Se corrió la voz de que los huelguistas de la Medusa iban a reunirse a las cinco en el solar contiguo a la serrería de Robinson, y un poco antes de esa hora salió el médico de la casa de Tim Daley en compañía de Fitzsimmons, Daley, Frenchy Martin y los demás, a quienes, tal como había sugerido el joven minero, habían calificado de machos cabríos en vez de borregos por el hecho de que los encerraran en la cárcel en lugar de en el Establo, como a los militantes de base. El viejo Heck, de mal talante, se negó a asistir a la reunión.
La tarde transcurrió entre discusiones sobre una política que, por medios indirectos, no había sido sino una lucha por el poder. Los partidarios del viejo Heck lo habían ido abandonando uno por uno, hasta que, finalmente, incluso Frenchy Martin y Bull Johnson se pasaron al otro lado. Ahora, las decisiones, para bien o para mal, estaban en manos del médico y de Fitzsimmons, a quienes los machos cabríos habían elevado por encima de sí mismos, y por tanto de las ovejas, confiriéndoles la categoría de dirigentes.
Esa tarde el médico se asombró de su propio comportamiento. Había sido enteramente ajeno al concepto que él, el doctor David Wagner, tenía de sí mismo. El odio generado en la pugna por manipular palabras y hombres, mayor que el sentido por la mina Medusa, MacDonald y los dueños de las minas, ya había pasado. Ni siquiera estaba indignado consigo mismo al darse cuenta de que estaba tan vinculado a aquel asunto como el viejo Heck o Bull Johnson. Su resentimiento, siempre que alguien se atrevía a desafiarlo, había sido despiadado, su placer, al ganar una escaramuza verbal tras otra, triunfal; ahora despreciaba a los que había vencido.
Jimmy se había subido a su carro desde el principio, cosa que lo complacía, aunque era consciente, también, de que tenía celos de él, y de que podía librar una nueva batalla por el poder, algún día, con Jimmy Fitzsimmons. Lo esperaba con impaciencia, para poner a prueba ese aspecto recién descubierto en David Wagner frente a la astucia y la férrea voluntad, el empuje y la ambición de un muchacho veinticinco años más joven que él.
Fitzsimmons lo miró de soslayo y le guiñó un ojo, solemnemente, y él le respondió con un gesto de asentimiento.
A su espalda, Daley y Martin charlaban animadamente en voz baja. Varias prostitutas atisbaban con inquietud desde las cabañas del Row, y los morenos e impasibles rostros de las mexicanas los observaban desde los porches de las chozas de los mineros a lo largo de Peach Street. Warlock ofrecía un aspecto apático tras un día cargado de acontecimientos. Ahora, pensó el médico, su ira contra MacDonald debía revitalizarse, pero de forma que le permitiera modular en la reunión el estado de ánimo de los huelguistas en la dirección adecuada. Se puso a considerar lo que debía decirles; unas palabras completamente distintas de las que había pronunciado por la tarde.
—¿Sabe una cosa, Doc? —le dijo Fitzsimmons, con voz queda—. No hay un solo minero en la ciudad que sepa lo que deba hacerse ahora. Se alegrarán tanto de que se lo digamos nosotros, que se pondrán a mover el rabo.
—Y harán precisamente lo contrario —repuso él, sonriendo.
—No, si los convencemos de que lo que hay que hacer es lo que ellos quieren.
—Me parece que aparte del viejo Heck hay también otros que siguen queriendo incendiar la Medusa. Incluso más que antes.
Fitzsimmons sacudió la cabeza con aire condescendiente.
—Eso también, Doc. Sólo para que no se diga que están asustados. Será mejor asegurarse de que nadie toma la palabra para proponer que abandonemos la huelga enseguida, antes de que vuelva la Caballería. De eso es de lo que debemos ocuparnos.
—Y de mostrar a Willingham nuestro convencimiento de que su posición es bastante peor que la nuestra.
