El sol estaba suspendido sobre los Bucksaw a la primera luz del día, pálida y verdusca, cuando Gannon caminaba como un sonámbulo por el retumbante entarimado de la acera, a lo largo de la desierta y blanca calle. Dentro de la cárcel hacía más frío que en un almacén de hielo, y se sentó a la mesa, tiritando y masajeándose la cara, aún sin lavar ni afeitar. Se sentía aletargado y molesto, y, en el frío matinal de la construcción de adobe, la sangre le circulaba tan despacio como la de un lagarto.
Se quedó mirando por el umbral la débil luz de la calle, atento al rumor que Warlock hacía al desperezarse y empezar con sus ocupaciones domingueras, y esperando sobre todo el ruido de la primera diligencia que salía de la ciudad. Hoy, como cualquier otro día, el sol describiría en su recorrido un arco turquesa y cobrizo; un sol tan especial como aquella ciudad, pensaba él, un sol que confinado entre los Bucksaw y los Dinosaurios, alumbraba indistintamente a los íntegros y a los desalmados, a los justos y a los injustos, a los sabios y a los tontos. Tiritando de frío, esperaba que Warlock se despertase, y que Kate Dollar se marchara, examinando aquel sentido de la rectitud que a la vez lo impulsaba y lo inmovilizaba, la injusticia que se había hecho a sí mismo precisamente por su amor a la justicia. Se llamó estúpido y rezó por recobrar la cordura, pero sólo vio que era incapaz de cambiar de opinión, porque todo seguía igual. Se sentía como un monje recluido en su austera celda por unos votos que ni siquiera se había formulado a sí mismo. Pensó en los que Carl había hecho y profesado, y en su final. Quizá lo único distinto ahora era que ese fin resultaba mucho más difícil de aceptar.
Lo primero que oyó fue una corneta tocando una llamada militar. Era un sonido tenue, pero claro y preciso en la sutil atmósfera, aunque tan improbable y fuera de lugar como si en medio de la polvorienta calle hubiera surgido de pronto un bosque con riachuelos, musgo y helechos. Permaneció inmóvil, conteniendo el aliento, como si hubiera confundido aquel sonido con el de su propia respiración. Al cabo de un rato lo oyó de nuevo, un toque de corneta, que llamaba, agrupaba u ordenaba no sabía qué. Las metálicas notas quedaron suspendidas en el aire cuando la llamada cesó. Se puso en pie y se dirigió a la puerta. Una mexicana con un rebozo negro a la cabeza venía por Southend Street, y el mozo de Goodpasture, escoba en mano, le dijo algo cuando ella pasó frente a la tienda, y luego se volvió, se apoyó en la escoba y se quedó mirando hacia el este por Main Street.
Gannon entró de nuevo en la cárcel y se sentó. Una vez creyó percibir un rumor de cascos, débilmente, y, cuando aguzó el oído, no oyó nada, como si no hubiera sido más que una fantasmal resonancia en su sistema nervioso. Se preguntó si la corneta que había oído antes no habría sido también producto de una ensoñación. Pero inmediatamente volvieron a oírse las trémulas notas de bronce, más cerca ahora, una llamada diferente esta vez, y cuando se apresuró a salir a la puerta había mucha gente en la calle, mirando al este.
Por detrás del Western Star vio el polvo pardusco que iba elevándose, y oyó claramente los cascos cuando la polvorienta nube estuvo más cerca. Precediéndola, aparecieron en Main Street unos jinetes que venían por el camino de Bright’s City. Eran unos diez o doce, con uniforme azul cubierto de polvo y gorras de campaña, uno de ellos con un estandarte de forma dentada. Cabalgaban por Main Street a un pesado trote, sin mirar a derecha e izquierda mientras la gente se apresuraba a dejarles la calle libre. El jefe, con bigote moreno y cubierto de polvo bajo la gorra de visera de feroz aspecto, llevaba un distintivo con tres uves amarillas en la manga de la camisa azul oscuro; el segundo hombre portaba el estandarte, y, junto a él iba el corneta, con la pechera adornada de cordones dorados. Cuando los veía pasar frente a él, apareció otro grupo al extremo de la calle. El primer contingente llegó al trote al extremo de la ciudad, dio media vuelta y se detuvo. El segundo torció al sur por Broadway. Un tercero no llegó a entrar en Main Street, sino que se alejó al trote entre una nube de polvo. Se oyó otra corneta y apareció más caballería, esta vez un cuerpo mucho mayor, y mixto, porque había civiles en él. Inmovilizada en su retina por un instante permaneció la imagen de un hombre voluminoso, uniformado, con un sombrero amplio y chato, una de cuyas alas estaba vuelta hacia arriba, y una barba blanca que el viento clavaba a su pecho.
