POR LA MAÑANA Klein recorrió la ciudad. Pasó ante un hotel con un jardín que le gustó, entró, vio las habitaciones y alquiló una. Sólo al regresar miró el nombre de la casa y leyó: Hotel Continental. ¿No le era familiar este nombre? ¿No lo había oído antes? ¿Igual que Hotel Milán? De todas formas, pronto renunció a esforzarse. Se sentía satisfecho en la atmósfera de libertad, de juego y de propia importancia que parecía invadir su vida.
Poco a poco volvía el encanto de ayer. Era estupendo estar en el Sur, pensó con alivio. Había sido una buena decisión. Sin todo esto, sin el adorable y general encanto, sin este tranquilo vagar y poder olvidarse de uno mismo, hubiera estado prisionero, hora tras hora, de la temible fuerza de los pensamientos. Se hubiera desesperado. En cambio, así lograba vegetar durante horas con un agradable cansancio, sin obsesiones, sin miedo, sin pensar. Esto le hacía bien. Era formidable que existiese este Sur y que él se lo hubiese prescrito. El Sur aligeraba la vida. Consolaba. Aturdía.
También ahora, a pleno día, el país le parecía inverosímil y fantástico, las montañas estaban tan cerca, eran tan escarpadas, tan altas, como si las hubiese inventado un pintor algo excéntrico. Pero todo lo próximo y pequeño era bonito: un árbol, un pedazo de orilla, una casa de alegres y bonitos colores, una tapia, un pequeño trigal bajo unos sarmientos, pequeño y cuidado como un jardín. Todo era agradable y simpático, alegre y expansivo, respiraba salud y confianza. Uno podía amar este pequeño, simpático y cómodo país, con sus risueñas personas. Poder amar algo, ¡qué alivio!
Con la apasionada voluntad de olvidar y perderse, arrastrando aún su sufrimiento, flotó huyendo del acechante sentimiento de angustia. Se entregó a aquel mundo desconocido. Vagó por el campo, por la amable tierra de campesinos, cultivada con esmero. No le recordó el campo y el campesino de su patria; pensó en Homero y en los romanos; halló algo de antiguo, refinado y, sin embargo, primitivo, una inocencia y madurez que el Norte no tiene. Las pequeñas capillas y las imágenes de santos, pintadas y medio desnudas, que los niños adornan con flores campestres y que abundan por los caminos, le pareció que tenían el mismo sentido y que surgían del mismo espíritu que los templetes y santuarios de los antiguos que en cada bosquecillo, manantial y montaña veneraban a la divinidad, y cuya alegre religiosidad olía a pan, a vino y a salud. Regresó a la ciudad, recorrió arcadas resonantes, se agotó sobre el áspero empedrado, miró con curiosidad tiendas abiertas y talleres, compró periódicos italianos sin leerlos y finalmente, cansado, fue a parar a un magnífico parque junto al lago. Por allí paseaban bañistas que se sentaban a leer en los bancos. Viejos y enormes árboles se inclinaban, como enamorados de su reflejo, sobre el agua verdeoscura, cubriéndola. Había plantas increíbles, zumaques, alcornoques y otras rarezas arrogantes o tímidas, o llorosas junto a la orilla llena de flores. Y en la otra orilla, a lo lejos, flotaban luces blancas y rosadas de aldeas y caseríos.
Se sentó en un banco, meditabundo, y cuando estaba a punto de adormilarse, le despertó un andar firme y elástico. Con botas altas pardorrojizas, con falda corta sobre finas medias caladas, pasó una mujer, una muchacha fuerte, firme, muy erguida y provocadora, elegante, altiva, un rostro frío con los labios pintados y un pelo alto y tupido de un amarillo claro, metálico. Su mirada le rozó un segundo al pasar. Una mirada segura y escrutadora, como la del portero y la del botones en el hotel; y siguió adelante indiferente.
Es verdad —pensó Klein—, ella tiene razón. No soy una persona en quien fijarse. Una mujer así no le mira a uno. Sin embargo, en el fondo le dolió su mirada corta y fría, se consideraba tasado y desdeñado por alguien que sólo veía superficie y fachada, y de la profundidad de su pasado le salían aguijones y armas para defenderse contra ella. Ya había olvidado que un vistazo le había cautivado y que su fino pie, su andar elegante y seguro, su tersa pierna con finas medias de seda le habían hecho feliz. Se había extinguido el olor de su vestido y el fino perfume que recordaba su pelo y su piel. Se había desmenuzado el hálito de sexo y de posibilidad de amor que le había rozado. En su lugar llegaba un tropel de recuerdos. ¡Cuántas veces había visto a seres así, jóvenes, personas seguras y provocadoras, prostitutas o mujeres frívolas! ¡Cuántas veces le había molestado su desvergonzada provocación, le había irritado su seguridad, le había repugnado su frío y brutal exhibicionismo! ¡Muchas veces, de paseo o en restaurantes de la ciudad, había compartido la indignación de su mujer contra tales mujeres poco femeninas y medio prostitutas!