—¿Le parece buena idea organizar una manifestación con antorchas esta noche?
—Creo que sería muy eficaz, y un buen objetivo para que le dediques todas tus energías. Si estás seguro, podrás controlarla.
—Claro que sería capaz de controlarla —afirmó Fitzsimmons con frialdad, lanzándole otra mirada de reojo.
La pequeña comitiva pasó frente a la serrería y entró en el solar, que los mineros utilizaban para las asambleas desde la época de Lathrop. Ya se había congregado allí un buen número de trabajadores.
El médico se detuvo y miró en derredor para observar los rostros de los presentes, que tenían los ojos fijos en él. Fue como si supieran instintivamente que lo habían elegido, respetando la decisión sin objeciones.
—Doc —lo saludó con gravedad Patch.
Muchos otros siguieron su ejemplo. Empleaban ahora un tono diferente al saludar: una promesa de lealtad que contenía un aplazado escepticismo. También saludaron a Fitzsimmons, llamándolo por su nombre, pero con menos deferencia.
—Frenchy —dijo el médico, cuando el resto de los que venían de casa de Daley se puso a su alrededor—, ocúpate de que pongan esos tablones encima de los barriles para que puedan subirse los oradores, ¿quieres?
Jimmy Fitzsimmons sonrió torciendo la boca mientras Frenchy se disponía a ejecutar el encargo, y el médico comprendió por qué había hablado tan alto, y a Martin en particular.
—¡Doc! —Stacey, con la cabeza vendada, venía apresuradamente hacia él. El minero alzó una mano y aceleró el paso—. Doc —jadeó al llegar—. Será mejor que venga. La señorita Jessie lo necesita en el General Peach.
—Ahora no puedo ir —contestó secamente, notando la mirada de Fitzsimmons.
Pero de pronto, todo lo que había pasado en la casa de huéspedes, y que había intentado apartar de su pensamiento por considerar que no venía al caso, se le echó encima y sintió una lástima por Jessie que le dolió como una puñalada. Pero ahora no, casi gimió; ahora, no. No podía marcharse ahora.
—Me ha enviado el comisario —le susurró Stacey. Bajo el turbante de gasa, su frente pecosa estaba surcada de inquietud—. Dice que la señorita Jessie está muy alterada, Doc.
—Recoge mi maletín de la Oficina de Ensayo, ¿quieres? —dijo, asintiendo una vez con la cabeza. Volviéndose a Fitzsimmons, cuyas cejas se arqueaban inquisitivamente en su impasible rostro, añadió—: Jimmy, tengo que ir a ver a la señorita Jessie. Tendrás que arreglártelas como puedas hasta que vuelva.
Fitzsimmons hizo un rápido gesto de asentimiento, y acto seguido, como pensándolo mejor, frunció el ceño, dando a entender que era una carga y una responsabilidad tremendas.
—Haré lo que pueda, Doc —repuso el joven minero, acariciándose los destrozados nudillos con los cuales se había asegurado el futuro—. Dese prisa.
—Lo haré —repuso él, en tono grave.
Se marchó del solar, sin hacer caso de quienes lo llamaban; casi echó a correr por Grant Street hasta el General Peach. La puerta de Jessie estaba cerrada, pero oyó su voz en el interior, alta y aguda. Blaisedell le abrió.
Miró conmocionado el rostro del comisario. Grandes y enrojecidos verdugones lo cruzaban de parte a parte, y sus ojos estaban casi cerrados de la hinchazón.
—Gracias a Dios que ha llegado —le dijo, con voz queda—. Será mejor que le dé algo. Está…
—¡David! —gritó Jessie, cuando pasó por delante de Blaisedell.
Ella estaba de pie en medio de la habitación, frente a él. El pálido triángulo de su rostro parecía agostado, como si el fuego que ardía en sus ojos estuviera consumiendo la carne de alrededor. Su semblante se contrajo en un absurdo gesto que, según comprendió él, pretendía ser una sonrisa.
