En la cárcel, el juez Holloway estaba sentado a la mesa con los brazos cruzados, la botella de whisky frente a él, la muleta apoyada en la silla. Mosbie, sentado, tenía el sombrero echado sobre los ojos. En el calabozo, un mexicano roncaba en el suelo, y Jack Jameson, de la serrería de Bowen, esperaba a que concluyeran sus veinticuatro horas entre barrotes. Peter Bacon sacaba punta a un retorcido palitroque en la silla que había junto a la puerta del callejón.
Pike Skinner, de pie, con las manos en las caderas, giró sobre sus talones cuando Buck Slavin entró por la puerta delantera. Iba en mangas de camisa, con un chaleco de flores cruzado por una cadena de oro.
—¿Dónde está el ayudante? —preguntó.
—Se ha ido a caballo, a algún sitio —contestó Bacon sin levantar la vista de la madera que afilaba.
—Se ha largado con el rabo entre las piernas —dijo Jack Jameson, desde el calabozo. Todos se volvieron a mirarlo, y él guiñó dramáticamente un ojo, inclinándose para introducir entre los barrotes su angosto semblante, de mandíbulas semejantes a un quinqué—. Ha huido de la suprema hipocresía —dijo—. Que a un hombre lo arroje al calabozo por borracho y alborotador un juez que lleva una botella de whisky pegada a la boca.
—Antes de que acabes con eso, te caerán otras veinticuatro horas ahí dentro por desacato al tribunal —advirtió el juez en tono afable.
—¡Asustar a esas pobres chicas del French Palace con un viejo pistolón! —exclamó Mosbie—. ¿No te da vergüenza, Jack?
—No las asusté con una pistola —repuso Jameson—. Sino con una descomunal ametralladora Gatlin. ¡Por Dios, a lo que llegan las cosas cuando un hombre se ha pasado dos meses sin ver a una mujer y viene a la ciudad con ganas de diversión! Resulta que luego tiene que pasar la noche con un puñetero mexicano que no hace más que vomitar.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Slavin.
—¿Qué es lo que te preocupa? —inquirió Skinner—. ¿Han asaltado otra diligencia?
—Ya han robado bastantes, y estoy harto. ¡Ya va siendo hora de que Gannon salga de la ciudad y haga algo para evitarlo!
—¡Díselo a él en la cara! —replicó Skinner airadamente.
—¡Ya lo he hecho! Y le he dicho que no se gana el sueldo. Cree que ya ha hecho todo lo que tenía que hacer, matando a Wash Haggin.
—Buck —dijo el juez, suspirando—, deja que te explique la triste realidad de la vida. No habrá justicia para ti ni para esos pobres rancheros que lloran por su ganado perdido, hasta que no pongáis dinero contante y sonante sobre la mesa. Gemís y rechináis los dientes porque no hay bastante fuerza policial, pero ¿acaso estáis dispuestos a sufragar los gastos? ¿Lo están esos rancheros a los que oigo chillar desde aquí? ¿Cuánto más se lamentarán y apretarán los dientes al ver venir al recaudador de impuestos? Permíteme decirte, Buck; el ayudante del sheriff está haciendo su trabajo perfectamente. Esos cernícalos desaparecerán cuando el sheriff se vea obligado a ello, lo que ocurrirá cuando las quejas sean tan sonoras que lleguen a herir los oídos del general Peach.
—¡Han asaltado siete diligencias desde la muerte de McQuown! —exclamó Slavin—. Cuando McQuown vivía…
—¡McQuown! —lo interrumpió Mosbie, que, con voz áspera, se explayó insultando a McQuown.
—¡Maldita sea si no parece que todo el mundo sigue temiendo al demonio de Abe! —exclamó Jameson.
—Deja que siga enterrado —recomendó sombríamente Bacon—. Si sale de la tumba, apestará de aquí al cielo.
—Morgan también apestará —dijo Slavin.
—No alcanzo a entender —dijo Skinner, incómodo— por qué de pronto todo el mundo está tan seguro de que fue Morgan.
—Johnny ha ido a ver a Charlie Leagle —informó Bacon.
—¿Es que vio a Morgan? —preguntó Slavin, y Bacon asintió con la cabeza.
—Se cree que no fue sólo Leagle quien lo vio —precisó Mosbie.
Skinner empezó a deambular por la estancia con las manos a la espalda. Lanzó una furiosa mirada a los nombres grabados en la pared; dio media vuelta y observó con cierta hostilidad al juez, que acababa de coger la botella de whisky.
