I
Gannon se despertó sobresaltado y miró el contorno de la ventana, que iba adquiriendo una tonalidad grisácea entre la oscuridad reinante. Se incorporó con cuidado sobre el codo y contempló el rostro dormido de Kate, la suave masa de sus cabellos sobre la almohada como una densa sombra, la leve ondulación de sus pestañas en las mejillas, y los labios, que parecían tallados en marfil. Observó cómo se enarcaban y contraían sus fosas nasales, y la pausada y profunda ascensión y caída de su pecho al respirar. Tenía un brazo cruzado sobre el vientre, y sus dedos casi le rozaban.
Despacio, sin dejar de observarla, empezó a apartarse, deteniéndose cuando sus labios se fruncieron un momento para abrirse de nuevo como si fuera a hablar. Pero no se despertó, y él se bajó de la cama y se llevó la ropa, la canana y las botas al cuarto de estar para vestirse. El Colt, enfundado, retumbó al depositarlo sobre el hule de la mesa, y contuvo un instante el aliento, pero no se oyó ruido alguno en la habitación.
Volvió al dormitorio a contemplarla una vez más antes de calzarse las botas. Había movido un poco la mano, dejándola en el sitio donde él había dormido. Dejó la llave sobre la mesa, salió afuera, y en medio de la penumbra fría y cenicienta puso las botas en el suelo, metió los pies en ellas, y cerró la puerta con cuidado.
La ciudad estaba desierta y en la madrugada gris los edificios y casas se le aparecían despacio como pensamientos surgidos de los sombríos confines de su mente, para plasmarse allí, autónomos, bidimensionales y extraños en aquel silencio, roto únicamente por el cavernoso eco de sus pasos en el entarimado de la acera.
Yendo por Grant Street apenas se distinguía la alta construcción del General Peach, oscura y dormida. Torció a la derecha por Main Street. Unas cuantas estrellas aún despedían frágiles esquirlas luminosas, pero al alzar la cabeza casi las perdió de vista. Pasó frente al hotel y las mecedoras vacías del porche, y cruzó Broadway; tuvo la sensación, extrañamente intensa, de ser dueño de la deshabitada ciudad en aquellas horas tempranas. Dejó atrás las ruinas del Glass Slipper, pasó por la farmacia y la armería con sus destrozados escaparates, y sorteó de nuevo los carbonizados tablones de la acera frente al Lucky Dollar. El malsano olor dulzón y la fetidez del whisky se habían disipado, pero dentro seguían humeando los rescoldos. Cruzó Southend, se detuvo un momento bajo el letrero nuevo para echar una mirada al sombrío interior de la cárcel, y sintió el frío nocturno que transpiraba por el muro de adobe.
Esperó hasta que oyó removerse y roncar al juez en el calabozo, y luego se dirigió a la casa de huéspedes de Birch, descalzándose de nuevo al subir la escalera hasta su cuarto. Arriba había un monótono concierto de ronquidos, que se debilitó al cerrar su puerta. Encendió el quinqué y acercó un momento las manos a su tenue calor, y luego se desnudó y se lavó, enjabonándose y restregándose la blanca piel con un trapo y agua helada de la jarra de loza; se afeitó ante el triángulo del espejo. Puso ropa limpia sobre la cama y se vistió con esmero, su mejor camisa blanca, sus pantalones nuevos de rayas —de cuyas perneras trató de quitar la tersa arruga—, se cepilló las botas nuevas, que le quedaban algo estrechas, y se las puso trabajosamente. Después de frotar la estrella hasta sacarle brillo, se la prendió en el chaleco, sobre el cual, para abrigarse, se puso la chaqueta de lona. Limpió el polvo de la canana entre los compartimientos de las balas, frunció el ceño al ver el desgarrón en uno de ellos y abrillantó la hebilla, de afiladas aristas. Se puso la cartuchera, apretándosela más de lo habitual para paliar el frío que se le iba metiendo en el estómago, la echó hacia abajo hasta donde pudo y se anudó firmemente al muslo la tirilla de cuero de la funda.
