FRIEDRICH KLEIN se quedó completamente ensimismado en el tren, después de los rápidos acontecimientos y la excitación de la huida y del paso de la frontera; tras un torbellino de tensiones y de incidentes, de emociones y peligros. Estaba aún profundamente asombrado de que todo hubiera ido bien. El tren corría con extraño ajetreo hacia el Sur —ahora ya no tenía prisa—; arrastraba velozmente a los pocos viajeros por lagos, montes, cascadas y otras maravillas naturales, a través de ensordecedores túneles y sobre puentes que se balanceaban suavemente. Todo era extraño, bello y algo absurdo, imágenes de libros escolares y de tarjetas postales, paisajes que uno recuerda haber visto alguna vez y que no le interesan. Eso era el extranjero del que ahora él formaba parte; no existía retorno a casa. La cuestión del dinero estaba solucionada, lo tenía allí, lo llevaba consigo, todos los billetes de mil los llevaba guardados en el bolsillo interior.
Sin cesar se repetía la idea agradable y tranquilizadora de que ahora ya no podía pasarle nada, de que al otro lado de la frontera y con su pasaporte falso se hallaba seguro, a salvo de cualquier persecución. Pero esa hermosa idea era como un pájaro muerto por un niño. No vivía, no abría los ojos, caía como plomo de las manos, no daba ningún placer, ningún brillo, ninguna alegría. Era extraño; aquel día le había sorprendido varias veces ver que no podía pensar en lo que quería, que no tenía ningún dominio sobre sus pensamientos, que éstos corrían como querían y que, a pesar de su resistencia, se detenían preferentemente en las ideas que le atormentaban. Era como si su cerebro fuese un caleidoscopio en el que una mano extraña cambiase las imágenes. Quizá se debía tan sólo al largo insomnio y a la excitación; había estado mucho tiempo nervioso. En cualquier caso era horrible y si no lograba recuperar pronto cierta tranquilidad y alegría, se volvería loco.
Friedrich Klein palpó el revólver en el bolsillo de su abrigo. Este revólver era otra pieza que pertenecía a su nuevo equipo, a su nuevo papel, a su nueva máscara. En el fondo era fastidioso y repugnante arrastrar consigo todo esto, llevarlo incluso durante el tenue y envenenado sueño: un crimen, papeles falsos, dinero escondido, el revólver, el nombre supuesto. Sabía a historia de ladrones, a un romanticismo barato y nada le importaba a él, a Klein, al buen hombre. Era pesado y fastidioso, y no tenía nada de aliviador ni emancipante, como había esperado.
¡Dios mío! ¿Por qué había cargado él con todo, un hombre de cerca de cuarenta años, conocido como buen empleado y ciudadano tranquilo e inofensivo con tendencias cultas, padre de familia? ¿Por qué? Notaba que debía existir un instinto, una presión y un impulso de suficiente fuerza para conducir a un hombre como él hasta lo imposible. Si al menos él lo supiese, si pudiese conocer esta presión e instinto, si volviese a haber orden en sí mismo, sólo entonces podría aliviarse un poco. Se irguió bruscamente, se apretó las sienes con los pulgares y se esforzó por pensar. Le salió mal, su cabeza, era como de cristal y estaba minada por la zozobra, el cansancio y el insomnio. Nada le ayudaba. Debía meditar. Debía buscar y hallar, debía volver a conocer un centro en sí mismo, conocerse y comprenderse a sí mismo. De lo contrario la vida no podría soportarse. Penosamente rebuscaba los recuerdos de aquel día, como quien recoge con unas pinzas pedacitos de porcelana para pegarlos a una vieja caja. Sólo existían diminutos fragmentos, ninguno tenía relación con los demás, ninguno se refería por su estructura y color a la totalidad. ¡Qué recuerdos! Veía una cajita azul de la que extraía con mano temblorosa el sello oficial de su jefe. Veía al viejo de la caja que le pagaba el cheque con billetes marrones y azules. Veía una cabina telefónica en cuya pared se apoyaba con la mano izquierda para sostenerse, mientras hablaba por el auricular. Mejor dicho, él no se veía, veía a un hombre que hacía todo esto, una persona desconocida que se llamaba Klein y que no era él. Veía cómo esta persona quemaba cartas, escribía cartas. Le veía comer en un restaurante. Le veía —¡no, no era ningún desconocido, era él, era Friedrich Klein en persona!— de noche inclinado sobre la cuna de un niño dormido. ¡No, había sido él mismo! ¡Cuánto dolía volver a recordar! ¡Cuánto dolía ver el rostro del niño dormido, oír su respiración y saber que ya nunca más vería reír y comer esta boquita, que ya nunca más le besaría! ¡Cuánto dolía! ¡Por qué aquel Klein se hacía tanto daño a sí mismo!
