A Morgan le llega la hora

Tom Morgan se encontraba sentado en el porche del hotel Western Star, contemplando el pausado ocaso del sol sobre los deslumbrantes picos de los Dinosaurios. El tropel de mineros se había alejado y ahora no había nadie en la calle para que él siguiera con la comedia de guardaespaldas de la compañía minera, cosa con la que se sentía ridículo. Sólo ahora, con el sol cayendo, se encontraba a gusto.

Pero al mismo tiempo, nunca se había sentido tan entusiasmado y complacido consigo mismo. Su lengua se introducía y hurgaba en el vacío que había dejado el diente perdido, y tuvo ahora la impresión de que había vivido la vida como una especie de dolor de muelas, rellenando simplemente un hueco en la mandíbula de la humanidad, para dejar a su paso un punto momentáneamente dolorido que ni siquiera una lengua ciega podría recordar. Pero ya no; ahora tendrían que recordarlo.

Y pensó que debía de haber visto tiempo atrás la manera de hacerlo. Le había dicho a Clay que como se iba a marchar de todos modos, lo mismo le daría expulsarlo de la ciudad. Eso sólo era un paso más, as sobre rey. Sabía el daño que le haría, lo veía con toda claridad; y sin embargo, estaba seguro de que era lo que debía hacerse, irremediablemente, por el bien de Clay Blaisedell. Eso borraría del mapa al general Peach, e incluso más aún. Porque después Clay sería intocable. Después no podrían encumbrarlo ni rebajarlo. Se habría convertido en sí mismo, y tendrían que dejarlo en paz, porque ya no habría más. Y recordarían a Tom Morgan.

Sintió un extraño impulso de cacarear, como un gallo.

Pero musitó:

—¡Sí, a mí también, desgraciado hijo de puta! —Miró a la izquierda, por donde se veía el tejado de la casa de huéspedes de la señorita Jessie Marlow, donde estaba Clay, y se preguntó lo que estaría haciendo, pensando, sintiendo en aquel preciso momento. Cogió la escopeta que tenía sobre las piernas y dio un suave culatazo contra el entarimado—. Lo siento, Clay —murmuró—. Pero es la única solución.

Enumeró unas cuantas lamentaciones más: que no podría arrancar la cabeza a Peach con su propia fusta forrada de cuero; Taliaferro. Se rió de sí mismo al comprender que había otra cosa que lamentaba. Deseó que alguien supiera por qué estaba haciendo todo aquello. Quería que, al menos, lo supiera Kate. Pero era imposible, y supuso que estaba bien así.

Alzó la cabeza y, entornando los ojos, miró al sol poniente. «¡No tan deprisa!», pensó. Un minero pasaba por el otro extremo de la calle, y Morgan, con cara de pocos amigos, fingió que le apuntaba con la escopeta. Godbold salió del hotel, bajó los escalones y se alejó caminando rápidamente por Broadway.

Contempló, al final de la tarde, la oblicua luz bajo los soportales, la reluciente grupa de un caballo zaino, el color del vestido de dos prostitutas que miraban el escaparate de Goodpasture. Sam Brown aún no había vuelto a poner su letrero, y el sol se iba comiendo el rectángulo amarillo. El viento levantó un remolino de polvo, que se desplazó y se deshizo a cierta distancia, arrojando un matorral seco contra la acera. La luz iba cambiando a medida que el sol descendía por el extremo occidental del horizonte, y la línea de sombra avanzaba por la polvorienta calle. Ahora el sol arrancaba colores más oscuros a los objetos, que parecían teñidos de rojo. Iba haciéndose tarde, y se acercaba la hora.

Volvió a dar en el suelo con la culata de la escopeta y se puso en pie. Dawson estaba recostado en el quicio de la puerta con un rifle bajo el brazo, y aspecto de querer estar en otro sitio. Pasó frente a él, entró y dejó la escopeta apoyada en el mostrador. Todos los de la Medusa se encontraban en el comedor. Newman miraba por la ventana. Willingham se entretenía haciendo solitarios, el negro bombín bien ajustado en la cabeza, acariciándose el cerquillo de la barba rojiza. MacDonald, sentado frente a él, observaba las cartas con aire taciturno.

