5 de junio de 1881 (continuación)
Se ha sofocado el incendio del Lucky Dollar, y justo a tiempo, porque acaba de levantarse un fuerte viento. Gracias a Dios que no ha empezado antes, porque si no, Warlock habría ardido tan deprisa como el papel seco: una ofrenda de fuego a la reputación de un hombre, o a su cordura. Una ciudad para formar la pira funeraria de Morgan y el homenaje que Blaisedell le rinde. ¿O es su saludo de despedida? Los que lo vieron aseguran que estaba completamente fuera de sí. Al escribir estas líneas, pienso que casi habría preferido que hubiese quemado todo Warlock: la ciudad calcinada y nosotros desperdigados por el país, dejando a Blaisedell aquí solo, rumiando su locura.
Esta noche nadie dormirá.
La noticia de la muerte del general Peach no ha suscitado ninguna conmoción. Tampoco la he considerado como una señal de Nueva Esperanza, como parece interpretar Buck Slavin. Sólo es una información irrelevante. Quizá ni siquiera es cierta.
He tenido un sinfín de visitantes. Supongo que han visto mi luz y han buscado a otro ser humano para entablar conversación. Kennon afirma que la huelga se ha solucionado. Mosbie tiene el brazo fracturado, pero no está herido de gravedad; creía que había muerto. Kennon dice que dimitirá del Comité de Ciudadanos; no explica por qué. Pienso hacer lo mismo. Ya no tiene sentido. Egan cuenta que Morgan encañonó por sorpresa a Gannon y lo encerró en el calabozo, motivo por el cual nuestro valeroso ayudante se ha hecho notar tan poco al anochecer. Apareció durante el incendio, y ayudó a organizar una brigada con cubos, porque el coche bomba estaba averiado. Egan sostiene que tendremos un cuerpo de bomberos como es debido; lo miro estúpidamente mientras lo dice.
Buck Slavin ha vuelto a venir, trayéndome las últimas noticias.
Es cierto, efectivamente, que el general Peach ha muerto en la frontera. Un tal teniente Avery ha venido con un destacamento —discretamente, porque ni lo he visto ni he sabido nada de ello hasta ahora— para enviar de vuelta a Bright’s City los carromatos destinados en un principio para transportar a los mineros al ferrocarril de Welltown. El cadáver de Peach va en el convoy principal, que se ha apresurado a volver por el valle. Supongo que Whiteside será ahora gobernador en funciones, y Buck está encantado. Avery le dijo, sin embargo, que Whiteside parecía en trance. Por lo visto se encontraba al lado de su superior (como siempre lo estaba, con ánimo protector) cuando el general cayó, y le afectó mucho el suceso, que, por otra parte, fue un afortunado accidente. Explicó Avery que, cuando alcanzaron la frontera, todos salvo el general habían comprendido que la matanza había sido obra de mexicanos como venganza contra los cuatreros, y que además se había llevado a cabo en territorio del país vecino. Peach, no obstante, estaba convencido de que se trataba de su viejo antagonista, Espirato, y parecía dispuesto a perseguirlo hasta América del Sur, si era necesario. Pero antes de adentrarse en tierras mexicanas, su caballo resbaló en un estrecho desfiladero a las puertas de Rattlesnake Canyon, y al caer de la montura, afortunadamente, se mató en el acto. Whiteside, que iba a su lado, fue el único que lo presenció. Después, su única preocupación consistió en volver a Bright’s City con la Caballería y el cuerpo de Peach con objeto de rendirle honores militares antes de que se iniciara la putrefacción del cadáver.
