Gannon acababa de volver de almorzar en el Boston Café cuando oyó los disparos: cuatro, en rápida sucesión, y la áspera detonación de lo que parecía una escopeta. Salió aprisa de la cárcel, saltó la baranda, y echó a correr por la calle. El cálido viento le tiraba del sombrero. Morgan estaba sentado en su mecedora, en el porche del hotel, y, más allá, se perfilaban otras siluetas en la neblina de polvo y calor.
Al acercarse vio que dos hombres sujetaban a un tercero, mientras un cuarto estaba plantado con una escopeta en el cruce de la calle, frente a Grant Street. Había hombres que corrían por la acera. Vio que Pike Skinner se unía al grupo que rodeaba al herido, y que Ralph Egan salía del Almacén de Forraje y Grano.
Era Lafe Dawson, uno de los capataces de MacDonald, que apuntaba con la escopeta a un grupo de mineros en la esquina de Grant Street. Oscar Thompson y Fred Wheeler depositaron al herido en los escalones del hotel. Cuando lo soltaron le brotó sangre, y Wheeler se quitó enseguida el cinturón y se lo apretó en el brazo. El herido estaba blanco de polvo, como si lo hubieran rebozado en harina. Cuando Gannon llegó corriendo, alguien tiró un sombrero hongo a la acera, por donde rodó caprichosamente resonando en el entarimado.
—¡MacDonald, por el amor de Dios! —exclamó Egan.
MacDonald se pasó la mano izquierda por la frente llena de polvo y volvió la cabeza con desgana para mirarse el brazo.
—¡Ayudante! —gritó, con voz ahogada, cuando vio a Gannon.
Tenía la boca desencajada y el labio inferior colgando, de manera que se le veían las pálidas encías; respiraba agitadamente, y parecía que estuviera silbando. Se quedó mirando a Gannon con ojos aterrorizados.
—Será mejor que alguien vaya a buscar al médico —ordenó Gannon.
—El médico se ha llevado al otro a casa de la señorita Jessie —dijo Wheeler—. Allí estará.
—¿Qué otro?
—¡El asesino! —gritó MacDonald explosivamente.
—¿Quién coño ha sido capaz de dispararle? —quiso saber Sam Brown.
Lafe Dawson se dirigía hacia ellos caminando hacia atrás, sin dejar de apuntar a los mineros con la escopeta.
—¿Quién ha sido, Lafe?
—Ese cojo que trabaja para la señorita Jessie —contestó Dawson, con voz temblorosa—. Se puso a disparar cuando estábamos fuera de su alcance. Pero yo no podía…
—Ah, le has dado —concluyó Oscar Thompson.
—¿Tittle? —preguntó Gannon.
—¡Ellos se lo dijeron! —acusó MacDonald. Sacó la lengua y se la pasó por los labios—. ¡Estoy seguro de que ellos se lo ordenaron!
—Ahí llega el médico —anunció Wheeler.
Y, mirando alrededor, Gannon vio que el doctor se dirigía apresuradamente hacia ellos por Grant Street. Ahora se había formado una considerable multitud, con más mineros congregados. Vio de espaldas a Blaisedell, que se dirigía hacia el General Peach.
La gente se apartaba para abrir paso al médico. Tenía el rostro tan blanco como MacDonald.
—¡Esto es obra tuya, Wagner! —gritó MacDonald, volviendo a girar los ojos hacia Gannon—. ¡Éste es el responsable, Gannon! ¡Fue él quien le mandó hacerlo!
—Cállate ya —le ordenó el médico al tiempo que ponía el maletín en el suelo y se agachaba para examinarle la herida del brazo.
—¡Que no se acerque a mí, Lafe!
—Será mejor que esperes a que te vende el brazo, ¿no crees? —repuso el médico, irguiéndose—. Aunque si mueres desangrado, ¿no lo tendrías bien empleado?
MacDonald se balanceó desmayadamente, y Thompson lo cogió del hombro.
Desde el porche del hotel se elevó burlona la voz de Morgan.
—¡Eh, vosotros, mineros! ¿Cómo es que mandáis a un lisiado a hacer el trabajo de una turba?
—¡Se te calienta demasiado la boca, Morgan! —le contestó una áspera voz.
—¿Eres tú, Brunk? —gritó Morgan, echándose a reír.
—Brunk no está aquí. ¡Está haciendo compañía a McQuown, esperando que te ahorquen!
—¿Podéis llevarlo dos de vosotros a la Oficina de Ensayo? —dijo el médico.
—No faltaba más, Doc —contestó Thompson.
Y Wheeler y él, juntando los brazos, levantaron a MacDonald del suelo. La multitud se apartó mientras ellos trasladaban al herido en volandas por la calle, con Lafe Dawson y el médico detrás.