Blaisedell cerró la puerta y se acercó a él, moviéndose como si le doliera hasta la última fibra de su ser.
—Quiere que nos pongamos al frente de los mineros para incendiar la Medusa —le dijo, con una voz que reflejaba su agotamiento—. He tratado de convencerla de que… no es el momento adecuado. Pensé que podría usted darle algo que la tranquilizara —concluyó en un susurro.
—¡Sí es el momento! —gritó Jessie—. ¡Ahora es el momento! David, los dirigiremos y entonces…
—¿Dirigir a los mineros, Jessie? —la interrumpió, y al pronunciar esas palabras le pareció burlarse de sí mismo.
—¡Sí! Cabalgaremos hacia la Medusa a la cabeza de los mineros, de un ejército de mineros. ¡Con qué entusiasmo gritarán y cantarán! ¡Dicen que hay barricadas, pero eso no nos detendrá! ¡Oh, Clay!
—Jessie, me temo que Blaisedell tiene razón. No es el momento.
—¡Sí que lo es! La Caballería se ha ido, y… ¡tenemos que hacer algo!
Tenía un pañuelo hecho un ovillo, que se iba pasando de una mano a otra.
—No tenemos que hacer nada, Jessie —terció Blaisedell en tono paciente.
Los ojos hundidos y ardientes de ella se clavaron en el comisario, para luego dirigirse a él; era como si mirase más allá de ellos, a la mina Medusa, a la gloria o la redención: no sabía qué. Volvió a apretujar con fuerza el pañuelo entre las manos.
—David —le dijo con calma—. Tienes que ayudarme a hacerle entender.
Llamaron a la puerta.
—Es Stacey con mi maletín —le dijo al comisario, que fuera abrir. Cogió a Jessie de las manos. El pañuelo estaba húmedo de sudor, o de lágrimas. Le sonrió tranquilizadoramente y dijo—: No, Jessie; me temo que en realidad no sea el momento adecuado. Todo está ahora muy confuso. Pero quizá mañana o pasado tú y…
—¡Ahora! —exclamó ella, y su voz se llenó de pronto de pesar—. ¡Oh, ahora, ahora! —Se volvió hacia Blaisedell—. ¡Oh, debe ser ahora mismo, antes de que lo olviden! ¡Es por ti, Clay!
El médico tomó el maletín que Blaisedell le tendía y sacó el frasco. Había un vaso sobre el escritorio y lo llenó de agua de la jarra, tiñéndola luego con láudano. A su espalda, Jessie repetía desesperada:
—¡Clay, es por ti!
El médico vio en el espejo el dolor y la repugnancia en el rostro del comisario, cruelmente lacerado. Jessie se abalanzó hacia él y hundió la cara contra su pecho, con los tirabuzones oscilando mientras sacudía con frenesí la cabeza, murmurando algo al corazón de Blaisedell que él ni podía ni quería oír. El comisario lo miró por encima de los cabellos castaños de Jessie mientras le acariciaba la espalda con torpeza.
El médico le indicó el vaso y Blaisedell dijo:
—Jessie, el médico tiene algo para ti.
Ella volvió rápidamente la cabeza. Su rostro se ensombreció, receloso.
—¿Qué es eso?
—Láudano, para que descanses.
—¿Descansar? —gritó ella—. ¡No podemos descansar ni un momento!
—Será mejor que lo tomes, Jessie —dijo Blaisedell, con voz suave.
El médico le tendió el vaso con el líquido color de whisky, pero ella alzó la mano como si quisiera tirarlo al suelo.
—¡Jessie! —le dijo con brusquedad.
