I
Los soldados torcieron al trote por Grant Street, ocho en total, con un sargento a la cabeza junto al noveno jinete, que era Lafe Dawson. Los vecinos los observaban desde la esquina de Main Street mientras el polvo se iba asentando a su espalda. Llevaban camisa azul oscuro con cartucheras cruzadas y pantalones de un azul más claro; empuñaban carabinas. Bajo las achatadas gorras, los rostros, bien afeitados, eran morenos e inexpresivos. Sonó una corneta por el extremo occidental de la ciudad.
Los soldados tiraron de las riendas, deteniéndose en semicírculo frente al porche de la casa de huéspedes General Peach. El sargento desmontó, y, con breves y envarados pasos, subió los escalones. Se detuvo cuando la señorita Jessie Marlow apareció en el porche. Junto con Lafe Dawson, que también había desmontado, se quitó el sombrero.
—Señorita Jessie —dijo Dawson—. Sentimos molestarla, pero buscamos a Tittle. Estos señores han venido por él y…
—Ya no está aquí —replicó Jessie.
Estaba muy erguida frente a la densa penumbra del vestíbulo, con los tirabuzones castaños brillando al sol, las manos enlazadas.
—Bueno, mire, no dudamos de su palabra, señora…, pero estos hombres tienen órdenes de registrarlo todo hasta encontrarlo.
—No le importará que echemos una ojeada, ¿verdad, señora? —intervino cortésmente el sargento.
Tenía un rostro oscuro y marchito, de irlandés, como una manzana seca.
—Sí, me importa. Ahí dentro hay enfermos y no consentiré que sus soldados anden pisoteando por toda la casa, molestándolos. Tendrán que aceptar mi palabra de que Tittle ya no está aquí.
Dawson masculló para sus adentros. El sargento se rascó la cabeza.
—Mire, señora, no podemos hacer eso, ¿comprende? —dijo el sargento, sin hacer ademán de avanzar.
—Oiga, señorita Jessie —terció Dawson, impaciente—. Estoy seguro de que si usted dice que Tittle no está aquí, así debe de ser. Pero tenemos órdenes del general Peach de detener a todos los huelguistas de la Medusa, y yo sé que hay algunos en su casa. Y no querrá obstaculizar la labor de estos hombres en el cumplimiento de su deber, ¿verdad?
El sargento hizo una seña con la mano y los soldados desmontaron. En la esquina de Main Street la multitud llenaba la calle, observando en silencio.
—¿Va usted a utilizar la fuerza contra una mujer, sargento? —inquirió la señorita Jessie.
El sargento tuvo cuidado de evitar su mirada mientras los soldados avanzaban hacia él. Dawson dio un paso hacia los escalones. Se detuvo entonces, y alzó las manos a la altura de los hombros mientras miraba por detrás de ella. El sargento y los soldados miraron a su vez. Blaisedell estaba en la penumbra, un poco más allá del umbral.
—Bueno, comisario, mire… —musitó Dawson como para sí, al tiempo que dejaba caer lentamente las manos a los costados.
El sargento lo miró de soslayo. Uno de los soldados alzó un poco el cañón de la carabina; el que estaba junto a él lo bajó de un manotazo. Hubo un murmullo impaciente entre los vecinos congregados en la calle, y risas disimuladas. La señorita Jessie miraba a Dawson y los soldados, con los labios severamente fruncidos.
El sargento lanzó una mirada a Dawson arqueando una ceja grisácea con aire de interrogación, y un vestigio de sonrisa.
—Bueno, dejemos esto por ahora, sargento —dijo Dawson, montando de nuevo en su caballo.
El sargento volvió a ponerse la gorra y con un ademán ordenó a sus hombres que se retiraran. En silencio, todos montaron y volvieron sobre sus pasos por Grant Street. El gentío de la esquina se dividió para dejarlos pasar, y, cuando desaparecieron por Main Street, alguien emitió, en voz baja, un vacilante grito de guerra apache.
La señorita Jessie Marlow volvió al interior del General Peach.
II
Los mineros permanecían silenciosos en impasibles grupos en el comedor, el vestíbulo y la escalera, observando cómo la señorita Jessie cerraba la puerta al entrar y apoyaba una mano en el brazo de Blaisedell.
—¡Dios los bendiga a usted y al comisario por lo que han hecho, señorita Jessie! —dijo Ben Tittle, apoyado en el poste de arranque de la escalera.
—Pero puede que vuelvan —advirtió otro minero.
Blaisedell y la señorita Jessie estaban uno junto a otro, formando un ángulo recto, en actitud curiosamente envarada; ella mirándolo con sus grandes ojos muy abiertos, como si acabara de tener una visión, el pecho subiendo y bajando rápidamente con su agitada respiración, y acariciando con mano nerviosa el medallón que llevaba al cuello. Blaisedell, frente a la escalera, con el magullado rostro lejano y ceñudo, la redonda barbilla proyectándose bajo el rubio bigote.
