Morgan estaba de pie frente a la ventana abierta echando en falta un diente con la lengua mientras la brisa nocturna le refrescaba el contusionado rostro. La noche era suave y violácea, oscura como el fondo de una vieja chimenea; las estrellas, como joyas engarzadas en hollín. Esperó en tensión hasta ver la oscura silueta recortada entre el polvo de la calle, cruzando hacia el hotel. Entonces blasfemó, dejó caer su dolorido cuerpo en la butaca, y sacó un cigarro. Su mano tembló con el fósforo y sintió que su rostro se contraía en un tic mientras oía los pasos que subían por la escalera, y llegaban al pasillo. Llamaron a su puerta con los nudillos.
—Morg.
Aguardó hasta que Clay llamó de nuevo. Luego dijo:
—Pasa.
Clay entró, quitándose el sombrero e inclinando la cabeza al cruzar el umbral. En la mejilla llevaba un apósito, y en su rostro había huellas de puñetazos. Morgan lo miró a los ojos y dijo:
—¡Maldito estúpido!
—¿Qué querías que hiciera? —replicó Clay, cerrando la puerta tras de sí—. ¿Expulsarte de la ciudad porque de todas maneras te ibas a marchar?
La mirada azul y violenta lo taladraba, y ante ella se vio obligado a bajar la vista.
—¿Por qué no?
—¿Matarías a dos hombres para llevar a cabo una maniobra como ésa, Morg?
—¿Por qué no? —repitió. Se tanteó con la lengua, hurgándose en el desgarrado y carnoso alvéolo—. Tenía que cargarme primero al de la cara cortada, y Lew se escapó a gatas. —Con un esfuerzo, buscó la mirada azul de su amigo—. ¡Te dije que no podía permitir que nadie se saliera con la suya después de incendiarme el local!
—Te advertí que dejaras eso en paz.
—¡Destiérrame entonces, maldita sea!
Clay dio unos pasos para sentarse al borde de la cama, con los hombros encorvados y las facciones flojas y decaídas. Sacudió la cabeza.
—De todos modos, no podría. Ya no soy comisario.
—Bueno, entonces volveré a repetir la jugada. No me iré, a menos que me eches.
Clay se encogió de hombros.
—¿Qué te costaría? Sacarías algún beneficio.
—No.
—¿Qué dice la señorita Jessie Marlow?
Clay frunció levemente el ceño. En tono ecuánime, dijo:
—¿Por qué te empeñas en esto, Morg?
«Porque nunca me ha gustado que me tomen por tonto», pensó. Nunca le había gustado menos que ahora.
—¡Maldita sea, Clay! Toda una ciudad llena de estúpidos patanes suspirando por que hagas otra vez de héroe de escayola y destierres al Crótalo Negro de Warlock. Que soy yo. ¿Y por qué no? Eso habría complacido a todas las personas que conozco aquí, salvo a ti, quizás. Aunque a lo mejor resulta que eres un cobarde; un puñetero yanqui cobarde. ¡No me gustaría nada que se lo demostraras a estos de aquí!
—Que se lo tomen así, si quieren. He presentado la dimisión.
—Podrías haberme expulsado, y renunciar al cargo con todos los triunfos en la mano cuando yo hubiera huido.
—No se trataba de una partida de cartas, que se pudiera ganar con trampas —sentenció Clay. Bajo las magulladuras, su rostro estaba pálido y demacrado. Volvió a encogerse de hombros, cansinamente—. O quizá lo era, y ha hecho falta algo así para que lo viese. Y si ha sido así, es hora de abandonar.
—Clay, escucha. ¡Esta ciudad me tiene más que harto! Estoy cansado de pasarme las horas en el Lucky Dollar, ganándole el dinero a Lew, y me aburre infinitamente observar a esos palurdos sentado en la mecedora del porche. ¡Quiero salir de aquí! Era una buena razón para largarme. Lo que intento decirte es que esa solución habría complacido a todo el mundo, incluso a mí. Y ahora te has convertido en una vieja gloria y en un estúpido por añadidura.