Pike Skinner cruzó corriendo Main Street, remetiéndose los faldones de la camisa en los pantalones.
—¿Qué coño es todo esto, Johnny?
Sólo pudo sacudir la cabeza por respuesta. El pelotón principal vino despacio por Main Street, para detenerse al fin frente al carbonizado armazón del Glass Slipper. Uno de los civiles cabalgó hacia él; era el sheriff Keller. Detuvo el caballo y desmontó, laboriosamente, dejando caer las riendas sobre el polvo de la calle. Gruñendo, subió a la acera, y con una mirada de soslayo a Gannon entró con pesados pasos en la penumbra de la cárcel. Allí se dejó caer sobre la silla de la mesa mientras Gannon lo seguía al interior. El sheriff se limpió la cara y la nuca con un pañuelo azul y, entornando los ojos, miró a Pike, que seguía en la puerta.
—Me alegro de verte, hombre —le dijo con indiferencia, haciendo un leve movimiento de cabeza.
Pike fue a decir algo, pero cambió de parecer y se marchó. En la calle, alguien chillaba con una voz estridente que se ahogó en un súbito retumbar de cascos.
Gannon sintió la imprevista y desbordante esperanza de que fuera a celebrarse una especie de ceremonia inaugural del nuevo condado.
—¿A qué viene aquí la Caballería, sheriff?
El sheriff se frotó la enrojecida nariz, plagada de gruesas venillas. Se le había ido el baño de plata a su estrella, y se veía el latón por debajo.
—A algo que habíamos olvidado —dijo despacio, mirando a Gannon con sus insípidos ojos—. Creemos que el general manda en el territorio. Pero hay gente que manda en él, también.
La esperanza creció aún más en su interior, pero entonces el sheriff prosiguió:
—Un caballero llamado Willingham. De la Compañía Minera Porphyrion y Western, o algo así. Trae una caravana de carretas.
—¿Carretas?
—Para los mineros.
—¿Los mineros? —repitió estúpidamente.
—Para llevarlos a Welltown, al ferrocarril —informó el sheriff. Aspiró aire entre los dientes e hizo gestos con el pulgar hacia el este—. Y echarlos. Fuera del territorio. Mineros alborotadores —añadió, asintiendo con la cabeza y frunciendo los labios, poniendo mala cara—. Ignorantes, agitadores, extranjeros asesinos, confabulados para delinquir, según dice el general del general. Es decir, Willingham. —Soltó un suspiro y miró a Gannon con el ceño fruncido—. ¿Ese Tittle es amigo tuyo también, hijo? Ésa es la gota que colmó el vaso.
Los tablones de la acera crujieron bajo el avance de una muleta. El juez Holloway, jadeando y acalorado, entró en la cárcel.
—¡Ah, es usted, Keller! —dijo el juez—. Al fin se ha dignado venir a Warlock, ¿no es así?
—¡Ajá! —repuso el sheriff, desocupando de mala gana la silla y trasladando a otra su voluminosa humanidad—. Siéntese.
El juez tomó asiento. Se le escapó la muleta, que cayó al suelo con estrépito.
—¿Quiere decirme qué puñetera diablura se está tramando aquí, Keller?
—Nos hemos quedado sin apaches —explicó el sheriff. Su orondo rostro parecía fatigado y contrariado. Gannon vio a un hombre que corría por la calle, mirando por encima del hombro. Empezó a dirigirse a la puerta—. ¡Aquí! —gritó Keller—. ¡Vuelve acá, muchacho! Vas a tener que aguantarte.
—¿Qué tengo que aguantar?
—¿Qué estaba diciendo de los apaches, Keller? —inquirió el juez.