—Creo que los están cogiendo a todos —dijo Harris, con voz queda—. Me alegro de no ser hoy un trabajador de la Medusa.
—¡Ben! —dijo de pronto la señorita Jessie—. Quiero que te vendes la cabeza como Stacey, y que te eches en su cama. Stacey se irá a una de las casas de Medusa Street; ya puede andar bastante bien —se dirigió a Stacey y le dijo—: Ayúdalo. ¡Venga, rápido!
—Señorita Jessie —repuso Tittle—, no quiero que el señor Blaisedell y usted se metan en un lío por tratar de…
—¡Deprisa! —urgió ella.
Tittle dio media vuelta y fue cojeando penosamente por el pasillo, con Stacey, con la cabeza vendada, yendo tras él. Blaisedell observaba a la señorita Jessie. Los demás mineros se removían inquietos.
—Un orangista[20], era el sargento ese —aseguró O’Brien desde la escalera—. Los huelo a la legua.
—¿Intentará impedir que entren, señorita Jessie? —preguntó Bardaman. Pero estaba mirando a Blaisedell.
—¡Cómo ha espantado a toda esa pandilla, comisario! —dijo Jones, soltando una estridente carcajada.
Blaisedell sacudió levemente la cabeza, y frunció aún más el ceño. La señorita Jessie lo miraba a la cara con ojos ardientes y los pequeños músculos tirándole de las comisuras de la boca.
Un minero barbudo entró corriendo por la puerta trasera del General Peach e irrumpió torpemente en el comedor.
—¡Señorita Jessie! Han cogido a Doc, al viejo Heck, a Frenchy, a Tim Daley y a otros en casa de Tim. El ayudante del sheriff los tiene en el calabozo. ¡Muchachos, están dando una batida por toda la ciudad! ¡Traen carretas para llevarse a los huelguistas!
Esas palabras provocaron un inmediato tumulto. Pasó un buen rato antes de que el barbudo pudiera hacerse oír de nuevo.
—¡… y ha venido el general en persona, señorita Jessie! Nos van a matar a tiros si no nos…
Se detuvo bruscamente, al tiempo que los demás guardaban silencio, cuando la señorita Jessie alzó una mano.
—Aquí no os molestarán —les aseguró, con calma. Alzó la mirada por la escalera, hacia O’Brien—. ¿Quieres subir a una de las ventanas delanteras, desde donde puedas verlos venir? Cuando los veas, dilo. Los demás volved al hospital.
Los fue mirando uno a uno hasta que se alejaron por el pasillo, arrastrando los pies pero en silencio. Después, con una mirada a Blaisedell, entró en su habitación, adonde la siguió el comisario.
III
Hubo cierto alboroto frente al General Peach, un rumor de voces, un crujido de pasos en los escalones de madera y en el porche. Entró una fila de hombres, llevando rifles y escopetas, con revólveres enfundados a los costados o remetidos en el cinturón, la expresión resuelta y la mirada vehemente: Pike y Paul Skinner, Peter Bacon, Sam Brown, Tim French, Owen Parsons, Hasty, Mosbie, Wheeler, Kennon, Egan, Rolfe, Buchanan, Slator.
—¡Comisario! —llamó Pike Skinner.
E inmediatamente reaparecieron los mineros, volviéndose a agrupar en silencio al fondo del vestíbulo.
La puerta de la habitación de la señorita Jessie se abrió y Blaisedell salió. La señorita Jessie se quedó en el umbral, a su espalda.
—Comisario —dijeron los ciudadanos, en un saludo disperso; algunos se quitaron el sombrero y añadieron—: Señorita Jessie.
—Parece que ha llegado la hora de los vigilantes —dijo Pike Skinner. Sus grotescas facciones tenían una expresión grave—. No sabemos lo que hay que hacer, comisario, pero nos han dicho que usted sí lo sabe, y aquí estamos unos cuantos para apoyarlo en cualquier actuación que juzgue conveniente. Y vienen más. No consentiremos que pase algo así en Warlock.
—Lucharemos si llega el caso —terció Mosbie.
—Y vosotros también deberíais pelear —sugirió Hasty, señalando con la cabeza a los mineros agrupados en el vestíbulo.
—¡Lo haremos igual que vosotros! —gritó uno de ellos.
—Bueno, no hemos venido con esa intención —puntualizó Peter Bacon. Un trozo de tabaco se movía en su mejilla morena y arrugada—. Pero resistiremos cuanto podamos, y pelearemos si no hay más remedio.
Blaisedell se recostó en el quicio de la puerta. Sus penetrantes ojos azules recorrieron los rostros que tenía delante. Sonrió ligeramente.
—Comisario —dijo Paul Skinner—, es hora de que la gente de esta ciudad se enfrente a las cosas. Usted díganos lo que tenemos que hacer y nosotros lo haremos.
—No dispararán, cuando vean que toda la ciudad está frente a ellos —aventuró Kennon—. Es algo lamentable, están amontonando a los mineros en mi establo como si fueran troncos de leña.