Logró reunir los pedacitos. El tren se detuvo, estaban en una estación desconocida, chocaron portezuelas, en las ventanillas oscilaron maletas, letreros en azul y amarillo proclamaban: ¡Hotel Milán-Hotel Continental! ¿Debía fijarse? ¿Era importante? ¿Había algún peligro? Cerró los ojos y se quedó aturdido durante un largo minuto y en seguida se despertó sobresaltado, abrió los ojos y estuvo alerta. ¿Dónde estaba? La estación seguía allí. ¡Alto! ¿Cómo me llamo? Por milésima vez hizo la prueba. Es decir: ¿cómo me llamo? Klein. ¡No, al diablo! Basta con Klein. Klein ya no existía. Palpó en el bolsillo interior donde llevaba el pasaporte.
¡Qué cansado era todo eso! ¡Si uno supiera qué pesado es ser criminal! Contrajo las manos por el esfuerzo. Todo ello no le importaba en absoluto: Hotel Milán, estación, mozos de cuerda, podía abandonarlo todo tranquilamente. No, se trataba de otra cosa, de algo importante. ¿De qué?
Medio dormido —el tren arrancó de nuevo—, volvió a sus pensamientos. Era muy importante. Se trataba de saber si aún debía soportar la vida mucho tiempo. ¿O quizás era más fácil poner fin a todo este absurdo tan fatigoso? ¿No llevaba veneno consigo? ¿El opio? ¡Ah, no! Se acordó de que no había conseguido veneno. Pero tenía el revólver. Perfecto. Muy bien. Magnífico.
«Muy bien» y «magnífico» dijo en voz alta. De pronto oyóse hablar, se asustó, vio su desfigurado rostro reflejado en la ventana, extraño, grotesco y triste. ¡Dios mío —se gritó interiormente—, Dios mío! ¿Qué hacer? ¿Para qué seguir viviendo? Penetrar con la frente en esta pálida figura grotesca, precipitarse contra este turbio y estúpido cristal, aferrarse a él y cortarse el cuello. Dar con la cabeza en las traviesas, con un ruido ronco y sonoro, ser arrollado por las ruedas de muchos vagones, todo junto: tripas y cerebro, huesos y corazón —también los ojos—, y ser triturado en la vía, convertido en nada, borrado. Esto era lo único deseable, lo único que todavía tenía sentido. Se durmió con la nariz pegada al cristal mirando, absorto y desesperado, su imagen reflejada. Quizás unos segundos, quizás horas. Su cabeza daba golpes de un lado a otro, pero él no abría los ojos.
Despertó de un sueño cuyo último fragmento le quedó en la memoria. Estaba sentado, así lo soñó, en el asiento delantero de un automóvil que iba muy de prisa y de forma bastante temeraria por una ciudad cuesta arriba y cuesta abajo. Junto a él había alguien sentado que conducía el coche. En el sueño él daba un golpe en el vientre a esta persona, le arrancaba el volante de las manos y conducía él mismo de forma desenfrenada y angustiosa, a campo traviesa, rozando apenas caballos, ventanas, árboles, hasta el punto que saltaban chispas ante sus ojos.
Despertó de este sueño. Su cabeza se había despejado. Se rió de las imágenes del sueño. El golpe en el vientre estaba bien, lo imitaba con gusto. Entonces empezó a reconstruir el sueño y a meditar en él. ¡Cómo había pasado volando por entre los árboles! ¿Quizá venía del viaje en tren? ¡Pero, en realidad, el conducir, a pesar del peligro, había sido un placer, una dicha, una salvación! Sí, era mejor conducir uno mismo y hacerse trizas, que ir siempre guiado y conducido por otro.
¿Pero a quién había dado aquel golpe en sueños? ¿Quién era el chófer desconocido que iba sentado junto a él, al volante del automóvil? No podía recordar ningún rostro, ninguna figura, tan sólo una sensación, un vago y oscuro sentimiento… ¿Quién podía ser? Alguien a quien él respetaba, a quien concedía poder sobre su vida, a quien soportaba y a quien, sin embargo, odiaba secretamente, a quien dio el golpe en el vientre. ¿Quizá su padre? ¿O uno de sus jefes? ¿O era el fin?
