I
Sentado en la mecedora de asiento de mimbre, a la sombra del porche del hotel, Morgan observaba el ambiente matinal de Warlock. No había mucha gente por la calle: un buscador de oro, con barba semejante al nido de un pájaro, estaba sentado en el banco que había frente a la Oficina de Ensayo; un camarero con delantal blanco barría la acera a la entrada del Billiard Parlor; estacionado a la puerta del Almacén de Forraje y Grano había un carromato, al que Wheeler y un mexicano llevaban abultados sacos que los hijos de Burbage iban amontonando en la cama del vehículo. Al suroeste, los Dinosaurios resplandecían débilmente a la luz del sol. Parecían muy próximos en el aire límpido, pero increíblemente mellados, con sombras demasiado recortadas, de forma que parecían pintados, como un caprichoso decorado de teatro. Los Bucksaw, más cercanos, eran lisos y de color terroso, y Morgan distinguió una caravana de carromatos que ascendía por el tortuoso camino de la mina Sister Fan.
Se desperezó y bostezó con ganas. A su espalda, en el comedor, oía el metálico repiqueteo de la vajilla y la cubertería; era un sonido agradable. Observó a la señora Egan, que venía afanosamente con la cesta de la compra, limpia y rozagante con su almidonado vestido de algodón de cuadros azul celeste, el rostro oculto por las aletas de la toca. Por su forma de andar, adivinó que desafiaba a cualquier hombre a que le dijera algo a ella.
Sonrió, extrañamente conmovido por el fresco y luminoso color de su vestido. Había descubierto que últimamente le causaban impresión los colores. Ayer había admirado el suave castaño oscuro del calcinado Glass Slipper, y el negro aterciopelado de sus carbonizadas vigas. Ahora, en la descolorida fachada del Billiard Parlor, donde estaba el rótulo que Sam Brown había quitado para volverlo a pintar, había un rectángulo de pintura fresca, preservada del sol: el amarillo era un color bonito. Había empezado a recordar colores, también; en su memoria resaltaba vívidamente el de la hierba en las praderas de Carolina del Norte, y la diversidad de tonalidades de los árboles en otoño: mil matices diferentes; recordaba asimismo los árboles de Luisiana, el brillante y cálido verde oscuro de los troncos cuando dejaba de llover; y los de Wyoming, reluciendo al sol tras una tormenta de nieve, cuando el mundo entero parecía de cristal y todo transmitía una impresión de quietud y fragilidad; y recordaba las súbitas franjas de tierra rojiza al oeste de Texas, por donde la monótona llanura empezaba a perderse en el desierto.
—¿Permite que me siente en esta otra mecedora, señor?
Era el viajante que había llegado el día anterior a la ciudad, y se alojaba en su mismo pasillo, en la habitación de enfrente. Tomó asiento. Llevaba un bombín y un traje a cuadros, ajustado y barato. Iba pulcramente afeitado, y tenía una papada carnosa y sonrosada.
—Hermosa mañana —dijo cordialmente, ofreciéndole un cigarro que él cogió, olió y tiró al polvo de la calle.
Sacó uno de los suyos del bolsillo superior de la chaqueta, se volvió y lo miró a los ojos hasta que se lo encendió.
—Me pregunto si podría indicarme quién es Blaisedell, en caso de que pasara por aquí —prosiguió el viajante, con menos cordialidad—. Nunca he estado antes en Warlock, y he oído hablar mucho de Blaisedell. Prometí a Sally, mi esposa, que vería a Blaisedell para luego contarle…
—¿Blaisedell?
—Sí, señor, el pistolero —confirmó el viajante. Ceceaba un poco—. El que manda aquí. El que mató a aquellos forajidos en ese corral de ahí, junto a la estación de la diligencia. Ayer me paré allí delante, cuando salí a dar una vuelta.
—Aquí no manda Blaisedell. —Volvió a mirarlo a los ojos—. Sino yo.
Parecía que el viajante aspiraba aire con la boca cerrada.
—Puede decirle a Sally, su esposa, que ha visto a Tom Morgan —le dijo. Se sintió complacido, al ver el pánico en los ojos del viajante, pero el estómago se le contrajo casi como en un espasmo. Sacudió el cigarro hacia los pantalones a cuadros del recién llegado—. No vaya diciendo por ahí que Clay Blaisedell es quien manda en Warlock.
—No, señor —musitó el viajante.
La carreta cisterna pasaba por Broadway, con Bacon encorvado al pescante, la fusta alzándose y cayendo sobre las caballerizas. La herrumbre del depósito lanzaba destellos rojizos bajo el agua derramada. El rojo del óxido era un color bonito. Cuando el carro de riego hubo pasado, vio que Gannon venía hacia él por los soportales.