Sus hombros se derrumbaron. Cerró los ojos. Empezó a sollozar convulsivamente. Se frotó los ojos con los nudillos y se tambaleó, y Blaisedell la rodeó con el brazo. El médico veía cómo los sollozos le estremecían el delicado cuerpo. También lo estremecían a él; con cada lágrima se retorcía de compasión por ella, y de rabia contra Clay Blaisedell y el mundo que la había destrozado. Le temblaba la mano con el vaso.
—Bébelo, Jessie.
Obedeció y se lo bebió de un trago, y él fue a descubrir la colcha de la cama. Blaisedell la ayudó a ir hasta el lecho y ella se tendió tapándose la cara con las manos, los dedos remetidos entre los enmarañados tirabuzones, la cabeza moviéndose incesante de un lado a otro. El médico la tapó con la colcha mientras Blaisedell se dirigía a la puerta.
—Me voy a ir, Doc —le dijo con su grave voz.
Él se volvió y lo miró a los ojos, azules e intensos, casi ocultos bajo los hinchados párpados. El comisario volvió a repetírselo, en voz baja, sólo con los labios, despidiéndose de él con la cabeza.
—¡Lo haremos mañana! —exclamó de pronto Jessie. Alzó la cabeza y buscó frenéticamente con los ojos a Blaisedell—. Mañana los conduciremos a la Medusa, Clay. ¡Puede que aún no sea demasiado tarde!
—Pues no; mañana no será demasiado tarde —respondió el comisario, sonriendo levemente; luego se fue, cerrando con cuidado la puerta al salir.
El médico se sentó en la cama junto a Jessie, mientras ella dejaba reposar de nuevo la cabeza. Cerró los ojos, como si deseara descansar. Cuando oyó los pasos de Blaisedell por la escalera, el médico dejó el vaso y le pasó la mano por los húmedos y enredados cabellos.
Alzó la vista hacia el grabado que representaba a Cuchulain en su locura, y sintió que el dolor y la furia le retorcían el corazón. Así que Blaisedell iba a marcharse, y maldito fuera por haber venido, por haberla hechizado, por abandonarla para siempre en un círculo de llamas y espinas. ¿Y los mineros y su sindicato?, pensó de pronto. No había más remedio. Bajó la cabeza y le sonrió, alisándole el pelo con la mano.
—Los mineros están reunidos, Jessie —le dijo—. Mañana habrá tiempo suficiente.
Ella asintió y sonrió levemente, pero no abrió los ojos.
—Hoy sería mejor —le contestó en voz baja, aunque inteligible—. Pero él está cansado y magullado. No tenía que haberle hecho esos reproches. No debería de haberle llamado cobarde. ¡Qué absurdo decir eso de él!
—Sabe que estás alterada.
Miró la sólida proyección de sus cejas sobre los ojos cerrados y hundidos, el aleteo de sus fosas nasales al ritmo de su respiración, la resuelta línea de su menuda barbilla.
—¡Ah, cómo me alegro de que se me haya ocurrido! —exclamó ella—. Porque con eso cambiará todo. Iremos a caballo, desde luego, y ellos nos seguirán a pie. Nosotros…
—Mañana —susurró él—. Mañana, cariño.
Vio cómo se le contraía el rostro; empezó a sollozar de nuevo, aunque suavemente. Dijo con voz apagada:
—Pero ¿no te das cuenta de por qué debo convencerlo de que lo haga, David? Porque lo que pasó aquí fue todo culpa mía.
—No, Jessie. Ahora será mejor que intentes descansar.
Ella se calló, y al cabo de un tiempo él pensó que se había dormido más por agotamiento que por efecto del opiáceo. Dejó de acariciarle la cabeza y miró a la ventana, pensando en cómo se estaría desarrollando la reunión. Ahora se sentía distanciado de todo aquello, pero había cosas que le habría gustado decir. Le habría complacido negociar con Willingham en su nombre; pensó que habría disfrutado enfrentándose verbalmente con él.