Buck no alberga duda de que Whiteside, de acuerdo con su promesa, satisfará todos nuestros agravios y exigencias, y considera Warlock una futura metrópoli del Oeste. Buck es un hombre optimista, que piensa en el interés público. En su opinión, Blaisedell no es más que un pequeño trastorno que afecta temporalmente al cuerpo político; cuando todo lo demás esté en condiciones y funcione bien, desaparecerá ipso facto. Como al resto de nosotros, aunque quizá por distintas razones, el Comité de Ciudadanos tampoco le parece ya interesante. Sus ambiciones me dejan indiferente, y desdeño su optimismo. Ha vuelto a colocar en su paraíso al viejo dios, perverso y despreocupado, y así, piensa él, todo irá bien en este mundo, que es, al fin y al cabo, el mejor de los posibles. Es una fe conmovedora, pero yo me siento más atraído hacia los que vagan en la oscuridad no con ilusión en el futuro, sino con profundo temor por lo que pueda venir.
Veo a muchos conciudadanos por la ventana, incapaces de dormir, ahora que se ha extinguido el incendio. Porque ¿qué fuego se ha sofocado, cuál se ha declarado nuevamente, y cuál arderá para siempre consumiéndonos a todos? Combatiremos las llamas con agua inútil o con fuego violento hasta que la tierra misma se acabe, y nunca prevaleceremos, y nos ahogaremos en el agua y arderemos en nuestro fuego preventivo. ¿Cómo pueden vivir los hombres, sabiendo que al final, simplemente, morirán?
Pike Skinner, que está desesperado, dice que Gannon ha advertido a Blaisedell de su intención de detenerlo al amanecer. Skinner afirma que Blaisedell lo matará, y no sé qué le horroriza más: que el comisario mate al ayudante del sheriff, o que Gannon, que es amigo de Pike, vaya a morir. Antes me habría atrevido a afirmar tontamente que el ayudante del sheriff no era tan estúpido. Pero mi escepticismo ha resultado ser una necedad en no pocas ocasiones. Ahora mismo no creo ni dejo de creer, y no siento nada. No me queda nada que sentir.
Son las cuatro de la madrugada por mi reloj. La mía es la única luz que hay, el rasgueo de mi pluma el único sonido. Aquí estoy, a caballo sobre el romo y herrumbroso filo de la navaja, entre la medianoche y la mañana, muerto de angustia. ¿Dónde está el brillante futuro de fe, esperanza y comercio de Buck Slavin? ¿Y acaso merece la pena, en el fondo? Porque si los hombres no valen nada, nada tiene valor. Me siento muy viejo, y he visto demasiadas cosas a mis años, que no son tantos; no, ni siquiera en mis años, sino en unos meses… en este día de hoy.
Fuera sólo hay oscuridad, lastimosamente alumbrada por las frías e indiferentes estrellas, y reina el silencio en la ciudad, en la cual, para abrigarse, algunos duermen abrazados a las sábanas de la ilusión y el optimismo. Pero aquellos a quienes más quiero no duermen, ni vislumbran esperanza, y sufren por los valientes que caerán en su inútil sacrificio por todos nosotros, y cuya única ofrenda será que los lloremos durante algún tiempo; aquellos que ven, como yo he llegado a ver, que la vida no es más que lucha y violencia, sin razón ni causa, y que el único resultado es la degradación y la burla del coraje y la esperanza.
¿Acaso no es la historia del mundo sino una narración de violencia y muerte tallada en piedra? Saberlo es algo terrible, triste y cruel, como lo es descubrir —y ahora comprendo que el médico lo entendió antes que yo— que lo único que vale es el intento, y no el logro, porque nunca se consigue nada; hoy puede amanecer sin nubes, o más despejado que ayer, y terminar de una forma igualmente horrible y espantosa, e incluso más. ¿Podrán aplacarse alguna vez esas fuerzas que conducen al hombre a su fin, o seguirán creciendo y prosperando, colisionando horriblemente unas con otras mientras no se sosiegue el hombre mismo? ¿Puedo mirar a las frías estrellas en este cielo negro y creer en el fondo de mi corazón que es el mismo firmamento que cubría con su manto a Belén, y que una estrella como las de aquí suscitó para siempre falsas esperanzas en el corazón de los hombres?
Éste es el cielo de Getsemaní, y el de Belén se desvaneció con su estrella.