Blaisedell siguió sin decir nada; Pike Skinner miró inquieto a la señorita Jessie.
—Lo apoyamos, comisario —insistió Sam Brown, dando un golpe en el suelo con la culata del rifle—. Si usted nos dirige mandaremos de vuelta a Bright’s City a los pantalones azules. Estamos con usted, así que o salimos a flote o nos hundimos juntos.
—O nos empantanamos —apostilló Bacon, sombríamente—. Comisario, el sheriff está ahí y tiene inmovilizado a Johnny Gannon. De todas maneras, no podría haber hecho mucho. Pero estamos con usted, con la Caballería de Estados Unidos o sin ella.
—Su sitio es éste —intervino Jessie.
Todos los rostros se volvieron hacia ella. Blaisedell se irguió. Entonces todos guardaron silencio, observando a Blaisedell.
—Bueno, muchachos —dijo el comisario, con una ancha sonrisa—. A lo mejor podemos hacer algo entre todos.
Hubo un suspiro general.
—¡Pues vamos, entonces! —dijo Mosbie.
—¿Nos quiere dentro o fuera, comisario? —preguntó Oscar Thompson.
—Yo me situaré en el porche, si os parece bien, muchachos. No pretendo hacerlo yo solo, pero me parece que si no puedo arreglar la situación sin disparar, quizá tampoco podamos entre todos. —Su rostro se tornó grave de nuevo—. Porque si se produce un tiroteo, habrá muertos y demasiada caballería para nosotros, y al final no conseguiremos nada.
—¡Aparte de dar una paliza a esos hijos de puta! —gritó uno de los mineros, con voz quebrada y estridente.
—¿Quiere decir que va a ir de farol, comisario? —preguntó Wheeler, preocupado.
—¡No nos deje al margen! —dijo Pike Skinner.
—Mire, comisario —terció Sam Brown. Parecía avergonzado—. No se lo tome a mal, pero… bueno, aquella vez que los mineros lo atropellaron en la cárcel. Quiero decir que un farol es un farol, pero…
—Me habéis preguntado cómo pensaba hacerlo —repuso Blaisedell mirándolo fijamente—. Y os lo voy a decir. Yo no voy a disparar contra la Caballería de Estados Unidos, ni vosotros tampoco. ¿Me oís? —Los miró a todos, uno por uno—. He dicho que me quedaré aquí, en el porche. Os pido que subáis al tejado del cobertizo y toméis posiciones en otros sitios de la calle. —Volvió a sonreír, descubriendo los dientes en un rápido destello—. Tendremos rodeada a la Caballería y entonces veremos si ellos no van de farol.
Tim French soltó una sonora carcajada.
—¡Y si pudiéramos hacer que el viejo Espirato se levantara de la tumba veríamos cómo Peach se largaba más que a paso de aquí!
Los demás también rieron.
—¡Nada de disparos! —dijo Blaisedell con voz severa—. Y ahora será mejor que os mováis, muchachos.
—¡Pelotón, izquierda! —ordenó Paul Skinner, y se dirigió a la puerta cojeando ligeramente.
Los demás iniciaron la marcha tras él.
—¡General! —gritó alguien al salir—. Envíenos comida de vez en cuando y resistiremos un mes.
Salieron todos ruidosamente, riendo y charlando con animación.
—Dejad que se diviertan —dijo un minero en tono amargo—. No quieren que los ayudemos.
—Pero ellos sí nos ayudan a nosotros —le recordó Bardaman—. ¿Está seguro de lo que hace, comisario?
—No —respondió Blaisedell con extraña voz—. Nunca se puede estar seguro.
—Será mejor que vayas a por tus revólveres, Clay —le sugirió la señorita Jessie.
Lo dijo como si, en definitiva, ella fuera el general, y volvió a su habitación mientras Blaisedell se dirigía a la escalera.
Tres mineros que estaban allí le lanzaron miradas de reojo cuando pasó frente a ellos.
—Espero que el alma depravada de MacDonald se pudra en el infierno —dijo un minero en el vestíbulo—. Y la del general Peach también.
—Amén.
—Aquí va a haber hoy un bonito espectáculo —dijo el de la voz amarga—. Pero sólo conseguiremos que nos embarquen más pronto y nos traten peor.
—¡Cállate! —exclamó Bardaman—. Eso vale el espectáculo, ¿no?
Estaban de nuevo en silencio cuando Blaisedell bajó por la escalera. Se había quitado la chaqueta y no llevaba sombrero. Las mangas de su fina camisa de lino estaban sujetas con ligas en la parte alta de los brazos, dejándole los puños por encima de las muñecas. Llevaba dos cananas, con dos Colts en fundas bajas, sobre los muslos. Las doradas empuñaduras destellaron a la luz cuando abrió la puerta de par en par.
—El mejor espectáculo del mundo —murmuró Bardaman al minero que estaba a su lado.