Entonces sacó una botella de whisky medio llena de aceite y un trapo, y se sentó a la mesa para limpiar el Colt, engrasándolo y secándolo después. Repitió la operación una y otra vez con gran esmero, ensimismado, frotando pacientemente cada mota de polvo de Main Street hasta que su viejo calibre cuarenta y cuatro lanzó pálidos y suntuosos destellos a la luz del quinqué. Engrasó también el interior de la pistolera, metiendo y sacando el arma hasta que el Colt se deslizó a su entera satisfacción. Volvió a introducir las balas en el cilindro, dejó el percutor sobre el espacio vacío, enfundó el revólver, se restregó las manos hasta quitarse la grasa, y terminó de prepararse. Ahora oyó que algunos mineros se levantaban y empezaban a moverse en sus habitaciones.
Se puso en pie y apagó la luz. Al disponerse a salir se acordó de la llave de repuesto del calabozo. La cogió, introducida en su aro metálico, para dejarla en la cárcel.
En la calle había más luz, de un gris más crudo ahora, y por Main Street vio que las cabañas de los mineros, al otro lado de Grant Street, estaban iluminadas. A medida que avanzaba hacia la cárcel se encendían más luces en las casas. El polvo de la calle era de un blanco puro, y sentía en las fosas nasales el frescor de la suave brisa del nordeste, ya no tan fría. El tono ceniciento que coronaba los Bucksaw cobraba ahora un matiz verdoso, un tono amarillento que se oscurecía y acababa fundiéndose con el mundo gris, pero que de pronto empezó a elevarse y aclararse, de manera que pensó en acelerar el paso. Cuando entró en la cárcel, lo primero que hizo fue colgar la llave en el gancho, y luego se sentó a la mesa y colocó parsimoniosamente el sombrero frente a él, disponiéndose a esperar los momentos que faltaban. Procuró pensar tan sólo en lo que se le podría haber olvidado.
Lanzó una mirada al calabozo, en donde se removía el juez, gruñendo, chasqueando los labios y roncando; no podía verlo porque allí dentro estaba oscuro.
Volviéndose de nuevo, observó el polvo de la calle, cada vez más blanco, se inclinó sobre el arañado tablero de la mesa donde se impartía la justicia en Warlock, y esperó, con el único deseo de que hubiera algún modo de ver ante sí el futuro de la ciudad, y, con una súbita y terrible punzada de dolor, ansió saber lo que dirían de él después.
Pero además de una angustia indefinida y desolada que lo invadía de manera intermitente como una fiebre, sentía una especie de paz, una cierta libertad. Comprendió que no había necesidad de analizar sus actos, no le hacía falta poner en duda sus decisiones, no era preciso reflexionar sobre su culpa, su ineptitud, ni siquiera sobre sí mismo. Ya no había decisiones que tomar, porque sólo era cuestión de responsabilidad, y aquella libertad tenía un tremendo alcance. Y miró una vez más la lista de nombres de ayudantes del sheriff grabados en la pared encalada, el suyo propio, que estaba al final pero no sería el último, y sintió un orgullo tan inmenso que se le agolparon las lágrimas en los ojos, y supo, también, que sólo por el orgullo merecía la pena todo aquello.
Oyó unos pasos lentos por la acera, y Pike Skinner apareció en el umbral. Tenía unas marcas borrosas bajo los ojos, como de mapache; con la piel tensa sobre los pómulos, su rostro daba aspecto de suciedad por una barba de dos días. Llevaba una chaqueta forrada con piel de borrego.
—Pike.
Pike le contestó con una inclinación de cabeza y luego miró al calabozo.
—Cobarde hijo de perra —dijo con infinito desprecio.
Luego echó un vistazo a los nombres de la pared, y volvió a mover la cabeza cuando Gannon abrió el cajón de la mesa.
Sacó la otra estrella de ayudante y se la entregó a Pike, que la lanzó al aire y volvió a cogerla, sin decir nada. Le indicó la llave que colgaba del gancho.
—He traído la otra llave. El juez se ha guardado la de aquí.