—Estaba dolorido y muy angustiado, pero yo me sentía muy furiosa… Quería que nos marcháramos mañana de aquí, él y yo. Que nos fuéramos a otro sitio, y me dijo que se cambiaría de nombre. ¡Me enfadé tanto al ver que quería renunciar a su nombre! Pero debí comprender que estaba resentido y apenado. ¡Ay, Dios mío, creí que ese monstruo lo había destruido! Pero es ridículo darse por vencido tan fácilmente cuando…
—Descansa —dijo él—. Tienes que reposar.
De nuevo guardó silencio. Pensó en Blaisedell y ella conduciendo a los mineros y se preguntó si no era más descabellada su pretensión de dirigirlos él mismo. Atisbó en su interior y contempló su propio mundo, viendo que todos sus ideales y aspiraciones se derrumbaban, mustios e infructuosos. Pensó que era un estúpido. Mucho mejor, consideró, una marcha con antorchas que lo que él les habría dado, si es que hubiera sido capaz de darles algo; mucho más perfecta una llamarada ascendiendo al cielo por la abertura del pozo de la Medusa, que las grises cenizas de la razón. Se había engañado a sí mismo con sus ideales de humanidad y apertura hacia la libertad; porque la paz surge de la guerra, no de la razón. Para instaurar el sindicato tendría que haber sangre y fuego. Así había sido siempre, y las revoluciones las hacían hombres que conquistaban, o morían, y no ideas descoloridas en cerebros grises. La paz se lograba con la espada, los derechos con la espada, la justicia y la libertad con la espada, y la lucha para conquistarlas debían dirigirla hombres con espada y no por seres inútiles que predicaban la razón y la moderación.
Observó las sombras que se alargaban a través de los visillos de encaje. La habitación estaba ahora menos iluminada, el pálido rostro de Jessie más apacible y en penumbra. Los mineros celebraban su asamblea con tranquilidad, pensó. Se preguntó por el papel que estaría desempeñando Fitzsimmons, y sonrió al notar un poso de celos en el fondo de su ser. Tenía la completa seguridad de que Jimmy lo haría bien. Era una triste verdad que la lucha por la causa de las masas siempre la encabezaban hombres ambiciosos, hambrientos de poder, astutamente egoístas, y no los humanistas ni los idealistas; y mejor que así fuera. Fitzsimmons no amaba ni a los mineros ni a su causa; sólo se quería a sí mismo y al poder que podría alcanzar a través de ellos. Y tampoco él, David Wagner, amaba a los mineros. Estaba enamorado de un ideal, de un principio abstracto, y odiaba otro. Había en él más amor y odio que en Fitzsimmons, y eso era lo que al final lo había inhabilitado, porque comprendía demasiado bien cuán gris e intangible era un principio abstracto, por generoso que fuese, comparado con la carne y la sangre. No había elección posible entre consagrarse a un ideal hecho de paja y entregarse a una persona en concreto que ahora vivía en la desdicha y el dolor, y a quien amaba.
Cuando Jessie volvió a hablar, su voz era tan confusa que apenas pudo entenderla.
—¿Qué le importaba a él Curley Burne? No puedo entender por qué tenía Curley Burne tanta importancia para él, David. ¡No era bueno para nada! Sólo se trataba de un vulgar cuatrero. Él…
Su voz se apagó, aunque sus labios seguían moviéndose. El médico observó el movimiento de sus labios, cada vez más lento y murmuró:
—Descansa.
«Todo ha terminado», pensó; pero no podía decírselo. Llamaron a la puerta.
—¿Doc? —Era la voz de Fitzsimmons. Se levantó sin ruido y fue a abrir la puerta. Se llevó un dedo a los labios, y Jimmy miró al fondo de la habitación y asintió. Tenía el rostro encendido y triunfante—. ¡Usted y yo tenemos que ir a hablar con Willingham! —musitó con impaciencia—. ¡Debemos elaborar una estrategia! ¡Ahora todo depende de nosotros!