—Pues que ya los hemos echado a todos y ahora les toca el turno a los mineros. Nueva bandera; lleva escrito el nombre de la Porphyrion y Western. Traen carretas. Van a conducir a todos esos huelguistas a Welltown, adonde llegará un tren especial para llevárselos y descargarlos en algún sitio del este.
—MacDonald —susurró el juez.
—Sí, claro, MacDonald. Pero tiene un jefe que se llama Willingham. De San Francisco. Willingham le ha metido un miedo horroroso en el cuerpo al viejo Peach.
El juez empezó a carraspear como si estuviera a punto de ahogarse. El sheriff se levantó y le dio unas fuertes palmadas en la espalda.
—Hijo —le dijo a Gannon—, tendrías que haber detenido enseguida a ese Tittle, eso es lo que debías de haber hecho. Me has dejado en la estacada, muchacho, y me han dado órdenes para que viniera igual que a esos soldados de pantalones ajustados.
Golpeó una vez más al juez en la espalda y luego volvió a sentarse. Gannon se recostó contra la pared.
—¡No puede hacer eso! —gritó el juez—. ¡Ese hombre está loco!
—¿Es que no sabíais eso en Warlock? Pero claro que puede hacerlo. El coronel Whiteside empezó a discutir con él dando patadas en el suelo, diciéndole que no podía; y Willingham le repetía que más le valía hacerlo. Whiteside le dijo que en Washington eran todo oídos. Pero cuando a Peach se le mete algo entre ceja y ceja no hay quien lo pare, y quien crea que no puede hacerlo, no tiene más que abrir los ojos.
Keller se quitó el sombrero, se pasó la mano por la cabeza, suspiró y dijo:
—Whiteside es un anciano estupendo para ser coronel, y además tiene un gran concepto de Peach. Asegura que lo único que quiere es que Peach salga bien considerado de esto; y el general está dispuesto a hacerlo, aunque desde luego va a arruinar toda su carrera. Pero Peach cree que Willingham puede prestarle algún favor en Washington, y en cualquier caso Willingham afirma que esto de aquí es una rebelión armada contra Estados Unidos, y que de Peach depende contenerla. Van a reunir a esos mineros como si fueran una manada de cornilargos y a embarcarlos en vagones de ganado, aunque sea una verdadera vergüenza. —Extendió un largo dedo en forma de espátula y concluyó—: Pero escúcheme, juez, y tú, muchacho: no hay absolutamente nada que hacer.
El juez abrió el cajón, forzándolo contra su barriga, y sacó su botella de whisky. La dejó de golpe en la mesa, frente a él, y exclamó:
—¡Nos han invadido los filisteos!
—Déjeme algo —le pidió el sheriff—. No he bebido una gota en todo el camino.
Gannon seguía apoyado en la pared, mirando fijamente al sheriff.
—¿Para qué está usted aquí, sheriff?
Keller cogió la botella que le tendía el juez, y bebió un trago. Le empezó a temblar el vientre; se estaba riendo en silencio. Devolvió la botella y guiñó un ojo.
—Pues para poner orden por aquí —contestó—. Tú y yo, hijo. A nosotros nos toca llenar una de esas carretas. Salteadores de caminos, ladrones de ganado, asesinos y demás basura; tenemos que reunir unos cuantos. El viejo Peach ha oído en alguna parte que en Warlock las cosas se han ido un poco de las manos.
Gannon se volvió a mirar un pelotón de Caballería que pasaba despacio, ocupando la calle de acera a acera, carabina en mano.
—Blaisedell —dijo el sheriff, y soltó una carcajada.
Gannon volvió la cabeza. Oyó que el juez aspiraba aire. El vientre del sheriff volvió a estremecerse de risa silenciosa.
—Van a matarlo a tiros como un perro si no se muestra complaciente —prosiguió el sheriff—. Entonces fue cuando me quité esta vieja placa y la entregué. Dije que me jubilaba, que era demasiado viejo para el cargo.
—¡Santo Dios! —exclamó el juez.