Pike asintió. Volvió a lanzar la estrella al aire; esta vez se le cayó al suelo, y se ruborizó al agacharse a recogerla.
—Ten cuidado con ella —dijo Gannon.
—¡Mierda! —exclamó Pike, y en esa palabra había un dolor que él agradeció. Se dio la vuelta y añadió—: Hay gente fuera. Es curioso cómo se enteran de todo.
Gannon miró más allá de Pike y en la calle vio la primera luz del día.
—Creo que va siendo hora —dijo.
—Supongo que sí —confirmó Pike.
Entró Peter con Tim French. En el calabozo hubo un gruñido y ruido de arrastrar de pies; las manos del juez aparecieron en los barrotes, luego su cara entre ellos, abotagada de sueño y alcohol. Sus ojos ardientes y congestionados lo miraban sin ver mientras se ponía el sombrero y lo saludaba con la cabeza, para luego hacer lo mismo con Peter y Tim. Peter bajó la vista hacia la mano de Pike que sostenía la otra estrella.
—Hace frío —observó Tim.
Gannon pasó frente a él, y salió a la calle. En la acera, un poco más allá, estaba Chick Hasty, acompañado de Wheeler, el viejo Owen Parsons y Mosbie, con el brazo derecho en un cabestrillo de gasa y una chaqueta echada sobre los hombros. Más allá había hombres en las aceras, también, y vio que los mineros se concentraban en la esquina de Grant Street, donde los recogerían las carretas de la Medusa y demás minas. Por encima de los Bucksaw aparecía la primera franja de sol, con un increíble fulgor dorado que lanzaba llamaradas sobre las cumbres.
Chick Hasty lo miró, saludándolo con la cabeza. Mosbie se apartó haciéndole un gesto similar detrás de Hasty, con expresión de rabia. Oyó el creciente ajetreo de Warlock, que se despertaba. Ahora, con el sol a medias en el horizonte, se respiraba un aire más cálido. Otro día de calor. Siguió andando por la acera, hasta que se apoyó en la baranda para contemplar la pausada ascensión del gran disco dorado sobre su parapeto tras las montañas. De pronto quedó suspendido en el aire, en toda su redondez, y él continuó andando por el entarimado frente a los hombres apoyados en la baranda, hasta que bajó al polvo de Main Street.
II
Blaisedell salió del hotel, e inmediatamente los espectadores empezaron a retirarse de la acera, ocultándose en el quicio de las puertas y entre las ruinas del Glass Slipper y el Lucky Dollar. Blaisedell bajó despacio a la calle, y Gannon lo vio como una imagen de sí mismo en un espejo, pero empequeñecida por la distancia y toda vestida de negro, y entonces, a una manzana de distancia, su reflejo echó a andar en el mismo momento en que lo hacía él. Gannon distinguió la inclinación de la canana por la chaqueta entreabierta, y un Colt de cachas de oro remetido en el cinturón. Blaisedell caminaba a grandes y lentas zancadas, mientras él avanzaba trabajosamente entre el polvo. Le hacían daño las botas y sentía una especie de sacudida eléctrica cada vez que rozaba la culata del Colt con la muñeca. Observó la polvareda que despedían los pies de Blaisedell.
En el rostro de Blaisedell las franjas moradas parecían cargadas de ira. Sintió su mirada, ya no tanto como una fuerza sino como una especie de mensaje sin sentido, como el del zumbido de la tecla cuando la acciona el telegrafista. El sol fulguraba en su rostro, y la silueta que se le aproximaba empezó a bailar y desdoblarse en numerosas figuras que avanzaban vestidas de negro hacia él, para luego fundirse de nuevo en una sola, gigantesca, que arrojaba una sombra larga y oblicua.
Entonces vio a Kate; estaba frente al Glass Slipper, apoyada en la baranda, inmóvil, como si llevara mucho tiempo allí. También iba toda de negro, con un voluminoso polisón ahuecándole una falda de muchos pliegues, una ajustada chaqueta con tiras de piel a lo largo de la pechera, el sombrero negro de guindas, y las manos, fuertemente aferradas a la baranda, enfundadas en unos mitones de malla. Un velo ocultaba su rostro. Vio que se llevaba las manos al pecho, y que Blaisedell la miraba con un brusco movimiento, como sacudiendo la cabeza.
