En el General Peach

I

En la planta alta del General Peach, unos cuantos mineros se habían reunido en la habitación del viejo Heck. Heck estaba de pie; al hablar, alargaba el enjuto cuello.

—Si hay problemas apoyaremos a Blaisedell —dijo—. Eso es lo que todos debemos hacer, sin ninguna excepción. Me ha dicho que no va a ocurrir nada y no hay razón para que armemos alboroto, y además, el ayudante del sheriff ha permitido que Ben quede bajo la custodia de la señorita Jessie. Pero intuyo que ella no está tan segura. Le he dicho al comisario que puede contar con todos nosotros hasta el final. Es una baza que ahora tenemos a nuestro favor.

—Me parece que ese ayudante se lo tiene muy creído —observó Bull Johnson.

—Dice Jimmy que MacDonald llamó puta a la señorita Jessie —intervino Frenchy Martin.

Todos miraron a Fitzsimmons, que estaba delante de la puerta. El muchacho puso una de sus desfiguradas manos sobre la otra y asintió.

—¡Vaya, será cerdo! —exclamó Bull Johnson, sobrecogido—. ¿En serio? ¿Tú lo oíste, Jimmy?

Fitzsimmons les contó lo que Ben Tittle y él habían oído decir a MacDonald a la señorita Jessie y al médico.

—¡Asqueroso cabrón hijo de puta! —gritó Bardaman.

Patch agregó sus propios juramentos, y todos fueron insultando a MacDonald uno por uno, formalmente, como si de una especie de ritual se tratara.

—¡Hace tiempo que deberíamos haber incendiado la Medusa! —dijo el viejo Heck—. Y expulsado a MacDonald del territorio.

—No es demasiado tarde —sugirió Bull Johnson—. Todavía quedan cerillas.

—¿Está Ben malherido, Jimmy? —quiso saber Patch.

Todos volvieron a mirar a Fitzsimmons.

—Tiene algunos perdigonazos. Sobre todo en las piernas.

Parecía que Fitzsimmons apenas era capaz de contener una sonrisa.

—¡Voy a partir a Lafe Dawson por la mitad! —prometió Bull Johnson.

Fitzsimmons se echó a reír y dijo:

—¿Sabéis lo más gracioso? MacDonald cree que ahora nos lleva ventaja.

—¿Cómo es eso, Jimmy? —preguntó Daley.

—Pues porque Ben le disparó. Piensa que ahora puede probar ante todo el mundo que somos una pandilla de salvajes.

—¿Y qué tiene eso de gracioso?

—Me parece… —dijo Bull Johnson, mirando a Fitzsimmons con los ojos entornados—, me parece que este crío pretende sermonear otra vez a los mayores y no sabe por dónde empezar.

—En todo caso, es lo que piensa MacDonald, y se equivoca. Teníais que haberlo visto ahí abajo, amigos. La señorita Jessie le preguntó en su cara si había recibido órdenes para que pusiera fin a la huelga, y tendríais que haberlo oído gritar. Berreaba tanto —prosiguió, sonriendo—, que seguro que le han dado instrucciones, y está que se muere de miedo por si aguantamos más que él. Pero ahora cree que nos lleva ventaja por el hecho de que le han disparado. ¿Sabéis lo mejor que podría pasar? Que llevaran a Ben a declarar ante el juez. Y, mejor aún, que lo enviaran a juicio a Bright’s City. Seríamos unos imbéciles de primera clase si intentáramos impedir que se lo llevaran de aquí. Porque entonces se haría público lo que MacDonald dijo a la señorita Jessie. Las amenazas y los insultos que le dirigió. ¿Entendéis?

—Yo entiendo que hay que cortarle las pelotas —sugirió Bardaman, con aire inseguro.

Fitzsimmons negó con la cabeza y se apoyó tranquilamente contra la puerta.

—No, porque si nosotros hemos ido con pies de plomo durante un tiempo, él lo ha echado todo a perder. Otros se las cortarán por nosotros cuando esto salga a la luz. ¡Y si el asunto llega a juicio en Bright’s…! Espero que el señor Mac tenga más noticias de Willingham. La gente tiene en mucha estima a la señorita Jessie, y no sólo en esta ciudad. MacDonald se irá a hacer gárgaras si jugamos bien nuestras cartas. Con que sólo consigamos alargar la partida.

—Creo que Jimmy está hablando con mucho sentido —observó Bardaman.

—Con sentido común —agregó Daley con voz queda.

—¡Santo Dios, a lo mejor no estamos vencidos todavía! —gritó Patch.

Frenchy Martin se inclinó hacia delante.

—Crees que aún podríamos salirnos con la nuestra, ¿eh, Jimmy?

—Estoy seguro.

—¿Y qué hay del sindicato, Jimmy? —preguntó Bardaman, inclinándose hacia delante a su vez.