Klein abrió los ojos. Había encontrado un cabo del hilo perdido. Volvía a saberlo todo. El sueño estaba olvidado. Había algo muy importante. ¡Ahora lo sabía! Ahora empezaba a saber, a presentir, a oler porqué estaba aquí sentado en el rápido, porqué ya no se llamaba Klein, porqué tenía dinero escondido y papeles falsos. ¡Al fin, al fin!
Sí, así era. Ya no tenía ningún sentido ocultárselo. Todo había sucedido por culpa de su mujer, sólo por culpa de su mujer. ¡Qué bien que ahora lo sabía por fin!
Partiendo de esta noción pensó en dar un vistazo a amplios trechos de su vida, que desde hacía tiempo se había desmoronado en simples pedazos sin valor. Echó una mirada retrospectiva sobre un largo trecho recorrido, sobre toda su vida matrimonial, y el trecho le pareció una calle larga, cansada, desierta, donde un hombre solo arrastraba pesadas cargas en medio del polvo. Detrás, en alguna parte, más allá del polvo, sabía que se escondían las verdes y brillantes cimas de la juventud. Sí, una vez había sido joven, pero no como todos. Había tenido grandes sueños y había exigido mucho de la vida y de sí mismo. Pero desde entonces no había habido más que polvo y cargas, una calle larga, calor y rodillas cansadas, sólo una soñolienta y envejecida nostalgia esperando en el seco corazón. Ésa había sido su vida.
Miró por la ventana y se sobresaltó. Se le aparecieron imágenes insólitas. Bruscamente se dio cuenta de que estaba en el Sur. Maravillado, se incorporó, se asomó a la ventana. Otro velo cayó y el enigma de su suerte se aclaró un poco. ¡Estaba en el Sur! ¡Veía verdes terrazas de frondosas vides, murallas de color dorado oscuro medio derruidas, como en los viejos grabados, exuberantes árboles rosados! Ante sus ojos pasó una pequeña estación con un nombre italiano parecido a ogno u ogna.
Klein quería seguir leyendo en su destino. Dejaba su matrimonio, su empleo, todo lo que había sido su vida y su patria hasta entonces. ¡Y se dirigía al Sur! Sólo entonces comprendió porqué, en plena persecución, en el delirio de su fuga, había escogido como meta aquella ciudad con nombre italiano. Lo había hecho con una guía de hoteles y, por lo visto, de forma confusa y al azar; del mismo modo hubiera podido decir Amsterdam, Zürich o Malmö. Tan sólo ahora ya no existía azar. Estaba en el Sur, había atravesado los Alpes. De esta forma realizaba el deseo más ardiente de su juventud, de aquella juventud cuyos recuerdos se habían apagado y extraviado en la larga calle desierta de una vida sin sentido. Una fuerza desconocida había dispuesto que se cumpliesen sus dos deseos más fervientes: el ansia por el Sur, hacía tiempo olvidada, y el anhelo, secreto y nunca expresado clara y libremente, de huir y de liberarse de la esclavitud y del polvo de su matrimonio. Aquella disputa con su jefe, aquella sorprendente ocasión de sustraer dinero, todo lo que le había parecido tan importante, se desplomaba en pequeños azares. Ellos no le habían guiado. Habían ganado aquellos dos grandes deseos de su alma; todo lo demás había sido sólo el medio para obtenerlos.
Klein se asustó mucho de esta nueva evidencia. Se sintió como un niño que, jugando con cerillas, ha prendido fuego a una casa. Y ardía. ¡Dios mío! ¿Y de qué le servía? ¿Es que si viajaba hasta Sicilia o Constantinopla, rejuvenecería veinte años?
Entretanto el tren corría. Le salía al encuentro una aldea tras otra, de extraña belleza. Un alegre libro de dibujos con todos los bonitos objetos que se espera del Sur y que se conoce por las postales: puentes de piedra bellamente arqueados sobre arroyos y oscuros peñascos, muros de viñedos ribeteados por pequeños helechos, altos y esbeltos campanarios, fachadas de iglesias pintadas de varios colores o sombreadas por pórticos con ligeros y nobles arcos, casas de color rosa y soportales macizos del más fresco azul, mansos castaños, negros cipreses esparcidos por doquier, cabras trepando por el monte; las primeras palmeras, pequeñas y recias, frente a una mansión. Todo era curioso y bastante inverosímil, pero sobre todo resultaba bonito y parecía anunciar un cierto consuelo. Existía este Sur, no era una fábula. Los puentes y los cipreses habían llenado sus sueños de juventud; las casas y las palmeras decían: ya no estás en lo viejo, aquí empieza lo verdaderamente nuevo. El aire y el sol parecían aromatizados y con mayor fuerza, la respiración más fácil, la vida más posible, el revólver más superfluo, el ser destruido sobre los raíles menos urgente. Parecía posible un intento, a pesar de todo. La vida quizá podía soportarse.