—Dentro de poco volverán los trabajadores de las otras minas —dijo Morgan, alzando la voz para que lo oyeran en el comedor—. Entonces se armará una buena cuando pretendan echar la puerta abajo.

MacDonald hizo una mueca y movió el brazo en el cabestrillo negro. Willingham, volviendo las cartas, dijo:

—Señor Morgan, usted disfruta alarmándonos. —Sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco y lo consultó—. Supongo que no podremos contar con que ese viejo idiota vuelva esta noche, ¿verdad?

—Nos ha olvidado —dijo MacDonald, ahuecando la voz.

Newman, con los hombros encogidos, se había vuelto a mirarlos. Tres capataces estaban sentados a una mesa al otro extremo de la estancia. Ninguno de ellos parecía tener motivos para encontrarse a gusto allí.

—Le advertí que lo destruiría —dijo Willingham—. Me sentiría bastante decepcionado si se destruye a sí mismo haciendo el idiota en México.

—Lo que necesitan ustedes, los prohombres de las minas, es un ejército más de fiar. ¡Mira que perseguir apaches!

—No creo que haya apaches por aquí —aseguró MacDonald—. Señor Willingham, opino que debemos llamar al coche y…

—¡A mí no me sacan de aquí! —replicó Willingham. Volvió a mirar las cartas—. ¿Y bien, señor Morgan? Creía que nuestro acuerdo consistía en que usted vigilaría las almenas. Eso está ahí fuera, no aquí.

—En la calle no pasa nada. No puedo buscar pelea con nadie.

—¡Santo cielo! —exclamó MacDonald—. ¡No queremos altercados!

—Pensé que estaba para armar camorra y agujerear a los mineros. Y echar a algunos de la ciudad.

—¡Válgame Dios!

—Señor Morgan, tenga la bondad de retirarse con su dudoso humor de la frontera. Su puesto está en el porche.

—Voy arriba a cambiarme de camisa y luego me retiraré; iré a dar una vuelta por la ciudad.

—Señor Morgan…

—Siempre doy un paseo a la puesta del sol —explicó—. No me lo voy a perder por culpa de la Medusa.

Subió a su habitación. Allí se quitó la chaqueta, la pistolera y la camisa, y se lavó en la jofaina. Se sentó al borde de la cama para revisar el funcionamiento de su Colt Banker’s Special. Por la ventana entraba un tenue rayo de sol, derramando una lechosa luz rojiza sobre la cama. Oía en su cabeza un persistente martilleo, como el batir de unas grandes alas, y permaneció inmóvil durante mucho rato con el revólver en la mano, contemplando la desnuda pared de enfrente, hasta que se levantó y se puso una camisa de lino limpia. Al tratar de colocarse los gemelos de oro en los puños notó que le temblaban los dedos.

—¡Maldita sea mi estampa! —musitó—. ¡Vaya, Crótalo! —Se situó frente al deformante espejo en mangas de camisa, observando su pálido rostro, cruzado por el tajo de su negro bigote. Se cepilló el pelo hasta arrancarle un brillo plateado. Se frotó enérgicamente las manos, estirando y encogiendo los dedos hasta sentirlos más flexibles, y luego se sirvió un poco de whisky en un vaso y dijo, alzándolo—: ¡Salud!

Se inclinó ante el sol poniente y bebió.

Sin ponerse la chaqueta, se remetió el Banker’s Special entre los pantalones y la hebilla del cinturón y bajó las escaleras con aire arrogante. Gough lo miró con los ojos muy abiertos. En el comedor, un joven minero con pantalón azul claro y camisa del mismo color, con las manos desfiguradas y llenas de cicatrices que mantenía incómodamente en alto frente al pecho, estaba hablando con Willingham, mientras MacDonald, de pie y con el rostro salpicado de manchas rojas y blancas, lo fulminaba con la mirada.

