En la cárcel, la llama de la lámpara del techo alumbraba tenuemente tras la ahumada pantalla. Gannon observaba la amplia sombra de Pike Skinner, coronada por su ancho sombrero, mientras pasaba bajo la luz, avanzando hacia los nombres grabados en la pared, para volver de nuevo al calabozo donde el juez roncaba en alcohólica inconsciencia sobre el catre de los prisioneros. Peter Bacon se sentaba cansinamente con los hombros desplomados junto a la puerta del callejón, limpiándose el sudor y las cenizas de la cara con el pañuelo. El fuego, al fin, estaba dominado.
Apoyado en la pared, Gannon observaba a Pike, admirándose de que aún lo sostuvieran las piernas. Oía roncar al juez, y el chirrido de los muelles del camastro cuando cambiaba de posición. La botella de whisky resonó contra el suelo. Se había encerrado él solo, quedándose con el llavero.
—Hay que joderse —dijo Pike—. Keller ha ahuecado el ala como alma que lleva el diablo, y el juez está en coma etílico. ¿Qué podemos hacer tú y yo, Peter?
—Irnos a casa a dormir.
—¡A dormir! —gritó Pike—. ¡Por todos los santos, a dormir! ¿Le has visto los ojos?
—Se los he visto —repuso Peter.
Pike se pasó la mano por la sucia cara. Tenía el dorso negro de hollín. Luego se volvió hacia Gannon.
—¡Te matará, Johnny!
—Yo no creo que las cosas lleguen a eso, Pike —le respondió.
Pike le lanzó una mirada furiosa, con el feo rostro encendido de rabia y dolor; Peter también lo observaba, el trozo de tabaco removiéndose despacio en su mejilla. Sintió que se le erizaba la piel de la nuca. Lo miraban como si estuviera a punto de suicidarse.
—Tú no le has visto los ojos —adujo Pike—. ¡Déjalo en paz, Johnny, por amor de Dios! Vete a casa a dormir. A lo mejor se le ha pasado ya por la mañana.
Gannon sacudió levemente la cabeza. Podía mirar al interior de sí mismo como a través de un tubo y ver que era un cobarde, sin sentirse avergonzado ni orgulloso de hacer lo que tenía que hacer.
—Creo que no importa mucho que se le pase o no —dijo—. No se puede ir por ahí incendiando propiedades ajenas. Podría haber ardido la ciudad entera.
—No habría estado nada mal, maldita sea —repuso Pike. Empezó de nuevo a deambular por la estancia, y prosiguió—: Eso sí que no está bien. Que los edificios de una ciudad sean más importantes que un hombre.
En su atormentado sueño, el juez gruñía y roncaba.
—Me parece muy mal lo del juez —dijo Peter, con una amargura que Gannon nunca le había oído en la voz—. Considero que un hombre tiene el deber de hacer frente a las circunstancias.
—¡Mierda! —gritó Pike Skinner. Se detuvo frente a los nombres grabados en la pared, con los puños apretados en los costados—. ¡Enfrentarse a una mierda! —exclamó. Giró sobre sus talones—. ¡Johnny, aquí todavía estamos en deuda con él!
—Pensé decirle que no me enfrentaría con él hasta mañana. Y así a lo mejor se iba antes.
—¿Quién coño eres tú, Johnny, para decirle que se marche, o para detenerlo?
Sintió un acceso de cólera.
—Soy el ayudante del sheriff, Pike —dijo fríamente.
—¡Te matará!
—Tal vez haya recobrado el sentido común —aventuró Bacon.
—¿Aún sigue allí?
—Hasta hace un momento, sí.
Gannon se apartó de la pared. Percibía en sí mismo el hedor de las cenizas y el sudor del miedo.
—Me parece que voy a ir para allá, entonces —anunció.
Ni Pike ni Peter dijeron nada. El juez roncaba. Cogió el sombrero, que estaba sobre la mesa, y salió a la calle, bajo el cielo tachonado de estrellas. El viento fresco soplaba por la calle como por un embudo, y oyó el monótono chirrido del letrero sobre su cabeza. Tiritó de frío. La luna ya descendía sobre el oeste, las estrellas fulguraban. Caminó despacio por el entarimado, con el cavernoso eco de sus pasos resonando en el silencio.
En la planta alta de la tienda de Goodpasture brillaba una luz en la ventana. Cruzó Southend Street y al pasar frente al Lucky Dollar, por donde se había derrumbado parte del tejadillo de los soportales, se apartó con cuidado de un montón de tablones. Ahora percibía el olor a cenizas húmedas, y a humo, y el hedor a chamusquina y whisky, y aquella otra pestilencia dulzona que le revolvía el estómago. Más allá aún había curiosos a lo largo de la baranda. Algunos lo saludaron al pasar. Dejó a la espalda los calcinados restos del Glass Slipper y cruzó Broadway. Una lámpara brillaba en una ventana del segundo piso del hotel. Las mecedoras eran formas rechonchas y oscuras en el porche. Una de ellas estaba ocupada, y sintió que le daba un súbito vuelco al corazón, doloroso y sofocante, porque era donde siempre se sentaba Morgan. Pero quien ahora la ocupaba tenía que ser Blaisedell.