«Y no has dimitido —añadió para sus adentros—; de ninguna manera, aunque creas lo contrario.»
—En cualquier caso, me he complacido a mí mismo, entonces —repuso Clay, y en voz queda le preguntó—: ¿Por qué estás tan furioso, Morg?
Se retrepó en la butaca con el cigarro frío apretado entre los dientes. ¿Por quién estaba haciendo todo aquello, a fin de cuentas? ¿Acaso era por gusto? Al menos había querido un santo de escayola vivo y no muerto, y por eso hizo lo que hizo, y por eso haría mucho más. ¿Por quién?, se preguntó. Ahora trataba de convencerse de que era por Clay.
—¿Furioso? —inquirió—. Bueno, pues estoy que rabio por haber hecho el idiota. Me enfado porque estoy acostumbrado a salirme con la mía. Y esta vez también lo conseguiré. Si no me destierras por esto, lo que haré… —Se detuvo de pronto, sonrió y concluyó—: Será pedírtelo por favor.
Clay lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—Por favor, Clay —le dijo.
Clay sacudió la cabeza.
—Entonces, veré lo que es necesario hacer. ¿Crees que no puedo obligarte?
—¿Por qué lo harías?
—¡He dicho que me saldré con la mía!
Sintió que se tocaba la mejilla con el dedo, y el tic volvió a contraerle las facciones.
—He renunciado a mi cargo —insistió Clay—. No volveré a deportar a nadie ni a ser comisario. —Alzó la mano frente a sus ojos y la miró fijamente como si no la hubiera visto antes—. ¿A qué viene todo esto? —inquirió con voz trémula—. ¿Qué son todas estas tonterías? ¿En qué puede beneficiar a alguien que yo te destierre de Warlock?
—Me beneficia a mí —dijo él, en un susurro.
—¿En qué estás tratando de convertirme? —prosiguió Clay. Su voz adquirió una tonalidad más grave—. ¡Tú también, Morg! ¡En una cosa infame, sin atributos de ser humano! ¡No, he renunciado!
—Hazlo por mí, Clay —le pidió—. Hazme el puñetero favor. Échame de la ciudad y deja que me vaya. Estoy más que harto de esto. Harto de ti.
Vio que Clay cerraba los ojos; sacudió la cabeza, casi imperceptiblemente. Así continuó durante un buen rato, hasta que dijo:
—Vete, entonces. No tengo que desterrarte, así que puedes irte. Yo…
—¡Tienes que expulsarme!
—En cuanto lo hiciera, vendrías por la calle a enfrentarte conmigo.
—¡Te he dicho que no soy ningún crío para jugar a estúpidos juegos de niños!
—No sé si eran unos críos estúpidos —dijo Clay—. Pero ahora siempre ocurre lo mismo. Si me obligaras a desterrarte por la razón que fuera, en cuanto te lo comunicara te enfrentarías conmigo. ¡No, por Dios, no! —gimió, dándose un manotazo en la frente—. ¡No, nunca más! ¿Qué habré hecho para estar siempre matando una parte de mí con cada disparo? ¡No, Morg, eso se ha acabado!
—Clay… —empezó a decir Morgan—. ¿Por qué te lo tomas así? Lo único que te pido es que me destierres, y me iré en la primera diligencia o incluso antes. ¡Por Dios santo! ¿Crees que soy lo bastante idiota para…?
—¡No lo haré! —dijo Clay.
Tenía los labios tensamente estirados sobre los dientes, y las facciones como picadas por alguna enfermedad cutánea.
Morgan se puso en pie y le dio la espalda. No podía mirar aquella cara. Le dijo:
—Si hubieras sido un comisario como es debido me habrías desterrado mucho antes. Pero supongo que no ves más allá de tus narices. Lo que todo el mundo vio.