La señorita Jessie salió a la puerta y se puso a espaldas de Blaisedell. Ambos vieron que al otro lado de la calle aparecían hombres apostados en los tejados.
Hubo un grito en la planta alta. Se oyeron pasos precipitados en el pasillo superior. O’Brien avisó desde arriba:
—¡Comisario! ¡Ya están ahí! ¡Viene todo el puto ejército!
IV
Los soldados avanzaban con dificultad por Grant Street entre la multitud que se había congregado. Eran más de treinta, y con ellos venía MacDonald, en un caballo blanco, y Dawson y Newman, de la Medusa. A la cabeza del pelotón cabalgaban un comandante y un joven capitán. Junto a Dawson iba un teniente aún más joven. El gentío gritaba y los abucheaba mientras pasaban. MacDonald se tambaleó en la silla cuando alguien le tiró de la pierna, suscitando carcajadas. MacDonald blandió la fusta, ciegamente, porque el sombrero se le había caído sobre los ojos. Llevaba el brazo izquierdo en un cabestrillo negro.
—¡Señor Mac! —gritó alguien—. ¡Vaya montón de capataces que ha contratado!
Hubo más risas. El teniente sonrió tímidamente, el capitán lanzó una mirada furiosa; el comandante alzaba la vista hacia los hombres apostados en las azoteas de Grant Street, fijándose en sus armas. MacDonald espoleó el caballo blanco hacia el porche del General Peach, donde estaba Blaisedell, con la señorita Jessie a su espalda.
—¡Ésta es la Caballería de Estados Unidos, comisario! —gritó. En cuanto sonó su voz, la multitud guardó silencio—. ¡Si se interpone será por su cuenta y riesgo! El comandante Standley tiene órdenes…
La voz de Blaisedell retumbó, acallando la de MacDonald.
—No puede ser la Caballería de Estados Unidos. La Caballería no vendría aquí a hacerle a usted el trabajo sucio, MacDonald. Vamos, muchachos, confesadlo; ¿en qué carreta de intendencia robasteis esas camisas azules?
Estalló otro estruendo de abucheos y carcajadas. El comandante alzó una mano y la tropa se detuvo.
—Señor Blaisedell —dijo sin alzar la voz—, estamos aquí con la orden de arrestar a todos los huelguistas de la mina Medusa, y tenemos el propósito de registrar esta casa en busca de un hombre llamado Tittle. No será tan estúpido que nos impida el paso, ¿verdad?
Era un individuo rechoncho, con un descolorido bigote rubio en forma de media luna y unas pestañas que parecían blancas en su rostro moreno.
—Pues, sí —repuso Blaisedell, pegando la palma de las manos a las pistoleras—. Soy así de estúpido.
—¡Tenemos orden de disparar si nos vemos obligados a ello, comisario!
—¡Eso también puedo hacerlo yo, comandante!
De entre la muchedumbre se alzó un grito de aprobación, que cesó de inmediato cuando Blaisedell levantó una mano para imponer silencio. Señaló con el dedo al comandante.
—A usted el primero, comandante. Luego a usted, MacDonald. Después a usted, capitán. Seguidamente me cargaré a esos dos que no han encontrado pantalones azules —añadió, indicando a Dawson y Newman—. Y por último, a usted, jovencito, si no le importa esperar su turno.
—¡No llegará tan lejos! —repuso con rabia el capitán. Se irguió sobre los estribos—. Comandante…
El jefe de la tropa le ordenó silencio con un gesto, y dijo:
—Se está alzando en rebelión armada contra el Gobierno de Estados Unidos. ¿Se da cuenta, señor?
Blaisedell estaba con los brazos colgando a los costados, el pelo rubio destellando al sol. Detrás, a su derecha, la señorita Jessie Marlow permanecía firme y arrogante, con la barbilla erguida.
—Comandante —repuso Blaisedell—. El Gobierno de Estados Unidos ya se enfrentó a una rebelión armada incluso antes de que cualquiera de nosotros hubiera venido al mundo. Y si recuerdo bien los libros de historia, fue porque la gente no quería que los soldados entraran por la fuerza en su casa.
—¡Eso, bien dicho! —gritó alguien histéricamente.
El capitán hizo girar al caballo y lo espoleó hacia la multitud. Había un clamor creciente. Una serie de prostitutas del Row se había congregado al otro extremo de Main Street y el griterío era más estridente ahora, cuando ellas unieron sus voces a las demás.
—¡… con una mujer detrás, para que no le puedan disparar! —se oyó gritar a MacDonald.
—¡Y todo un escuadrón de caballería detrás de usted, señor Mac! —gritó Hasty, desde la azotea del Almacén de Forraje y Grano.
—Se le tiene a usted en cierta consideración, comisario —dijo el comandante—; pero nadie puede detener al ejército con un farol. ¡Le aconsejo que se aparte antes de que esto vaya demasiado lejos!