—Lárguese de aquí. Ahí viene otro que cree que manda en Warlock.
El viajante se puso en pie y se marchó a toda prisa; Morgan se rió al oír el eco de las botas que se alejaban, sin apartar la vista de Gannon, que cruzaba Broadway. El sol arrancó a la estrella prendida en su chaleco una esquirla de luz que brilló por un momento. El ayudante del sheriff subió al porche y se sentó en la mecedora que había dejado libre el viajante.
—Buenos días, Morgan —saludó, frotándose nerviosamente la mano vendada en la pierna.
—Y lo son.
Cruzó las piernas y bostezó.
—Va a hacer calor —repuso Gannon con el ceño fruncido, como si se le acabara de ocurrir.
—Apuesto a que sí.
Asintió y miró de soslayo las esbeltas y tensas facciones de Gannon, su nariz ganchuda, sus hundidas mejillas. Se llevó despacio el dedo a la cara, esperando que el ayudante se armara de valor.
—He encontrado a dos personas —dijo Gannon al fin— que lo vieron volver a la mañana siguiente del asesinato de McQuown.
Él no contestó. Sacudió la ceniza gris del cigarro.
—Lo oí pasar no muy lejos de mí —prosiguió Gannon, con la mirada fija frente a él—. Un poco hacia el este, por donde yo venía. Pero no puedo decir que lo viera.
—¿No?
—Me gustaría saber por qué lo hizo —dijo Gannon, casi como pidiéndole un favor.
—¿Qué hice?
Gannon suspiró, hizo una mueca, se restregó la palma de la mano en la pierna. La culata de su Colt sobresalía, como una oreja caída, junto al asiento de la mecedora; si quería desenfundarlo, tendría que luchar contra la mecedora como si fuese una boa constrictora.
—Creo saber por qué —prosiguió—. Pero en un tribunal parecería ridículo.
—Déjelo estar, ayudante —le sugirió Morgan, en tono amable.
Gannon lo miró. Tenía un ojo más grande que otro, o, más bien, de diferente forma, y su nariz parecía tallada en madera con un cuchillo desafilado. Era, en realidad, un rostro muy semejante al de aquellos rudos cristos tallados por indios mexicanos con más pasión que talento. Una cara a la que sólo una madre podía querer; o Kate.
—Ayudante —dijo Morgan—. No tiene usted ningún triunfo en la mano. Ha encontrado a dos hombres que me vieron llegar a caballo, pero yo sé, y usted también, que por muy satisfechos que se pongan si resulta que maté a McQuown, los vaqueros del valle tienen las manos atadas porque han ido jurando por todas partes que fue usted. Ellos se pueden permitir hacer el ridículo, pero usted no. De manera que abandone la partida y descanse mientras los que tienen los triunfos en la mano terminan de jugarla. Esto no es asunto suyo.
—Sí que lo es —repuso Gannon.
—No lo es. Le queda tan lejos que sólo lo oirá pasar. Un poco hacia el este. Probablemente, ni lo oirá.
Permanecieron un rato en silencio. Morgan se meció. Finalmente, Gannon dijo:
—¿Se marcha usted de aquí, Morgan?
El jugador miró al brillante rectángulo amarillo del Billiard Parlor.
—Un día de éstos —contestó—. Primero he de ocuparme de ciertos asuntos. Tengo que hacer un favor a Kate.
Esperó, pero Gannon no le preguntó de qué se trataba, una muestra de cortesía por su parte. De manera que prosiguió:
—Ella piensa que está usted a punto de enfrentarse con Clay. Le he prometido que lo vigilaré como a una criatura. Gannon se aclaró la garganta.
—¿Por qué haría algo así?
«Pues por una razón —pensó—, porque vi cómo se le clavaba un percutor en esa mano cierta noche»; pero en voz alta contestó:
—¿Quiere decir que por qué le haría un favor? —Volvió la cabeza y miró a Gannon a los ojos—. Porque fue mía durante seis años. Toda mía, aunque la alquilaba de vez en cuando.
Se avergonzó de haber dicho eso, y luego se enfureció consigo mismo al ver que Gannon entornaba los ojos como si hubiera comprendido algo.
—Ésa no es razón suficiente —repuso Gannon con calma—. Aunque sí sería un motivo para matar a Cletus.
Le chocó que Kate se lo hubiera contado al ayudante. O quizá no lo habría hecho, porque era algo que cualquiera podría haber oído en el French Palace tomando una copa.
