Gannon habla de amor

Gannon estaba echado en la cama, totalmente vestido, contemplando la penumbra que lo envolvía, el rectángulo apenas visible de las paredes salpicado por montones de ropa, colgada apelmazadamente aquí y allá, y el alto techo, del todo invisible, de manera que la insondable columna de oscuridad bajo la cual estaba tendido parecía proyectarse hacia el infinito. Se había impuesto no pasar esta noche en la cárcel no para huir de algún peligro, sino porque había demasiada gente hablando interminable y machaconamente de Morgan y Blaisedell, Blaisedell y Morgan, y él no quería saber nada más del asunto.

Incluso ahora percibía un agitado rumor de voces en una habitación al otro lado del pasillo, y supo que ocurría lo mismo a todo lo largo y ancho de Warlock, todos hablando de lo mismo una y otra vez, tergiversándolo, adaptándolo y alterándolo según les conviniera, o transformándolo de otro modo en algo aceptable, con rabia, perplejidad o tristeza. Y siempre decidirían que Blaisedell haría mejor marchándose, pero, tras llegar a esa conclusión, volverían a empezar de nuevo. Él, el ayudante del sheriff, pensó, ni siquiera entraría en las cábalas de la gente; tampoco podía ver, en el negro vacío de su propia conciencia, cuál era su cometido. Casi había llegado, finalmente, a aceptar lo que Morgan le había dicho: que aquello no era de su incumbencia.

Oyó crujir la escalera con los pasos de alguien que subía, y después la aguda voz de Birch:

—Fíjese por dónde pone los pies, señora. Este tramo está muy oscuro.

Se levantó de un salto y fue a tientas hacia la mesa.

Tropezó con la lámpara de cristal del quinqué; lo cogió antes de que cayera al suelo. Encendió un fósforo y la oscuridad retrocedió un poco frente a la llama de azufre, retirándose aún más cuando la cuña de luz se elevó sobre la mecha. Cuando volvía a colocar el tubo de vidrio, llamaron a la puerta.

—¡Ayudante! —llamó Birch.

Abrió. Allí estaba Kate, entre la espesa sombra; olió el perfume de violetas que solía llevar.

—La señorita Dollar viene a verlo —anunció Birch con voz untuosa.

—Adelante —invitó él.

Kate entró en la habitación. Birch se esfumó en la oscuridad y los peldaños crujieron escalera abajo. Las voces de la habitación de enfrente se habían callado. Kate cerró la puerta y echó un vistazo a su alrededor; la canana, semejante a una piel de serpiente en una percha junto a la puerta; la ropa, colgando de unos clavos; la mesa y la silla de pino, la cama con los muelles hundidos. La luz del quinqué resplandecía cálidamente en sus mejillas.

—Siéntate, Kate.

Ella se acercó a la silla, pero en lugar de sentarse puso las manos en el respaldo para apoyarse. Gannon vio que volvía a observar el cuarto otra vez, con la barbilla levantada y el semblante impasible de una india.

—Aquí es donde vives —dijo ella, al cabo.

—No es gran cosa.

Ella no dijo nada durante un buen rato, y él se volvió y tomó asiento al borde de la cama. Kate se giró un poco, para observarlo; un lado de su rostro estaba bañado por el rosado resplandor de la lámpara, y el otro envuelto en sombra, de manera que sólo parecía tener media cara.

—Me marcho mañana —anunció ella.

—¿Te marchas? —preguntó él, como atontado—. ¿Por… por qué te vas, Kate?

—No tengo nada que hacer aquí.

Él no sabía lo que quería decir, pero asintió con la cabeza. Sentía alivio y dolor en la misma proporción mientras contemplaba su rostro, que, animado por aquella luz, él encontraba muy bello. No había llegado a conocerla, pero estaba seguro de que no era para él. Había pretendido soñar con ella, pero ni siquiera había sabido cómo; sus ensoñaciones sólo eran una continuación de las dulces e insípidas fantasías que en otro tiempo encarnó Myra Burbage, no tanto porque le resultara atractiva sino porque se trataba de la única chica que había habido alguna vez en su entorno; y tanto entonces como ahora, había creído que nunca habría mujer para él. Era muy feo, demasiado pobre, y no había tantas mujeres para que alguna llegara al final de la lista de solteros y leyera su nombre.

—¿Te vas con Morgan? —preguntó.

De pronto pareció brotar la cólera en sus facciones, aunque no en su voz.