—¿Qué es lo que va en contra de tus principios? —inquirió Willingham, que seguía con sus solitarios.

—Prender fuego a los pozos —contestó el muchacho.

—Ah, se trata de incendiar las minas, ¿eh? —dijo Willingham, mordaz.

—Sí, señor —confirmó el minero—. Hay una mayoría que piensa de ese modo ahora. Se figuran que cuando Peach vuelva nos embarcará y nos despachará a cualquier parte como tenía intención de hacer desde un principio, igual que si fuéramos borregos. Algunos se quedarían satisfechos con un buen incendio, sabiendo que la mina estaría ardiendo durante dos o tres años. Sólo que eso no va conmigo. Ni con otros como yo.

—Ah, estás hablando en nombre de otros, ¿no?

—Podría ser.

—Canalla… —gritó MacDonald, pero se detuvo cuando Willingham le hizo un gesto con la mano.

—¿En nombre de cuántos estás hablando, hijo?

Apoyado en el quicio de la puerta, Morgan observaba a Willingham, que aún no había levantado la cabeza para mirar al muchacho. Willingham se quedó sin cartas que tirar, las recogió y barajó. El minero se frotó las desfiguradas manos.

—Pues no sé, señor Willingham. Depende, supongo. Les gustaría volver al trabajo, desde luego. Pero ya sabe cómo es la gente…; no quisieran volver sin haber conseguido algo. Por eso han estado tanto tiempo sin ir. El señor MacDonald no cedía un ápice.

—Calla, Charlie —ordenó Willingham cuando aquél se disponía a hablar.

El muchacho lanzó una mirada de soslayo a Morgan. Con su imprecisa barba incipiente, tenía aspecto de fullero haciéndose pasar por pueblerino.

—Ni un ápice, ¿eh? —repitió Willingham, sacudiendo la cabeza.

—Creo que no volverán al trabajo si el señor MacDonald sigue allí. Si me disculpa la franqueza, señor Mac.

—¡Señor Willingham! —exclamó MacDonald, con voz ahogada.

Willingham se limitó a extender una mano hacia él, empezando a descubrir las cartas de nuevo. Ni siquiera ahora alzó la vista.

—¿En nombre de cuántas personas estás hablando? —repitió otra vez.

—Supongo que cuantas más concesiones me haga usted, mayor será el número.

—Ya veo. Bueno, siéntate, hijo. —El minero tomó asiento con cautela en la silla de MacDonald, y Willingham prosiguió—: A ver si es posible que dos hombres razonables solucionen esto amistosamente. Te advierto de antemano que no pienso ceder más de un ápice, pero siempre he tenido intención de ser justo. A veces los subordinados muestran demasiado celo; eso lo reconozco.

Daba la sensación, pensó Morgan, de ser una partida interesante, con MacDonald en el fondo común. Le habría gustado quedarse a presenciarlo, pero el sol se estaba ocultando. Alzando la voz, dijo:

—Será mejor que me vaya si quiero expulsar a Blaisedell de la ciudad esta noche.

El joven minero volvió la cabeza hacia él. MacDonald se quedó boquiabierto. Willingham se levantó de un salto de la silla.

—¡Santo Dios! —exclamó uno de los capataces.

—Volveré enseguida a cobrar los mil dólares —aseguró Morgan, sonriendo en torno a la estancia y colocándose bien el Banker’s Special en el cinturón.

—¡Señor Morgan! —lo llamó Willingham.

Pero Morgan se dirigió a la salida, pasando frente al recepcionista, que lo miró con ojos desorbitados. Dawson, en la puerta principal, lo miró fijamente; al pasar por su lado, le arrebató el revólver de la funda.

—¡Qué…! —protestó Dawson.