—Eso no fue en su territorio, ayudante —le dijo—. Déjelo estar, eso también.
Gannon parecía confundido, y Morgan comprendió que se había referido a Pat Cletus. Sintió una punzada de preocupación, y pensó que lo mejor sería ponerlo a la defensiva. Se desperezó y le preguntó:
—¿Va a convertir a Kate en una mujer decente, ayudante?
El semblante de Gannon se tiñó de rojo vivo.
—Vaya, qué bien —dijo Morgan, sonriendo—. Le firmaré el documento de cesión, tanto de la parcela como de la explotación de la mina. Y oficiaré de padrino de boda, también. ¿O no quiere que me quede tanto tiempo?
—No —contestó Gannon, desviando la vista—. No quiero que se quede, ya que lo pregunta.
—¿Me está expulsando de la ciudad?
—No, pero si no se marcha tendré que llevar hasta el final la cuestión que he venido a aclarar.
—Y no quiere hacerlo.
—No quiero, no —dijo Gannon, sacudiendo la cabeza—. Y como dice usted, no creo que llegue a parte alguna. Pero tendré que seguir investigando.
—Podría dejarlo tal como está, ayudante —le sugirió—. Quedarse un poco al margen. Pasarán algunas cosas, y otras se olvidarán, y ninguna de ellas será de su incumbencia ni de nadie más. Me marcharé cuando me parezca.
Gannon se puso en pie, flaco como un palillo y algo cargado de hombros.
—¿Un par de días? —insinuó tercamente.
—Cuando me venga bien.
Gannon se dispuso a marcharse.
—No me destierre, ayudante —susurró Morgan—. Ésa no es tarea para usted.
Consideró lo que acababa de decir. Ni siquiera lo había pensado antes de decirlo; o quizá sí, y había decidido hacerlo.
Pero ésa era la respuesta, ¿no?, pensó con impaciencia. Y a lo mejor aún podía salirse con la suya, dejando a Clay en buen lugar a ojos de los demás. Empezó a repasarlo todo, haciendo cálculos como si fuera una mano de póquer cuyo contenido conocía, pero dirigida por un contrincante que no jugaba con las mismas reglas que él, e incluso que no practicaba el mismo juego.
II
Más tarde se sentó a esperar a Clay a una mesa cerca de la entrada del Lucky Dollar. Se puso a observar los sesgados rayos de sol que se filtraban por el enrejado de listones, desbaratados, cada vez que un cliente entraba o salía, en una confusión de luces y sombras cambiantes mientras las puertas se abrían y cerraban en arcos decrecientes. Luego quedaban nuevamente estacionarias, y volvía a formarse la luminosa rejilla. Por la tarde la luz iría deslizándose poco a poco sobre el encerado suelo de madera de Taliaferro, hasta apagarse cuando se ocultaba el sol y otro día tocaba a su fin.
Hoy no pensaba más que probar el agua con el pie, para ver lo fría que estaba.
El entramado de luz se había vuelto a romper; alzó la vista y saludó con la cabeza a Buck Slavin, que acababa de entrar. Slavin le devolvió el saludo, con hostilidad. «Cuidado —pensó con desdén—; podrías convertirte en piedra.»
—Buenas tardes —dijo Slavin, siguiendo a lo largo de la barra.
«Cuidado, podrías corromperte si se te ocurriera hablarme.» Veía las caras que lo miraban por el espejo a lo largo del mostrador; sentía el odio como polvo picándole bajo el cuello de la camisa. De cuando en cuando aparecía Taliaferro en la puerta de su despacho: para ver si había empezado ya la partida de faraón, y Haskins, el pistolero mestizo del French Palace, lo vigilaba desde la barra, de perfil, con su fino bigote y la cicatriz cruzándole el moreno rostro como el costurón de un zapatero, el Colt remetido en la cintura.
Hizo a Haskins una inclinación de cabeza con exagerada cortesía, se sirvió un poco más de whisky en el vaso, y dio un sorbo mientras contemplaba las estructuras luminosas. Oyó el retumbar de ruedas y cascos en la calle al paso de una carreta, el restallar de la fusta y los gritos. Las franjas de sol cobraron el lechoso tinte del polvo.
Cuando entró Clay se le removieron fríamente las tripas. Retiró con el pie la silla que había junto a él y Clay se sentó. El camarero salió apresuradamente por el extremo de la barra y les llevó otro vaso. Morgan sirvió whisky a Clay y levantó su vaso mientras observaba el rostro del comisario, que tenía una expresión grave.