—No puedo ir, Jimmy.
—¡Que no puede!
Fitzsimmons eludió su mirada, torciendo el gesto; pero él sabía que el minero sentía alivio y se alegraba.
—Me temo que mi puesto está aquí.
Jimmy quiso dar muestras de preocupación frunciendo el ceño, mordiéndose el labio, rascándose las cicatrices de la mano en la barba de tres días.
—Bueno…, tendré que volver a decírselo. Supongo que tendré que intentarlo yo solo.
—Escúchame. Deberás volver con algo. Si parece que Willingham no está dispuesto a hacer concesiones, dile que no volverán a trabajar si está MacDonald. En eso cederá, al menos.
—Conseguiré algo más que eso —aseguró Fitzsimmons, asintiendo.
—Buena suerte, Jimmy.
Alargó el brazo, y le estrechó brevemente la mano, llena de arrugas y cicatrices.
—Gracias, Doc.
El médico no sonrió. El minero se dispuso a dirigirse a la puerta, y entonces se volvió a mirar con cautela, con aire inquisitivo.
—No —dijo el médico, sonriendo—. No me interpondré en tu camino. Al fin y al cabo, soy médico, no minero. Pero de vez en cuando recuerda que estás a su servicio. No sólo al tuyo, Jimmy.
Fitzsimmons se sonrojó aún más intensamente, pero una expresión de firmeza se dibujaba en sus labios contraídos.
—Bueno, es lo mismo, ¿no, Doc? ¿O sólo a veces? —contestó sonriendo.
Se marchó con los hombros muy erguidos, las manos en alto frente al pecho. Sin duda aquellas manos quemadas le serían útiles contra Willingham, y con toda seguridad Fitzsimmons las emplearía en su propio beneficio y en el de los mineros: que a veces era lo mismo. Y quizá, pensó cuando Jimmy cerró la puerta, no podía esperarse más en un mundo de hombres.
Volvió a sentarse junto a Jessie. Mientras observaba su rostro dormido sonrió y se sintió en paz a su vez. Pensó que no podía haber deseado mejor vocación, en el caso de que hubiera podido elegir. Dormido, su semblante era muy bello, pero le preocupaba su delgadez. Estaba cansada, había soportado mucha tensión, pero mejoraría con la marcha de Blaisedell. Empezó a acariciarla de nuevo, pero sintió miedo de despertarla, de modo que se limitó a contemplarla, como si quisiera aprenderse sus rasgos de memoria.
Se sobresaltó al oír un tiro en Main Street; frunció el ceño al ver que se removían sus párpados. Hubo otros disparos. Jessie abrió los ojos.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Algún vaquero con ganas de divertirse.
Su frente se surcó de inquietud, sus ojos parecían asustados. Se oyeron más detonaciones, seguidas de un griterío.
—No es más que un vaquero —repitió para tranquilizarla.
Volvió a coger el frasco de láudano y vertió diez gotas en el vaso, midiéndolas bien, llenándolo luego de agua.
—Bébete esto —le dijo, y ella alzó la cabeza.
El tiroteo continuaba, de manera esporádica, y seguían las voces. Jessie sonrió y él vio cómo se tranquilizaba al oír los pasos de Blaisedell por la escalera.
—Clay pondrá fin a eso —murmuró, mientras apoyaba de nuevo la cabeza en la almohada.
Se puso tenso al oír a Blaisedell en el vestíbulo, pero se tranquilizó a su vez cuando pasó frente a la puerta de Jessie y salió a la calle.
—Creo que voy a acompañarte, Jessie —dijo, sonriéndole.
Echó en el vaso su dosis habitual, de la que no disfrutaba desde tiempo atrás, y añadió cinco gotas más, llenándolo luego de agua. Alzó el vaso ceremoniosamente. Y, mientras bebía la fuerte y amarga droga, pensó que no era demasiado temprano para tomarla.