El médico estaba en el vestíbulo, observando la fila de mineros que cruzaba la puerta del General Peach para recibir el almuerzo. Como de costumbre, se alineaban ordenadamente y en silencio. Ahora había más de un centenar, y cuando él entró lo fueron saludando con una leve inclinación de cabeza, para luego, con cuidado, no volver a mirarlo.
La cola serpenteaba por la puerta del comedor y entre las mesas en donde Jessie, Myra Egan, la señora Sturges, la señora Train y la señora Maples les servían sopa, tocino salado, pan y café negro, en medio de un sordo rumor de platos y cubiertos. Jessie tenía un aire marchito y fatigado junto a Myra Egan, de aspecto fresco y mejillas sonrosadas. Los ya servidos devoraban la comida de pie en medio de la sala, más, según sabía él, por las ganas de salir de allí que por hambre. En cuanto terminaban, hacían otra cola donde Lupe, la gruesa cocinera mexicana, observaba cómo dejaban los platos en un caldero de agua caliente, después de lo cual salían en fila frente a los que estaban entrando.
El cálido y húmedo olor a sopa que impregnaba el General Peach era para él el hedor de la derrota. Casi estaban vencidos, y eso lo enfurecía, como también su presunción al creer que podía ayudarlos; pero lo que más lo irritaba era MacDonald, que con tanta facilidad los había vencido. Ni siquiera habían presentado las exigencias revisadas, porque MacDonald se limitaba a tirarlas a la papelera en cuanto las recibía. Más de una docena de huelguistas se había marchado de Warlock, y él sabía que muchos de los restantes aguardaban el menor pretexto para volver a la Medusa. Apoyado en el poste de arranque de la escalera, observaba a los dirigentes, el viejo Heck y Frenchy Martin, que hacían cola con los demás. Todos los días se quedaba a observar a los huelguistas y calibrar su estado de ánimo, y cada vez los veía flaquear un poco más.
Se quedó allí hasta que se marchó el último, y entonces fue a la habitación de Jessie, en donde se sentó en la butaca, junto a la puerta. Se puso en pie cuando ella entró. Myra Egan se quedó al otro lado del umbral, y le sonrió mientras se remetía el pelo entre la toca. Myra tenía el rostro más regordete, y los pechos henchidos en su estrecho vestido de algodón a cuadros; dentro de pocos meses daría a luz al primer hijo legítimo de Warlock.
—¡Por Dios, Doc, cómo me afecta el calor estos días! —dijo, abanicándose el encendido rostro con la mano.
—Es natural que te afecte, Myra.
Ella se ruborizó aún más, realzando su atractivo. Jessie le dio las gracias, como a las demás señoras, a quien él no veía desde donde estaba. Pese a ser tipos muy dispares, empezaban a formar una organización femenina, ahora consagrada al bienestar de los huelguistas. Había oído cómo la señora Maples, con evidente indignación, informaba a Myra Egan de que Kate Dollar se había ofrecido para ayudarlas; un club existía en cuanto había alguien a quien excluir.
Jessie cerró la puerta y se dirigió a la mesa con apática actitud.
—Esto es agotador —observó.
—Me parece que dentro de poco ya no será necesario.
Jessie se encogió de hombros. Él sabía que en realidad no le importaba mucho, porque era el papel que ella misma había elegido y lo desempeñaría hasta el límite de sus fuerzas, y probablemente mejor que algunos cuya preocupación era mayor. Ella inclinó la cabeza para hojear un libro de poemas que tenía sobre la mesa. Bajo los tirabuzones, su nuca era blanca, cubierta de una clara pelusilla, y desgarradoramente frágil.
El médico oyó ruido de botas que subían los escalones del porche.
—¡Jessie! —llamó una voz.
Se acercó a la puerta y la abrió.
—Veo que ya han echado de comer a los cerdos. —Era la voz de MacDonald, y el médico se aproximó a la muchacha—. ¿Hasta cuándo vas a estar alimentando a esa piara?
—Hasta que dejen de tener hambre —repuso Jessie.