—No; con Morgan, no. Ni con nadie.

Casi le preguntó por Buck, pero ya lo hizo en cierta ocasión y ella lo había mirado como si fuera idiota.

—¿Sola?

—Sola.

Lo repitió como si tuviera algún significado especial. Pero él estaba como aturdido. Sólo se habían dicho palabras, pero al darse plena cuenta ahora del hecho de su marcha, empezó a aferrarse al recuerdo de las ocasiones en que la había visto, queriendo atesorarlas como algo muy valioso para que no desaparecieran con ella. Tenía la llave, pensó, para recordarla.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Mañana o… Mañana.

Volvió a asentir, como si no fuera nada. Oyó de nuevo a los huéspedes del otro lado del pasillo, que reanudaban su charla. Se frotó en el muslo la mano vendada, movió otra vez la cabeza, y volvió a sentir, con mayor intensidad que nunca, su propia ineptitud, su insuficiencia, su incapacidad para articular las palabras que debían decirse.

—Creo que no esperaba nada —dijo Kate con voz ronca—. Supongo que esta noche estarás de mal humor, igual que los demás.

—¿De mal humor?

—Por lo de Blaisedell —explicó ella, que prosiguió antes de que Gannon la interrumpiera—: He sido la única en considerarlo un espectáculo maravilloso —dijo con acritud—. Porque he visto que Tom Morgan intentaba hacer algo digno. Creo que debe de ser la primera cosa decente que ha intentado hacer en la vida, y la ha realizado como si fuera una canallada. Pero no le ha salido bien. Porque Blaisedell estuvo muy… —Su voz se quebró—. Demasiado… —añadió, pero sacudió la cabeza y no pudo continuar. Luego, como intentando zaherirlo, concluyó—: Lamento que te sientas engañado.

—¿Crees que si Blaisedell lo hubiera expulsado de la ciudad, se habría marchado?

—Pues claro que sí. Él intentaba concederle eso a Blaisedell, para que la gente pensara que se iba por miedo al comisario. Resulta gracioso.

Pero su voz no era divertida. Estaban hablando de Morgan y Blaisedell como todo el mundo, y Gannon sabía que no era eso lo que ella quería, ni él tampoco.

Bajó la cabeza, se miró las manos, que tenía sobre las rodillas, y dijo:

—Creía que te ibas a marchar con Morgan.

—¿Por qué?

—Pues porque hablé con él. Me dijo que habías sido su novia, pero que habíais terminado. Y yo pensaba que tú…

—Yo te dije que fui su novia. ¿Añadió algo más? Eso también lo sabías por mí. Te conté lo que había sido.

Él cerró los párpados; sentía una dolorosa oscuridad detrás de los ojos.

—Y lo sigo siendo —continuó ella—. Aunque no me hace falta trabajar, porque tengo dinero. Que le he sacado a los hombres. —De nuevo volvía a hablar como si quisiera herirle. Agregó—: Que me ahorquen si me avergüenzo de ello. Es un trabajo honrado y no perjudico a nadie. ¿Y tú a qué esperas, a una campesinita virgen?

Ahora Gannon intentó negar con la cabeza.

—Pero hay hombres que se casan con putas —prosiguió Kate—. Incluso aquí. Aunque tú, no. Y menos conmigo. No tengo nada que hacer, ¿verdad? —Le empezó a temblar la voz, y él alzó la vista y trató de hablar, pero ella se apresuró a decir—: He sido prostituta profesional. Pero soy capaz de querer, y puedo odiar por naturaleza. Pero tú no. Te limitas a contemplarte a ti mismo, a preocuparte por todo desde todos los ángulos posibles hasta que no te queda tiempo ni sitio para nada más. ¿No es así?

—Kate —repuso él con una voz que apenas reconocía—. No es eso. Sabes perfectamente que he querido…

—¡No lo digas! —lo interrumpió con furia. Su rostro estaba encendido a la luz del quinqué y sus ojos negros resplandecían—. Nunca te he oído mentir, y no quiero que empieces ahora por mi culpa. Sé que no has estado en el French Palace, porque lo he preguntado —dijo con crueldad—. Quería saber si esperabas a una campesinita virgen o no. Y yo…

—¡No es eso, Kate! —exclamó él, angustiado.

Poco a poco, su semblante se distendió hasta llenarse de dulzura y piedad como el de la Virgen de su dormitorio. Nunca le había visto esa expresión.