Le invadió otra vez el agotamiento, ahora se abandonó más fácilmente y durmió hasta el anochecer. Le despertó el nombre sonoro de su pequeña ciudad. Precipitadamente descendió. Un empleado con el nombre de «Hotel Milano» en la gorra se le dirigió en alemán; encargó una habitación y pidió la dirección. Soñoliento y vacilante salió del vestíbulo de cristal y pasó de la ebriedad a la tibia noche.
«Algo así me he imaginado que era Honolulú», pensó. Un paisaje fantástico agitado le zarandeó de forma extraña e inconcebible. La colina descendía abrupta ante él, abajo la ciudad estaba encadenada; echó un vistazo perpendicular a las plazas iluminadas. De todas partes brotaban escarpadas y abruptas montañas como panes de azúcar surgiendo de un lago en el que se reflejaban innumerables faroles del muelle. Un funicular se sumergía en la ciudad como un cubo en el pozo, medio en serio, medio en broma. En algunas de las altas cimas ardían ventanas iluminadas, ordenadas hasta la cúspide en caprichosas hileras, peldaños y constelaciones. Por encima de la ciudad sobresalían los tejados del gran hotel. En sus oscuros jardines flotaba el viento cálido de la tarde, casi veraniego, lleno de polvo y de perfume. De la oscuridad confusamente resplandeciente del agua subía una charanga acompasada y ridícula.
Era igual que aquello fuese Honolulú, Méjico o Italia. Era desconocido, era un mundo nuevo, un aire nuevo. Y, aunque le desconcertaba y le angustiaba interiormente, auguraba también embriaguez y olvido, nuevas y desconocidas sensaciones.
Una calle parecía llevar al campo; vagó por ella, pasando por delante de depósitos y camiones; llegó junto a pequeñas casas de arrabal donde voces potentes gritaban en italiano. En el patio de una taberna sonaba estridente una mandolina. En la última casa se oía la voz de una muchacha, un olor a armonía le oprimió el corazón; con satisfacción pudo comprender muchas palabras y fijarse en el refrán:
Mama non vuole, papa ne meno,
Come faremo a fare l’amor?
Sonaba igual que en los sueños de su juventud. Inconscientemente siguió calle adelante, maravillado penetró en la cálida noche donde cantaban los grillos. Había un viñedo y se detuvo embelesado: fuegos artificiales, una rueda de lucecitas verdes llenaban el aire y la perfumada y alta hierba, miles de estrellas fugaces se balanceaban ebriamente. Era un enjambre de luciérnagas que, lenta y silenciosamente, hacían de fantasmas en la cálida noche palpitante. El aire veraniego y la tierra parecían gozar fantásticamente en figuras luminosas y en mil pequeñas constelaciones que se movían. El forastero permaneció mucho rato entregado al hechizo y olvidó la angustiosa historia de este viaje. ¿Existía todavía una realidad? ¿Había todavía negocios y policía? ¿Todavía jueces e informes? ¿Había una estación a diez minutos de aquí?
Lentamente el fugitivo, que había pasado de la vida a la fantasía, regresó a la ciudad. Los faroles se encendían. Algunas personas le gritaban palabras que no entendía. Árboles gigantes estaban llenos de flores, una iglesia de piedra colgaba sobre el despeñadero con altas terrazas; claras calles, interrumpidas por peldaños, fluían hacia la ciudad como arroyos de montaña.
Klein encontró su hotel. Y al entrar, en el vestíbulo y la escalera excesivamente daros y sobrios, desapareció su borrachera y volvió la angustiosa timidez, su huida, su estigma. Confuso, pasó ante las miradas atentas y escrutadoras del conserje, del camarero, del chico del ascensor, de los huéspedes; se refugió en un aburrido rincón del restaurante. Con voz débil pidió el menú y atentamente, como si aún fuera pobre y tuviera que ahorrar, leyó los precios de todos los platos y encargó uno barato; se animó artificialmente con media botella de Burdeos, que no le gustó, y se alegró de encontrarse por fin tras la puerta cerrada de su pequeña y sórdida habitación. En seguida se durmió, durmió ávida y profundamente, pero sólo dos o tres horas. En plena noche se despertó.