Extendió las piernas malhumorado. ¡Aquella mujer le había estropeado su buena disposición! Se sentía enojado, irritado y dañado; sabía que si la del pelo rubio volvía a pasar y le volvía a examinar, entonces él enrojecería y se consideraría insuficiente e inferior con su traje, su sombrero, sus zapatos, su cara, pelo y barba. ¡Al diablo! ¡Aquel pelo rubio! Era falso, en ninguna parte del mundo había un cabello tan rubio. Además iba pintada. ¡Cómo podía una persona prestarse a pintarse así la cara! Tales personas iban por el mundo como si les perteneciese, poseían porte, seguridad, insolencia; estropeaban la alegría de las personas decentes.
Con los sentimientos de repugnancia, enojo y confusión, volvía a hervir un torrente de pasado, y de pronto una idea: ¡piensas en tu mujer, le das la razón, te subordinas de nuevo a ella! Por un instante le desbordó el sentimiento: soy un asno; me sigo contando entre las «personas decentes» y ya no lo soy; pertenezco, como aquella rubia, a un mundo que ya no es mi mundo anterior ni un mundo decente. En mi mundo de ahora ya no significan nada decente o indecente, cada uno intenta vivir para sí su dura vida. Sintió por un momento que su desprecio por la rubia era tan superficial y falso como su antigua indignación contra el maestro de escuela, el asesino Wagner, y también como su aversión por el otro Wagner cuya música le pareció demasiado sensual en otra época. Por unos instantes su pensamiento oculto, su yo extraviado, abrió los ojos y le dijo con su mirada penetrante que toda la indignación, todo el disgusto, todo el desprecio eran un error y una niñería, y recaían sobre el pobre ser indignado y desdeñoso.
Este sapientísimo buen sentido también le dijo que él, aquí, estaba ante otro misterio cuya interpretación era importante para su vida, que aquella prostituta o dama de mundo, que aquel aroma de elegancia, seducción y sexo, no le eran de ninguna manera antipáticos ni ofensivos; que se había imaginado e impuesto tales juicios por miedo al animal o al demonio que podía descubrir en él, si alguna vez liberaba su moral y civismo de trabas y disfraces. Fulminantemente le estremeció algo parecido a la risa, una risa burlona; en seguida calló. Volvió a vencer la angustia. Era inquietante comprobar cómo cada despertar, cada excitación, cada pensamiento le herían infaliblemente donde era más débil y sensible al sufrimiento. De nuevo se hallaba en medio de este sentimiento: se trataba de su vida fracasada, de su mujer, de su crimen, de su desesperación ante el futuro. Volvió el miedo, el sapientísimo Yo se hundió como un suspiro que nadie oye. ¡Oh, qué tormento! ¡No, la rubia no tenía la culpa! Y todo lo que había sentido contra ella no le dolía a ella, sino a él mismo.
Se levantó y echó a andar. Muchas veces había creído que llevaría una vida bastante solitaria, y con cierta vanidad se había atribuido una filosofía de la resignación; entre los amigos, además, pasaba por un erudito, un lector y un esteta. ¡Dios mío, nunca había estado solo! Había hablado con los compañeros, con su mujer, con los niños, con toda la gente posible; los días pasaban y las preocupaciones se hacían soportables. E incluso cuando había estado solo, no había sido una auténtica soledad. Tenía las opiniones, los miedos, las alegrías, los consuelos de muchos, de todo un mundo. Siempre había existido comunidad alrededor y dentro de él; e incluso en la soledad, en la desgracia y en la resignación siempre había pertenecido a un grupo y a una multitud, a una asociación protectora, al mundo de los decentes, de los formales y de los honrados. Ahora, en cambio, ahora probaba la soledad. Todas las flechas caían sobre él, todos los motivos de consuelo resultaban absurdos, toda evasión ante el miedo le trasladaba al mundo con el que había roto y que le había destrozado, derribado. Todo lo que había de bueno en su vida ya no existía. Debía buscarlo en sí mismo, nadie le ayudaría. ¿Y qué hallaba en sí mismo? ¡Ah, desorden y desequilibrio!
Un automóvil, al que dejó pasar, desvió sus pensamientos, les dio nuevos elementos; sintió vacío y vértigo en su atormentado cerebro. «Automóvil», pensó o dijo, y no sabía qué significaba. Cerrando los ojos un instante en una sensación de flaqueza, volvió a ver una imagen que parecía conocida, que recordaba, que proporcionaba nueva sangre a sus pensamientos. Se vio sentado en un coche, al volante. Era un sueño que había tenido alguna vez. Había derribado al conductor y se había apoderado del volante; había sido una especie de liberación y de triunfo. En alguna parte existía un alivio difícil de encontrar. Pero existía. Existía, aunque sólo fuese en la fantasía o en el sueño, la benéfica posibilidad de conducir completamente solo su coche, de arrojar burlonamente del coche a cualquier otro conductor. Y, aunque el coche diese saltos, subiese a las aceras, chocase contra casas y contra personas, era, sin embargo, delicioso y mucho mejor que viajar con un chófer desconocido, mucho mejor que seguir siendo un niño eternamente. ¡Un niño! Tenía que reír. Recordó que de niño había maldecido y odiado su nombre, Klein.[1] Ahora ya no se llamaba así. ¿No era importante, una alegría, un símbolo? Había dejado de ser pequeño; ahora ya no le llevaban otros.