—MacDonald nos contó que Blaisedell obstaculizó la acción de la justicia, impidiendo que Johnny detuviera a Tittle. Pero eso no es todo. A Peach no le gusta nada Blaisedell. El comisario le está quitando fama. Ahora se habla muy mal de Blaisedell, además, lo que da al viejo loco una justificación. También hay rumores de que despachó a McQuown disparando a traición.
—¡Eso es mentira! —exclamó el juez, enojado—. Bueno, ¿y qué pasó? Veo que lleva la placa otra vez. ¿Ha decidido matarlo usted?
—Lo he arreglado para no tener que hacerlo —contestó Keller, sonriendo—. Whiteside le habló a las claras sobre eso. Le dijo que el tribunal había declarado inocente a Blaisedell, y que si Peach trataba de expulsarlo le daría aún más fama de la que tiene, y él o yo acabaríamos muertos. Lo que le propuso fue que, como el Comité de Ciudadanos de Warlock lo había contratado y estaban ansiosos por conseguir el estatuto de ciudad, se lo concediera si despedían a Blaisedell. Era curioso ver cómo Whiteside intentaba convencerlo, y al final lo consiguió. Sólo que… —De pronto pareció deprimido—. Sólo que si no quiere marcharse, me tocará solventarlo a mí. Claro que siempre puedo dimitir —concluyó, animándose—. Páseme la botella otra vez, ¿quiere, juez?
El juez se la dio.
—Somos un hatajo de viles pecadores —dijo con voz poco clara—. Pero que me ahorquen si nos lo merecemos. ¿Qué hay acerca del doctor Wagner, Keller? ¿Tiene Peach intención de meterlo también en el tren?
—Sí —contestó el sheriff—. Venga, juez, no se mueva de su asiento. No se puede hacer nada. ¡Johnny! —exclamó bruscamente—. No sigas moviendo despacito esa mano para quitarte la estrella, o serás el primero en subir a la carreta y tendrás que esperar al sol hasta que reúna a los demás, y te aseguro que tardaré un buen rato. De manera que tranquilízate. Ya se han agotado todos los argumentos y actuaciones posibles. He presenciado escenas, como la de Peach intentando decapitar a Whiteside, con esa espada suya. No trates de interponerte en su camino.
—No puede hacer algo así con esos pobres desgraciados…
—Sí puede —lo interrumpió el sheriff—. ¿Qué harías tú para impedirlo, hijo?
Peter Bacon asomó la cabeza por la puerta.
—Johnny, ¿vas a quedarte de brazos cruzados y dejar que esos hijos de puta de los pantalones azules…? —Se detuvo, mirando al sheriff, y exclamó, incrédulo—: ¡Santo cielo! ¿Está usted aquí, Keller?
—Aquí estoy —contestó el sheriff—. ¿Cómo van las cosas por ahí fuera?
El moreno rostro de Peter se contrajo, como si fuera a echarse a llorar.
—Sheriff, están agrupando a esos pobres hombres de la Medusa como si…
—Van bien, ¿eh? —le cortó el sheriff—. Bueno, pásate por aquí un poco más tarde para hacernos otra visita, Bacon. Páseme la botella, juez.
Peter clavó los ojos en el sheriff, se volvió y miró a Gannon de arriba abajo. Luego se retiró. Keller se llevó la botella a los labios. Gannon vio que la mano que el sheriff tenía apoyada en la mesa se cerraba cuando se oyeron unos gritos agudos en la calle.
Gannon se dirigió a la puerta.
—No se te ocurra mirar, muchacho —le advirtió el sheriff en tono pesaroso—. Podrías convertirte en una estatua de sal y perder tu dignidad.
—No es dignidad lo que a mí me sobra. Ni a usted tampoco.
—Lo sé, muchacho. Nunca he pretendido lo contrario. Pero no puedes entorpecer la labor de la Caballería, ni la del gobernador militar. Durante las maniobras —añadió—. Así es como lo llaman: maniobras.
—Pero usted también tendría que hacer maniobras en San Pablo, ¿no? —quiso saber el juez.
—Supongo que sí. Pero creo que no hay que precipitar las cosas.
—Pues bien podría precipitarlas. Por lo que hemos oído, ahora están haciendo una incursión en Hacienda Puerto.