Recta hacia abajo, recta hacia arriba, le había dicho Blaisedell; la recomendación surgió en su mente sin dejar sitio a nada más. Siguió avanzando con paso firme, procurando no cojear con aquellas botas, los ojos fijos en la mano derecha de Blaisedell, que se balanceaba a su costado. Notó los músculos del brazo más tirantes a cada paso. Sentía los ojos de Blaisedell clavados en él y ahora percibió su intensidad junto al confuso zumbido en su cabeza. Pero siguió observando la mano de Blaisedell; sería pronto. Ahora, ahora, ahora, pensaba a cada paso estremecido; ahora, ahora. Se sentía abrumado por una negra y corrosiva desesperación. Ahora, pensó; ahora, ahora…
Fue como si no se hubiera producido movimiento alguno. En un momento dado la mano de Blaisedell se balanceaba a su costado, y de pronto empuñaba el Colt que llevaba remetido en el cinturón. Su propia mano descendió como el rayo —recta hacia abajo, recta hacia arriba—, pero ya estaba mirando al negro agujero del cañón del revólver y vio que la boca de Blaisedell se torcía en una leve sonrisa de desdén. Se preparó para el impacto, deteniéndose con las piernas separadas y el cuerpo inclinado hacia delante como si pudiera protegerse contra la sacudida.
Pero el estremecimiento, el estallido, el violento dolor no llegaba. Al nivelar el Colt, con el dedo firme en el gatillo, vaciló un momento y vio que Blaisedell giraba la mano con un movimiento de torsión. La dorada culata destelló de pronto cuando el revólver voló por los aires y cayó al suelo, enterrándose bajo una nube de polvo.
La mano de Blaisedell volvió a moverse como una flecha, y apareció el compañero del primer Colt. De nuevo se le tensó el dedo en el gatillo y otra vez lo retiró cuando Blaisedell arrojó el segundo revólver al suelo. La leve y desdeñosa sonrisa aún flotaba en su magullado rostro. Blaisedell tenía ahora los brazos a los costados, y, despacio, Gannon dejó caer el suyo. Su mirada captó otra nubecilla de polvo en la calle, bajo la baranda donde estaba Kate, con la mano extendida y abierta y el rostro invisible bajo el velo. Blaisedell permanecía inmóvil, mirándolo con sus ojos hinchados, que parecían cerrados.
Comprendió de pronto que lo único que tenía que hacer era recorrer los diez metros restantes y detener a Blaisedell. Pero no se movió. No lo iba a hacer, pensó, rebelándose de pronto, como ante una idea propia; pero ahora sentía la intensidad de las miradas de los demás espectadores, y era una fuerza más formidable que su propia gratitud, su propia compasión, y comprendió todo lo que representaba el vasto peso que llevaba prendido en el chaleco, y supo, mientras hacía un gesto leve, no del todo autoritario con la cabeza, que no se expresaba por sí mismo, ni siquiera por un código estricto y desinteresado, sino por todos ellos.
Blaisedell echó a andar de nuevo, ya no hacia él, sino siguiendo el camino de su sombra, hacia la esquina de la tienda de Goodpasture. Avanzó con las mismas zancadas largas, la espalda erguida, despacio, sin siquiera mirar a Gannon cuando pasó por su lado, para luego torcer por Southend y desaparecer en dirección al Corral Acme.
Cuando Gannon se volvió para mirar a la esquina, observó, por encima del hombro, que el sol no parecía haberse movido desde que él había salido a la calle. Pero ahora oyó ruido de cascos y ruedas, y vio los carros que entraban en Main Street. Vio cómo los mineros se subían a ellos mientras las mulas pateaban y sacudían la cabeza. Aparecieron más carretas; los mineros de la Medusa volvían al trabajo. Surgían ahora a lo largo de las aceras, volviendo la cabeza hacia él, y mirando también a la esquina de Southend mientras se dirigían a los carros. Apenas hicieron ruido al subir.
