Gannon estaba sentado con el respaldo de la silla inclinado contra la pared, y la punta de las botas rozando el suelo. Empujando con el atacador, introducía un trapo engrasado por el cañón del Colt. Lo pasaba hasta dentro una y otra vez, mirando después por la boca del arma para apreciar su espejeante brillo. Probó el mecanismo y, con un torpe movimiento de la mano vendada, enfundó el revólver. Alzó la cabeza y vio que Pike Skinner lo observaba con una mueca de inquietud casi ridícula. El juez estaba sentado a su mesa, mirando a otro lado y estrechando la botella de whisky contra el pecho.
Gannon se dio un golpecito en el muslo con la mano vendada, alzándola luego como una flecha hacia el Colt. Cogió la culata con suavidad, introduciendo el dedo índice en el guardamonte mientras sacaba el arma de la funda, y bajando al mismo tiempo el reacio percutor con la articulación del pulgar. No llegó a levantar el revólver, empuñándolo de manera que apuntara al suelo.
—¡Coño! —exclamó Pike.
No era tan lento, pensó Gannon. Nunca había sido rápido, pero disparaba bastante bien. Se sentía muy raro. Recordó que cuando cayó con el tifus tenía la misma sensación, hasta que un día se despertó sin fiebre. Entonces, también, todo lo exterior le había parecido remoto e intrascendente, y como marcado por cierta lentitud, de modo que le sobraba tiempo para examinar todo lo que ocurría a su alrededor, y en especial cualquier movimiento visto en su integridad, elemento por elemento. Entonces, como ahora, existía una estrecha relación entre el acto intencionado y el brazo; entre la mano y los dedos, que eran los instrumentos de su voluntad; de manera que, asimismo, su vida y su respiración se habían convertido en actos conscientes, y casi podía sentir la forma de su palpitante corazón y de la pausada expansión y compresión de sus pulmones.
El juez bebió un trago, dijo algo confuso y sufrió un acceso de tos. Pike se puso a darle palmadas en la espalda, hasta que dejó de toser.
—A estas horas deben de estar terminando de enterrarlo —observó Pike, frunciendo el ceño.
Gannon asintió con la cabeza.
—Quédate ahí sentado, hijo —le recomendó el juez con voz entrecortada. Con lágrimas en los ojos, volvió a beber, se limpió los labios y añadió débilmente—: Deja que se vayan tranquilamente, si les da por ahí, ¿me oyes? No ganarás nada si te matan.
—Déjalos de nuestra cuenta, si se ponen tontos —sugirió Pike. Y en tono apaciguador, añadió—: No, vamos, nada de vigilantes tampoco, Johnny. Ahí esta Blaisedell, y no hay razón para que no esté; y sólo unos cuantos de nosotros por ahí. ¿Lo oyes, eh, Johnny?
—Bueno, no voy a quedarme aquí escondido —repuso Gannon, sintiendo necesidad de sonreír y, seguidamente, sonriendo. Miró al juez, cuyo semblante estaba surcado de arrugas sombrías, desagradables, abotagadas—. Tampoco adelanto nada quedándome aquí, de brazos cruzados.
—No tienes que demostrar nada —dijo Pike—. Venga, déjalo de nuestra cuenta. Ahora nos toca a nosotros dar la cara, a diferencia de lo que hicimos con Bill Canning. Déjanoslo a nosotros.
Gannon no contestó; no tenía sentido seguir discutiendo.
—Tienen que estar a punto de acabar —dijo Pike—. Voy para allá.
Se colocó la cartuchera, dejó el Colt suelto en la funda, lanzó a Gannon otra de sus miradas confusas y acusadoras, y se marchó.
Cuando desapareció, Gannon volvió a sacar el revólver y empezó a rellenar el tambor con pesadas balas, de mortífero aspecto y agradable tacto.
—Blaisedell tenía razón —confesó el juez—. Dijo que iba a exigirte demasiado, y eso es lo que he hecho.