—Precipitarlas —repitió el sheriff, asintiendo. Luego volvió a mirar a Gannon con sus tristes ojos—. No hay nada que puedas hacer, muchacho. Ni tú ni nadie. Sólo aguantar el tipo y dejar que todo esto termine. Se ha empeñado en hacerlo, y quién sabe, después a lo mejor cambian las cosas.
—Yo creía —dijo el juez amargamente— que las cosas iban tan mal que no podían empeorar. Pero hoy han empeorado de una forma que habría sido incapaz de imaginar si no me lo hubieran dicho. Y a lo mejor esto no se acaba nunca.
—Para todo hay un final —arguyó el sheriff, alzando la botella y agitándola.
Por la puerta, Gannon vio pasar a un joven teniente a medio galope montado en un fino alazán, seguido por un sargento. Se dio una palmada en la pierna.
—Tranquilo ahora —advirtió Keller.
—Sí, aprende de las experiencias de la vida —dijo el juez—. Y cuando lo hayas aprendido todo, verás cómo torturan a tu mujer y a tus hijos con atizadores al rojo vivo, y te reirás al verlo. Porque para entonces sabrás que las personas no importan nada. Los hombres son como el maíz. El sol los quema, la lluvia los empapa, el invierno los congela y la Caballería los pisotea, pero a pesar de todo continúan creciendo. Y nada de eso importa mientras haya whisky.
—Éste de aquí se ha acabado —observó el sheriff—. Vamos a cortar más centeno y a destilar otro poco, juez. Dígame, ¿ha llovido por aquí?
Un rumor de pisadas se aproximaba por la acera. El viejo Heck apareció en la puerta, la barba erizada de indignación, acompañado de otros cuatro, de los cuales Gannon sólo conocía a un tal Daley, un minero alto, apacible y simpático. Luego vio al médico, con un soldado que lo llevaba del brazo. El rostro del doctor estaba más grisáceo que de costumbre, pero sus pupilas echaban chispas. Los seguían otros dos soldados, un sargento y Willard Newman, adjunto de MacDonald en la Medusa, que se abrió paso entre los mineros y los soldados.
—Ayudante, hay que encerrar a estos hombres hasta que lleguen las carretas.
—¡Lameculos, eso es lo que sois! —exclamó el médico.
—Vamos, Doc, eso no sirve de nada —dijo Daley.
—¡MacDonald tiene miedo de mirarme a la cara y por eso me envía a sus parásitos!
Al soltar Newman una maldición y alzar la mano hacia el médico, Daley se interpuso entre ambos.
—¡Usted! —dijo el sargento a Newman—. ¡Como maltrate a los prisioneros, lo dejo seco, señor!
—¡Ése es el sheriff! —señaló uno de los mineros, y Gannon vio que Keller se ruborizaba.
Muy erguido, el médico entró en el calabozo y los demás lo siguieron.
—¡Espero, soldados, que hoy se sientan orgullosos de su uniforme! —declamó el juez, alzando la voz por encima del ruido de las botas.
—¡Deberías estar aquí dentro conmigo, George Holloway! —gritó el médico en el calabozo—. Esto es algo que todo hombre con creencias liberales debería experimentar personalmente. Porque somos…
—Antes prefiero quedarme fuera y beber hasta morir —repuso el juez, inclinando la cabeza.
—Echa la llave, Johnny —ordenó el sheriff.
Alzó la botella, la examinó y se la devolvió al juez.
Newman cerró la puerta de una patada.
—¡No pienso hacerlo! —dijo Gannon, con los dientes apretados.
El sargento se volvió a mirarlo; tenía un rostro agrio, curtido por la intemperie y adornado de canosas patillas. Newman lo fulminó con la mirada.
—¡Enciérrelos, ayudante!
—¿Por orden de quién?
—¡Por orden del general Peach, estúpido! —gritó Newman—. Encierre a esos hijos de perra antes de que lo…
—¡En mi cárcel, no!
Pasó bruscamente entre el sargento y Newman, cogió la llave que colgaba de la clavija, y retrocedió hasta ponerse de espaldas a la pared donde estaban los nombres garabateados. Puso la mano sobre la culata del Colt. El sheriff se le quedó mirando; el juez desvió la mirada.