MacDonald se plantó frente a ella, con el sombrero hongo en la mano. Su semblante pálido, de rasgos menudos, era feroz. Lo acompañaba uno de sus capataces, Lafe Dawson, con una escopeta apoyada en el brazo.
—Pues seguirán teniendo hambre hasta que tú dejes de darles de comer —replicó MacDonald—. ¿Por qué iban a trabajar, cuando pueden hacer cola en tu comedero a la hora de almorzar? Tal vez te creas el pequeño ángel de la misericordia, pero permite que te diga…
—Quizá sea mejor que no hable tan alto, señor MacDonald —terció Dawson, girando los ojos hacia la escalera.
—¡Hablaré tan alto como quiera! También te lo digo a ti, Wagner. Les estáis ocasionando un perjuicio. Lo lamentaréis; y ellos también.
—Los Reguladores ya no existen, Charlie —le recordó el médico.
Le agradó ver lo asustado que estaba MacDonald tras su máscara de cólera.
—He tenido noticias de la compañía —informó MacDonald—. Me respaldan completamente. ¡Hasta el final! No me apuran para que ponga fin a la huelga, pese a los falsos rumores que circulan diciendo lo contrario.
—Entonces, ¿por qué vienes a amenazarnos, Charlie? —inquirió Jessie; lo dijo con toda calma y sin malicia, sólo como si estuviera confusa.
—¡Por vuestro propio bien! —explicó MacDonald tratando de sonreír sin conseguirlo—. He venido a informaros de que he tenido noticias del señor Willingham. El señor Arthur Willingham. —Cruzó los brazos, como en señal de triunfo—. El señor Willingham se encuentra hoy en Bright’s City, para celebrar consultas con el general Peach. Quizá sepáis que el señor Willingham, además de ser el presidente de la Compañía Minera Porphyrion y Western, tiene mucha influencia en Washington. Me parece que el general Peach ya no va a pasar más tiempo por alto lo que está ocurriendo aquí. Si esos hombres no vuelven al trabajo inmediatamente, o si se produce cualquier otro disturbio, podéis estar seguros de que implantarán la ley marcial en toda la extensión del término, y que contrataremos personal mexicano para trabajar en la Medusa. Eso es lo que me ha comunicado el señor Willingham.
Se interrumpió, como esperando que intentaran refutar sus palabras.
Tittle y Fitzsimmons habían aparecido a la entrada del vestíbulo, y Dawson giró en redondo la escopeta para encañonarlos.
—¿Has recibido órdenes para acabar con la huelga, Charlie? —le preguntó Jessie.
—¿Me estás llamando embustero? —gritó MacDonald—. ¡Te digo que el señor Willingham me apoya al cien por cien! ¡Las compañías mineras no pueden consentir que una pandilla de extranjeros sucios e ignorantes le digan cómo construir las galerías, y el jornal que se les debe pagar! —MacDonald avanzó un paso, apuntando con el dedo al médico como si fuera un arma—. Los comités que interfieren en el trabajo y todas esas necedades que les has metido en la cabeza, Wagner. Veo perfectamente que tus comités se van a convertir en el Sindicato de Mineros. ¡Habéis sido vosotros; vosotros dos! Pues a mí no me deja en ridículo una cuadrilla de patanes fornidos, ni una pareja de conspiradores…, ¡conspiradores y delincuentes…! ¡Entrometidos! ¡Os aseguro que lucharé hasta que vuelvan arrastrándose, suplicando trabajo!
—Charlie —replicó el médico—. ¡Te juro que haré lo que esté en mi mano para impedirlo!
MacDonald dejó de nuevo los dientes al descubierto en imitación de una sonrisa, como si hubiera obtenido astutamente una confesión.
—Recuerda esto, Dawson —dijo—. Cuando el general Peach venga a Warlock, tendremos muchas cosas que contarle sobre el doctor David Wagner. Y sobre esta casa. Una casa de lenocinio —concluyó, y Jessie emitió un jadeo.
—¡Cuidado con lo que dices, MacDonald! —gritó el médico.
Dawson hizo una horrible mueca; Tittle dio un paso y Dawson volvió a mover la escopeta hacia él.