Oyó un leve crujido mientras se balanceaba. Subió hasta el último escalón del porche y se detuvo allí, a tres metros de las mecedoras. Distinguía el tenue e incoloro bulto del rostro de Blaisedell bajo el sombrero negro, las formas más pequeñas de sus pálidas manos sobre los brazos de la mecedora.
—Lo siento, Blaisedell —dijo, y esperó.
El rostro se volvió hacia él, y vio el destello en sus ojos. Blaisedell no contestó.
—Ha llegado la hora, comisario —prosiguió, esperando que Blaisedell recordara, pero siguió sin haber respuesta.
La mecedora volvió a rechinar. Repitió la frase.
Seguidamente, respiró hondo y dijo:
—Comisario, si sigue usted en la ciudad mañana por la mañana, tendré que venir a buscarlo. Yo…
—Comisario, no. Clay Blaisedell. —Soltó una carcajada y, contra su voluntad, el ayudante del sheriff dio un paso atrás para alejarse de aquella risa—. ¿Me está echando de la ciudad, ayudante?
Ahora veía los ojos de Blaisedell con más claridad, y distinguía sus facciones; sus cardenales parecían tatuajes.
—No, sólo le digo que tendré que detenerlo por la mañana. Así que le pido que se marche antes.
—A mí nadie me dice eso —replicó—. Ni me lo pide. Yo voy y vengo cuando me place.
—Entonces tendré que venir a por usted mañana.
—Si lo hace, venga disparando.
—Bueno, eso haré si no queda otro remedio, comisario.
—Tendrá que hacerlo.
Se quedó allí parado, mirando a Blaisedell, pero el comisario ya había apartado la vista de él.
—¡Es una verdadera lástima, comisario! —estalló.
Pero Blaisedell no dijo nada más, y finalmente se marchó, caminando con cuidado y muy erguido, como si, de no hacerlo así, fuera a derrumbarse como un monigote de paja húmeda. Torció a la derecha por Main Street, sin saber muy bien adónde dirigir sus pasos. Cuando miró atrás ya no vio a Blaisedell en la oscuridad.
En la esquina de Grant Street vio que una luz del General Peach se proyectaba sobre el polvo de la calle en un alargado y tenue rectángulo. Torció y se dirigió a casa de Kate, sintiendo de pronto el peso y la forma de la llave en el bolsillo. La sacó al subir los escalones de madera. En la cerradura, la llave tropezó contra el metal.
Cuando logró introducirla, le dio la vuelta y abrió la puerta de un empujón. Ya en el interior, el suelo crujió bajo sus pies. Cerró y permaneció inmóvil unos instantes hasta que sus ojos se habituaron a la más profunda oscuridad de la casa. Le dolían los hombros, y el polvo y las cenizas le picaban en la cara y en el cuello. Distinguió una forma semejante a un hondo ataúd en el suelo frente a la puerta del dormitorio, por donde salía una trémula luz. En el umbral apareció el rostro de Kate, incorpóreo, lleno de sombras, con la llama de una vela por debajo. El cajón que había frente a él era uno de sus baúles.
—¿Ayudante? —preguntó ella con calma, y él contestó que sí, asintiendo con la cabeza, pero no se movió, tiritando aún, pese a que allí dentro no hacía frío.
Kate bajó un poco la vela y Gannon vio que llevaba una bata suelta que se sujetaba en la cintura con la mano izquierda.
Kate lo observó sin expresión mientras él se quitaba el sombrero y avanzaba hacia ella. Sobre la llama de la vela veía un semblante de cera, sin maquillaje, enmarcado en una nube de espeso pelo negro. El lunar había desaparecido de su mejilla. Parecía muy delgada con la bata, tenía aspecto de muchacho, pero la blanda punta de uno de sus pechos asomaba bajo la seda con la presión de su mano en la cintura.
Cuando Gannon se acercó, ella se apartó con una ligera inclinación de cabeza y él, sombrero en mano, pasó a su dormitorio. La observó mientras colocaba la vela sobre el cajón que había al lado de la cama. La habitación estaba sin arreglar, tal como la había visto en otra ocasión, con sólo unas ropas colgadas del alambre tendido en una esquina, y la Virgen de melancólico rostro y sus demás objetos evidentemente empaquetados para el viaje. Ella se sentó al borde de la cama, rígida, los ojos alzados hacia él. La luz de la vela arrancaba un brillo azulado a sus cabellos.
Gannon sentía la lengua hinchada en la boca.
—He dicho a Blaisedell que debe marcharse de la ciudad antes de mañana.
—Ah, ¿sí? —dijo Kate, sin entonación, y él asintió con la cabeza—. ¿Y se irá? —preguntó.
Él volvió a negar con un gesto.
Sus labios carnosos y pálidos se entreabrieron y él oyó el súbito murmullo de su respiración. Se sentía sudoroso, maloliente y exhausto, y notaba un pausado y aplastante movimiento en la cabeza, semejante al laborioso avance de un arado.