—Usted no me ha exigido nada, juez. Sólo que un duelo reclama un momento y un lugar. Ya sabe.
—Pero ¿qué momento, y qué lugar? ¿Quién puede estar seguro? —Lanzó torpemente la mano para cazar una mosca que revoleataba frente a su cabeza. Se miró la mano vacía con los ojos enrojecidos, y emitió un sonido desdeñoso—. Acabo de verte desenfundar, hijo. En el instante en que saques ese revólver, Jack Cade, uno de los dos Haggin o cualquier labriego de mano temblona te habrá dejado como un colador, y luego se irá a tomar una copa para celebrarlo antes de volver a San Pablo. —Dejó escapar un profundo suspiro y añadió—: Te doy las gracias por decirme que eso no te lo he impuesto yo. ¿Tienes miedo?
Gannon se encogió de hombros. Más que miedo era curiosidad, simple desazón. Sólo temía que fuese Jack Cade.
—Yo tengo miedo por ti —dijo el juez—. No creo que tengas la menor oportunidad, a menos que aceptes la que te brindan Pike, el comisario y todos los demás. ¿O eres demasiado orgulloso para eso?
—El orgullo no tiene nada que ver —dijo Gannon. Era conmovedor que el juez se sintiera responsable de todo aquello, y precisó—: Bueno, puede que un poco. Porque un ayudante del sheriff que se precie no puede esconderse cuando hay problemas.
—En el fondo todos los hombres son iguales —sentenció el juez—. Con más miedo a que los llamen cobardes que a morir.
Gannon se frotó la palma de la mano en la pernera de los pantalones para aliviarse la comezón, haciendo una mueca al sentir un dolor casi placentero. El juez alzó la botella y la miró con los ojos entornados.
—Los hay que beben para entrar en calor —dijo—. Yo bebo para refrescarme los sesos. Para no pensar en la gente. Tú no significas nada para mí, muchacho. Sólo eres una placa y una oficina, nada más. Anda, ve a que te maten, no es cosa mía.
—Vale —repuso Gannon.
El juez asintió con la cabeza.
—Sólo un procedimiento. Eso es todo lo que eres. ¿Qué son los hombres para mí? —Se restregó las manos por la cara como si quisiera borrársela—. Les he dicho que fueron ellos quienes pusieron a Blaisedell ahí, y que lo hicieron por todos nosotros. Hablo y hablo, y me dan ganas de vomitar oyéndome hablar. Porque Blaisedell también es un hombre. Ojalá no sintiera nada por él, ni por ti, ni por nadie. Pero el que mató a McQuown, ¿sabes qué le ha quitado a Blaisedell? ¿Quién fue, según tú?
Gannon sacudió la cabeza.
—Lo que le han arrebatado —prosiguió el juez—. Ah, no soporto ver lo que van a hacer de él. Acabarán convirtiéndolo en un perro rabioso. Y tampoco puedo ver lo que van a hacer contigo ahora, justo cuando… —Bebió otro trago, hizo una larga pausa y añadió—: El whisky solía quitarme a la gente de la cabeza.
Se oyeron pasos sobre el entarimado de la acera. Buck Slavin apareció en el umbral, escopeta en mano. Kate entró justo detrás de él.
—Vienen —avisó ella.
Gannon lo oyó ahora, el seco chirrido de las ruedas de un carro y el apagado rumor de muchos cascos sobre el polvo. Se puso en pie, y en el mismo momento, Buck alzó la escopeta y le apuntó.
—Tú no sales ahí fuera, ayudante —le dijo Buck en tono condescendiente—. Hay gente que se ocupa de esto. Tú te quedas ahí.
—Pero ¿qué demonios es esto? —exclamó el juez.
Gannon se puso a temblar de rabia; porque pensando que se alegraría de escurrir el bulto, Kate había suplicado una excusa y Buck la estaba facilitando. Kate se lo quedó mirando, las manos firmemente cruzadas sobre la cintura.
—¡Quita de en medio, Buck Slavin! —exclamó Gannon, dando un paso adelante.
