Velatorio en el Lucky Dollar

I

Morgan yacía boca abajo sobre el polvo de Main Street. Kate Dollar, agachada, le tiraba sin fuerzas del hombro, con ásperos y secos sollozos, sonoros en aquel silencio, su pálido rostro volviéndose a mirar a Blaisedell, y luego a los hombres alineados en la acera. Buck Slavin pasó por debajo de la baranda y dio la vuelta a Morgan. Su rostro, cubierto de polvo blanco, aún sonreía. Tenía la pechera de la camisa embarrada, y entre el fango manaba sangre.

—Quitadle las manos de encima —dijo Blaisedell.

Slavin se irguió rápidamente, limpiándose las manos en las perneras de los pantalones. El rostro de Blaisedell era una maraña de anchos cardenales, y tenía los ojos hinchados, casi cerrados.

—Tú no valías la pena —le dijo Kate Dollar, sin alzar la voz, cuando él se agachó a coger en brazos el cuerpo de Morgan.

De pie, se la quedó mirando un instante, y después llevó despacio a Morgan por la calle hacia el Lucky Dollar. Lo dejó en la acera, pasó bajo la baranda, y volvió a cogerlo en brazos. Entró de espaldas en el local, maniobrando con cuidado para que la oscilante y polvorienta cabeza de Morgan no chocara con las puertas batientes.

En el interior, jadeando un poco ahora por la carga, Blaisedell avanzó trabajosamente hacia la primera mesa de faraón. Los parroquianos se apartaban de su camino, y el vigilante y el que llevaba la banca se retiraron. Dejó a Morgan sobre la mesa, entre fichas, cartas y monedas. Le estiró las piernas y le cruzó las manos sobre el encharcado pecho, y permaneció inmóvil largo rato contemplándolo en medio del denso silencio del gentío. Seguidamente, paseó despacio la mirada entre los parroquianos, que no dejaban de observarlo, sus ojos ribeteados de blanco pasando de uno a otro como los de un garañón asustado: de Skinner a Hasty, French y Bacon, que estaban cerca; de los mineros del mostrador al sheriff y el juez Holloway, sentados a una mesa con una botella de whisky entre ambos, el sheriff con la mirada perdida en absorta concentración, el juez inclinado hacia delante con la frente entre las manos. Blaisedell alzó la vista hacia la sudorosa cara del vigilante, rígidamente sentado, con las manos alzadas a quince centímetros de la escopeta, atravesada sobre los brazos de la alta silla.

Se sacó un pañuelo del bolsillo y limpió con suavidad el polvo de la cara de Morgan; luego, le cubrió el rostro con el pañuelo y, con voz destemplada, dijo al vigilante:

—Vigílalo. —Arrastró ruidosamente los tacones al dirigirse a la barra. La gente se apartaba al verlo venir, de manera que cuando llegó había cinco metros libres a su alrededor. Apoyó la palma de las manos en el mostrador—. Whisky —pidió, mirando al espejo frente a él.

Uno de los camareros le trajo una botella y un vaso, retirándose como si tuviera ruedas en los pies. Blaisedell llenó el vaso, lo alzó y dijo:

—¡Salud!

Bebió y dejó el vaso con brusco estrépito. El ruido no hizo sino intensificar el silencio. Había rostros atisbando entre las puertas batientes, y los que estaban cerca de ellas empezaron a moverse con cautela hacia la salida. Los que se encontraban al otro lado de Blaisedell permanecieron en rígida actitud. Skinner, Hasty, French y Bacon, se sentaron a una mesa próxima a la del juez y el sheriff. Alguien corrió una silla y Blaisedell miró alrededor; de nuevo, sus ojos hinchados, ribeteados de blanco, fueron pasando de uno a otro, para detenerse finalmente en Taliaferro, que estaba de pie al otro extremo de la barra, y su semblante moreno salpicado de lunares se tornó amarillo.

Encorvándose, muy despacio, Blaisedell se volvió hacia él.

—¡Taliaferro! —lo llamó.

El otro dio un grito, alzó las manos por encima de la cabeza, se dio la vuelta, y desapareció por la puerta de su despacho al tiempo que Blaisedell se daba una palmada en la pierna. Pero no desenfundó.

Peter Bacon cruzó las manos sobre la mesa, y se dedicó a mirarlas; Pike Skinner no apartaba los ojos de Morgan, postrado en la mesa de faraón y con el pañuelo cubriéndole el rostro.

—¡Ah, maldita sea! —dijo el sheriff de forma casi inaudible, apenas moviendo los labios—. ¡Que nadie le lleve la contraria, por amor de Dios!

—¡Oh, Señor, líbranos del mal! —entonó de pronto el juez, alzando la voz de borracho, y el sheriff se estremeció.

Blaisedell lanzó una mirada al juez, y luego se volvió hacia la barra.

—Salud —dijo, como para sus adentros.