La señorita Jessie apareció entre ellos, apresurándose por la acera, con un negro rebozo sobre los hombros y sus cabellos castaños brincando a cada paso en torno a su cabeza. Se detuvo, agarrándose a un poste de los soportales, y miró a Kate, y luego, sin expresión, a él.
Oyó ruido de cascos. Blaisedell salió de Southend Street montado en un caballo negro de testuz y caña blancas; la montura caracoleó y torció el elegante cuello, pero el pálido y pétreo perfil de Blaisedell no se volvió. El caballo negro dobló la esquina, y, con los cuartos traseros bailando de través, las blancas patas radiantes al sol, trotó por Main Street hacia la loma de las afueras.
—¡Clay! —oyó que lo llamaba la señorita Jessie.
Blaisedell, que debió de oírlo, no volvió la cabeza. Gannon percibió el presuroso taconeo sobre el entarimado. Ella se detuvo y se agarró a otro poste antes de llegar a la tienda de Goodpasture, para bajar luego corriendo a la calle, mientras el caballo negro se alejaba con su paso de danza. Vio a Pike Skinner y Peter Bacon que observaban la escena desde el umbral de la cárcel, y otros más se congregaban en las aceras, algunos en plena calle.
La señorita Jessie corrió entre el polvo de Main Street, alzándose las faldas; siguió a toda prisa durante un trecho, luego aflojó el paso, para acelerarlo de nuevo.
—¡Clay! —gritó.
Gannon avanzó con los demás, mientras la señorita Jessie seguía corriendo. El caballo empezó a bajar la cuesta de las afueras, con la cabeza y los hombros de Blaisedell visibles por un instante y su magullado rostro volviéndose a lanzar una mirada a la ciudad; luego, bruscamente, desapareció.
—¡Clay! —gritó la señorita Jessie, dejando tras ella una estela de voz mientras corría.
El médico la seguía apresuradamente.
Gannon caminó junto con los demás por Main Street hacia el borde del promontorio, en donde el médico había alcanzado a la señorita Jessie. La rodeaba con el brazo y la hacía volver sobre sus pasos, el rostro de ella polvoriento y pálido con los ojos desencajados y la mirada perdida, la boca abierta y el pecho jadeante. Al pasar por su lado, Gannon observó la humedad en las comisuras de su boca, y sus ojos lo fulminaron, ya no ausentes, sino llenos de odio y lágrimas. Siguió adelante, y oyó que el médico le murmuraba algo al oído mientras la conducía de vuelta entre los grupos de hombres que se acercaban a la cuesta de las afueras.
III
Desde el límite de la ciudad, se abría ante ellos la parda extensión del valle. En la pendiente había flores silvestres nacidas tras las recientes lluvias. Los espinosos tallos de los ocotillos, muertos tiempo atrás, estaban cubiertos de una tenue neblina de hojas, y en sus extremos, rojas antorchas flameantes se agitaban y arqueaban bajo la brisa. Alguien extendió un brazo para señalar a Blaisedell, que guiaba al caballo negro entre los enormes cantos rodados del malpaís. Quedaba oculto de cuando en cuando entre las peñas y cada vez que reaparecía se le veía empequeñecido, montado en un caballo más chico, dejando un rastro de nubecillas de polvo pardusco que permanecían suspendidas en el aire. Se quedaron mirando en silencio mientras él seguía cabalgando por el camino de la diligencia hacia San Pablo y los Dinosaurios, hasta que no estuvieron seguros de verlo aún, a lo lejos. Sin embargo, alguna que otra vez la diminuta figura negra del jinete sobre el caballo negro se distinguía claramente recortada contra la rojiza tierra, salpicada de flores, hasta que, al fin, un golpe de viento levantó una densa tolvanera. Elevándose a gran altura y cayendo luego sobre el camino, pareció envolverlo, y, cuando pasó y se deshizo, Blaisedell se había perdido definitivamente de vista.