El sargento suspiró y llamó:
—¡Mick!
Uno de los soldados levantó la carabina y avanzó. Detrás de él, alguien irrumpió en la estancia.
Era un minero a quien Gannon no conocía; tenía las manos nudosas y descoloridas, y una barba incipiente en el alargado y juvenil semblante. Se detuvo un momento, jadeante; apartó luego de un empujón a un soldado y se abalanzó sobre Newman, dándole un puñetazo en la cara describiendo un largo y torpe arco con el brazo. Newman gritó y cayó de espaldas, mientras el sheriff se ponía en pie con sorprendente agilidad y golpeaba al minero por debajo de la oreja con la culata del Colt. El minero cayó desmadejado al suelo, mientras Newman, maldiciendo, recobraba el equilibrio y se sacaba el revólver del cinto.
—¡Oiga! —bramó el sargento, al tiempo que en el calabozo se elevaba un clamor de protestas.
Con un movimiento espasmódico, Gannon desenfundó el Colt y dio un paso hacia Newman. Cuando el minero se puso trabajosamente en pie, el soldado llamado Mick lo agarró por el cuello, y, con ayuda del sheriff, lo empujó al interior del calabozo con los demás.
Newman retrocedió, los ojos fijos en el Colt de Gannon. Keller se acercó a Gannon, bajándole el cañón del arma con su gruesa manaza, y le cogió el llavero. Movió la cabeza con gesto de reprobación. Newman sangraba por la nariz.
—Vámonos, señor Newman —le dijo el sargento.
Newman soltó un juramento y volvió a meterse el seis tiros bajo el cinturón. Salió de la cárcel pisando fuerte, llevándose el pañuelo a la nariz.
Desesperado y en silencio, Gannon se apoyó en la pared y vio cómo el sargento destinaba a un soldado a vigilar la celda, y, junto con los demás, salía a la calle detrás de Newman. El que se quedó, montó guardia frente a la puerta del calabozo, frunciendo intranquilo el ceño. El sheriff dejó el llavero sobre la mesa, y el juez, colgándolo del cuello de la botella de whisky, lo miró con aire meditabundo.
Los mineros cuchicheaban en el calabozo mientras Gannon enfundaba el Colt.
—Eso ha sido una tontería, Jimmy —oyó decir al médico.
—De eso nada —repuso el joven minero con voz trémula. Soltó una nerviosa carcajada—. Las ovejas en el establo, los machos cabríos aquí. A mí ya no me engañan.
—Creía que habías aprendido a cuidarte las manos —le dijo el médico.
—Pues yo creo que llegará el día en que haber estado en la cárcel de Warlock será toda una hazaña, Doc. Hay más de una forma de que le crezca la barba al chivo.
—Oye, joven pelagatos —rezongó el viejo Heck—. Hoy todos somos chivos.
—Aquí hay cosacos y campesinos —dijo el médico con voz fuerte y clara—. ¿Te gusta estar ahí con los cosacos, George Holloway?
El juez no dijo nada, y Gannon lo oyó suspirar.
—¿Han cogido a Tittle ya? —preguntó uno de los mineros.
Nadie le contestó. Otro se puso a cantar:
Adiós, adiós,
adiós Warlock, adiós.
Ahí llega la Caballería al galope,
ahí viene MacDonald a darnos un golpe.
Ah, adiós, adiós,
¡adiós, querida Warlock, adiós!
Hubo risas.
—¡Silencio! —ordenó el soldado.
Todos los presos empezaron inmediatamente a corear la canción, y la voz del médico se oía por encima de todas las demás.
—Parece que hay una fiesta en casa de la señorita Jessie —observó el sheriff, y Gannon fue junto a él a la entrada.
En la esquina de Grant Street, extendiéndose en dirección al General Peach, que no se veía desde allí, se había congregado una numerosa multitud.
Entonces hubo un disparo. Gannon trató de salir frente al sheriff, pero Keller lo atenazó por el brazo.
—Nosotros nos quedamos aquí hasta que todo haya pasado, muchacho —ordenó el sheriff—. Eso de ahí es cosa de la Caballería y no tiene nada que ver con nosotros. Tú y yo aguantamos aquí hasta el final, Johnny Gannon.