—¿Un farol? —contestó Blaisedell, en tono grave—. Bueno, yo le aconsejaría a usted que no intentara descubrir si se trata o no de un farol.
—¡Comisario! —gritó Pike Skinner.
Al instante restalló una seca detonación. La gorra de un soldado salió volando por los aires. Blaisedell apareció envuelto en humo, con uno de sus Colts en la mano. En medio de un silencio, cuando el humo se disipó, dijo ásperamente:
—Tírala al suelo, hijito.
El soldado que había levantado la carabina la lanzó lejos de sí como si estuviera al rojo vivo. Alzó la mano para palparse la cabeza descubierta. El caballo de MacDonald empezó a cabecear y a dar pasos de costado. El capitán soltó una maldición. El comandante hizo retroceder a su caballo, apartándose del porche. La señorita Jessie había desaparecido.
El comandante gritó para hacerse oír. Alzó una mano enguantada y los soldados, con un solo movimiento, aprestaron las carabinas. Blaisedell desenfundó el otro revólver, apuntando con uno al comandante y con el otro a MacDonald. Pero no se movió, salvo para echar una ojeada alrededor cuando la señorita Jessie volvió a aparecer. Empuñaba una Derringer; resonó otro grito frenético. Algunos soldados bajaron las armas. El comandante parecía haberse paralizado con la mano en alto.
—¡Comandante, caerá usted igual que Custer! —gritó Pike Skinner.
Los hombres apostados en las azoteas apuntaban con sus armas a los soldados de la calle. Peter Bacon escupió un salivazo de tabaco sobre la gorra del soldado que tenía debajo.
—¡Estáis rodeados, cabrones de piernas azules! —aulló Mosbie con entusiasmo—. Hoy cortaremos cabelleras, si disparáis sobre esos dos.
El comandante hizo dar media vuelta al caballo e impartió una orden. El teniente saludó; con ocho soldados alineados a su espalda, se puso al trote en dirección sur por Grant Street, hasta llegar a un punto desde donde podía cubrir a los apostados en las azoteas, algunos de los cuales se había arrodillado tras los parapetos, y allí desmontó con sus hombres. El rostro del comandante relucía de sudor.
Se produjo un nuevo alboroto entre la multitud apiñada en Main Street.
—¡Qué bochorno! —gritó una estridente voz de mujer—. ¡Debería daros vergüenza ser de la Caballería de Estados Unidos! ¡Qué vergüenza, general Peach! ¡Qué vergüenza…!
—¡Peach! —chilló alguien.
—¡Ahí viene el general!
Apareció en la esquina, con otro oficial a su espalda. El gentío le abrió paso.
—¡Qué vergüenza! —gritaba la voz estridente—. ¡Qué vergüenza! ¡Vergüenza!
El general Peach no daba muestras de enterarse. Montado en un caballo tordo de buena estampa, parecía enorme; cabalgaba pesadamente, derrumbado en la silla. La barba blanca le rozaba el pecho, llevaba la guerrera desabrochada, y un apagado cigarro pendía de su boca como el bauprés de un velero. Su sombrero negro, de grandes dimensiones y alas anchas, se agitaba con el movimiento de su montura. Llevaba un lado del sombrero prendido a la corona con un águila de plata, y en los ángulos traseros de la manta de la silla había grandes águilas doradas. Empuñaba una fusta de cuero. El gentío de la calle se apartaba ante él, y el tordo recorrió al paso el camino que le abrían. Tras él cabalgaba el coronel Whiteside, hombre endeble, de aspecto preocupado, con canosas patillas en forma de hacha.
—¡Vergüenza! —seguía atronando la misma voz, cada vez más ronca—. ¡No le da vergüenza, general Peach! ¡Ah, qué bochorno! ¡Qué vergüenza!
Se escucharon silbidos, un apagado grito de guerra apache. El general Peach ni siquiera giró la cabeza.
El capitán saludó. El comandante espoleó a su caballo y avanzó hacia el general para hablar con él, pero Peach no le hizo caso y el tordo prosiguió su marcha sin detenerse, seguido de cerca por Whiteside. Peter Bacon volvió a lanzar un escupitajo por encima del parapeto, mientras Pike Skinner se ponía en pie, con la escopeta al brazo. Blaisedell se movió únicamente para guardar los revólveres en la funda, en donde una de las culatas de oro destelló al sol como una llamarada. La señorita Jessie se apartó despacio hacia el extremo opuesto del porche, con la mano de la Derringer colgando al costado.
El general Peach tiró de las riendas, deteniendo a su montura cerca de los escalones de la casa de huéspedes que llevaba su nombre. Habló con una voz alta, grave y retumbante.
—Un pistolero de pelo largo y una mujer bonita con tobillos bonitos y una bonita y pequeña Derringer.
Tras decir eso, se irguió en la silla, pestañeando con aire soñoliento. Sus ojos parecían muy pequeños para su amplio, rechoncho y carnoso rostro, su boca era un oscuro agujero abierto en su barba. Alzó la fusta y con la punta se rascó detrás de la oreja. Su barba y las alas de su sombrero se agitaron bajo una ráfaga de viento que también despeinó a Blaisedell.