En el hotel, con la comida bebió un buen vino suave que encargó al azar y cuyo nombre retuvo. Había pocas cosas que le ayudasen a uno, pocas que consolasen y aligerasen la vida; era importante conocer estas pocas cosas. Este vino era una de ellas; el aire y el país meridionales eran otras. ¿Qué más? ¿Existían más? Sí, la meditación también era consoladora, le hacía bien a uno y le ayudaba a vivir. ¡Pero no cualquier forma de pensar! ¡Oh no! Existía un pensar que era tortura y desvarío. Existía un pensar que revolvía dolorosamente lo inmutable y sólo conducía al hastío, al miedo y a la saciedad de la vida. Había otro pensar que uno debía buscar y aprender. ¿Era en realidad un pensar? Era una situación, un estado interior que duraba sólo unos instantes y que una intensa voluntad de pensar sólo conseguía destruirlo. En esta situación, deseable, uno tenía ideas, recuerdos, visiones, fantasías, conocimientos de diversa índole. El sueño del automóvil era de esta clase, de esta buena y reconfortante clase, como el súbito recuerdo del asesino Wagner y de aquella conversación que había tenido años atrás sobre él. También lo era la extraña idea con el nombre de Klein. Con estos pensamientos, con estas ideas el miedo y el atroz malestar eran sustituidos por una seguridad resplandeciente; era entonces cuando todo estaba bien, la soledad era fuerte y orgullosa, se dominaba el pasado, las horas próximas no conocían el espanto.
¡Tenía que conseguir estos pensamientos, comprender, aprender! Estaba salvado si conseguía encontrar en sí mismo pensamientos de aquella clase, cultivarlos y provocarlos. Meditaba. No sabía cómo se había deslizado por la tarde; las horas se le fundieron como en sueños y quizá durmió realmente. Sus pensamientos giraban continuamente alrededor de aquel misterio. Reflexionaba mucho y con gran esfuerzo sobre su encuentro con la rubia. ¿Qué significaba ella? ¿Cómo podía ser que este fugaz encuentro, el rápido cruce de una mirada con una mujer desconocida, bonita, pero que le había sido antipática, se convirtiese durante muchas horas en fuente de pensamientos, de sensaciones, de excitaciones, recuerdos, mortificaciones, acusaciones? ¿Cómo podía ser? ¿Les pasaba también a los demás? ¿Por qué durante un minúsculo instante le había encantado la figura, el andar, las piernas, los zapatos y las medias de la rubia? ¿Por qué le había desilusionado tanto su fría mirada calculadora? ¿Por qué esta fatal mirada no sólo le había decepcionado y despertado del corto hechizo erótico, sino que también le había ofendido, indignado y rebajado ante sí mismo? ¿Por qué había lanzado al aire, contra esta mirada, palabras en voz alta y recuerdos que pertenecían a su pasado, palabras que ya no tenían ningún sentido, argumentos en los que ya no creía? Había pronunciado juicios de su mujer, palabras de sus compañeros, pensamientos y opiniones de su antiguo Yo, del ex ciudadano y empleado Klein, contra aquella dama rubia y contra su mirada antipática; había necesitado justificarse con todos los medios imaginables frente a esta mirada y había tenido que reconocer que sus medios no eran más que viejas monedas que ya no valían. ¡Y de todas estas largas y penosas reflexiones únicamente le había quedado congoja, inquietud y el triste sentimiento de la propia culpa! Pero por un sólo momento había vuelto a sentir aquel estado tan deseado; interiormente había expulsado por un instante todas aquellas reflexiones penosas de su cabeza y había sabido. Durante unos segundos había sabido: mis pensamientos sobre la rubia son estúpidos e indignos, el destino está sobre ella como sobre mí, Dios la quiere como me quiere a mí.
¿De dónde procedía aquella voz benévola? ¿Dónde podía uno encontrarla, atraerla de nuevo, en qué rama se asentaba aquella rara y huraña ave? Esta voz decía la verdad y la verdad era alivio, cura, refugio. Esta voz surgía cuando uno estaba a solas con el destino en el corazón y se amaba a sí mismo; era la voz de Dios o era la voz del propio, del verdadero Yo interior, más allá de todas las mentiras, disculpas, comedias.
¿Por qué no podía oír siempre esta voz? ¿Por qué la verdad se le escurría como un espectro que sólo puede verse fugazmente y que desaparece en cuanto se le mira directamente? ¿Por qué veía esta puerta de la fortuna abierta y, en cambio, cuando quería entrar se cerraba?