El viejo Heck tenía el ceño levemente fruncido, y Bull Johnson se roía un nudillo, pero también observaba a Jimmy Fitzsimmons.

Todos ellos lo miraban con fijeza, ansiosos por escuchar sus palabras, y él sonrió triunfalmente, paseando la mirada entre sus compañeros, antes de empezar a hablar.

II

En la sala del hospital, Ben Tittle yacía en su catre como un bajorrelieve, cubierto por las sábanas. La botella de whisky que el médico le había dejado estaba en el suelo, junto a él. Cuando la señorita Jessie y Blaisedell aparecieron, Tittle alzó la cabeza y sonrió, enseñando unos dientes retorcidos y amarillentos. La pálida piel de su huesudo rostro tenía un aspecto delicado, enfermizo.

—¿Me van a colgar, señorita Jessie? —preguntó.

—No, Ben, no te van a ahorcar —contestó Jessie.

Se acercó y se sentó en el catre, mientras el comisario se quedaba en la puerta.

—Vaya, hombre, ahora que me había hecho a la idea —dijo Tittle—. Hola, señor Blaisedell. —Tenía una sonrisa de borracho fija en el rostro. Y en voz más baja preguntó—: ¿Ya ha estirado la pata el señor Mac?

—No que yo sepa —dijo Blaisedell.

—Tienes que calmarte, Ben —lo instó la señorita Jessie—. Has bebido demasiado whisky. El médico te ha dejado la botella para aliviarte el dolor.

—¿Qué pretendías disparando contra MacDonald, amigo? —preguntó gravemente Blaisedell—. Eso no beneficia a nadie.

La impostada sonrisa desapareció. Tittle hizo un mohín.

—Bueno, señor Blaisedell, sé lo que debo a esta casa. Aunque algún otro ingrato majadero no lo sepa. Soy capaz de pagar mis deudas tan bien como cualquiera.

Blaisedell frunció el ceño. La señorita Jessie, sin embargo, dio unas palmaditas a Tittle en la mano, y el minero pareció aliviado. Se recostó en la almohada, sonriendo nuevamente.

—Mire, comisario, no me gusta armar líos por nadie —prosiguió—. Salvo si alguien habla a esta señora de esa manera. Ha dicho cosas feas —declaró abochornado, bajando el tono. Luego su voz chirrió al concluir—: Espero que la diñe con dolores, tanto si me ajustician como si no.

—¿Qué cosas ha dicho? —inquirió Blaisedell.

—Me amenazó, Clay —se apresuró a contestar ella—. Por darles de comer.

—Eso ya lo sé. ¿Qué cosas feas ha dicho, amigo?

Gruesos tendones se tensaron en su cuello cuando Tittle volvió a levantar la cabeza.

—Bueno, comisario, supongo…, me daba cuenta de que esto era cosa suya. Pero me pilló así, ¿sabe? Y creo que usted le habría arreglado las cuentas, e incluso le habría dado el finiquito. —Lanzó una mirada suplicante a la señorita Jessie—. ¿Hice mal, señora?

—No, Ben —repuso ella, dándole una palmadita en la mano.

—Lo hice por usted. Lo único que alguna vez he podido hacer para demostrar… —Se detuvo, respiró hondo y prosiguió, airadamente ahora—: ¡Por todos nosotros! Y si me cuelgan por esto, me parece bien, y hasta poco.

—No vamos a dejar que te ahorquen, Ben —aseguró la señorita Jessie.

Miró largamente a Blaisedell con sus grandes ojos. El comisario se hizo a un lado cuando se oyeron unos pasos apresurados por el pasillo y apareció el médico. En su rostro, con una barba gris de varios días, había una expresión sombría.

—¿MacDonald? —inquirió Blaisedell.

—Está perfectamente —contestó el médico. Se quedó de pie, observando a Tittle con el ceño fruncido—. En realidad se ha marchado a Bright’s City. Ben, no creo que hoy hayas hecho mucho bien a los huelguistas de la Medusa.

Ben Tittle soltó una estridente carcajada.

—¡Lo he echado de la ciudad!

—Puede que sí —repuso el médico, pero sacudió la cabeza mirando a Jessie, y de pronto se percibió cierta tensión en su semblante—. Bueno, Ben, voy a darte un poco de láudano. Y a empezar a quitarte plomo del pellejo. —Dejó el maletín en el suelo y rebuscó en él—. Jessie, será mejor que salgas de la habitación.

La señorita Jessie se apresuró a ponerse en pie. Se acercó a Blaisedell y lo cogió del brazo mientras Tittle gritaba jubilosamente:

—Adelante, Doc, hurgue por ahí. ¡Aguantaré lo que sea sabiendo que he echado de Warlock al señor Mac!