—Salud —brindó.
—Salud —repitió Clay con una inclinación de cabeza.
Bebió y sonrió ligeramente, como si pensase que era lo que tenía que hacer, y luego echó un vistazo por el Lucky Dollar. Morgan vio que las caras del espejo desviaban la vista. Escuchó el reposado y múltiple entrechocar de fichas.
—Esto está muy tranquilo últimamente —observó Clay.
—Insípido, con McQuown muerto —repuso Morgan, asintiendo.
Supuso que Clay lo sabía, aunque era imposible decirlo. Estaba dando vueltas al vaso entre las manos; la base del recipiente resonaba levemente sobre el tablero de la mesa.
—Sí —convino Clay, sin mirarlo.
—Fíjate en el de la cara cortada. Lew no se decide a lanzarlo contra mí.
Clay alzó la vista y Haskins lo vio mirar. Su moreno semblante enrojeció.
—Antes de que yo vaya por Lew —concluyó Morgan.
—Te pedí que lo dejaras correr, Morg.
—Mira —suspiró—, no es fácil cuando un hijo de puta te incendia el local. Y resulta difícil ver a los mineros tan satisfechos porque creen que han sido ellos.
Clay rió entre dientes.
«Bien —pensó—, ha desistido.»
—Anoche vi a Kate. Está chalada por ese ayudante del sheriff. Kate y sus malditos perritos. Éste me recuerda un poco a Cletus.
—No veo por qué.
—Sólo por cómo se están poniendo las cosas, supongo.
El rostro de Clay se ensombreció.
—Me parece que no sé lo que quieres decir. No tengo idea de lo que estás hablando. ¿Qué ocurre, Morg? «Me duele la barriga —dijo para sus adentros—, y además se me están helando los pies.» No creía que pudiera hacerlo ahora.
—Bueno, pues es que me he puesto a recordar cosas —dijo—. Sentado todo el tiempo, sin mucho que hacer. Supongo que me pongo a hablar sin explicar lo que estoy pensando. —Se retrepó en el asiento, tranquilamente—. Por ejemplo, ahora me estaba acordando de cómo desplumé aquel viejo tejano en una partida de póquer, allá en Fort James. Le gané la ropa, y allí estaba, pisando fuerte por la ciudad, con unos calzoncillos largos sucios y repugnantes, la canana y las botas: lo que no apostó. ¿Lo recuerdas? Se me ha olvidado cómo se llamaba.
—Hurst —dijo Clay.
—Hurst. El sheriff lo interpeló por ir con esa pinta por la ciudad. «¡Indecente!», le gritaba. «Pero Sheriff, es que ya llevo tres años cosido a estos calzoncillos y no estoy seguro de que me haya quedado piel debajo. Y si me los hubiera apostado, ¿qué habría sido de mí?» ¿Te acuerdas? —dijo, echándose a reír, y le dolió ver que Clay se reía con él—. ¿Lo recuerdas? —insistió—. Estaba pensando en eso. Y en cómo la gente acaba cosida a cosas más sucias y repugnantes que los calzoncillos de Hurst.
Antes de que Clay lo interrumpiera, se apresuró a continuar:
—Y me estaba acordando de la vez en que me cogieron aquellos estranguladores de Grand Fork. Me encerraron en una habitación del hotel con un guardián, mientras ellos trataban de dar caza a George Diamond para colgarlo conmigo. Kate echó una lata de queroseno por la parte de atrás, prendió una cerilla y subió corriendo las escaleras gritando que había fuego, con lo que todo el mundo se arremolinó y bajó a ver, y entonces ella sacó una pequeña Derringer que tenía y apuntó al vigilante que me guardaba. Ella me salvó de aquel lío. Como hiciste tú aquí; tú y Jessie Marlow. Nunca me ha gustado la idea de morir ahorcado, y a Kate le debo una, y a Jessie y a ti os debo otra.
—¿A qué viene eso de deber? —dijo Clay con aspereza. Se sirvió más whisky—. También lo puedes ver al revés, Morg: aquella vez que Hynes y los otros me encañonaron antes de que yo desenfundara. Pero nunca he pensado que hubiera deudas entre nosotros.
«¿No?», pensó él. Antes le habría gustado saber que no se debían nada el uno al otro; ahora no le agradaba, porque las deudas podían saldarse, pero si no había, difícilmente podrían cancelarse.
—Bueno, algunas hay —dijo despacio. Y seguidamente añadió—: Me refiero a Kate.
Las mejillas de Clay enrojecieron intensamente.