Gannon vio que Pike Skinner lo miraba con preocupación. Entonces, en medio de un silencio, sintió que era el blanco de todas las miradas. Con un esfuerzo, se guardó de dirigir la vista hacia el General Peach, donde estaba Tittle y adonde había ido Blaisedell. Oyó murmullos y escuchó el nombre del comisario. Peter Bacon, mascando un mondadientes, lo observaba con una expresión de elaborada indiferencia. Alguien dijo, rompiendo el silencio:
—Nunca he visto a nadie armar tanto alboroto porque le den un tiro.
Gannon respiró hondo, y, como disponiéndose a zambullirse en una profunda, fría y oscura corriente de agua, se volvió lentamente hacia la esquina de Grant Street. Echó a andar y oyó el súbito revuelo de murmullos a su alrededor. Caminó con paso firme y los mineros de la esquina se apartaron ante él; había más en la puerta del General Peach, que también se hicieron a un lado. Se movió un visillo en la ventana de la habitación de la señorita Jessie, la misma donde Carl había muerto.
Antes de que llegara, la puerta se abrió y se encontró frente a la señorita Jessie. Llevaba una de sus blusas blancas de colegiala, una falda negra y un pañuelo negro al cuello. Su rostro reflejaba superioridad y desagrado, determinación y desprecio. Tras ella, en la penumbra del vestíbulo, pudo notar, más que ver, la presencia de Blaisedell.
—¿Sí, ayudante? —inquirió la señorita Jessie.
—Vengo por Tittle, señorita Jessie.
Ella se limitó a sacudir la cabeza, y los tirabuzones castaños se deslizaron como algo vivo a lo largo de sus mejillas.
—Ha disparado y herido a MacDonald. Tendré que llevármelo a la cárcel para que el juez lo escuche.
—También él está herido. No permitiré que lo lleven a ningún sitio.
Gannon vio a Blaisedell ahora, de pie, un poco aparte, apoyado en el poste inicial de la barandilla de la escalera.
—Entonces, creo que tendré que verlo, señorita Jessie.
—¿Va entrar a la fuerza en mi casa? —dijo, muy tranquila, mientras cogía el borde de la puerta como si quisiera cerrársela en las narices.
—Déjelo bajo su custodia, ayudante —intervino Blaisedell, con voz profunda—. No se marchará de aquí.
Gannon se dio unos golpecitos en la pierna con el sombrero. Eso no estaba bien, pensó; no importaba que se tratara de la señorita Jessie Marlow, ni de que Blaisedell la apoyara; daba igual que MacDonald fuese el herido, y que aquel individuo lisiado que trabajaba para la señorita Jessie fuera el autor de los disparos. Con creciente cólera, clavó la mirada en el desdeñoso semblante de la señorita Jessie. Pero deseó que las cosas no hubieran pasado así.
Alguien gritó su nombre. El juez llegaba apresuradamente a través de los mineros congregados en la acera, haciendo volar la muleta e inclinando el cuerpo hacia delante de tal forma que parecía que iba a caerse a cada paso. El juez lo saludó con la mano y, jadeando, subió los escalones del porche. Llevaba el bombín caído sobre un ojo.
—¡Señorita Jessie Marlow! —jadeó—. El prisionero queda bajo su custodia. ¿Le parece bien, señora? ¡Estupendo! —dijo sin esperar respuesta. Volvió hacia Gannon el rostro enrojecido y sudoroso—. ¡Estupendo! —repitió más alto, como si fuera una orden—. ¡Y ahora, ayudante, tengo que apoyarme en usted para bajar esos escalones, si no quiero romperme la crisma!
El juez dio media vuelta y se tambaleó; Gannon lo cogió del brazo.
—¡Vamos! —murmuró el juez.
Gannon lo ayudó a bajar los peldaños e inmediatamente el juez se puso de nuevo en marcha por el entarimado con su oscilante y ruidoso paso. Por la acera, los mineros los miraban sin expresión.
Torcieron por Main Street y siguieron bajo los soportales.
—¡Vamos, maldito estúpido! —dijo el juez.
Cuando se quedaron solos en la acera y sin que nadie pudiera escucharlos, aminoró un poco el paso.
—¡Déjalo estar! —le dijo ferozmente—. O empezaré a darte con la muleta hasta dejarte sin sentido; aunque no pareces tener ninguno. ¡Se necesita ser imbécil para ponerse a cazar moscas delante de un león!
—Yo sé lo que tengo que cazar. ¿Acaso debo permitir que cualquier minero pueda disparar tranquilamente a MacDonald sólo porque no le cae bien a nadie?
—Ahora lo vas a permitir.
—¡Maldito viejo farsante!