—¡Una casa de citas, he dicho! —insistió MacDonald—. Un detestable nido de víboras donde unos delincuentes se confabulan contra las compañías mineras. ¡Un hatajo de incendiarios! ¡Y asesinos, por lo que yo sé! —Se detuvo jadeante, parpadeando como loco; y entonces gritó—: ¡Esta casa y tú sois un escándalo para esta ciudad, Jessie! ¡Te voy a arruinar!
—¡Cállese! —aulló Tittle. Fitzsimmons intentaba sujetarlo, mientras Dawson lo amenazaba nerviosamente con la escopeta. Tittle, con voz mecánica, siguió gritando—: ¡Cierre la boca! ¡Embustero, perro asqueroso!
—Basta ya, Ben —intervino Jessie.
—¡Dispara a ese hombre si intenta atacarme! —ordenó MacDonald a su capataz, pero Tittle ya se había calmado.
—¡Señor MacDonald! —exclamó Dawson, avanzando hacia las escaleras—. Será mejor que se calle.
—¡Y no creáis que me asusta ese escandaloso comisario adúltero, tampoco! —prosiguió MacDonald, con sorna—. Podéis estar seguro de que lo van a…
—¡Charlie, soy yo quien te va a matar! —gritó el médico.
Cuando dio un paso al frente, sintió que el corazón le latía peligrosamente en el pecho. Dawson volvió la escopeta hacia él. Tittle, con el rostro desencajado, tenía una mirada tan desafiante y enloquecida como la de MacDonald; en sus ojos brillaba un impulso tan asesino, pensó de pronto, como en los suyos propios en aquel momento. Jessie le puso una mano en el brazo y se detuvo.
—Charlie… —replicó Jessie con voz clara y audible, empleando un tono condescendiente; podría estar hablando con uno de sus turbulentos huéspedes—. Charlie, debes de tener mucho miedo a perder tu puesto. Para hablarme así.
MacDonald emitió una exclamación estridente.
—¡El ángel de los mineros! —gritó—. ¡La puta del pistolero, mejor; y su eunuco!
Tittle soltó un aullido y Dawson agarró firmemente por el brazo a MacDonald, que paseó de uno a otro su furiosa mirada.
—¡Estáis… estáis advertidos! —dijo, con una voz tan ronca que apenas se entendieron sus palabras.
Retrocedió, dio luego media vuelta, y, con Dawson pegado a sus talones, salió apresuradamente.
El médico miró a Tittle a los ojos, frenéticos en su demacrado y huesudo rostro. El minero tenía la boca entreabierta, y ya no oponía resistencia a Fitzsimmons, que lo seguía sujetando. Parecía desesperado de dolor mientras miraba a Jessie, sin decir palabra; bruscamente, se alejó cojeando por el vestíbulo.
Jessie volvió a entrar en su cuarto. El médico había pensado que estaría destrozada, pero sólo vio un matiz sonrosado en sus mejillas. Quería gritarle que lo negara, que le jurase que no era verdad. Sabía que no podía negarlo, porque, si bien había mentido a Blaisedell aquella vez, a él no le mentiría. La puta del pistolero, y su eunuco; se quedó mirándola y en su imaginación vio cómo su corazón se hinchaba y se distendía hasta que tuvo una sensación de desvanecimiento. Inmóvil, sin respirar apenas, aguardó a que cediera aquel agudo dolor.
—Estaba muy asustado, Jessie —dijo, sorprendido por la calma de su voz—, o de lo contrario no habría hablado como lo ha hecho.
—Sí —contestó Jessie, asintiendo con la cabeza, el rostro aún encendido—. Charlie se ha puesto en ridículo diciendo esas cosas.
Oyeron el ruido desigual de los pasos de Tittle, que volvía y echaba a correr. Con un jadeo continuo y angustiado, Tittle salió apresuradamente; el médico se asomó al vestíbulo al tiempo que Fitzsimmons venía por el pasillo.
Oyó disparos en la calle, y un grito, y en respuesta, la detonación más sonora de la escopeta de Dawson.
—¿Por qué no se lo has impedido? —gritó, corriendo hacia la puerta.
—Se me ha escapado, Doc —dijo Fitzsimmons a su espalda, con un hilo de voz.