—¡Venga, honorable hijo de puta, suéltelo ya! —gritó Skinner—. Recuerdo cómo sacaba ampollas a Carl, y ahora lo hace de manera diferente. ¡Díganos que Johnny tiene que ir por Morgan, si hay sospechas de que es culpable! Cuéntenos cómo Johnny tiene que sacar a Tittle de casa de la señorita Jessie delante de las narices de Blaisedell, si consigue una orden judicial. Ya vi cómo corría usted para sacarlo de apuros con Blaisedell, igual que si quisiera ganar un campeonato de salto con pértiga, maldito farsante borracho. ¡Vamos, juez, díganoslo! No lo hará, ¿verdad? Es usted tan depravado como el que más, y no hace más que largar sermones hasta que se nos salen por las orejas. ¡A ver qué discurso nos suelta ahora!
El juez se llevó la botella a los labios y bebió.
—Tiene que echarse whisky al coleto para poder hablar —observó Jameson.
—¡Cállate! —le dijo Skinner, quien tras cruzarse de brazos, se recostó contra la pared.
Pero el juez permaneció en silencio, y Mosbie comentó:
—Seguro que Johnny tiene suficiente sentido común para no enfrentarse con Blaisedell.
—No lo tiene, ése es el problema —repuso Skinner. Fulminó al juez con la mirada y dijo—: Bueno, ¿qué tiene que decir ahora? ¡Suéltenos un discurso para explicarnos que sólo está cumpliendo con su maldito deber!
El juez asintió con la cabeza y miró a Skinner por debajo de las cejas.
—El otro día vi cómo se apresuraba usted a impedírselo.
—Eso tiene más entresijos de lo que parece —repuso el juez.
Skinner soltó un resoplido. Dio media vuelta para encararse con Slavin.
—Y a ti te gustaría verlo patrullar por el valle para que alguien le pegue un tiro parapetado detrás de una peña. Supongo que desde una Concord la vista no alcanza lo suficiente para ver que eso es lo que ellos quieren.
—Lo que están haciendo ésos —opinó Bacon— es utilizar la muerte de McQuown como excusa para armar un cisco de mil demonios por toda la región. Así que sospecho que Johnny pretende calmarlos deteniendo al culpable.
—Que no es otro que Morgan —apuntó Mosbie.
—Suposiciones tuyas —opinó Bacon, sacudiendo la cabeza.
—Suposiciones de Johnny Gannon —dijo Skinner, y dirigiéndose al juez añadió—: Bueno, qué tiene usted que decir. A lo mejor le gusta todo este asunto.
—No —contestó el juez con voz pastosa—. ¡No me gusta, y no me menosprecies, palurdo de mierda! Tampoco me gustaba antes de que tú te dieras cuenta.
—Digamos que fue Morgan —terció Mosbie, con su áspera voz—. Pongamos que fue él y que es un perro sarnoso, que yo no lo negaré. Pero es amigo de Blaisedell, y yo digo que esta ciudad le debe un par de cosas, o doscientas, por todo lo que ha hecho aquí. Y añado que podemos regalarle a Morgan.
—Blaisedell tiene que marcharse —afirmó rotundamente Slavin—. Y no sólo por las amistades que tiene.
—¡Buck! —exclamó Mosbie—. Quiero oírte decir que Blaisedell no ha hecho nada bueno por la ciudad. Me gustaría que lo dijeras en voz alta.
—Venga, amigos, eso yo no lo niego. Nadie lo negaría. Pero ya es hora de que se marche, sobre todo a causa de Morgan.
—Te diré lo que tienes que hacer, Buck —le sugirió Skinner—. En la próxima reunión presenta una moción para desterrar a Morgan.
Slavin se quedó inmóvil, frunciendo el ceño.
—Una cosa —dijo—. Tengo una cosa en contra de Blaisedell aparte de Morgan. Hace que la gente tome partido a favor o en contra de él. Crea mal ambiente.
Saludó con la cabeza, dio media vuelta y se marchó.
—Pues yo estoy a favor del comisario —anunció Bacon en tono grave—. Pero acaba uno hasta la coronilla de estas cosas; y se pone a pensar. En cómo Johnny va camino de enfrentarse a él. Lo quiera o no, según parece.
—Johnny puede ir por su lado y Blaisedell por el suyo —opinó Skinner—. No veo por qué no pueden seguir como hasta ahora sin tener roces. Blaisedell nunca ha dado un paso para ponerse en contra de Johnny. ¡Ni uno!
—Yo creo que Johnny tampoco ha hecho nada para enfrentarse con él —apuntó Bacon—. Simplemente parece que va a tener que hacerlo, un día de éstos.
—Por Morgan —apostilló Mosbie.
—Muchachos, estáis empezando a hacer que sienta verdadera lástima por el ayudante del sheriff —terció Jameson—. Parece que se encuentra en una situación bastante apurada.
Todos se quedaron mirando una mosca que volaba en planos horizontales y excéntricos sobre la cabeza del juez.
—Es un momento difícil —dijo el juez, apartando la mosca de un manotazo—. Esta ciudad ya no sabe si sigue necesitando o no un padre protector.
—Nadie da una patada en la cara a su padre cuando termina de crecer —sentenció Bacon.