Al despertarse de un ligero sueño, cogió un librito de Schopenhauer que estaba sobre la mesa y que casi siempre le acompañaba en los viajes. Lo abrió y leyó una frase: «Cuando miramos hacia atrás el camino recorrido, y pensamos especialmente, aunque no siempre lo comprendemos, cómo hemos podido hacer esto o dejar de hacer aquello, parece como si una fuerza extraña hubiese guiado nuestros pasos. Goethe dice en Egmont: el hombre cree guiar su vida, dirigirse él mismo, y su interior es arrastrado irresistiblemente hacia su destino». ¿No había algo que le interesaba a él? ¿Algo que estaba relacionado íntimamente con sus actuales pensamientos? Siguió leyendo ansioso, pero no encontró nada más; las líneas y las páginas siguientes le dejaron indiferente. Dejó el libro, cogió el reloj de bolsillo y lo encontró parado; se levantó y miró por la ventana, parecía anochecer. Se sintió algo fatigado, como después de un duro esfuerzo mental, pero no extenuado de forma desagradable e infructuosa, sino cansado de forma inteligente, igual que si hubiera hecho un trabajo satisfactorio. He dormido una hora más, pensó, y se colocó ante el armario de luna para peinarse. ¡Se sentía extrañamente libre y bien, y en el espejo se vio sonreír! Su pálido rostro fatigado, que desde hacía mucho tiempo sólo veía demudado, rígido y enajenado, mantenía una suave y amable sonrisa. Maravillado sacudió la cabeza y se sonrió a sí mismo. Bajó al restaurante donde ya se cenaba en algunas mesas. ¿No hacía un momento que había comido? Daba igual, tenía muchas ganas de volver a hacerlo en seguida y encargó una buena comida tras consultar al camarero.
—¿El señor quiere ir quizás esta noche a Castiglione? —le preguntó el camarero al servirle la comida—. Va una lancha del hotel.
Klein le dio las gracias meneando negativamente la cabeza. No, tales actividades del hotel no eran para él. ¿Castiglione? Ya había oído hablar de ello. Era un lugar de diversión con una casa de juego, algo parecido a un pequeño Montecarlo. Santo Dios, ¿qué tenía que hacer él allí?
Mientras le traían el café, cogió una pequeña rosa blanca del jarrón de cristal que tenía delante y se la puso en el ojal. De una mesa cercana le llegó el aroma de un cigarro recién encendido. Exacto; él también quería fumar un buen cigarro.
Luego se paseó indeciso por delante del edificio. Le hubiera gustado volver a aquel rincón rústico, donde la noche pasada había experimentado por vez primera la dulce realidad del Sur en el canto de la italiana y en la danza chispeante de la luciérnaga. Pero se dirigió al parque, junto al agua tranquila y oscura, junto a los árboles exóticos. Si volvía a encontrar a la dama del pelo rubio, ya no le enojaría ni avergonzaría su mirada fría. ¡Por lo demás, cuán inimaginablemente largo había sido el día! ¡En este Sur ya se sentía como en su propia casa! ¡Cuánto había vivido, pensado, experimentado!
Paseó por una calle, envuelto en una suave brisa de noche veraniega. Mariposas nocturnas giraban frenéticamente alrededor de los faroles encendidos, personas diligentes cerraban tarde sus negocios y colocaban barras de hierro delante de las tiendas, muchos niños retozaban todavía y correteaban por entre las pequeñas mesas del bar, donde se bebía café y limonada, en plena calle. Una imagen de la Virgen en una hornacina sonreía a la luz de unas velas encendidas. También en los bancos junto al lago había vida, se reía, se discutía, se cantaba y sobre el agua flotaban barcas con remeros en mangas de camisa y muchachas con blusas blancas.
Klein halló fácilmente el camino del parque, pero el portalón estaba cerrado. Más allá de la verja de hierro estaban las silenciosas tinieblas del arbolado, extrañas y llenas de noche y de sueño. Miró hacia dentro largo rato. Luego sonrió; sólo entonces supo el secreto deseo que le había empujado a aquel lugar, frente a la puerta de hierro cerrada. No importaba. Prescindiría del parque.
Se sentó tranquilamente en un banco junto al lago y se quedó mirando el pueblo flotante. A la clara luz de un farol desdobló un periódico italiano e intentó leer. No lo comprendía todo, pero le divertía cada frase que podía traducir. Poco a poco, pasando por alto la gramática, empezó a fijarse en el sentido y, con cierta sorpresa, encontró que el artículo era un insulto violento y furioso contra su pueblo y su patria. ¡Qué raro es todo esto!, pensó. ¡Los italianos escribían sobre su pueblo igual como los periódicos de su país habían hecho siempre sobre Italia, tan sentenciosos, tan indignados, tan infaliblemente convencidos de la propia justicia y de la injusticia extranjera! También resultaba curioso que este periódico, con su odio y su cruel diatriba, no lograse indignarle ni enfurecerle. ¿O sí? No. ¿Para qué indignarse? Todo ello constituía la manera de ser y de hablar de un mundo al que ya no pertenecía. Podía ser el mundo bueno, el mejor, el justo; pero ya no era el suyo.