Desde el abismo de lo desconocido, miraba absorto la hostil oscuridad. No sabía dónde estaba. Tenía la sensación abrumadora y culpable de que había olvidado algo importante. A tientas pulsó el interruptor y encendió la luz. La pequeña habitación surgió extraña, triste y absurda. ¿Dónde estaba? Los sillones de felpa le miraban disgustados. Todo le miraba con aire frío y desafiador. Se halló ante el espejo y leyó en su rostro lo olvidado. Sí, sabía. Antes no había tenido nunca este rostro, ni estos ojos, ni estas arrugas, ni estos colores. Era un rostro nuevo. Ya le había llamado la atención una vez ante otro espejo, durante la agitada representación de aquel día absurdo. No era su rostro, el rostro bueno, tranquilo y algo tolerante de Friedrich Klein. Era un rostro marcado por el destino con nuevos rasgos, más viejo y también más joven que el anterior, enmascarado y maravillosamente inspirado. A nadie le gustaban tales rostros.
Se hallaba, pues, sentado en la habitación de un hotel en el Sur, con el rostro marcado. En casa dormían los niños que había abandonado. Nunca más les vería dormir, nunca más les vería despertarse, nunca más oiría sus voces. No volvería a beber en el vaso de aquella mesilla de noche, en la que había el periódico de la tarde y un libro junto a la lamparita. Y detrás, en la pared, encima de la cama, las fotografías de sus padres, y todo, todo. En lugar de esto, aquí, en un hotel extranjero, miraba en el espejo la cara triste y angustiada del criminal Klein. Y los muebles de felpa miraban torva y fríamente. Y todo era distinto. Nada estaba en orden. ¡Si su padre hubiese vivido aún!
Desde su juventud Klein no se había abandonado jamás a sus sentimientos de forma tan directa y solitaria, jamás había estado en el extranjero, nunca se había sentido tan desnudo y vertical bajo el sol inexorable del destino. Siempre había estado ocupado en algo, en algo que no era él mismo, siempre había tenido que ocuparse del dinero, del ascenso en la oficina, de la paz en casa, de problemas escolares y de enfermedades infantiles. Siempre le rodeaban los grandes y sagrados deberes del ciudadano, del marido, del padre; había vivido en defensa de éstos y a su sombra, a ellos se había sacrificado y gracias a ellos su vida había cobrado justificación y sentido. Ahora, de repente, pendía desnudo en el universo, solo frente al sol y a la luna; notaba el aire de su alrededor enrarecido y glacial.
¡Y lo extraordinario era que ningún cataclismo le había llevado a esta situación inquietante y muy peligrosa, ningún dios ni ningún diablo, sino él solo, él mismo! Su propia acción le había lanzado aquí, le había colocado en medio de la extraña inmensidad. Todo había nacido y crecido en él mismo, en su propio corazón se había desarrollado el destino: crimen y rebelión, huida de los deberes sagrados, salto al universo, odio a su mujer, fuga, aislamiento y quizá suicidio. Otros podían haber caído también en el mal y el hundimiento por motivos como el fuego o la guerra, por accidente o por mala voluntad de otros. Él, en cambio, el criminal Klein, no podía alegar nada semejante, no podía decir nada, ni hacer responsable a nadie, a lo sumo quizás a su mujer. Sí, ella, en realidad ella podía y debía ser invocada y hecha responsable. Podía señalarla con el dedo si alguna vez se le exigían cuentas.
Creció en él una gran cólera y de pronto le invadió una aglomeración ardiente y mortal de ideas y hechos. Recordó el sueño del automóvil y el golpe que había dado en el vientre de su enemigo.
Lo que ahora recordaba era una sensación o una fantasía, un estado de ánimo raro y morboso, una tentación, una loca veleidad, o como se le quiera llamar. Era la imagen o visión de un terrible acto sangriento que cometía matando a su esposa, a sus hijos y a sí mismo. Ahora, mientras el espejo seguía mostrándole su rostro de criminal marcado y loco, pensaba que varias veces había imaginado este cuádruple asesinato, varias veces, desesperado, había intentado defenderse de esta horrible y absurda visión. Exactamente entonces le parecía que le habían empezado los pensamientos, los sueños y las situaciones inquietantes, que, más tarde, con el tiempo, le habían conducido a la estafa y a su fuga. Tal vez no había sido sólo la descomunal aversión a su mujer y a su vida conyugal la que le había expulsado de casa, sino el miedo de que un día pudiese perpetrar ese horrible crimen: matar a todos, sacrificarles y verles yacer en su propia sangre. Además esta imagen tenía antecedentes. A veces había tenido como un ligero mareo al que uno cree que debe abandonarse. ¡En cambio, la imagen, el asesinato, procedía de una fuente especial! ¡Era incomprensible que no lo viera hasta ahora!
