Diario de Henry Holmes Goodpasture

5 de junio de 1881

Ojalá no lo hubiera visto nunca: la caída y degradación de un hombre. Pobre Blaisedell; ¿debería haber apretado el gatillo? He estado dándole vueltas a la pregunta, sopesando los pros y los contras, hasta el agotamiento. Pero ¿acaso no se lo tenía merecido desde el momento en que presentó resistencia? ¿Y no fue la voluntad de la señorita Jessie quien lo abocó a resistir? No se lo reprocho. Pobre Blaisedell; nosotros ya habíamos sido testigos de esa incapacidad que tan bajo lo ha hecho caer hoy; también resultó evidente cuando los mineros lo atropellaron frente a la cárcel, ese error de compasión o humanidad, o una fatal vacilación a ser el agresor en un tiroteo, o incluso tener demasiado presentes las consecuencias de apretar el gatillo en ambas ocasiones: no para él, sino para la ciudad.

¿Acaso hubiera deseado yo que fuese diferente? De no haber tenido ese defecto no habría sido más que un despiadado asesino a sueldo, y al final nos habríamos vuelto contra él por esa misma temeridad. En cambio, le daremos la espalda por su incapacidad para la imprudencia, por sopesar las repercusiones y tener la vida en cuenta, por su aparente flaqueza, por esa indecisión que le ha valido la ruina; por su fracaso. Ahora se le compadece, y la compasión no es más que desprecio en una envoltura perfumada.

Compasión y bochorno, vergüenza de él y de nosotros mismos, que la compartimos. Pena y dolor revolviéndose fieramente contra su causa, que es Blaisedell. Tendría que haber disparado.

Pero ¿cómo apretar el gatillo contra un anciano, un viejo chiflado, al que aún se le debe respeto por pasadas hazañas y por su posición? Ah, pero qué astuto y traicionero es ese viejo loco, que mediante la estratagema de darle la espalda, reconoce que el comisario es hombre de honor. Porque debía de saber que Blaisedell no dispararía contra alguien que, después de todo, es la personificación de la ley y la autoridad en este territorio.

Pobre diablo; debe de desear estar muerto, honorablemente muerto. Eso es, quizá, lo que debería haber pasado. Tendría que haber matado al general Peach para, instantánea e inequívocamente, haber muerto con todos los honores por una descarga de fusilería. Lo habríamos coronado entonces con laureles, por tiranicidio.

Ahora, demasiado tarde, soy capaz de formularlo: sólo le pedía que no fallara. Ha fracasado, pero ¿cómo se puede ser humano y no fracasar? Recuerdo una vez, antes de su llegada, cuando bromeábamos diciendo que para tener éxito en Warlock no debía estar hecho de carne y hueso. Había triunfado, hasta ahora, y era humano; y lo sigue siendo. No estaría tan dolido por él, si no lo fuese. De manera que muchos estamos afligidos; Warlock, por un día, sangrará por esas heridas de su rostro y su espíritu, y después, como quien se las arregla para arrojar al olvido aquello de lo que se avergüenza mortalmente, le daremos la espalda.

Lo primero que pensé, claro está, fue que Gannon, de forma un tanto ridícula, intentaba una maniobra de diversión. Al final resultó que no era así. Joe Lacey se había presentado en Warlock, en efecto, con un horrible rasguño de bala en la frente y una historia pavorosa. Al parecer, los vaqueros de San Pablo, incluidos Lacey, Whitby, Cade, Harrison, Mitchell, Hennessey y otros —trece en total— regresaban con las manos vacías de Hacienda Puerto, tras ser rechazados por los mexicanos, cuando ayer, en Rattlesnake Canyon, cayeron al anochecer en una emboscada tendida por una banda de apaches semidesnudos, con los cuerpos horriblemente embadurnados de lodo. Lacey jura (aunque no se le da mucho crédito) que entre ellos reconoció a Espirato, un viejo supuestamente muy alto para un apache. Cualquier indio de buena estatura se convierte inmediatamente en Espirato, razón por la cual, en los viejos tiempos, se le podía ver en varios sitios a la vez. La celada se llevó a cabo con una astucia diabólica. Los vaqueros cabalgaban estrechamente agrupados por un angosto y encajonado desfiladero en donde fueron cercados a la señal de un grito de guerra, después del cual los apaches surgieron por detrás de peñas y arbustos —al menos un centenar, asegura Lacey— y empezaron a derramar un torrente de plomo hirviendo sobre los desventurados blancos. En unos momentos, todos menos Lacey murieron. Con sus propios ojos vio cómo uno de los bravos saltaba sobre Whitby, aún con vida, y le arrancaba el corazón con un cuchillo mientras acudían más guerreros para llevar a cabo su habitual desfiguración de los muertos.

Lacey iba a la cabeza del grupo, y escapó milagrosamente cabalgando por el cañón a una velocidad de vértigo. Está seguro de que todos los demás encontraron la muerte.

Tuve la suerte de entrar en el Lucky Dollar, en donde Lacey se calmaba los nervios con el whisky de Taliaferro, antes de que los soldados impidieran el paso a la multitud cuando el general Peach se personó en el local. El general, tras oír el relato de Lacey, anunció su intención de partir de inmediato hacia la frontera con todas sus tropas. El coronel Whiteside le hizo notar que Rattlesnake Canyon es territorio mexicano, ante lo cual el general se revolvió contra su subordinado con ademán de golpearle. «¡Perseguiré a Espirato hasta el mismísimo infierno, y que se vaya al cuerno el Gobierno mexicano!», gritó, acompañado por un coro de vítores; pues cuán volubles son los hombres, para quienes, sólo minutos antes, Peach era un monstruo de poderes sobrehumanos. Whiteside continuó advirtiéndole de que si entraban en territorio mexicano, podría haber problemas con el país vecino, le formarían sin duda un consejo de guerra y quedaría deshonrado hasta el fin de sus días. El general lo despidió con evidente desdén, y ordenó al comandante Standley que preparase a la Caballería para cabalgar hasta la frontera.