Dejó el periódico sobre el banco y siguió andando. En un jardín cientos de luces de colores brillaban sobre rosales densamente florecidos. La gente entraba, él la siguió; una taquilla, camareros, una pared con anuncios. En medio del jardín había una sala sin paredes, sólo un gran toldo del que colgaban innumerables lámparas multicolores. Muchas mesas medio ocupadas llenaban la sala al aire libre; al fondo resplandecía un pequeño tablado de colores llamativos: plata, verde y rosa. Al pie del escenario estaban sentados los músicos, una pequeña orquesta. En la cálida noche multicolor la flauta respiraba de forma rápida y clara, el oboe sonaba intenso y túrgido, el violoncelo sombrío y cálido. En el escenario un hombre cantaba arias cómicas; su pintada boca reía con rigidez; en su cabeza calva y afligida relucía la abundante luz.
Klein no había buscado nada semejante. Sintió cierta decepción y la vieja timidez de sentarse solo entre una multitud alegre y elegante; le pareció que el espectáculo artístico encajaba mal en la noche perfumada. Se sentó, sin embargo. Al poco rato la luz de tantas bombillas multicolores se amortiguó, flotando como un velo mágico sobre la sala al aire libre. La musiquilla se inflamaba tierna e íntimamente, mezclada con el perfume de tantas rosas. La gente estaba sentada, apacible y engalanada, con un buen humor sosegado; sobre tazas, botellas y copas de helado flotaban rostros brillantes, en un dulce halo, bañados por la suave luz multicolor. Resaltaban los tornasolados sombreros femeninos y los helados amarillos y rosas, así como los vasos con refrescos rojos, verdes y amarillos.
Nadie escuchaba al cómico. El pobre viejo seguía indiferente y solitario sobre su escenario y cantaba lo que había aprendido; la deliciosa luz caía sobre su pobre figura. Terminó su canción y pareció contento de poder marcharse. En las primeras mesas aplaudieron dos o tres personas. El cantante se retiró y en seguida apareció en la sala. Atravesó el jardín y tomó asiento en una de las primeras mesas, junto a la orquesta. Una joven dama le ofreció un vaso de agua de Seltz; para ello se levantó un poco y Klein la miró. Se trataba de la desconocida del pelo rubio.
Entonces, en alguna parte, sonó con estridencia un timbre largo, se produjo un movimiento en la sala. Muchas personas salieron sin sombrero y sin abrigo. También la mesa próxima a la orquesta se vació; la rubia salió con los demás; su pelo brillaba en el resplandor del jardín. En la mesa sólo quedó el viejo cantante. Klein tuvo un arranque y se dirigió hacia él. Saludó amablemente al viejo que sólo inclinó la cabeza.
—¿Puede decirme qué significa ese timbre? —preguntó Klein.
—Es el descanso —contestó el cómico.
—Y ¿adónde se ha marchado toda la gente?
—A jugar. Ahora hay media hora de pausa y mientras tanto se puede jugar, al otro lado, en el Kursaal.
—Gracias. No sabía que aquí también había una casa de juego.
—No vale la pena. Sólo es para niños, la mayor apuesta es de cinco francos.
—Muchas gracias.
Saludó con el sombrero y se dio la vuelta. Le pareció que podía preguntarle al viejo sobre la rubia. La conocía. Vaciló con el sombrero en la mano. Luego volvió a su sitio.
¿Qué es lo que quería en realidad? ¿Qué le importaba ella? Sintió que, a pesar de todo, le importaba. Sólo era timidez, cierta ilusión, una inhibición. Una ligera ola de malhumor creció en él, una tenue nube que se cernía pesada; ahora volvía a ser tímido, esclavo; y se sentía enojado consigo mismo. Era mejor que se marchara a casa. ¿Qué hacía aquí, entre gente tan alegre? No era como ellos.
Le molestó que el camarero le presentase la cuenta. Se enfadó.
—¿No puede esperar a que le llame?
—Perdone, pensé que el señor quería marcharse. A mí nadie me reembolsa si un cliente se larga.
Le pagó la bebida y dejó una buena propina.
Cuando abandonaba la sala, vio que la rubia regresaba del jardín. Esperó y la dejó pasar junto a él. Caminaba erguida, con energía y, al mismo tiempo, ligera como si andase sobre plumas. Su mirada le rozó, fría, sin reconocerle. Él vio su rostro claramente iluminado, un rostro tranquilo e inteligente, firme y pálido, un poco indiferente, la boca pintada de color rojo-sangre, los ojos grises muy vigilantes, una bella oreja bien modelada en la que brillaba una piedra alargada de color verde. Llevaba un vestido de seda blanco, su cuello esbelto se hundía en sombras opalinas y estaba adornado con una fina cadena de piedras verdes.
La miró interiormente excitado y con cierta impresión discrepante de nuevo. Había en ella alga que seducía, que hablaba de dicha y de ternura, que olía a carne y a cabello, a cuidada belleza. Pero, al mismo tiempo, había algo que repugnaba, que parecía injusto, que anunciaba desengaño. Era la vieja timidez, inculcada y largamente cultivada en su vida ante lo que él creía femenino, ante la consciente exhibición de lo bello, ante el abierto recuerdo del sexo y de la lucha amorosa. Sintió que la disonancia residía en sí mismo. Volvía a Wagner, volvía el mundo de lo bello, pero sin orden ni disciplina, el mundo del viajero, sin disimulo, sin timidez, sin mala conciencia. Había un enemigo dentro de él que le negaba el paraíso.