—Creía que te conocía bien, Morg —dijo con voz insegura—. Pero ya no te conozco. ¿Qué…?
—Es sobre el ayudante del sheriff —aclaró. No se sentía capaz de hacerlo, pero continuó, despreciándose a sí mismo—: Tiene miedo de que el ayudante y tú acabéis enfrentándoos.
—¿Y has dado tantos rodeos para pedirme eso?
—Yo no te pido nada. Es lo que Kate me ha pedido a mí.
—Entre el ayudante y yo no habrá problemas —aseguró Clay, con frialdad—. Puedes decírselo a Kate.
—Ya se lo he dicho.
Clay asintió; el rubor desapareció de su rostro. La línea plana de su boca se arqueó levemente.
—Tonterías —sentenció.
—Tonterías —convino Morgan—. Vaya, lo que me ha costado decir algo claramente, ¿eh?
Las facciones de Clay se relajaron. Acabó el whisky que le quedaba en el vaso. Luego dijo bruscamente:
—Jessie y yo vamos a casarnos, Morg. Si te quedas, podrías ser el padrino, ¿te parece?
Lo veía venir, y consideró que había tardado mucho. Pero no iba a ser padrino de Clay.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Dentro de una semana, más o menos, según dijo ella. Tengo que traer a un predicador de Bright’s City.
—Creo que no me quedaré tanto tiempo.
—Ah, ¿no? —dijo Clay, y pareció decepcionado.
No podía quedarse para ser el padrino, y hacer al mismo tiempo el adecuado regalo de boda a los novios; las dos cosas, no.
—No, me parece que no puedo esperar —dijo—. Antes de que estés acabado te casarás media docena de veces; un tipo maravilloso como tú. Ya te haré de padrino en otra ocasión. Además, hay un viejo refrán que dice: quien gana una esposa, pierde un amigo. Eso decía un tipo con quien viajé durante un tiempo. Me contó que se había casado dos veces, y que en las dos ocasiones le pasó lo mismo. La primera se fugó con su socio, y la segunda lo obligó a montar un alboroto con otro: lo mató y tuvo que largarse corriendo.
Clay estaba mirando a otra parte.
—Sé que no es el tipo de mujer que prefieres, Morg. Pero te pido que hagas un esfuerzo, porque a mí me gusta.
—¡Es una mujer admirable! —protestó él—. No todos tienen oportunidad de conseguir un verdadero ángel. Estupendo, Clay. Es toda una dama.
—Toda una dama. Creo que nunca he conocido otra como ella.
—No hay muchas así. Capaz de hacer feliz a un hombre.
—Lamento que no puedas quedarte para ser el padrino.
—En Warlock, no —confirmó él—. También yo lo siento, Clay.
Se preguntó lo que pretendía casándose con la señorita Jessie Marlow: ¿convertirse en un ciudadano respetable, dejando atrás las muertes y hazañas de su vida de comisario y guardando las pistolas en un baúl? Se preguntó si era consciente de que la señorita Jessie no se lo permitiría, o bien, en caso contrario, de que los demás no se lo consentirían. ¿Y qué iba a hacer él, que era su amigo? «Haré que salgas ganando, Clay, para que puedas retirarte —pensó—. Puedo hacerlo, y lo haré.»
—Morg —le dijo Clay, frunciendo el ceño—. ¿Qué estás rumiando ahora?
Morgan se apresuró a coger su vaso, casi con violenta exaltación.
—¡Salud! —dijo levantando la voz, y sonrió como un idiota a su amigo—. Lo mejor que podemos hacer es brindar por el amor y el matrimonio. Casi se me olvida.
La congoja lo corroía por dentro de los ojos y le atenazaba la garganta mientras veía cómo el semblante de su amigo se tornaba reservado y melancólico. Clay asintió, aceptando el brindis, y cogió su vaso.
—Salud, Morg —dijo.
III
Cuando volvió al hotel, su habitación parecía un horno. Levantó la ventana de guillotina y abrió la puerta, tratando de establecer una corriente de aire que expulsara el calor. Se estaba quitando la chaqueta cuando Ben Gough, el recepcionista, apareció.
—Un minero acaba de traer esto, y quería saber si estaba usted aquí.
Gough le entregó un pequeño sobre y se marchó. El sobre estaba perfumado e iba dirigido, con escritura de rasgos finos y alargados, a «Thomas Morgan». Desgarró la solapa y leyó la nota que había en el interior.
1 de junio de 1881
Estimado señor Morgan:
Tenga la bondad de encontrarse conmigo en el pequeño corral que hay detrás del General Peach, para discutir un asunto de suma importancia.