—¿El qué? —preguntó Clay.
—Tenías que haberme desterrado por matar a McQuown, para empezar. Eso es lo que habría hecho un comisario de verdad.
Clay no dijo nada, y Morgan sintió un dardo de esperanza.
—Si hubieras sido un comisario como Dios manda —insistió—, como era tu deber, pero supongo que no pensabas tanto en tu obligación como en tus relaciones amorosas. Y antes de eso, aquellos vaqueros que asaltaron la diligencia de Bright’s City no mataron a Pat Cletus.
—No lo creo, Morg —dijo Clay, con voz apenas audible. Luego carraspeó—. ¿Por qué?
Morgan dio media vuelta.
—Porque Kate lo traía aquí para demostrarme que tenía otro Cletus con quien acostarse, tan grande y feo como el primero. Estoy cansado de contemplar ese desfile. ¿Acaso crees que me gusta ver cómo me restriega sus apaños por la cara?
El corazón le latía con fuerza y se le hacía un nudo en la garganta. Clay alzó la cabeza y sus ojos azules eran más fríos que nunca. Entonces, casi en el mismo instante, su mirada pareció dirigirse al interior de sí mismo, y Clay se tornó gris y viejo una vez más.
«¿Quieres más?», gritó para sus adentros. Porque su maldición quizá consistiera en que ahora ni siquiera bastara la verdad.
—Bueno, entonces —dijo con calma—, si quieres más te diré por qué Bob Cletus se enfrentó contigo en Fort James.
Clay alzó bruscamente la cabeza, y Morgan soltó una carcajada, orgulloso de que aún fuese capaz de reír.
—¿Me estás escuchando? Porque voy a contarte un cuento para dormir. ¿Sabes por qué fue por ti? Porque quería casarse con Kate, el muy hijo de perra. Y ella, la muy puta, le dijo que yo podría tratar de impedirlo, y que era mejor que fuera a verme. No sabías que mataste a Cletus por Kate, ¿verdad?
—¿Por Kate? —preguntó Clay; sus ojos tenían un matiz pálido, lechoso.
—Le dije que no era yo de quien debía preocuparse, sino de ti. De ti. Porque eras tú quien se estaba follando a Kate y eras celoso por naturaleza y no te andabas con tonterías. Se puso furioso porque ella no le había contado nada de ti, así que le dije que si quería a Kate sería mejor que te buscara a ti antes de que lo encontraras tú a él, y entonces te mandé recado de que iba…
El aliento se le quedó en la garganta cuando Clay se puso en pie. Pero sólo se acercó a la ventana. Apoyó una mano en el marco, y se quedó mirando a la calle.
Cuando Morgan volvió a hablar, lo hizo con voz ronca.
—Fue la mejor jugada de mi vida, ya lo creo. A ti te convirtió en un zopenco y a él en un zopenco muerto… y Kate… —Se detuvo a recobrar el aliento—. ¿Sabes lo que siempre me ha estado reconcomiendo? Que nadie supiera cómo te lo preparaba yo todo. Era una lástima que nadie lo adivinara. Pero cómo me reí al pensar en Cletus tratando de sacar el pistolón como si tuviera un poste metido en la funda. Y tú…
—Cletus no llegó a desenfundar —dijo Clay, encarándose con él—. No creo que tuviese siquiera intención de hacerlo. Estás mintiendo, Morg. —Había cierto matiz sonrosado en su rostro, y su expresión era extrañamente apacible—. Venga, Morg, ¿también quieres que me trague eso? Ya no lo necesito. —Entonces, sus ojos se entornaron súbitamente y dijo—: No, ni siquiera es eso, ¿verdad? Me estás diciendo todo esto para que te mate, no para que te destierre.
—¡Te he dicho que no me gustan los juegos de críos!
—Pues deja de jugar a éste.
—¡Pero si es la verdad, maldito seas!