En la sala los camareros habían cambiado las mesas de sitio y habían dejado un espacio libre en el centro. Parte del público no había regresado.
«Quédate», le gritó un deseo de hombre solitario. Presintió qué noche le esperaba si regresaba en seguida. Una noche como la anterior, posiblemente peor. Dormiría poco, con pesadillas, desesperación y mortificación, además de la voz del instinto, el recuerdo de la cadena de piedras verdes sobre el pecho blanco, color perla. Quizás había llegado pronto, demasiado pronto, el instante en que la vida ya no puede soportarse. Y él sentía apego a la vida, bastante. Sí, era cierto. ¿Hubiera estado aquí de lo contrario? ¿Hubiera dejado a su mujer, hubiera quemado las naves tras él, hubiera empleado todo el dispositivo maligno, todas esas heridas en su propia carne, y, en fin, hubiera viajado hasta el Sur, si no tuviese apego a la vida, si no hubiese en él deseo y futuro? ¿No lo había sentido hoy de forma clara y maravillosa, al beber el buen vino, ante el portal cerrado del parque, en el banco junto al muelle?
Se quedó y encontró sitio en una mesa junto a la del cantante y la rubia. Había allí seis personas, con ella siete, y era evidente que se sentían como en su casa, que formaban parte de este espectáculo y de esta fiesta. Les miraba continuamente. Entre ellos y los parroquianos de este jardín había familiaridad; la gente de la orquesta también les conocía, iban y venían de su mesa, gastaban bromas, tuteaban al camarero y le llamaban por su nombre. Se hablaba alemán, italiano y francés mezclados.
Klein contemplaba a la rubia. Ella seguía seria y fría, aún no la había visto reír, su rostro parecía invariable. Notaba que los de su mesa la respetaban, hombres y mujeres le hablaban en un tono de amistosa consideración. Oyó su nombre: Teresina. Pensó si era guapa, si realmente le gustaba. No pudo decirlo. Eran indudablemente bellos su porte y su figura, incluso extraordinariamente bellos, su postura en la silla y el movimiento de sus manos muy cuidadas. En cambio, en su rostro y en su mirada le preocupaba e irritaba la tranquila frialdad, la seguridad y la calma del semblante, su rigidez de máscara. Parecía una persona que tiene su propio cielo y su propio infierno, que nadie puede compartir con ella. En esta alma que parecía muy dura, áspera y quizás orgullosa, e incluso mala, en esta alma también debían arder el deseo y la pasión. ¿Qué clase de sensaciones buscaba, cuáles le gustaban y cuáles rehuía? ¿En qué consistían sus debilidades, sus angustias, su secreto?
¿Qué aspecto tenía cuando reía, cuando dormía, cuando lloraba, cuando besaba?
¿Por qué desde mediodía ella ocupaba sus pensamientos, por qué había de observarla, estudiarla, temerla, enfadarse con ella sin saber siquiera si le gustaba?
¿Quizás era su meta y su destino? ¿Le atraía hacia ella una fuerza secreta igual como le había atraído al Sur? ¿Un instinto innato, una línea del destino, un eterno impulso inconsciente? ¿Su encuentro con ella estaba predestinado? ¿Sucedía fatalmente?
Con gran esfuerzo oyó, entre la charla de varias voces, un fragmento de su conversación. Oyó que ella decía a una bonita joven flexible y elegante, de ondulado pelo negro y cara tersa: «Quisiera jugar otra vez de verdad, no aquí que sólo ganas para bombones, sino en Castiglione o en Montecarlo.» Y después, a la respuesta de su interlocutora, añadía: «No, usted no sabe en absoluto lo que es. Tal vez no sea hermoso, ni inteligente, pero es irresistible.»
Ahora sabía algo de ella. Le complacía haberla espiado y sorprendido. Por una pequeña ventana iluminada, él, el extranjero, había podido lanzar una breve mirada observadora a su alma desde fuera, como un centinela. Ella tenía deseos. Estaba atormentada por el deseo de algo que era excitante y peligroso, de algo en lo que uno podía perderse. Le gustaba saberlo. ¿Y qué pasaba con Castiglione? ¿No había oído hoy hablar de ello? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Era igual, ahora no podía pensar. Tal como ya le había pasado varias veces en estos extraños días, había tenido la sensación de que todo lo que hacía, oía, veía y pensaba, estaba lleno de dependencia y de necesidad, de que un guía le conducía, de que largas y lejanas series causales producían efecto. Eso estaba bien.