—¡Muy bien! —Ahora su hueco vozarrón adquirió un timbre colérico—. Se acabó el espectáculo…
No continuó, volviendo a derrumbarse sobre la silla, como si se hubiera hartado de discursos. Era como si esperase a que los dos que había en el porche desaparecieran. Reinaba un silencio absoluto, salvo por el ocasional sonido de cascos o el tintineo de arreos entre los soldados. Blaisedell no se movió. La señorita Jessie tenía el rostro demacrado.
El coronel Whiteside adelantó el caballo hasta casi ponerse en línea entre el general y Blaisedell.
—¡Lo siento, señorita Marlow! —dijo, con su aguda voz—. Tenemos que sacar a los huelguistas de su casa.
—¿Dispone usted de una orden de registro, señor? —inquirió ella.
—No necesitamos ninguna orden de registro, señora. Nosotros…
—Yo digo que necesitan una orden. ¡Y no creo que puedan conseguirla para este vergonzoso comportamiento!
—¡Estúpida testaruda! —gritó MacDonald—. Está usted desafiando al gobierno militar…
—¡El gobierno de los propietarios de las minas! —exclamó una voz potente con acento de Cornualles, y hubo una serie de carcajadas burlonas.
—¡Toque de carga, corneta! —gritaron desde las azoteas—. Empieza otra Bull Run[21].
El general Peach se izó sobre los estribos y dirigió una lenta mirada alrededor y hacia los tejados.
—¡Aquí no tenemos gobierno! —gritó la señorita Jessie—. ¡Cada uno de nosotros ha tenido que aprender a defender su propia casa!
—¡Bien dicho, eso!
—¡Vergüenza debería darte, general Peach! ¡Eres una vergüenza!
El clamor se elevaba por todos lados. Buck Slavin apareció en la azotea del Almacén de Forraje y Grano. Se encaramó sobre el parapeto, agitando los brazos y gritando para imponer el silencio.
—¿Cuándo nos van a dar el estatuto de ciudad, general? —Hubo vítores—. ¿Cuándo vamos a ser un condado sin que la ley esté a un día a caballo de aquí?
Los vítores y silbidos crecieron y subieron de tono, mientras Slavin agitaba de nuevo los brazos. El coronel Whiteside se había vuelto en la silla, pero el general Peach seguía impasible mirando a Blaisedell.
—¡La ley de los propietarios de las minas! —bramó el del acento de Cornualles, y MacDonald se irguió sobre los estribos para tratar de localizar al culpable.
Hubo abucheos.
—¡Conciudadanos de Warlock! —gritaba Slavin, agitando de nuevo los brazos para que se hiciera el silencio—. ¡Una moción! ¡Una moción! Que llamemos condado Peach a nuestro territorio, en honor al general. ¡Y que Warlock sea la capital! ¡Todos a favor!
Hubo protestas mezcladas con vítores.
—¡Condado Medusa! —sugirió alguien, y las protestas sofocaron los vítores.
—¡Condado Blaisedell! —y los vítores ahogaron las protestas.
El general Peach miró a su alrededor como quien despierta de un sueño. Los abucheos y silbidos fueron creciendo más y más, se escucharon alaridos rebeldes y gritos de guerra apaches. El general agitó la enguantada mano con la fusta de cuero por encima de su cabeza, y se produjo un súbito silencio.
—Un condado de zoquetes gobernado por un pistolero asesino y su barragana —dijo con su vozarrón—. ¡Llamadlo condado Espirato, en mi honor! —Después, como hubo abucheos, gritó—: ¡Standley, limpie la calle de esos jodidos zopencos!
El comandante espoleó su montura hacia el gentío con evidente mala gana, y el capitán con más entusiasmo. Los soldados formaron en línea tras ellos, y, con los caballos avanzando despacio, empujaron a la multitud hacia Main Street. El chillido apache fue extendiéndose entre la multitud hasta que el griterío de la calle parecía el de una aglomeración de pavos. El general Peach, torciendo el gesto, mascaba la punta del cigarro. Whiteside le susurraba algo al oído.
Apartando al coronel con un movimiento de su fusta, rugió:
—¡Señora! Preguntaba usted hace un momento si yo tenía autorización para registrar su casa. Yo le pregunto si tiene usted autorización para regentar esa casa. —Hizo una pausa y aguardó; de nuevo reinaba el silencio. Entonces dijo—: ¡Un prostíbulo! ¡Un burdel para asquerosos mineros, al que no le falta ni chulo ni madama!
Alzó la fusta y cortó violentamente el aire, de modo que el tordo dio un respingo.
