la rendija de una puerta, fue hacia allí y se encontró en la cocina. El cuarto le pareció una cueva fantástica, la poca luz que había fluía sobre el rojo suelo de piedra y se perdía, antes de alcanzar las paredes y el techo, en un cálido resplandor; de la campana de la chimenea, enorme y muy negra, parecía derramarse un manantial inagotable de oscuridad.
Allí estaba la mujer con la abuela, ambas estaban sentadas en cuclillas, pequeñas y endebles sobre humildes taburetes bajos, con las manos sobre las rodillas. La tabernera lloraba. Nadie hizo caso del recién llegado. Se sentó junto a una mesa en la que había restos de verdura. Un cuchillo romo brillaba con tono plomizo; al resplandor de la luz relucía, en la pared, una vasija de color terroso. La mujer lloraba, la vieja canosa le murmuraba algo en dialecto; comprendió paulatinamente que había habido una riña en casa y que el hombre había vuelto a marcharse después de la disputa. Preguntó si le había pegado, pero no obtuvo respuesta. Empezó a consolarla. Le dijo que su marido volvería muy pronto seguramente. La mujer respondió cortante: «Hoy no y mañana quizá tampoco». Él renunció, la mujer se irguió un poco; estaban sentados sin hablar, el llanto había cesado. La sencillez del suceso que no se comentaba le pareció maravillosa. Se había discutido, se había sufrido, se había llorado. Ahora había pasado, uno estaba tranquilamente sentado y esperaba. La vida seguiría. Como con los niños. Como con los animales, únicamente no hablar, no complicar lo simple, no volver el alma hacia fuera.
Klein invitó a la abuela a hacer café para los tres. Las mujeres resplandecieron. La anciana colocó en seguida ramas secas en la chimenea. Al arder, las ramas y el papel crepitaban; las llamas chisporrotearon al instante. A la luz del fuego vio el rostro de la tabernera iluminado desde abajo, algo acongojado y, sin embargo, sosegado. Ella miraba el fuego y sonreía; se levantó de repente, fue lentamente al grifo y se lavó las manos.
Estaban los tres sentados en la mesa de la cocina y bebían él caliente café negro, acompañado de un viejo aguardiente. Las mujeres se animaron; contaban cosas y preguntaban, reían de la forma trabajosa e incorrecta en que hablaba Klein. A él le parecía que estaba aquí desde hacía mucho tiempo. ¡Maravilloso! ¡En estos últimos días todo parecía tener su lugar! Periodos enteros de tiempo y trozos de vida hallaban sitio en una tarde, cada hora parecía sobrecargada de vitalidad. Por unos segundos sintió relampaguear el temor; el cansancio y el desgaste de la vitalidad podían asaltarle de forma centuplicada y agotarle de la misma manera que el sol seca una gota en la roca. En estos instantes tan intensos, en ese extraño relámpago, viose vivir él mismo; en su cerebro, en oscilaciones aceleradas, sintió y vio que un aparato indeciblemente complicado, delicado y costoso, vibraba ante un trabajo multiplicado por mil igual como un mecanismo de reloj muy sensible tras un cristal, al que basta una partícula de polvo para alterarlo.
Le contaron que el tabernero invertía su dinero en negocios inseguros, que estaba mucho tiempo fuera de casa y que por todas partes mantenía relaciones con mujeres. No tenían niños. Mientras Klein se esforzaba por encontrar palabras italianas para hacer preguntas sencillas e informarse, tras el cristal seguía trabajando el delicado mecanismo infatigable, febril, incluyendo en seguida cada momento vivido en sus deducciones y ponderaciones.
Se levantó temprano para ir a dormir. Dio la mano a las dos mujeres, a la vieja y a la joven, que le miró intensamente, mientras la abuela luchaba con un bostezo. Luego subió a tientas por la oscura escalera de piedra, con peldaños asombrosamente altos, hasta su alcoba. Encontró agua preparada en una tinaja, se lavó la cara, por un momento echó de menos el jabón, las zapatillas, el camisón de dormir; aún permaneció un cuarto de hora en la ventana, apoyado en la cornisa de granito, se desnudó completamente y se tendió en la dura cama, cuya tosca ropa le encantaba y despertaba un torrente de deliciosas imágenes campestres. ¿No era esto lo único justo: vivir siempre así, en un cuarto con cuatro paredes de piedra, sin el ridículo engorro de los tapices, de los adornos, de los muebles superfluos, sin todos los accesorios exagerados y, en el fondo, bárbaros? Un techo sobre la cabeza, contra la lluvia, una sencilla manta encima, contra el frío, un poco de pan y vino o leche, contra el hambre, por la mañana el sol para despertarse, por la tarde el crepúsculo para dormirse. ¿Necesitaba el hombre algo más?