De nuevo le recorrió una sensación de felicidad, una sensación de tranquilidad y de seguridad espiritual, que resultaba maravillosamente deliciosa para quien conoce el temor y el miedo. Recordó una conversación de su adolescencia. Los muchachos de la escuela habían hablado entre ellos de cómo hacían los equilibristas para poder andar sobre la maroma tan seguros y sin miedo. Y uno había dicho: «Si trazas una raya con tiza en el suelo de la habitación, resulta exactamente tan difícil andar sobre esta raya como hacerlo sobre la maroma más delgada. Y uno lo hace tranquilamente porque no existe ningún peligro. Si te imaginas que es una simple raya de tiza y el aire el suelo, entonces puedes andar seguro sobre cualquier maroma.» Aquello le gustó. ¡Qué bonito era! ¿En él no era al revés? ¿No le sucedía a él que ya no podía andar tranquilo ni seguro sobre ningún suelo llano porque lo tomaba por una maroma?
Interiormente estaba contento de que pudieran ocurrírsele tales cosas reconfortantes, de que yacieran en él y aparecieran de vez en cuando. Uno llevaba en su propio interior lo que importaba; nadie podía ayudarle desde fuera. Uno lo podía todo si no estaba en guerra consigo mismo, si vivía con amor y confianza en sí mismo. Entonces no sólo podía bailar sobre la maroma, sino que también podía volar.
Por un momento, olvidándolo todo, introdujo estas sensaciones en las blandas y escabrosas sendas del alma tanteando en sí mismo, como lo haría un cazador o explorador; había apoyado la cabeza en su mano, con aire ausente. En aquel instante vio a la rubia y ésta le miró. Su mirada no se detuvo mucho rato, pero él se fijó atentamente en su cara y cuando ella le devolvió la mirada, sintió algo de estima, algo de interés e incluso de simpatía en ella. Esta vez su mirada no le hizo daño, no le dolió. Esta vez notó que ella le veía a él, no su traje y sus modales, su peinado y sus manos, sino lo verdadero, lo misterioso de él, lo único, lo divino, el destino. Se arrepintió de todas las cosas amargas y desagradables que había pensado de ella. Pero no, no había nada de que disculparse. Todas las cosas desagradables y disparatadas que había pensado y sentido contra ella habían sido golpes contra él mismo, no contra ella. No, estaba bien así.
De pronto le sobresaltó la música que empezaba de nuevo. La orquesta entonó un baile. Pero la escena seguía vacía y oscura, mientras las miradas de los espectadores se dirigían al cuadro vacío que había entre las mesas. Adivinó que se iba a bailar.
Al alzar la vista vio que en la mesa contigua se levantaban la rubia y un elegante joven imberbe. Se rió de sí mismo cuando se dio cuenta de que también sentía hostilidad contra aquel joven que poseía —a regañadientes lo admitió— elegancia, buenos modales y un pelo y un rostro bellos. El joven ofreció su mano a la muchacha y la llevó al espacio vacío. Apareció una segunda pareja. Bailaron un tango con elegancia, seguridad y gusto. Él no entendía de esto, pero en seguida vio que Teresina bailaba maravillosamente. Vio que hacía algo que comprendía y dominaba, que residía en ella y le salía de forma natural. El joven de pelo negro y ondulado también bailaba bien, se adaptaban uno al otro. Su danza mostraba a los espectadores sólo cosas agradables, claras, sencillas y simpáticas. Sus manos se enlazaban ligera y suavemente, sus rodillas, sus brazos, sus pies y sus cuerpos realizaban la delicada y vigorosa labor con docilidad y alegría. Su danza expresaba felicidad, belleza, lujo, elegancia y arte de vivir. También expresaba amor y sexualidad, pero no salvaje y ardiente, sino un amor lleno de naturalidad, ingenuidad y encanto. Al bailar mostraban a los ricos, a los turistas, la belleza que poseía su vida y que aquellos no podrían expresar ni experimentar nunca sin su ayuda. Estos bailarines consumados, profesionales, ofrecían a la buena sociedad un substitutivo. Los miembros de esta buena sociedad, que no bailaban ni bien ni ágilmente, que no podían disfrutar realmente del agradable juego de la vida, hacían que aquellos jóvenes les mostrasen la belleza de su danza. Pero eso no era todo. No sólo podían contemplar ligereza y sereno dominio de la vida, sino que se les recordaba además la naturaleza e inocencia de las sensaciones y de los sentidos. Ellos, que tenían una vida apresurada y artificial o corrompida y repleta, que oscilaba entre el trabajo y el placer desordenado y la forzada penitencia en un sanatorio, miraban sonriendo, impresionados tonta y secretamente por el baile de estos jóvenes hermosos y ágiles, miraban como se mira la querida primavera de la vida, un paraíso lejano, perdido, del que se habla a los niños sólo en los días de fiesta, en el que uno ya apenas cree, pero en el que sueña por las noches con ferviente ansiedad.
Y entonces, durante el baile, en la mirada de la rubia se produjo un cambio que Friedrich Klein observó con franco entusiasmo. De manera paulatina, imperceptible, como el color rosa sobre un cielo matutino, apareció en su rostro frío y serio una sonrisa que aumentaba progresivamente y se hacía cálida. Sonreía como si el baile ahuyentase su fría personalidad y la inundase de calor y de vida. El bailarín también sonreía, igual que la segunda pareja. En los cuatro rostros brillaba una sonrisa encantadora, aunque parecía falsa e impersonal. La de Teresina era la más bella y misteriosa, nadie sonreía como ella, tan inaccesible por fuera, tan floreciente por dentro, en su propia felicidad. Lo veía con profunda emoción, le conmovía como el descubrimiento de un tesoro oculto.