—No —repuso ella, con delicadeza—. No, seguro que no es eso. Creo que ir de putas no te parecía bien. Y puede que eso es lo que pensaras con respecto a mí.

—Kate… creo que sabía… que sentías simpatía por mí. Algo de eso suponía. No soy estúpido. Pero Kate… —dijo, y no pudo continuar.

—¿Pero Kate…? —repitió ella.

—Bueno, aquí es donde vivo.

Aguardó un buen rato, pero ella no habló. Cuando Gannon alzó la vista, vio marcadas de nuevo las duras líneas en torno a su boca. Oyó el crujido de su ropa cuando ella se movió; entrelazando las manos, Kate lo miró con la cabeza inclinada, los ojos en sombra.

—Otra cosa —dijo él—. Has estado en la cárcel y has visto esos nombres grabados en la pared. —Respiró hondo—. Había algo que Carl solía decir —prosiguió—. Que no había uno solo que no hubiera huido o lo hubieran matado. Y añadía que él no tenía por qué ser diferente. Sólo que él no huiría. Creo que hasta sabía quién iba a matarlo.

—Tengo dinero, ayudante —dijo Kate—. ¿Quieres venir conmigo? Esta ciudad está condenada a desaparecer y no hay razón para que nadie muera con ella. Te estoy pidiendo que mañana cojas conmigo la diligencia de Bright’s City. Y nos marchemos lejos de aquí, a otro territorio.

—Kate… —gimió él.

—¿Quieres venir, o no?

—Sí, Kate… pero ahora no puedo.

—¡Morir o marcharte! —gritó ella—. Puedes huir conmigo, ayudante. Tengo seis mil dólares en el banco de Denver. Podemos… —Se interrumpió, y su rostro se contrajo de ira y menosprecio, o aflicción—. Si seré estúpida —prosiguió, más tranquila—. Suplicarte a ti. Ayudante, tú no puedes darme lo que he tenido mil veces, y aún mejor. En cambio yo puedo darte a ti lo que nunca has tenido. Pero prefieres quedarte tumbado en la cama y morir. ¿Acaso morir te parece mejor?

—No tengo deseo alguno de morir. Sólo que debo quedarme aquí. —Se dio un puñetazo en la rodilla con la mano vendada—. En todo caso, hasta que haya un sheriff como es debido y todo eso.

—¿Por qué? —gritó ella—. ¿Por qué? ¿Para demostrar que eres un hombre? Yo puedo demostrarte que eres más hombre que todo eso.

—No. —Gannon se puso en pie; se restregó las sudadas manos en los pantalones—. No, Kate, no se es hombre sólo en ese sentido. Yo…

—Porque mataste a un mexicano una vez —lo interrumpió. Sus ojos, relucientes de lágrimas, estaban fijos en él—. ¿Es por eso?

—No, eso ya no. Me he propuesto hacer algo, Kate. —No sabía cómo decirlo mejor—. Bueno, creo que he tenido suerte. Eso hay que reconocerlo, desde luego. Pero he fortalecido la figura del ayudante del sheriff en esta ciudad, y no quiero que todo vuelva a ser como antes. No puedo irme hasta que las cosas estén… mejor. No lo dejé hace un tiempo cuando tenía miedo, Kate, y tampoco abandonaré ahora porque quiera irme contigo… —buscó desesperadamente una frase— más que ninguna otra cosa en el mundo.

Se humedeció los resecos labios.

—Quizá para ti Warlock no tenga ningún valor. Pero lo tiene, y yo soy el ayudante del sheriff aquí, de lo que estoy muy orgulloso. Todavía hay cosas que hacer en esta ciudad y creo que puedo hacerlas. No puedo marcharme hasta que las haya hecho.

Vio que Kate asentía brevemente, sus facciones oscilando entre la compasión y un desprecio cruel. Se inclinó y alargó la mano hacia ella.

—¡No me toques! ¡Estoy harta de hombres muertos!

Se dirigió a la puerta y la abrió de golpe. El borde de su falda se agitó en el umbral cuando salió, dejando la puerta entornada.

Gannon cogió el quinqué y la siguió, deteniéndose en el pasillo y manteniendo la lámpara en alto para darle algo de luz mientras ella bajaba apresuradamente las escaleras alejándose cada vez más, y, cuando desapareció, se quedó mirando a los rostros que lo observaban desde el umbral de las otras habitaciones hasta que se retiraron y las puertas se cerraron para dejarlo en paz.