Pero apenas había apagado la luz, la casa, la alcoba y la aldea se desvanecieron. Volvía a estar junto al lago con Teresina y hablaba con ella. Sólo con gran esfuerzo podía recordar la conversación de hoy y dudaba de lo que le había dicho realmente, incluso de si toda la conversación no había sido más que un sueño y una quimera. La oscuridad le hacía bien. ¿Sabía Dios dónde se despertaría mañana?
Un ruido en la puerta le sobresaltó. El picaporte giró suavemente, un delgado hilo de luz penetró titubeante por la rendija. Sorprendido al principio, pero lúcido inmediatamente, miró hacia la puerta. Ésta se abrió del todo. Era la posadera con una luz en la mano, descalza, silenciosa. Le miraba intensamente y le rió y abrió los brazos, profundamente asombrado, irreflexivo. Ella, entonces, se le acercó. Su cabello negro yacía junto a él sobre la áspera almohada.
No hablaron. Enardecido por su beso, la atrajo hacia sí. La repentina proximidad y el calor de un ser humano en su pecho, el fuerte brazo ajeno alrededor de su nuca le excitó extrañamente. ¡Le era tan desconocido aquel calor, era tan doloroso y nuevo aquel calor y aquella proximidad! ¡Había estado tan solo, muy solo, demasiado solo! ¡Abismo y ardiente infierno se habían abierto entre él y el mundo! Y ahora había venido a él una persona extraña. Con una callada confianza y necesidad de consuelo, una pobre mujer abandonada. Se colgaba de su cuello, daba, tomaba y sorbía con ansia las gotas de deleite de la vida mezquina. Ebria y al mismo tiempo tímida, buscaba su boca, jugaba con tristes y cariñosos dedos entre los suyos, frotaba la mejilla con la suya. Se enderezó sobre su pálido rostro y la besó en sus dos ojos cerrados y pensó: ella cree que toma y no sabe que da, huye de su soledad y ni sospecha la mía. Tan sólo entonces se dio cuenta que había estado toda la tarde sentado junto a ella ciego; tenía largas y delgadas manos, hermosos hombros y un rostro lleno de miedo al destino y de ciega sed infantil, y poseía una cierta ciencia miedosa del pequeño y dulce camino y de la práctica de la ternura.
Vio también, y le entristeció, que él mismo seguía siendo un muchacho y un principiante en el amor, resignado a un largo; paciente matrimonio, tímido y, sin embargo, culpable, ansioso y lleno de mala conciencia. Mientras besaba ávidamente la boca y el pecho de la mujer, mientras sentía todavía la mano de ella cariñosa y casi maternal en sus cabellos, experimentó de antemano desengaño y opresión en el corazón, sintió que el mal regresaba: el miedo. Le invadió un sentimiento cortante y frío y el temor de que él, en su esencia, no era apto para el amor, que el amor sólo le podía proporcionar tormento y un encanto maldito. Antes de que cesara la breve tormenta del placer, en su alma se abrió la inquietud y la desconfianza, la repugnancia por haber sido poseído en lugar de poseer y conquistar. Presintió el asco.
La mujer desapareció silenciosamente con su vela. Klein estaba tendido en la oscuridad y, en medio de la satisfacción del apetito, llegaba el momento que ya había temido antes, horas antes en breve y fulgurante presentimiento, el terrible instante en que la riquísima música de su nueva vida sólo encontraba cuerdas cansadas y desafinadas; el placer debía pagarse repentinamente con cansancio y miedo. Con palpitaciones sintió que todos los enemigos estaban al acecho: insomnio, depresión, pesadilla. La áspera sábana quemaba su piel; pálido, miró la noche por la ventana. ¡Era imposible permanecer aquí y resistir indefenso el inminente tormento! ¡Ah, otra vez volvía la culpa, el miedo, la tristeza y la desesperación! Todo lo superado, lo pasado regresaba. No había salvación.
Se vistió rápido, a oscuras; buscó sus botas polvorientas ante la puerta. Despacio, sin hacer ruido, bajó y salió de la casa. Con fatigadas piernas que flojeaban, corrió por la aldea y por la noche, desesperado, escarnecido por sí mismo, perseguido por sí mismo, odiado por sí mismo.