JESSIE MARLOW
Volvió a ponerse la chaqueta y se guardó la nota en el bolsillo. Se alegraba de que lo hubiera llamado: el Ángel de Warlock llamando al Crótalo Negro de Warlock. Probablemente querría decirle que se marchara como regalo de boda.
Salió del hotel, cruzó Main Street y torció por Broadway. El sol le quemaba los hombros a través de la chaqueta. Era el día más caluroso hasta la fecha, y no había indicios de que fuera a refrescar ahora, a la caída de la tarde. Había una serie de nubes abombadas y de contorno irregular hacia el este, sobre los Bucksaw, algunas de vientre plomizo. Al llegar a la esquina de Medusa Street, vio que una de ellas estaba unida a las pardas laderas por una membrana gris. «Va a llover», pensó con asombro. Pasó frente a la carpintería y torció por el camino lleno de surcos que conducía a la parte de atrás del General Peach.
Había allí un pequeño corral, con un techo de tejas rojizas. Entró, quitándose el sombrero y desgarrando una telaraña con él. Se oía un fuerte y metálico zumbido de moscas. La futura novia estaba sentada en una bala de paja, con falda negra, blusa blanca de colegiala y pañuelo negro. Adoptaba una postura remilgada, con las manos sobre el regazo y los pies juntos, su pálido rostro triangular enmarcado por sus grandes ojos, reluciente de sudor.
—Muy amable por venir, señor Morgan.
—Es un placer acudir a su llamada, señorita Marlow.
Fue hacia a ella y apoyó un pie en la bala en que estaba sentada; percibió su temor a que se acercara demasiado.
—¿Qué puedo hacer por usted, señora?
—Por Clay.
—Por Clay —convino él, asintiendo con la cabeza—. Vaya calor, ¿verdad? Es de esos días que no piensa uno sino en la manera de no pasar tanto calor. De no cocerse en su propia sangre y terminar achicharrado como un trozo de tocino. —Se abanicó con el sombrero y vio cómo se le movían las puntas del pelo con la brisa que él había creado—. Clay me ha dicho que van ustedes a casarse. Le deseo sinceramente toda la felicidad del mundo, señorita Marlow.
—Gracias, señor Morgan.
Le sonrió, aunque severamente, como pidiéndole perdón por cambiar de tema, ahora que tenían una conversación agradable. Cada vez que hablaba con ella parecía una persona ligeramente diferente; en este momento le recordaba a su tía Eleanor, que había sido muy estricta en cuestión de modales entre gente fina.
—Señor Morgan, estoy muy inquieta por ciertos rumores que han llegado a mis oídos.
—¿Y en qué consisten, señorita Marlow?
—Se sospecha que usted asesinó a McQuown —dijo ella, mirándolo con sus grandes y profundos ojos.
Morgan vio en su mirada lo mucho que se había armado de valor para decírselo.
—Ah, ¿sí?
Observó cómo se descomponía su pose de tía solterona.
—¿No…? —dijo ella con voz trémula—. ¿Es que no ve usted lo terrible que es eso para Clay?
—Siempre circulan rumores por Warlock.
—¡Ah, pero debe usted darse cuenta! —gritó—. No comprende hasta qué punto lo perjudican las habladurías de que él tuvo algo que ver con el hecho de que usted fuera allí y… y… Bueno, e incluso algo peor, que…
—Mire, señorita Marlow, yo no sé nada de eso. Me inclino a pensar que quienquiera que mató a McQuown le hizo un favor a Clay. Y a usted.
—¡Eso es una barbaridad!
—Ah, ¿sí? Pues, de otro modo, Clay podría estar bárbaramente muerto.
Ella abrió la boca como si fuera a gritar otra vez, pero no lo hizo. La cerró como un pez con un buen bocado sobre el que meditar. Él asintió con la cabeza.
—McQuown iba a venir con toda la ventaja de que disponía, de modo que a Clay le habría resultado casi imposible resistir. No me refiero a un hatajo de vaqueros disfrazados de Reguladores. Sino a Billy Gannon y, sobre todo, a Curley Burne.
—Estaban muertos —murmuró ella, dando un respingo cuando se encontró con su mirada, y Morgan comprendió que había tenido razón sobre Curley Burne.
—Muertos y bien muertos —repuso él—. Es decir, Curley Burne más que Billy Gannon, que no está tan bien muerto a juzgar por lo que hablan de él en Warlock. McQuown iba a venir con todo eso, aunque podría haber venido solo, pero no tenía el suficiente entendimiento para comprenderlo. Y Clay se habría marchado. Pero como no iba a venir solo, Clay se quedó aquí, y puede que sea el pistolero más grande de todos los tiempos, pero no habría durado ni un momento enfrentándose a toda esa pandilla. Quien mató a McQuown le hizo un favor. Y a usted también.