—Eso es lo que soy —convino el juez—. Lo he admitido un centenar de veces. Es el momento de ser farsante, no testarudo. Hijo, yo nunca he pensado eso de ti. ¿Ha presentado MacDonald una denuncia contra él?
—Todavía no.
—De todos modos, espera a que la presente. ¿Y qué harás entonces? Tittle tiene una carga de perdigones en las entrañas; ¿te lo llevarás a la cárcel sin tenerlo en cuenta?
—Ni siquiera me ha dejado pasar a verlo —dijo Gannon.
Su enojo iba desapareciendo, pero eso no cambiaba nada. Había estado en el sitio de la calle donde habían disparado a MacDonald, notando cómo se clavaban en él todas las miradas, y sabiendo que hasta el último de ellos pensaba que no detendría a Tittle a causa de Blaisedell. No le importaba lo que pensaran de John Gannon, pero era el momento de que importara lo que pensasen del ayudante del sheriff en Warlock.
—Hijo —repuso el juez, casi en tono amable—. ¿Te has fijado en Blaisedell últimamente? Pensaba que te dabas cuenta de las cosas. Él retrocederá a medida que tú avances, y bendito sea si así lo hace. Pero no va a retroceder porque tú avances. Ni se te ocurra pensar en darle un empujón.
—Yo intentaba detener a un hombre que ha atacado a otro con un arma mortífera en esta ciudad, en donde soy ayudante del sheriff.
—Hijo, hijo —se quejó el juez con voz cansina—. Me parece estar oyéndome a mí mismo cuando era joven y pensaba que las cosas sólo tenían dos aspectos. ¿Sabes lo que aprendí en la guerra aparte de que una bola de plomo puede arrancarte una pierna? Que es mejor rodear el flanco que cargar derecho colina arriba.
—Juez —repuso él—. O doy la cara, o no la doy. Si no voy allí por Tittle, retrocedería a ojos de todos. Y no sólo retrocedería yo.
—Hay veces en que es mejor dar un paso atrás —declaró el juez, eludiendo su mirada.
Gannon se dirigió a la Oficina de Ensayo, donde otro grupo de hombres lo estaba viendo venir. El juez se mantenía a su altura con la muleta, jadeando por el esfuerzo. Gannon llamó a la puerta de la consulta del médico. Se abrió un poco y por la rendija apareció el asustado rostro de Dawson.
—¿Qué quiere usted?
—Ver a MacDonald.
Detrás de Dawson vio al médico, que se lavaba las manos en una jofaina de loza. El médico sacudió la cabeza.
—Ahora no, ayudante. Está descansando. Ha perdido bastante sangre.
—Quiero verlo en cuanto sea posible —dijo, y Dawson asintió y cerró la puerta.
Al echar a andar hacia la cárcel, Pike Skinner lo alcanzó y lo cogió del brazo, y entonces oyó a su espalda el crujido de la muleta del juez.
—¡Johnny, por amor de Dios! —susurró Pike—. ¿Es que quieres poner a Blaisedell entre la espada y la pared?
—Ha ingerido una dosis de orgullo —explicó el juez.
Gannon dio media vuelta y se encaró con ellos.
—No es eso, juez —dijo con voz pastosa.
—Escucha —prosiguió Pike en un murmullo—. ¿Sabes lo que hizo MacDonald, Johnny? ¡Se presentó en el General Peach y llamó puta a la señorita Jessie en su propia cara, añadiendo que su casa era un burdel! ¡Cualquiera habría hecho lo que hizo el cojo, Johnny! ¡Tiene suerte MacDonald de que Blaisedell no estuviera allí!
Gannon miró a Pike y luego al juez. Sentía que le iba a estallar la cabeza. No tenía sentido, se dijo a sí mismo. Se alejó de ellos despacio, pasó frente a la tienda de Goodpasture, cruzó Main Street y entró en la cárcel. Se sentó pesadamente en la silla, detrás de la mesa, y se quedó mirando la luz que entraba por la puerta. Nada estaba nunca claro, todo era increíblemente difícil, complejo y equívoco; no había un camino recto. Se encontró inmerso en una triste soledad, contemplándose a sí mismo y a su cargo de ayudante. Pasó un buen rato antes de que oyera pasos en la acera, y supuso que sería Dawson.
Pike Skinner entró en la cárcel, sonriente.
—MacDonald se ha largado —anunció—. Dawson fue a buscarle la calesa, la ha traído hace un momento y acaban de marcharse a toda prisa por el camino de Bright’s City. —Sonrió más ampliamente—. El juez me ha dicho que te gustaría saberlo.
Gannon no respondió, y el rostro de Pike se tensó.
—¿Qué vas a hacer, Johnny?
Sacudió la cabeza; el alivio le dio vértigo.
—Pues nada, supongo. Creo que no hay nada que hacer.