—¡Señora, es usted un escándalo repugnante! —gritó con voz ronca—. Y su macquereau ha matado con esas pistolas más hombres honrados que las fiebres tifoideas. ¡La indecencia cohabitando con la obscenidad, el crimen infame y la sucia prostitución! ¡Ya es hora de que los arrojemos de aquí como se hace con la basura! ¡Son ustedes una pareja de mala reputación y un escándalo público! ¡Les voy a dar a usted y a su…!
Hubo otro estampido, seco y violento, y un remolino de humo volvió a formarse frente a Blaisedell. El guantelete que el general mantenía en alto ya no empuñaba la fusta forrada de cuero. Los soldados volvieron grupas a una orden del comandante; un profundo suspiro se elevó entre la multitud, una horrorizada aspiración de aire inmediatamente exhalada en un gran grito de triunfo y aprobación. El coronel Whiteside se echó hacia delante en los estribos, con un brazo extendido hacia el general y la boca abierta en muda exclamación. El general Peach chasqueó los dedos y señaló al suelo, y el coronel desmontó y correteó en torno al tordo buscando la fusta. El griterío se hizo más fuerte. El general tenía el rostro como la grana.
Whiteside le entregó la fusta, apresurándose a montar de nuevo. El clamor fue descendiendo hasta apagarse. El general Peach, como si no hubiera sufrido ninguna interrupción, prosiguió en el mismo tono de voz:
—… treinta segundos para desalojar el porche. ¡Y una hora exactamente para marcharse de esta ciudad!
Luego permaneció inmóvil y en silencio, desplomado sobre la silla y parpadeando con aire soñoliento. No prestó atención a los intentos del coronel por decirle algo al oído, limitándose finalmente a agitar la fusta como si tratara de espantar una mosca. Blaisedell seguía erguido frente al general, con las piernas separadas y el Colt, todavía humeante, apuntando al suelo. Pausadamente lo devolvió a su funda, y la señorita Jessie se retiró un poco, aún empuñando la Derringer a un costado.
Entonces, de improviso, el general se irguió. Trabajosamente descendió de la silla.
—¡Señor! —musitó Whiteside—. ¡Señor!
Desmontó veloz y trató de cerrar el paso al general, que lo apartó de un violento empujón. El general Peach avanzó pesadamente por el polvo, gruñó al acercarse a la acera y sacudió la fusta contra una de sus botas negras. Sus tacones resonaron al pisar el primer escalón; subió el segundo.
—¡Quieto ahí! —le ordenó Blaisedell.
El general Peach se detuvo un peldaño más abajo de donde estaba Blaisedell, volviéndose hacia los soldados. Allí, en medio de un paralizado silencio, hizo una breve pausa moviendo la cabeza de un lado a otro como si se dispusiera a hablar. Entonces, de espaldas al comisario, con un movimiento lento, pesado, con fuerza, pero sin ninguna rapidez, echó hacia atrás el brazo y describió un arco con la fusta, que restalló en el cráneo de su oponente con un sorprendente chasquido. Blaisedell se tambaleó.
El general Peach giró sobre sus talones al tiempo que descargaba el golpe; gruñendo, abatió la fusta sobre la mano armada del comisario. El revólver cayó al suelo. Blandió de nuevo la fusta y, con un chasquido más duro y pesado, cruzó la cara a Blaisedell. Se elevó un quejido entre la multitud mientras el comisario retrocedía de nuevo. La señorita Jessie soltó un chillido.
El general Peach avanzó hacia Blaisedell describiendo lentos y desiguales semicírculos con el brazo. La ajustada guerrera se le había desgarrado por la espalda y lanzaba espantosos gruñidos a cada golpe de la vara forrada de cuero, que al arquearse destellaba como una serpiente pardusca. Blaisedell se contrajo y cayó al suelo. El general se puso a horcajadas sobre él y volvió a asestarle otro latigazo. La señorita Jessie se abalanzó sobre él, gritando. Peach le dio un trallazo y ella retrocedió, apretándose las manos sobre el pecho.
Entonces ella alzó la Derringer con ambas manos y apuntó, mientras el coronel Whiteside saltaba los escalones hacia ella gritando:
—¡No! ¡No!
El percutor cayó con el seco chasquido de un arma encasquillada, y el coronel la aprisionó en los brazos y le arrebató la pistola. El general seguía abatiendo la fusta, una y otra vez, sin hacer caso de lo que ocurría a su alrededor.
—¡Yo!… —exclamó de pronto, jadeante—. ¡Yo!… ¡Yo! ¡Soy yo!
Entonces desistió. Dio media vuelta, se encaró con los soldados y gritó:
—¿A qué esperáis? ¿A que le corte las pelotas para que os mováis?
El comandante Standley gritó una orden. La mitad del escuadrón desmontó, y, en fila india, subió tras el comandante al porche, donde el coronel Whiteside sujetaba a Jessie Marlow y el general Peach seguía a horcajadas sobre Blaisedell, limpiándose el colorado rostro con un pañuelo azul. Sus pequeños ojos azules, casi adormilados, observaban con aire ausente a los soldados que entraban en la casa. Uno de ellos tropezó con uno de los revólveres con cachas de oro de Blaisedell. El siguiente lo arrojó del porche de un puntapié. El coronel Whiteside sujetaba a Jessie por los brazos, hablándole con voz queda; ya no forcejeaba.