—Bueno, supongo que en parte lo es —convino Clay—. Supe que tenías algo que ver, porque observé que estabas inquieto. Creo que le dijiste algo para que se asustara y dejara en paz a Kate. Sin pensar en que podría enfrentarse conmigo, aunque a lo mejor lo arreglaste para que aquel vaquero me dijera que, según había oído, Cletus venía a arreglarme las cuentas por lo de Nicholson, y que sería mejor que anduviera con cuidado…, sólo por si a Cletus se le ocurría armar camorra. Pero no creo que pretendiera desenfundar; sólo quería saber lo de Kate cuando dijo mi nombre a mi espalda. Pero yo andaba con los pelos de punta por todo lo relacionado con Nicholson y sus amigos, y pensé que iba a matarme; eso fue todo. —Hizo una pausa, tragando saliva al mover la cabeza—. No es así, Morg.
Morgan le devolvió la mirada. Curiosamente no lo impresionó el hecho de que Blaisedell lo hubiera sabido, o adivinado; sólo que estaba aturdido porque no veía qué más podía hacer. Había estado mascando la punta del cigarro hasta desmenuzarlo, y con gesto inseguro se lo quitó de los labios. Lo tiró al suelo. Clay dijo:
—Hubo un tiempo en que me habría encantado pensar que había sido así. Pero aquello fue más culpa mía que tuya. Hicieras lo que hicieses.
—¡Me he servido de ti! —gritó Morgan. Notaba cómo le corría el sudor por la cara—. ¡Vacío! ¡Hueco como una puñetera estatua de yeso!
—Ya no importa —declaró Clay—. Si no hubiera aprendido algo con la muerte de Bob Cletus, habría sido con otra cualquiera. Aquel día comprendí que se puede ser demasiado rápido. O eso creí.
—¡Maldito seas, Clay! —musitó Morgan. De pronto no había nada en el mundo a lo que agarrarse salvo eso—. ¡Maldito seas! ¡Acabaré saliéndome con la mía!
Clay sacudió la cabeza, casi distraídamente.
—¿Sabes lo que deseo? —dijo—. Quisiera ser un despreciable ayudante del sheriff en algún pueblo miserable a mil kilómetros de aquí. Ojalá no fuera Clay Blaisedell. Morg, has matado a hombres por mí. A Pat Cletus y McQuown, que yo sepa. Pero no puedo darte las gracias. Es lo peor que me has hecho, porque lo hiciste por mí, y me has convertido en un impostor. Morg…, me parece que tú y yo vemos las cosas de distinta manera.
Se puso el sombrero; apartó la cabeza. Al salir, cerró la puerta sin ruido pero con firmeza.
—¡No tengas la asquerosa y puñetera desfachatez de perdonarme, maldita sea! —musitó Morgan, como si Clay todavía estuviera presente—. No te apuntarás eso también, ¿verdad? ¡No, ese tanto no te lo apuntas! —Se llevó las manos a la cara; sus labios estirados parecían el tajo de un cuchillo. Un ataque de risa le atenazó las entrañas como un calambre—. Bueno, señorita Jessie Marlow, lo siento mucho —dijo en voz alta—. Pero me ha ganado por la mano. Te has quedado hasta con mi última ficha, Clay, y con los pantalones y la camisa también, y tengo los calzoncillos pegados al cuerpo y demasiado sucios para andar con ellos por ahí.
Sacudió la cabeza entre las manos. Hubiera preferido que Clay le hubiera atravesado el hígado de un balazo, antes de decirle aquellas palabras, tal como las dijo, en el sentido en que las dijo: «Me parece que tú y yo vemos las cosas de distinta manera».
Se apretó con más fuerza las manos contra el dolorido rostro, ahogándose en el agrio olor a muerte que de él emanaba. Al cabo de un buen rato recordó que era afortunado de profesión, y que nadie le había ganado hasta el momento.