La oyó respirar hondo.
—Entonces, usted fue efectivamente quien lo mató —afirmó, y ahora se mostraba severa de nuevo, como retomando el hilo de la conversación.
Él se encogió de hombros. El sudor le picaba en los ojos.
—Bueno, eso pertenece al pasado —observó ella en tono agudo y forzado, juvenil—. Lo hecho, hecho está. Pero cuento con poder convencerlo…
La voz se le fue debilitando hasta apagarse; era como si se hubiera aprendido de memoria lo que iba a decirle, y ahora se diera cuenta de que su discurso no tenía mucha lógica.
—¿Qué desea, señorita Marlow?
Ella no respondió.
—¿Qué es lo que pretende de él? —inquirió Morgan—. Me parece que quiere ponerlo en un pedestal.
Ella bajó la cabeza y se miró las manos cruzadas en el regazo.
—No puede considerarme un bicho raro por querer que todo el mundo lo tenga en tan alto concepto como yo.
«Eso era bastante justo», pensó él. Más aún. Había echado por tierra todos sus argumentos con la primera cosa sincera que había dicho.
—Estamos en el mismo bando, ¿verdad, señor Morgan? —le dijo, alzando la cabeza y sonriendo.
—No estoy seguro.
—¡Lo estamos!
Seguía sonriendo, y sus ojos parecían iluminados. No era tan ingenua como él había pensado, sino una buena pieza, y tenía un rostro menos juvenil de lo que indicaban su atuendo y su peinado. Pero había juventud en sus ojos.
Quizá podría entender por qué Clay se había enamorado de ella.
—Y si lo estamos, ¿qué?
—Señor Morgan, debe saber lo que la gente piensa de usted. No sé si con razón o sin ella. Pero no ve usted…
—Que la gente —la interrumpió él— no tiene de él tan alto concepto como debería. Por mi culpa.
—Sí —dijo ella con firmeza, como si al final se hubieran puesto de acuerdo y empezaran a entenderse mutuamente—. Y todo el mundo está más que dispuesto a criticarlo —prosiguió ella—. A condenarlo, quiero decir. Porque están celosos de él. Muchos lo ven como ellos quisieran ser. No me refiero a malhechores, sino a hombres sin importancia. Como el ayudante del sheriff. Hombres desagradables, débiles, cobardes e insustanciales; cuando se encuentran con él, comprenden su propia flaqueza y sienten envidia, se vuelven rencorosos. —Respiraba deprisa, mirándose las manos entrelazadas. Entonces declaró—: Me parece que entiendo lo que quiere decir cuando insinúa que habría estado indefenso contra McQuown, señor Morgan. Pero también lo está frente al ayudante del sheriff, porque usted mató a McQuown por él, y el ayudante tiene el deber de investigarlo.
Sus ojos brillaban ahora con más luz. Había lágrimas ahí, y él desvió la mirada. Pensó que podría mostrarse desdeñoso con ella por las diversas poses que adoptaba: la dama apagada, la tía solterona, la colegiala inocente, la institutriz a la antigua. Lo que ella misma era había desaparecido entre todas esas actitudes afectadas, y debió esfumarse años atrás. Le daba igual que en todo aquello hubiera algo que incitaba a la piedad, pero lo conmovió la sinceridad que se abría paso entre sus palabras. Antes nunca se había parado a pensar que debía querer a Clay.
—Atacará a Clay a través de usted —prosiguió ella—. Lo hará de forma que Clay tenga que defenderlo a usted o… ¡Ah, no sé lo que puede pasar!
Él guardó silencio, y al cabo de un momento, como si le estuviera suplicando, ella dijo:
—Creo que nos encontramos en el mismo bando, señor Morgan. Se lo veo en la cara.
Lo que ella le veía en el rostro era el pensamiento de que prefería que alguien como Kate le arañara los ojos antes que se los besara Jessie Marlow. Pero no podía desdeñar su preocupación por Clay. Suspiró, retiró el pie del montón de paja, y se irguió para encender un cigarro. Miró con el ceño fruncido la llama del fósforo, muy cerca de sus ojos. Ella debía de creer que lo estaba manejando como haría con alguno de sus huéspedes que estuviera encubriendo algo.