—¿Qué quieres de mí? —musitó Kate—. ¿Tienes miedo?
Retiró la mano y la bata se abrió sobre su pálido vientre. Gannon desvió la mirada.
—Bueno, yo puedo arreglarlo —continuó ella—. Para eso es para lo que los hombres acuden a las mujeres, ¿verdad?
—Creo que no tengo un miedo excesivo —repuso él.
—¿Has venido a presumir? ¿De lo hombre que eres?
Él se ruborizó y sacudió la cabeza.
—¿Lamentará alguien tu muerte? —inquirió ella. Él volvió a negar con un gesto, pero Kate prosiguió—: Yo ya he visto todo eso. Pero cuando lo has visto todo, tienes que seguir presenciándolo una y otra vez… —Se le quebró la voz, pero se recobró enseguida—. Y otra. Siempre ocurre lo mismo. Pero hoy he visto algo nuevo. He visto suicidarse a Tom Morgan, y sé que lo ha hecho por Clay Blaisedell.
—Tiene que irse —afirmó Gannon—. Ha cometido verdaderas barbaridades. Ha prendido fuego al local de Taliaferro y por poco no incendia la ciudad entera.
—Oh, se irá. Puedes hacer que se vaya dejando que te mate. ¿No es eso ser valiente?
La luz de la vela centelleó en sus ojos negros, que eran como estanques profundos.
—¿O no llega a serlo del todo? ¿Has venido a que te dé lo que te falta?
Lo dijo como si la respuesta fuera importante para ella.
—Nadie puede hacerlo salvo yo —repuso él con voz ronca—. Y… y si no lo hago, todo lo que he hecho no habrá servido de nada. Depende de mí; ¿crees que me apetece hacerlo?
—¿Hacer qué? ¿Morir? ¿O matarlo?
—Enfrentarme a él.
Retorció el sombrero entre las manos, y bajó la vista hacia la franja de su cuerpo que la bata había dejado al descubierto.
—Tom se ha suicidado por Blaisedell, pero tú vas a hacerlo por la estúpida estrella que llevas en el pecho —dijo Kate—. Quítatela. Si voy a abrazar a un hombre, no quiero un objeto de lata con afiladas puntas contra mi pecho. ¡Quítatela! —volvió a decir, mientras él manipulaba torpemente con los dedos el pasador para quitársela.
Al fin se la guardó en el bolsillo.
—¿Sin miedo? —dijo ella, con sarcasmo; pero no había burla en su rostro, y entonces añadió—: ¡Espera! Tom ha pagado por Peach, y tú pagarás por Tom. Pero yo tendré que pagar también. ¿Por qué, Johnny? No serás tan estúpido como para pensar que puedes vencerlo, ¿verdad?
—No, sé que no puedo. Es eso, ya ves.
Kate entornó los ojos. Con un brusco movimiento de la mano, se abrió aún más la bata.
—Entonces, ¿por qué?
—Si me mata…
—¿Quieres que te dé el resto de tu vida en una noche? —preguntó ella—. ¿Todo? —En su rostro vio un desprecio casi burlón, pero también victoria, un triunfo creciente, y luego un dolor desnudo—. Ven aquí, entonces —lo invitó, con una voz que él ni siquiera reconoció.
Kate apartó aún más la bata mientras él caía de rodillas frente a ella. Sofocó un sonido que le llegó a la garganta, la rodeó con los brazos y apretó la cara contra su cuerpo. Ella le pasó una mano por el pelo.
—Hueles a cuadra —le dijo con dulzura. Su mano le apretó el rostro contra ella—. Johnny, Johnny —susurró—. ¿Crees que iba a dejar que te matara?
No entendió lo que quería decir. Sintió en la mejilla la firme ondulación de su pecho, y bajó la vista hacia el destello de sus muslos entre la pálida oscuridad que había entre los dos. Cuando ella respiró hondo, su pecho le oprimió el rostro; Kate sopló la vela y todo quedó a oscuras. Lo estrechó con fuerza entre sus brazos. Desprendía un olor muy limpio, y él apestaba. Le pasó las manos por el cuerpo, por dentro de la bata, y pensó que nunca había sentido tanta suavidad entre los dedos.
Ella se meció con él, adelante y atrás, musitándole palabras al oído que no tenían sentido y sólo eran sonidos inconexos, pero eso era lo que siempre había querido oír sin saberlo. Temblaba de forma incontenible mientras ella le apretaba las mejillas con la palma de las manos, alzando su rostro hacia ella. Sus labios eran maravillosamente cálidos en la tibia oscuridad y sus puntiagudos dedos se le clavaban en la espalda con exquisito dolor. Jadeante, logró apartar una vez los labios de los suyos, para tomar aliento, y ella le puso la cara en la garganta para que él pudiera oír su respiración, también veloz y agitada. El cuerpo de ella se arqueó y se puso tenso contra el suyo, y él gritó su nombre mientras ambos caían hacia atrás y su cuerpo lo envolvía en la oscuridad.