—Vigila la calle, gordinflón —le dijo—. Va a haber una lluvia de plomo.

Morgan se remetió el Colt de Dawson en el cinturón, bajó los escalones y echó a andar por la acera en dirección oeste.

El sol, henchido, ofrecía un color más intenso. Colgaba como un globo rojo sobre las puntiagudas cumbres que pronto lo traspasarían. En parte alguna se veía otro como ése, pensó; más grande y luminoso que en cualquier otro sitio, más crecido y brillante hoy. Sacó el último cigarro del bolsillo de la camisa y se lo puso entre los dientes.

Cruzó entre el polvo de Broadway y subió a la acera de la siguiente manzana. Pasó por delante del calcinado Glass Slipper. Los paseantes se fijaban en su cinturón y él volvía la cabeza de un lado a otro para observarlos con arrogancia. Todos evitaban mirarlo a los ojos. En una ocasión, un vaquero que mascaba tabaco le sostuvo un momento la mirada, pero él aflojó el paso y el vaquero volvió rápidamente la cabeza. Nadie le dijo nada al pasar. Unos cuantos rostros se asomaron por encima de las puertas batientes del Lucky Dollar; en la baranda había seis u ocho caballos amarrados. Ahora oyó murmullos a su espalda, y vio a Goodpasture que lo observaba por el escaparate de su tienda. Alzó los ojos hacia el French Palace y se llevó la mano al sombrero en forma de saludo. Al percibir un movimiento a su espalda, se volvió y sonrió al ver a tres vaqueros que se apresuraban a apartar sus monturas de la calle.

Continuó la marcha, pasando bajo el letrero nuevo con el agujero de bala, y entró en la cárcel. Gannon alzó la vista y lo miró desde detrás de la mesa, y él sacó el Colt de Dawson y le apuntó.

—Manos arriba —le ordenó.

Con gesto severo, Gannon se puso despacio en pie; siguió subiendo las manos, más arriba de los hombros.

—Qué… —empezó a decir, pero se calló.

Morgan avanzó unos pasos, le quitó el Colt y se lo remetió en el cinturón. Le indicó la puerta abierta del calabozo. Gannon no se movió, y él montó el percutor con el pulgar.

—¡Entre ahí!

—¿Qué coño cree que está haciendo? —inquirió Gannon con voz ronca.

—¡Adentro! —Le hundió el cañón en el vientre hasta que entró en el calabozo, caminando hacia atrás. Cerró la puerta de golpe y echó la llave; luego, tiró el llavero al otro extremo de la estancia. Miró desdeñosamente al ayudante del sheriff, al otro lado de los barrotes, y le dijo—: He prometido a Kate que usted no resultaría herido. Si esto me sale mal, dígale que si yo no lo he conseguido, Pat Cletus tampoco habría podido.

—¿Qué pretende hacer?

—Resolver los problemas de esta ciudad a golpe de pistola.

Con el revólver de Dawson en la mano derecha y el de Gannon en la izquierda, salió a la calle.

—¡Morgan! —lo llamó Gannon.

Pero él alzó la mano y sofocó su nombre con el estruendo de un disparo; el nuevo letrero osciló frenéticamente, de nuevo perforado.

La mecha ya estaba prendida; saltó por encima de la baranda y sus botas se hundieron en el polvo de la calle. El sol rozaba las cumbres, rojo de sangre, como la yema de un huevo podrido. Se estremeció un poco al dar la espalda al sol y sentir el viento. Se rió al ver cómo corría la gente por las aceras mientras él seguía por la calle con actitud desafiante. Ya había visto antes ciudades acribilladas. Lo mejor que había visto nunca en ese aspecto fue lo de Ben Nicholson, pero él podía superarlo esta noche. Escupió el cigarro, alzó el Colt de Dawson, y apretó de nuevo el gatillo. Con la detonación retumbando en sus oídos, se puso a chillar, lanzando aullidos de coyote mezclados con gritos rebeldes y apaches.