Peach se elevaba sobre sus subordinados como un Titán entre pigmeos. Aun odiándolo como debo, reconozco que en aquellos momentos era un general de pies a cabeza, y ofrecía un aspecto impresionante. Parecía más joven. Se mantenía más erguido. Sus ojos destellaban con resolución y las órdenes que daba eran claras y concisas; parecía haberse recobrado completamente desde la última vez que lo había visto en Bright’s City.

Fue en ese momento cuando entró Willingham[22]. Era un hombre rotundo, de corta estatura, con patillas pelirrojas orlando unas facciones frías y resueltas. Trató de llamar la atención del general, pero Peach no le hizo caso, y, cuando Willingham insistió, ordenó a uno de sus oficiales que acompañara al caballero a la salida. Peach se mostró bastante cortés, pero estaba claro que se había impuesto cierta contención, porque cuando Whiteside se esforzó por hacerse oír, Peach gritó que lo pondría bajo arresto si pronunciaba una palabra más, y al cabo de veinte minutos, el general Peach y todos sus oficiales y soldados habían salido de Warlock en dirección a la frontera.

La posición de Willingham, MacDonald y sus secuaces, que se han refugiado en el hotel Western Star, es a todas luces comprometida, porque los huelguistas de la Medusa han sido liberados del Establo, en donde estaban confinados, y gran número de ellos se han congregado en Main Street, frente al hotel, guardando un silencio que no presagia nada bueno. Su disposición de ánimo no parece violenta, aunque a medida que avanza el día, la ingestión de bebidas fuertes, los discursos de los agitadores, y sobre todo la vuelta de los trabajadores de otras minas esta tarde, tal vez les cambie el estado de ánimo, y si yo fuera MacDonald o Willingham estaría temblando de pies a cabeza. Tengo entendido que Morgan se ha apuntado al bando de Willingham, y, junto con una serie de capataces, monta guardia en el hotel.

Esta tarde, a primera hora, ha venido uno de los peones de Blaikie con noticias sobre la emboscada de Rattlesnake Canyon. Ahora parece que Jack Cade y Mitchell también consiguieron escapar, ¡y que sus asaltantes no eran apaches sino mexicanos! Esa versión de la emboscada se ha aceptado inmediatamente. Por una parte, sin duda, porque la posibilidad de que haya apaches sueltos por la zona con inclinaciones asesinas es una perspectiva sumamente desagradable de contemplar, y, por otra, porque desde tiempo atrás corre el rumor de que McQuown y la mayoría de esos mismos hombres de San Pablo tendieron en cierta ocasión una celada a unos jinetes de Hacienda Puerto que seguían el rastro de ganado robado, exactamente de la misma manera, disfrazados de apaches; y así parece muy probable que los vaqueros de Don Ignacio eligieran una estratagema similar para desquitarse. Por horrorosa que resulte esa venganza, no deja de ser justa, y no es difícil lamentar que hombres como Mitchell, y sobre todo Jack Cade, hayan podido escapar.

El vaquero que ha traído las nuevas dice que se ha encontrado con la Caballería por el camino, que les ha comunicado la información… y no le han hecho caso alguno. Cabe pensar, sin embargo, que los merodeadores estén ya a muchos kilómetros al otro lado de la frontera, si es que, desde luego, han llegado a cruzarla. Y seguro que el general Peach no la traspasará, persiguiendo a quienes, al menos sus oficiales, deben de tener ya por impostores.

Su apresurada marcha, que no hace muchas horas tenía un aire gallardo y glorioso, adquiere ahora aspecto de lucha contra molinos de viento y es objeto de burlas. Pero la posibilidad de que añada la insensatez a la imbecilidad, y conduzca a sus fuerzas al interior de México no deja de ser inquietante. Dicha incursión, en el presente estado de las relaciones internacionales, podría suscitar fácilmente represalias, si no la guerra. No somos contrarios a la guerra, en principio, pero al encontrarnos en esta posición tan expuesta, la rechazamos. Y el general Peach tampoco es un jefe militar en quien pueda depositarse mucha fe.

La multitud de mineros parece haber disminuido frente al Western Star, y algunos dicen que sus dirigentes, ya liberados del calabozo (¡habían encarcelado al médico con ellos!), están ahora reunidos para discutir las medidas que deben adoptar. Temo que empiecen a arrasarlo todo, sabedores de que tienen un respiro para provocar incendios y sembrar la destrucción antes de que Peach vuelva para capturarlos de nuevo.

A Blaisedell no se le ha visto. La cuestión se evita escrupulosamente, y el chismorreo gira en torno a la persecución por parte del general Peach de los inexistentes apaches. Reina un sentimiento general de aprobación sobre la matanza de los cuatreros, y he oído decir que la emboscada se ha producido exactamente en la misma parte del cañón que la anterior, que así queda vengada. He visto al sheriff Keller en el Lucky Dollar, ingiriendo bebidas fuertes y sumamente embriagado; y con él, el juez, en el mismo estado. Están viniendo muchos vaqueros del valle. Como de costumbre, las noticias de Warlock les han llegado con el viento, o transmitidas por las voces de los pájaros. Confío en que no vengan a refocilarse con la caída de Blaisedell. Porque no ha sido obra de ellos. El espectáculo del comisario derrumbándose bajo la fusta del general Peach me persigue como una pesadilla.