Se irguió, observando su oscura imagen en el espejo. Con pausado y resuelto movimiento sacó el Colt; la detonación hizo que los que estaban cerca se estremecieran como marionetas; un minero lanzó un grito agudo, y los camareros se agazaparon detrás de la barra. El sonido retumbó en el Lucky Dollar, y, en medio del humo, el espejo que Blaisedell tenía enfrente se convirtió en una telaraña de grietas. Una alargada esquirla de cristal se desprendió y cayó al suelo, y otras más se derrumbaron en frágil estrépito.

El vigilante seguía con los ojos al frente, la mirada perdida, las manos como si fuera a tocar el piano. Los camareros levantaron la cabeza. El sheriff se puso en pie y, moviéndose como un sonámbulo, lenta y cuidadosamente se encaminó a las puertas batientes, y entonces, a toda prisa, se abrió paso entre los hombres congregados a la salida y desapareció. Blaisedell seguía frente al espejo destrozado, borroso aún entre el humo del disparo. Volvió a introducir en la funda el revólver con cachas de oro, cogió la botella de whisky por el cuello y dio media vuelta.

Dirigió de nuevo sus pasos hacia la mesa de faraón donde yacía Morgan. La rodeó, dejando la botella junto a la cabeza del cadáver, y, con sus ojos hinchados en el magullado rostro, surcado de verdugones, se quedó mirando a los parroquianos. Nadie se movió. Pálidos, evitaban su mirada, y entre ellos tampoco se miraban. Se volvió hacia el juez.

—Diga algo.

Encorvando los hombros, el juez se llevó los brazos al pecho, cruzando las muñecas y apretándose las manos abiertas contra el cuerpo; dejó caer aún más la cabeza.

Blaisedell torció despectivamente el bigote. Se volvió a los demás.

—Decid algo.

Peter Bacon le sostuvo la mirada. Hasty se limpiaba las uñas con minuciosa atención. Tim French, de espaldas a Blaisedell, observaba a Bacon, dándose tironcitos del labio inferior. Pike Skinner, con su feo y orejudo rostro encendido como una remolacha, dijo:

—Creo que habría terminado matando a alguien. Le ha roto el brazo a Mosbie. Estaba buscando pelea. El…

—¿Y qué vale Mosbie?

—Iba con intención de matar a alguien, comisario —terció Hasty.

—¿A quién? ¿A ti?

—Podría haber sido yo —contestó Hasty, incómodo.

—¿Y qué vales tú?

Hasty no dijo nada. French se volvió ligeramente, con cautela, para mirar a Blaisedell.

—¡Oh, Señor, líbranos! —volvió a entonar el juez.

Hubo un destello en el blanco de los ojos de Blaisedell, sus dientes aparecieron un momento por debajo del bigote. Introdujo el pulgar en la canana.

—¿Era esto lo que querías? —preguntó a French.

French no contestó.

—¿Lo que querías tú? —dijo a Bacon.

—Creo que nunca me ha apetecido ver cómo mataban a un hombre, comisario —repuso Bacon.

—Está usted hablando con sus amigos, comisario —dijo Skinner.

—¡Yo no tengo amigos! —Se oía su respiración, sonora y acompasada, entre los labios entreabiertos. De pronto, exclamó—: ¡No me mires así!

Peter Bacon, a quien se había dirigido, se inclinó ligeramente hacia atrás en la silla. Su arrugado rostro estaba gris bajo el oscuro bronceado, sus húmedos ojos azules permanecían fijos en Blaisedell. Entonces se puso en pie.

—Me marcho —anunció con voz trémula—. No me apetece mucho ver esto.

Echó a andar hacia la puerta.

—Vuelve aquí —le espetó Blaisedell.

—Me parece que no —replicó Bacon. Volvió la cabeza y lo miró cuando Blaisedell desenfundaba el Colt de cachas de oro, pero añadió—: Nunca tendría miedo de darle la espalda, comisario.

Y salió a la calle.

—No tiene motivos para volverse contra nosotros, comisario —terció Pike Skinner.

—Los tengo —aseguró Blaisedell. El Lucky Dollar ya se hallaba casi a oscuras, y su rostro parecía fosforescente en la penumbra—. Juzgadme a mí. Lo habéis juzgado a él. Juzgadme a mí, ahora. —Se volvió hacia el juez Holloway, y, con voz descompuesta, le dijo—. Júzgueme.

—¿Qué piensa hacer? —exclamó de pronto el juez—. ¿Matarnos a todos para aliviar su dolor?

Apoyándose con las manos, se puso en pie y trató de colocarse la muleta bajo el brazo. Dando un rápido salto hacia delante, Blaisedell se la arrebató de una patada. El juez cayó pesadamente, lanzando un grito. Blaisedell levantó la muleta por encima de su cabeza y la arrojó hacia las puertas batientes. Al caer se deslizó con gran estrépito por el suelo.

—¡Estoy harto de usted! —exclamó Blaisedell—. Arrástrese. ¡Arrástrese delante de él, que era todo un hombre y no un charlatán!