Cuando tuvo por primera vez la idea obsesiva de la muerte de su familia y se horrorizó de esta visión diabólica, le asaltó, no sin cierta ironía, un pequeño recuerdo. Era éste: años atrás, cuando su vida aún era inocente, casi feliz, comentó con sus compañeros el horrible crimen de un maestro de escuela del sur de Alemania, llamado W. (no recordaba exactamente el nombre) que había degollado a toda su familia de una forma terrible y sangrienta y que después se había dado muerte a sí mismo. Se trataba de saber hasta qué punto podía hablarse de responsabilidad en un acto de tal clase y, en general, si se podía comprender y explicar una explosión tan horrible de monstruosidad humana. Él, Klein, se había excitado mucho y se había mostrado extremamente violento con un compañero que intentaba explicar todo asesinato psicológicamente; él sostuvo entonces que ante un crimen tan monstruoso un hombre decente no podía tener más actitud que la indignación y la repugnancia; un hecho de esa naturaleza sólo podía nacer en el cerebro de un demonio, y para un criminal de este tipo ningún castigo, ninguna condena, ninguna tortura era bastante rigurosa ni dura. Aún hoy recordaba perfectamente la mesa a la que estaban sentados y la mirada sorprendida y algo crítica que le habían dirigido los demás compañeros tras este arranque de indignación.
La primera vez que se vio a sí mismo, en una espantosa fantasía, como asesino de los suyos, se estremeció ante la idea y recordó en seguida aquella conversación sobre el parricida W. Y, aunque hubiese querido jurar que entonces había expresado sinceramente sus verdaderos sentimientos, ahora resonaba en su interior una voz espantosa que se mofaba de él y le gritaba: ya entonces, ya entonces, años atrás, en la conversación sobre el maestro W. habías comprendido lo más íntimo de aquella acción, lo habías comprendido y aprobado, y tu violenta indignación y tu excitación se debieron a que lo que había en ti de filisteo e hipócrita no te dejaba admitir la voz del corazón. El terrible castigo y la tortura que deseaste a aquel asesino, y la indignada injuria con que calificaste su acción, en el fondo, iban dirigidos contra ti mismo, contra el germen de crimen que indudablemente llevabas ya entonces. Tu gran excitación en toda aquella conversación, en realidad se debió a que te veías a ti mismo sentado, acusado de un hecho sangriento; intentabas salvar tu conciencia mientras acumulabas acusación y sentencia. Como si, con esta furia contra ti mismo, pudieses castigar o acallar una secreta criminalidad.
Klein había ido lejos con sus pensamientos. Sentía que se trataba de algo importante para él, de su propia vida. Pero resultaba indeciblemente penoso hilvanar y ordenar estos recuerdos y pensamientos. Un estremecedor presentimiento de la última noción, redentora, le produjo cansancio y repugnancia ante su situación. Se levantó, se lavó la cara, anduvo descalzo de un lado para otro hasta que sintió escalofríos y entonces pensó en dormir.