—Bueno —dijo finalmente—. Creo que tengo derecho a decidir sobre ese asunto, ¿no le parece? ¿Qué es lo que quiere? ¿Que líe los bártulos y me vaya?
Ella titubeó un momento. Se humedeció los labios con un rápido movimiento de la lengua.
—Sí —contestó al cabo, pero por su vacilación él dedujo que había algo más, y lo molestó que fuera un paso por delante de él. Pero asintió con la cabeza.
—Bueno, como de todos modos me voy a ir… —empezó a decir.
Dio una calada al cigarro y exhaló una bocanada de humo. Ella estaba esbozando una de sus inadecuadas sonrisitas.
—También podría desterrarme.
—Sí —convino ella, con voz queda.
Se sacó un pañuelo de la manga y se lo pasó por las sienes. Luego se lo envolvió en la mano.
—Ya se me había ocurrido. Sólo hay un inconveniente.
—¿Cuál, señor Morgan?
—No creo que esté dispuesto a hacerlo. No sé si podrá comprender por qué se negará, pero me temo que no será tan fácil. ¿Qué debo hacer?
—¡Ah, no sé! Yo…
—Tendría que ser algo bastante grave —la interrumpió.
La observó mientras movía la cabeza. Se había ruborizado profundamente, pero a pesar de todo seguía sin quitarle los ojos de encima. Sólo se oía el zumbido de las moscas y el chirrido de las ruedas de una calesa, en Grant Street.
—¿Intentará hacer algo, señor Morgan? —dijo ella, al cabo—. ¿Por mí?
—No —contestó él.
Ella pareció sobresaltarse. Volvió a ruborizarse.
—Por él, quiero decir.
—Si es que se me ocurre.
De repente la lluvia salpicó el tejado con un sonido seco y crepitante como el de una fogata. Morgan alzó la vista hacia el tejado; una niebla fina se filtraba entre las grietas, refrescándole la cara. La señorita Jessie Marlow seguía mirándolo fijamente, como si no se hubiera apercibido de la lluvia.
—Sólo una cosa —dijo él—. Digamos que se me ocurre algo y me destierran, y yo huyo como el perro cobarde que soy. ¿Podrá usted dejarlo luego en paz? —Su voz sonó áspera—. ¿Le permitirá llevar la banca en una mesa de faraón en el salón, o cualquier otra cosa que a él le apetezca hacer? ¿Podrá dejarlo ser quien es? Habrá gente que no quiera, pero si usted…
—Pues claro —lo interrumpió ella, con impaciencia—. ¿Cree que yo intentaría obligarlo…?
Se detuvo, como si se hubiera sentido insultada.
—¿No oye usted a Curley Burne removiéndose en la tumba? —dijo Morgan, y ella se apartó de él con un respingo como si la hubiera abofeteado. Vio que las lágrimas reaparecían en sus ojos. Pero añadió bruscamente—: Me ha dicho una serie de cosas que yo debo comprender…, pero será mejor que comprenda usted que éste es un sitio donde él podría quedarse. Y si lo hace, me encargaré de que se lo permita. ¿Me entiende ahora?
La expresión de Jessie mostraba que no iba a discutir con él, y aún más, que creía haberle imbuido astutamente la idea de que hiciera algo para que lo desterraran. Morgan se había pasado el día pensando en ello, pero no le costaba trabajo dejar que creyera que no había hombre que ella no pudiera manejar.
La lluvia martilleaba con más fuerza en las tejas, y ella pareció apercibirlo de pronto.
—¡Pero si está lloviendo! —exclamó. Dio una palmada. Seguidamente se puso en pie y le tendió la mano. Él la aceptó y ella se la estrechó con fuerza durante un momento, diciéndole alegremente—: ¡Se lo prometo, señor Morgan! Sabía que estábamos en el mismo bando. Gracias. ¡Sé que desempeñará su papel estupendamente!
Se la quedó mirando, boquiabierto. Era como si acabara de prometerle tocar el órgano en su boda y no supiera, pero que aprendería en su honor. Soltó una sonora carcajada y por un instante ella pareció confusa. Pero entonces se recogió la falda, salió apresuradamente del corral y, bajo la lluvia que arreciaba, se dirigió a los escalones de la entrada trasera del General Peach. Corría como una adolescente, ligera pero torpemente.
Se puso el sombrero y salió bajo el aguacero; su cigarro chisporroteó y se apagó. La lluvia, cayendo de un cielo plomizo, le repiqueteaba con violencia en el sombrero y la espalda. Producía cráteres en el polvo del suelo, y en los surcos del camino formaba fangosos charcos. Volvió andando bajo la lluvia al Western Star.