«¡Qué cabello tan maravilloso tiene!», oyó que alguien decía en voz baja. Pensó que él había criticado y dudado de este maravilloso cabello rubio.
Se terminó el tango. Klein vio que Teresina permanecía un instante junto a su bailarín. Éste aún mantenía su mano izquierda a la altura del hombro. Vio cómo desaparecía lentamente el encanto del rostro de ella. La gente aplaudió y siguió con la vista a las dos parejas que regresaban a su mesa con paso ligero.
El siguiente bañe, que empezó tras una corta pausa, fue ejecutado por una sola pareja, por Teresina y su bello acompañante. Era un baile de fantasía, de complicada composición, casi una pantomima que cada bailarín bailaba sólo para sí y que se convertía en baile de dos únicamente en radiantes y unánimes puntos culminantes y en el galopante final.
Teresina, con los ojos llenos de felicidad, pasaba volando con soltura y fervor; seguía con sus ingrávidos miembros las evoluciones de la música; en la sala se produjo un silencio y todos les miraban fascinados. El baile terminó con un violento torbellino en el que el bailarín y la bailarina sólo se tocaban con las manos y las puntas de los pies y giraban en círculo de forma báquica.
En esta danza se tenía la sensación de que ambos bailarines, en sus ademanes y pasos, al separarse y volverse a unir en un constante perder y recobrar el equilibrio, reproducían sensaciones que todos desean profunda y secretamente, pero que sólo unos pocos afortunados experimentan tan simple, intensa y libremente: la alegría íntima de los hombres sanos, el aumento de esta alegría en el amor a los demás, el fiel acuerdo con la propia naturaleza, la confiada entrega a los deseos, sueños y juegos del corazón. Por un instante a muchos les apenaba que existiese tanta discrepancia y conflicto entre su vida y sus impulsos, que su vida no fuera ningún baile, sino un penoso jadeo bajo las cargas que, al fin y al cabo, ellos mismos se habían impuesto.
Mientras seguía el baile, Friedrich Klein recorría su vida pasada como si fuera un túnel oscuro y largo. Al otro lado, al sol y al viento, estaba lo perdido, verde y brillante, la juventud, la sensibilidad intensa y simple, la fiel disposición a la felicidad. Todo ello volvía a estar extrañamente cerca, sólo a un paso, invocado y reflejado por la magia.
Con la íntima sonrisa del baile en el rostro, Teresina pasó ante él. Le inundó la alegría y le embelesó la pasión. Cuando la llamó, ella le miró íntimamente, aún dormida, el alma llena aún de felicidad, la dulce sonrisa aún en los labios. Él también le sonrió a ella, vislumbrando una próxima felicidad tras la oscura sombra de tantos años perdidos.
Él se levantó en seguida y le tendió la mano, como un viejo amigo, sin decir palabra. La bailarina cogió su mano y por un instante la retuvo firmemente sin detenerse. Él la siguió. En la mesa del artista le hicieron sitio. Se sentó junto a Teresina y vio brillar las alargadas piedras verdes sobre la clara piel de su cuello.
No tomaba parte en la conversación de la que comprendía muy poco. Detrás de la cabeza de Teresina veía, a la luz estridente de los fanales, perfilarse los tallos de rosa llenos de oscuros capullos, rodeados por alocadas luciérnagas. Cesaron sus pensamientos, no había nada en que pensar. Los capullos de rosa oscilaban ligeramente en la brisa nocturna; Teresina estaba sentada a su lado; en su oreja pendía destellante la piedra verde. El mundo estaba en paz.
Entonces Teresina puso su mano sobre el brazo de él.
—Tenemos que hablar. No aquí. Recuerdo haberle visto en el parque. Mañana estaré allí a la misma hora. Ahora estoy cansada y tengo que acostarme pronto. Mejor será que se marche antes de que mis amigos le den un sablazo. Entonces pasó un camarero y ella le detuvo:
—Eugenio, el señor quiere pagar.
Pagó, le dio la mano, cogió su sombrero y se dirigió hacia el lago sin una idea determinada. Era imposible irse a su habitación del hotel. Siguió el camino del lago hacia el pueblo, salió a las afueras, hasta donde se terminaban los bancos de la orilla y las construcciones. Se sentó en el muelle y cantó para sí, sin voz, fragmentos de una canción desaparecida de los años de juventud. Hasta que tuvo frío y las escarpadas montañas cobraron una hostil singularidad. Entonces regresó con el sombrero en la mano.
Un soñoliento portero nocturno le abrió la puerta.
—Llego un poco tarde —dijo Klein y le dio un franco.
—¡Oh, estamos acostumbrados! Usted no es el último. La lancha de Castiglione no ha regresado todavía.