Pero el sueño no acudía. Yacía entregado inexorablemente a sus sensaciones, a sus sentimientos puramente horrendos, dolorosos y humillantes: el odio a su mujer, la compasión para consigo mismo, la perplejidad, la necesidad de explicar, disculpar, consolar. Y como no se le ocurría ningún consuelo y el camino a la comprensión le llevaba, de forma profunda y despiadada, a las más ocultas y peligrosas espesuras de sus recuerdos, y el sueño se negaba a volver, permaneció el resto de la noche en un estado tan horrible como nunca había experimentado. Todos los sentimientos repugnantes que en él luchaban se reunían en un miedo terrible, asfixiante, mortal. Una diabólica pesadilla oprimía su corazón, crecía hasta el límite de lo insoportable. ¡Hacía tiempo que ya sabía lo que era miedo, desde hacía años, desde las últimas semanas! ¡Días! ¡Pero nunca lo había sentido tan aferrado a su garganta! Debía pensar en cosas menos importantes, en una llave olvidada, en la cuenta del hotel; debía crear montañas de preocupaciones y de penosas esperas. El saber si esta sórdida habitacioncilla le costaría más de tres francos y medio por noche y si, en este caso, debía permanecer allí más tiempo, le mantuvo en vilo durante una hora, le hizo sudar y le produjo palpitaciones. Sabía perfectamente que estos pensamientos eran absurdos. Para consolarse se hablaba de forma razonable y tranquilizadora, como a un niño obstinado; contaba con los dedos la total inconsistencia de sus preocupaciones. ¡Pero era en vano, completamente en vano! Tras este querer consolarse y animarse se traslucía más bien algo de mofa sangrienta, de mero aspaviento teatral, como ocurrió con el asesino W. Estaba muy claro que el miedo a la muerte, este horroroso sentimiento de estrangulación, de ser condenado a angustiosa asfixia, no procedía de la preocupación por un par de francos o por algo parecido. Detrás de esto acechaba lo peor, lo más grave. ¿Pero qué? Tenían que ser cosas que tuviesen relación con el sangriento maestro de escuela, con sus propios deseos de asesinar y con todos sus males y trastornos. ¿Pero cómo resolverlo? ¿Cómo hallar el motivo? En su interior no había un solo trozo que no sangrase, que no estuviese enfermo, podrido, hipersensible. Notó que no podría soportarlo mucho tiempo. Si seguía así, noche tras noche, se volvería loco o se suicidaría.
Haciendo un esfuerzo se sentó en la cama e intentó vaciar el sentimiento de su situación para acabar con él. Pero siempre era igual: estaba sentado solo y desamparado, con la cabeza delirante y una presión dolorosa en el corazón, aferrado al miedo a la muerte, enfrentado al destino como un pájaro ante la serpiente, consumido por el temor. El destino —ahora lo sabía— no venía de cualquier parte, nacía en su propio interior. Si no encontraba ningún medio contra él, ya que le devoraba, estaría destinado a verse perseguido paso a paso por el miedo, por este miedo horrible; a verse desposeído de su corazón, paso a paso, hasta llegar al borde de lo que sentía ya cerca.
¡Cómo deseaba poder comprender, quizá sería la salvación! No había llegado ni mucho menos a descubrir su situación hasta el fin ni lo que le había ocurrido. Sabía tan sólo que estaba en el comienzo. Si ahora pudiese hacer un enorme esfuerzo y abarcar, ordenar y reflexionar sobre todo ello con exactitud, quizás encontrase el hilo. Todo cobraría un sentido y una fisonomía, entonces quizá sería soportable. Pero este esfuerzo, este autoanimarse era demasiado para él, era superior a sus fuerzas, sencillamente no podía. Cuanto más esfuerzo hacía por pensar, peor; en lugar de recuerdos y explicaciones sólo hallaba en él agujeros vacíos, no se le ocurría nada y, en cambio, le perseguía otra vez el miedo torturante; quisiera haber olvidado lo importante. Se inquietó y rebuscó en sí mismo, como un viajero nervioso que revuelve todas sus bolsas y maletas en busca del billete que quizá tiene en el sombrero o en la mano. ¿Pero cuál era el remedio, él quizá?
Antes, hacía una hora, o tal vez más, ¿no había pensado algo, no había hecho algún descubrimiento? ¿Qué había sido, qué? Estaba lejos y no lo volvía a encontrar. Desesperado, se dio un puñetazo en la frente. ¡Dios del cielo, déjame encontrar la llave! ¡No me dejes perecer así, de forma tan miserable, tan estúpida, tan triste! Hecho trizas, como nubes en plena tormenta, todo su pasado huía de él, millones de imágenes, mezcladas y superpuestas, que recordaban algo de forma desfigurada y burlona. ¿Qué? ¿Qué?
De pronto encontró el nombre de «Wagner» en sus labios. ¡Qué inconscientemente pronunció: «Wagner, Wagner»! ¿De dónde procedía este nombre? ¿De qué pozo? ¿Qué quería? ¿Quién era Wagner? ¿Wagner?