Pike Skinner se levantó; Tim French, sólo a medias. Blaisedell se volvió hacia ellos. El juez se arrastró, torpemente, sollozando de miedo; pasó a rastras frente a la mesa de faraón, alcanzó la muleta y la empujó hacia la barra, en la que se apoyó para levantarse, y, entre sollozos y jadeos, salió balanceándose por las puertas batientes. Volvió a reinar el silencio. Blaisedell regresó junto al cuerpo de Morgan. Se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo claro con aire inseguro. Señaló con el dedo a uno de los camareros.

—Tráeme cuatro velas. —Dio la vuelta despacio, en la estancia en penumbra, y, con voz quebrada, ordenó—: Quitaos el maldito sombrero. Cantad.

No hubo sonido alguno. Apareció un camarero con cuatro velas blancas. Blaisedell introdujo una en el gollete de la botella de whisky, la encendió y la colocó junto a la cabeza de Morgan. Cogió la botella de la mesa del juez, en la que puso otra, la encendió y la colocó al otro lado de la cabeza de Morgan. Entregó las dos velas restantes al camarero y le indicó los pies de Morgan.

—¡Cantad! —repitió.

Alguien carraspeó. Blaisedell se puso a cantar con voz grave, profunda, discordante:

Roca de los tiempos, ábrete para mí,

deja que me oculte en ti.

Los demás empezaron a unirse a él, y el salmo cobró fuerza. Las llamas de las velas se elevaban y temblaban a la cabeza y a los pies de Morgan.

Permite que el agua y la sangre

de tu costado, fuente medicinal,

sea la doble cura del pecado mortal,

me salve de la ira y me purifique.

Conducidos por la voz de Blaisedell, fueron cantando más fuerte. Repitieron tres veces la misma estrofa, y luego, bruscamente, cesó el cántico cuando Blaisedell se calló y quitó el pañuelo con que había cubierto el rostro de Morgan.

—Podéis acercaros y presentar vuestros respetos al muerto —dijo ahora con voz sosegada.

Varios mineros avanzaron titubeantes, y Blaisedell se puso al otro lado de la mesa de faraón, de manera que tuvieron que pasar entre Morgan y él. Los miraba a la cara a medida que iban pasando. Los demás empezaron a formar cola. Se oía el arrastrar de botas por el suelo. Uno de los mineros se santiguó.

—¿Llevas encima una cruz? —le preguntó Blaisedell.

El rostro sudoroso y barbudo del minero palideció. Por debajo de la camisa se sacó un crucifijo de plata atado a un grasiento cordón, que se quitó pasándolo por encima de la cabeza. Blaisedell lo cogió, y lo colocó de pie entre las manos de Morgan. Los hombres desfilaban frente a la mesa de faraón, ante los ojos del comisario, y todos miraban a su vez el sonriente semblante de Morgan muerto, y luego salían a la calle apresurando el paso. La llama de las velas bailaba, oscilaba, parpadeaba. Blaisedell indicó al vigilante que se bajara de la silla y se pusiera en fila, y lo mismo señaló a los camareros y a los clientes de las mesas. Algunos, al pasar, se santiguaban, y otros, con los sombreros incómodamente contra el pecho, inclinaban la cabeza, pero todos, en silencio y sin protestar, pasaron por delante del muerto tal como Blaisedell había dicho, saliendo luego a engrosar la multitud que esperaba en Main Street.

II

—¿Dónde está Gannon? —preguntó Pike Skinner con voz ahogada, cuando se reunió con los demás en la oscuridad de la calle—. ¡Ay, joder, maldita sea; ay, coño! —exclamó sin poder contenerse.

—¿Qué está haciendo ahora? —susurró alguien.

Estaban arremolinados en la acera, pero a cierta distancia de las puertas batientes.

—Rompiendo botellas, según parece.

El estrépito de vidrios rotos prosiguió, y luego se oyó ruido de muebles arrastrados por el suelo. Hubo un ruido de madera al astillarse. Entonces notaron que había más luz en el local.

—Fuego —dijo alguien, en el tono más natural del mundo.

—¡Fuego! —gritó otro.

Inmediatamente, Blaisedell apareció en el umbral, recortado contra el azulado resplandor. Empuñaba la escopeta del vigilante.

—¡Atrás! —ordenó, y como no obedecieron con la suficiente rapidez, gritó ferozmente—: ¡Atrás, he dicho! —Y alzó la escopeta, amartillándola.

Se apresuraron a bajar a la calle, y otros se retiraron a derecha e izquierda por la acera. Por las puertas salían grandes llamaradas azules. Blaisedell presentaba una figura colosal, oscura, bidimensional, erguida frente a ellos. El fuego crepitaba en el interior. Pronto empezó a rechinar y rugir. Llamas rojas y amarillas se mezclaban con las azules.

—¡Fuego! —bramó alguien—. ¡Fuego! ¡El Lucky Dollar está ardiendo!

Otros se sumaron al griterío. Las llamas asomaban por las rendijas de las puertas, Blaisedell se hizo a un lado, y, al cabo de un rato, echó a andar hacia la derecha por la acera. Los hombres allí congregados fueron abriéndole paso en silencio antes de que desapareciera entre las sombras.