—¡Yaa-júu! ¡Soy el hombre más malvado del Oeste! ¡El Crótalo Negro de Warlock! ¡Mi madre fue una loba gris y mi padre un puma, y los estrangulé a los dos el día en que nací! ¡Yaa-júu! —gritaba—. ¡Mataré todo lo que se mueva, así es que quietos o moriréis, hijos de puta; y si tenéis que moveros, hacedlo a rastras! ¡Puedo escupir a un hombre a cincuenta metros! ¡Tengo rayos en las dos manos, me peino con gatos monteses y me lavo los dientes con alambre de espino!

Atravesó de un balazo el letrero de Taliaferro. Un individuo se apresuró a meterse en la farmacia y él le disparó; un penacho de polvo ascendió de la pared de adobe.

—¿Quién quiere morir? —bramaba, avanzando lentamente—. ¡Tengo ganas de pelea! ¡Vamos, hijos de zorra…, yo me alimento de vaqueros muertos!

Tenía la voz ronca y la garganta reseca de tanto gritar. Pero sonreía como un idiota a los pálidos rostros fijos en él. Notaba la camisa empapada de sudor por la espalda. Volvió a disparar al aire, y luego al rectángulo amarillo de la fachada del Billiard Parlor.

—¡Salid a pelear! —gritaba—. ¡He matado a cuarenta y cinco hombres, a la mitad de un solo disparo, y hoy voy a aumentar la cuenta!

»¿Algún amigo de McQuown por aquí? ¡Voy a mandarlos con el honrado Abe! Soy el campeón del mundo matando vaqueros. ¿Ningún compañero de Brunk? ¡Venid, cabrones, mineros estúpidos, os voy a cortar los hígados en rodajas! ¿Algún yanqui de mierda? ¡No, ya oigo cómo se largan corriendo! ¡Es que no hay nadie! ¡Salid, cobardes hijos de la grandísima puta, o expulso a esta ciudad de sí misma!

Levantó el seis tiros de Dawson y volvió a apretar el gatillo; el percutor se abatió con un golpe seco. Lo lanzó al aire, volvió a cogerlo por el cañón, y con un amplio impulso del brazo lo estrelló contra el escaparate de Goodpasture, con gran estrépito de vidrios rotos. Alzó la mano izquierda y disparó el de Gannon.

—¡Vamos, digo! ¿Dónde están esos valientes miembros de las partidas? ¿Dónde se ha metido ese hatajo de holgazanes que se reúne en la cárcel? —Vio a varios de ellos, de pie con algunos vaqueros junto a la fachada del Glass Slipper—. ¡Venga, muchachos! ¡Salid de vuestros agujeros! ¿No? ¿Dónde está entonces ese imponente ayudante del sheriff? Se ha encerrado en su propia cárcel. ¿Es que no hay un solo hombre en esta ciudad? A ver, ¿algún amigo de Blaisedell? Me servirá como ejercicio de calentamiento. ¡Hablad, muchachos!

Volvió a disparar al aire para seguir animando el lugar. Con la mano izquierda, destrozó a tiros el escaparate de la armería. Lanzó el Colt sin municiones de Gannon hacia la farmacia. Un hombre se agachó y enseguida se quedó rígidamente quieto, como a la voz de firmes.

Sacó el Banker’s Special del cinturón. Soltó una carcajada, aulló y disparó al aire. Percibió un movimiento entre las ruinas del Glass Slipper, disparó y desportilló el muro de adobe. El polvo de la calle se oscureció cuando el sol se puso a su espalda. La luna ascendía sobre los Bucksaw, pálida como una nube. «Ha llegado la hora», pensó.

—¡Yaa-júu! —aulló—. ¿Dónde se ha metido Clay Blaisedell? ¿Dónde está ese cobarde de pelo largo y pistolas de oro, el falso comisario de Warlock? ¿Detrás de qué faldas se esconde? ¡Sal, Clay Blaisedell! ¡Sal de tu madriguera para que veamos si estás pálido de miedo!