—¿Sabéis lo que me hizo mi padre en cierta ocasión? Yo…
—¡Cierra el pico! —le gritó Skinner.
—Hay cosas que me gustaría saber de Johnny —dijo Mosbie, removiéndose en el asiento—. Quisiera saber lo que sintió cuando Blaisedell mató a Billy. No quiero ni pensar…
—No se la tiene guardada —lo interrumpió Skinner—. Os lo puedo asegurar.
Mosbie asintió.
—No está bien hablar de él cuando no está presente —dijo Bacon, un tanto avergonzado—. Pero hay algo que me preocupa a mí también, así que será mejor que lo diga en voz alta. A lo mejor alguien puede… —Hizo una pausa, y su arrugado rostro se sonrojó—. Bueno, esa Kate Dollar con quien sale a menudo. Corre el rumor de que se la tiene jurada a Blaisedell por un asunto que se remonta a Fort James. Y Johnny anda mucho con ella, ya sabéis.
—¿Crees que está poniendo a Johnny en contra del comisario? —preguntó Skinner, no sin cierta preocupación. Empezó a sacudir la cabeza—. No me parece que…
El juez dio una palmada sobre la mesa y dijo:
—Si queréis saber mi opinión, muchachos, yo diría que Johnny Gannon es incapaz de hacer algo que vosotros no haríais, ni de basarse en alguna razón que vosotros rechazaríais. Y diría, además, que es más honrado consigo mismo que la mayoría de la gente.
—Sólo que… —dijo Skinner con voz ronca, frunciendo el ceño—. Sólo que maldita sea mi estampa, si las cosas llegan a ese extremo, y ojalá no sea así, yo me pondré del lado de Blaisedell. Porque…
—Ahí es donde te equivocas —lo interrumpió el juez—. Pensando que puedes arreglarlo todo tomando partido entre dos hombres.
—Vale, juez —concedió Skinner—. Es posible que nosotros, gente simple, corriente y moliente, tengamos que mirarlo de esa manera. Porque a nosotros, personas de corto alcance, los árboles no nos dejan ver el bosque.
—Sí, supongo que sí —convino el juez. Dejó caer la cabeza hacia delante y cogió la botella por el cuello—. Pero tal vez hayas comprendido a estas alturas que el ayudante del sheriff está haciendo únicamente lo que tiene que hacer.
El grotesco semblante de Skinner se ruborizó aún más, y en su frente se marcaron profundas arrugas. Respiró hondo. Luego gritó:
—¡Sí, lo comprendo! ¡Pero que me ahorquen si quiero entenderlo!
Giró sobre sus talones y salió precipitadamente de la estancia.
—Vaya manera de enfadarse que tiene ése —observó Jameson.
—¿Sabéis en lo que estoy pensando? —dijo Bacon—. En mis viejos tiempos, allá en Texas, conduciendo ganado hasta el ferrocarril. No poseía nada en absoluto, salvo la ropa que llevaba puesta y la silla en que montaba. De manera que vivía sin preocupaciones, y trabajaba mucho todos los santos días; eso es lo que purifica a un hombre. Allí no había bosques —añadió, sonriendo levemente al juez—. Son los bosques los que hacen que un hombre se derrumbe, juez.
—Ése es el destino del género humano —dijo el juez. Alzó la botella y la agitó. Mirándola fijamente, declaró—: Y soportarlo es horrible. Pero aquí tengo el disolvente universal. Porque el vino tiene el color de la sangre y la textura de las lágrimas, y te lo puedes beber para calentarte el estómago y mearlo después para eliminarlo. Y olvidar todo el puñetero lío, que es demasiado para que alguien pueda afrontarlo.
—Eso no es vino —observó Jameson—. Sino whisky del malo.
El juez lo miró con ojos empañados.
—Me dormiré en un tonel de whisky malo. Despertadme y sacadme de allí cuando todos hayan muerto. —Se le quebró la voz y le tembló la mano que sostenía la botella. Prosiguió con voz ronca—: ¿Qué son los ayudantes del sheriff para mí? Ayudantes o comisarios. No son nada, y no voy a portarme como un hipócrita ni a ponerme sentimental cuando lo puedo superar bebiendo. ¡Despertadme cuando se hayan matado unos a otros! Mineros y directores de minas, vigilantes y Reguladores, ayudantes y comisarios. Para mí no son nada, hojas muertas que caen al suelo.
Golpeó la botella contra el tablero de la mesa, alzándola otra vez y abatiéndola de nuevo, el rostro crispado de terror alcohólico.
—¡Nada! —gritó—. ¡Nada! ¡Nada!
Lo miraron sobrecogidos por su dolor, mientras seguía gritando: «¡Nada!, ¡nada!», y golpeando la mesa con la botella. Enmarcado entre los barrotes apareció el rostro abotagado y soñoliento del mexicano, más abajo y a la derecha de Jameson, que musitó:
—¡Mira cómo se pone el viejo cabrón!