Se aferró al nombre. Por fin tenía una tarea, un problema que era preferible que flotar en lo amorfo. Así pues, ¿quién es Wagner? ¿Qué importa Wagner? ¿Por qué mis labios, los deformados labios de mi rostro de asesino, pronuncian ahora, de noche, el nombre de Wagner? Se calmó. Se le ocurrieron toda clase de cosas. Pensó en Lohengrin y en la relación poco clara que tenía con el músico Wagner. A los veinte años le había gustado apasionadamente. Más tarde su entusiasmo se enfrió y con el tiempo le había encontrado una serie de objeciones y reparos. Había criticado mucho a Wagner y quizás esta crítica no estaba dirigida tanto contra el propio Richard Wagner, como contra su propia admiración por él. ¿Había caído de nuevo en la trampa? ¿Había vuelto a mentir, un pequeño embuste, una inmundicia? Sí, aparecían una tras otra. ¡La intachable vida del empleado y esposo Friedrich Klein no había sido completamente impecable, completamente limpia, a cada paso había algo que ocultar! Sí, de acuerdo, lo mismo había pasado con Wagner. Friedrich Klein había jugado y odiado duramente al compositor Richard Wagner. ¿Por qué? Porque Friedrich Klein no podía perdonarse que de joven hubiese estado loco por este mismo Wagner. Porque juventud, exaltación y Wagner, todo, le recordaba penosamente lo perdido, porque se había dejado atrapar por su mujer a la que no amaba, o no mucho, no lo bastante. ¡Ah, y tal como procedía contra Wagner, el empleado Klein también lo hacía con muchas otras personas y cosas! ¡Era un buen hombre el señor Klein, y tras su honradez sólo escondía suciedad y porquería! ¡Ah, si quisiera ser honrado, cuántos pensamientos secretos hubiera tenido que ocultarse! ¡Cuántas miradas a chicas bonitas por la calle, cuánta envidia a las parejas de enamorados que encontraba cuando se dirigía de la oficina hacia su mujer, a casa! Y luego la idea de asesinato. Y el odio, también válido para él, contra aquel maestro de escuela…
De repente se estremeció. ¡Otra cosa que encajaba! ¡El maestro de escuela y asesino también se llamaba Wagner! ¡Aquí estaba el meollo! Wagner, así se llamaba aquel siniestro, aquel loco asesino que había liquidado a toda su familia. ¿Toda su vida había estado tal vez ligada a ese Wagner? ¿No le había seguido por doquier esta sombra maldita? Ahora, gracias a Dios, había vuelto a encontrar el hilo. Sí, en otros tiempos, en los buenos tiempos ya lejanos, había echado pestes, se había indignado y encolerizado contra ese Wagner y le había deseado los mayores castigos. Y después, sin embargo, él mismo, sin pensar más en Wagner, había tenido los mismos pensamientos y había visto varias veces, en sueños, cómo mataba a su mujer y a sus hijos.
¿Y no era realmente comprensible? ¿No era eso? ¿No se podía concluir fácilmente que la responsabilidad ante la existencia de los hijos era insoportable, tan insoportable como la propia esencia y existencia que uno sentía como error, culpa y tortura?
Suspirando abandonó este pensamiento. Ahora le parecía completamente seguro que, cuando conoció por primera vez aquel homicidio wagneriano, ya entonces lo había comprendido y aprobado en su interior, aprobado naturalmente sólo como posibilidad. Ya entonces, cuando aún no se sentía desgraciado ni su vida estaba frustrada, ya entonces, años atrás, cuando aún le parecía querer a su mujer y creía en su amor, ya entonces en su fuero interno había comprendido al maestro de escuela Wagner y había estado secretamente de acuerdo con su acción. Todo lo que dijo y opinó entonces había sido sólo la opinión de su mente, no de su corazón. Su corazón —aquella raíz íntima, origen del destino— había tenido siempre otra opinión, había comprendido y aprobado el crimen. Siempre habían existido dos Friedrich Klein, uno visible y otro oculto, uno empleado y otro criminal, uno padre de familia y otro asesino.
Pero en aquella época había estado de parte del «mejor» yo, del empleado y persona decente, del esposo honorable y ciudadano honrado. Nunca había aceptado la secreta opinión de su interior, nunca le había conocido. ¡Y, sin embargo, esta voz interior le había guiado sin darse cuenta y le había convertido finalmente en fugitivo e infame!
Agradecido, se aferraba a estas ideas. Había un poco de lógica, algo de razón. Pero no le bastaba, lo importante seguía siendo oscuro. Había conseguido una cierta claridad, una cierta verdad. Y lo que importaba era la verdad. ¡Si al menos no volviese a perder el hilo!
Delirando, agotado, en inquieto duermevela, entre el pensamiento y el sueño, volvió a perder el hilo por centésima vez y por centésima vez lo volvió a encontrar. Hasta que amaneció y el ruido de la calle penetró por la ventana.