Ya había llegado a la altura del Glass Slipper, y vio movimiento entre los ciudadanos que había allí; volvió hacia ellos el Banker’s Special y soltó una estruendosa carcajada al ver a un hombre lanzarse hacia la acera. Vio el moreno y arrugado rostro de Mosbie, contraído de rabia.

—Vamos, Clay —musitó—. ¡Estoy empezando a sentirme como un puñetero estúpido!

Siguió caminando por Main Street, riendo y burlándose; torció hacia el Billiard Parlor, y los mineros que había delante se metieron dentro.

—¡Yaa-júu! —gritó, con la voz desgarrándole la garganta—. ¡Todos me temen! ¿Dónde está Clay Blaisedell? ¡Ya no echará a nadie de la ciudad! ¡Blaisedell! ¡Ven aquí, a jugar conmigo a un juego de críos, perro yanqui cobarde! ¡Blaisedell!

«¡Venga, Clay, vamos! ¡Ya estoy más que harto de este jueguecito!» Cruzó Broadway, y vio que Dawson entraba de un salto en el hotel. Clay apareció en la siguiente esquina.

—¡Morgan! —le gritó Mosbie.

Y él giró sobre sus talones y apretó el gatillo, viendo cómo Mosbie chocaba contra la pared en la penumbra del soportal, con el Colt escapándosele de las manos.

Y hasta sus ensordecidos oídos llegó la voz de Clay:

—¡Morg!

Blaisedell estaba en medio de la calle con el sombrero negro echado hacia delante para ocultar el rostro, el ancho cinto marrón sesgado sobre las caderas, las mangas de la camisa blanca ondeando al viento; con alivio y júbilo delirante, Morgan sintió que aún no le había abandonado la suerte, y, mientras volvía a remeterse el ardiente cañón del Banker’s Special en el cinturón, supo, con repentino orgullo, que podía ganar a Clay por la mano si quería, y tuvo la seguridad de que le daría en mitad de la camisa blanca, justo debajo de los negros extremos de la corbata negra, si se lo proponía.

—¡Puedo vencerte, Blaisedell! —gritó con la voz ronca—. ¡Será mejor que saques rápido!

Gritó una vez más, sin palabras, triunfante, cuando su mano se alzó con el Banker’s Special, más rápida que la de Clay. El sombrero de Clay voló por los aires. Oyó un grito y era Kate. «¡Tom!» En ese instante se vio proyectado hacia atrás, estupefacto, con la muerte al rojo blanco atravesándole el cuerpo. Apretó de nuevo el gatillo, sin apuntar, y la detonación se perdió en la plenitud de un sonido ensordecedor; trató frenéticamente de sonreír cuando avanzó tambaleante hacia la figura inmóvil que estaba envuelta en humo frente a él. El Banker’s Special se le hizo de pronto muy pesado. Se le cayó al suelo. Pero aún pudo llevarse la mano al pecho, alzarla despacio, cruzarla a un lado y a otro, lentamente, mientras el mundo se iba desdibujando cada vez más y deshaciéndose en profundas tinieblas.

Cayó hacia delante, sobre el polvo, que lo recibió con suavidad. Sintió un ligero calambre en un brazo y logró sacarlo de debajo del cuerpo. En sus ojos sólo había polvo, que era mullido y estaba extrañamente húmedo.

—¡Tom! —oyó tenuemente—. ¡Tom!

Notó una mano en la espalda. Le cogió del hombro e intentó darle la vuelta, la mano de Kate, y oyó sollozar a Kate entre el henchido oleaje de zumbidos que le anegaba los oídos. Intentó decirle algo, pero la garganta se le llenó de sangre. El polvo lo arrastró lejos, y se hundió agradecido en él; aún era capaz de reír, pero ahora también podía llorar.