—Mire a ver si encuentran a ese tal Tittle, Whiteside —dijo de pronto el general—. Willingham lo quiere sobre todo a él.
—Sí, señor —repuso el coronel.
Peach asintió solemnemente.
—Después no nos queda sino cargarlos y sacarlos de aquí; ocúpese de eso. Cárguelos y lléveselos —ordenó, asintiendo de nuevo—. Willingham tiene influencia en la convención. Ah, tiene mucho poder en la convención. Nos será muy útil, Whiteside.
—Sí, señor.
El general Peach se quitó el enorme sombrero y se enjugó el cráneo, calvo y sonrosado. Luego se apartó de Blaisedell y bajó trabajosamente los escalones. Un asistente lo ayudó a montar en el tordo. MacDonald tenía la mirada clavada en el porche, descubriendo los dientes en una especie de mueca paralizada. Los soldados empezaron a salir por la puerta, con los inquilinos delante. Ninguno de los mineros miró a la señorita Jessie, ni a Blaisedell. El comandante salió a su vez y preguntó:
—¿Dónde está Tittle, señora?
—¡No se lo diré!
—Vamos, señora —intervino el coronel, reprendiéndola—. No le costaría nada decírnoslo. Nosotros…
—¿Qué me hará si no lo hago? —gritó Jessie—. ¿Entregarme a sus hombres para que me violen?
—¡Pero señora! —se quejó el coronel.
Le soltó los brazos. Al instante, ella bajó corriendo los escalones hacia el caballo del general.
—¡Un ejército de chacales —gritó con voz ronca—, dirigidos por un oso viejo con un anillo en la nariz!
—¡Calle! —le ordenó Whiteside, sujetándola de nuevo—. ¡Calle, señora, por favor! Ya han ido bastante mal las cosas. ¡Silencio, por favor!
—¡Viejo oso sanguinario! —exclamó ella—. ¡Viejo oso enloquecido!
Empezó a sollozar amargamente. Frunciendo el ceño, el general Peach la miró en silencio desde la silla. Los hombres apostados en las azoteas de la acera de enfrente apartaron la vista.
Entonces hubo un jadeo cuando Blaisedell se incorporó. Se quedó en pie, agarrado a uno de los postes que sostenían el tejadillo del porche, el rostro cruelmente marcado con rojos verdugones. Una vez más la señorita Jessie se zafó del coronel y echó a correr hacia él, pero ahora sus palabras se perdieron bajo el grito que resonó en la esquina, y el general Peach despertó de su sopor como galvanizado por una sacudida eléctrica.
—¡Espirato! —gritaba alguien, abriéndose paso entre el gentío—. ¡Espirato!
El que profería los gritos apareció entre unas monturas de la Caballería; era el ayudante del sheriff. Fue corriendo hacia el general.
—¡Oh, santo Dios! —exclamó el coronel, mientras el general hacía restallar la fusta en la grupa del tordo.
El caballo dio un salto hacia Gannon.
—¿Qué pasa, hombre? —vociferó el general Peach—. ¿Qué has dicho?
—¡Apaches! —gritó el ayudante. Cogió las bridas del tordo, echando atrás el rostro de afilada y ganchuda nariz para mirar de frente al general. El comandante bajó corriendo del porche, y los soldados se apresuraron a salir por la puerta—. ¡Son apaches! —gritó el ayudante del sheriff—. ¡Joe Lacey acaba de venir al galope para decirnos que han matado a un grupo de vaqueros en Rattlesnake Canyon! ¡Ahora está en el salón!
Las palabras que siguieron a continuación se perdieron entre el griterío. El tordo se desmandó cuando el general volvió a golpearle con la fusta.
—¡Whiteside! —gritó Peach—. ¡Whiteside! Espirato, ¿lo ha oído? ¿Lo oye, Whiteside? ¡Juro por el Todopoderoso que esta vez acabaremos con él, Whiteside! ¡Standley, que sus hombres monten y se preparen!
El tordo avanzó entre la multitud. La gente se arremolinó en torno al ayudante del sheriff, haciéndole preguntas a gritos. Nadie se fijaba ahora en cómo la señorita Jessie ayudaba a Blaisedell a entrar en la casa de huéspedes.
Los tiradores descendieron de las azoteas, y la multitud se alejó por Main Street. Unos cuantos miraron atrás, pero lo hicieron rápida y casi furtivamente. Cuando todos se marcharon, sólo quedó Tom Morgan, apoyado contra la pared de adobe del Almacén de Forraje y Grano, con la mirada aún puesta en el porche. Había en su rostro una mueca fija y crispada, que en parte era como el gruñido de una fiera disecada, y en parte un gesto de expectación, como si esperase algo que pudiera cambiar lo que allí había ocurrido.