Buck arremetió contra él con el cañón de la escopeta.
—¡Entra en el calabozo y descansa un poco, ayudante!
Gannon aferró con ambas manos el cañón de la escopeta dándole un súbito empujón, de manera que la culata golpeó a Buck en la ingle. Buck gritó de dolor, Gannon le arrebató la escopeta y la invirtió. Buck estaba encogido, con las manos en la entrepierna.
—¡Entra tú! —ordenó con voz ronca.
Cogió a Buck del hombro y lo empujó al calabozo, cerró la puerta y colgó el llavero en el gancho. Dejó la escopeta apoyada en la pared. No miró a Kate. Los cascos de los caballos y el chirriante carromato se oían cada vez más cerca.
—¡Atiende un momento, Gannon! —gritó Buck en tono angustiado.
—¡A callar!
—¡Ah, qué valiente! —exclamó Kate—. Vas a demostrar a todo el mundo que eres tan valeroso como Blaisedell, ¿verdad? Creía que detrás de esa fea cara, con nariz de pájaro, había algo de sentido común. ¡Pero sigue adelante, ve a que te maten!
—¡Ha sido una mala faena, Buck! —terció el juez—. ¡Dificultar la tarea de un agente de la ley en el cumplimiento de su deber! ¡Y usted, señora, debería estar con él en el calabozo, aunque no sería muy decoroso!
—¡Cállese, farsante, viejo borracho! —estalló Kate.
Sus ojos se cruzaron al fin con los de Gannon, que comprendió que había venido a salvarlo, casi como había salvado a Morgan en una ocasión; sintió un poco de vergüenza ajena, por ella y por sí mismo. Se dispuso a salir.
—Te enviaremos flores —se despidió Buck.
—¿Por qué? —musitó Kate, cuando Gannon pasó frente a ella—. ¿Por qué?
—Porque si el ayudante del sheriff no puede dar un paseo por la ciudad cuando le apetezca, entonces nadie puede.
Afuera, el sol quemaba y la brillante luz le cegó cuando alzó la vista hacia el nuevo rótulo que colgaba inmóvil sobre su cabeza. El ruido del carro había cesado. Antes de torcer a la derecha, recordó que debía componer el rostro en una máscara de audacia impasible; era lo más adecuado.
El carro se había detenido en la manzana central, frente a la armería. Los hombres de San Pablo habían desmontado y algunos se agrupaban frente al carro, mientras otros estaban entrando en el Lucky Dollar. Volvieron el rostro hacia él. Los que se dirigían al salón se detuvieron, otros se apartaron rápidamente del carro; todos miraron hacia él, y luego al otro lado de Main Street.
Allí estaba Blaisedell, según vio, sin chaqueta, parado a la sombra de los soportales frente al Billiard Parlor, con un pie sobre la baranda; era el sitio desde donde solía inspeccionar Main Street. Ceñía su cintura una cartuchera de cuero oscuro. Permanecía tan quieto como los postes que sostenían los soportales. Más abajo estaban Mosbie y Tim French, y, en la esquina de Broadway, Peter Bacon, con un Winchester al brazo. Pike Skinner montaba guardia delante de la tienda de Goodpasture, y en Southend Street, agrupados, Wheeler, Thompson, Hasty y el pequeño Pusey, empleado de Petrix, con una escopeta. Se le hizo un nudo en la garganta al ver que lo estaban cubriendo; Peter, que no manejaba la pistola; Mosbie, que le había recriminado violentamente lo de Curley Burne; Pike, de quien había empezado a pensar que era su enemigo acérrimo, hasta hoy; Blaisedell, que pretendía convertir aquello en un asunto personal; y un empleado del banco, para terminar.
Siguió avanzando por la acera. Flexionó ligeramente los hombros para aliviar un poco la tensión muscular. Estiró la mano herida, dolorida y sudorosa, para desentumecerla. Sentía comezón en la piel. De pronto, se dio cuenta de que no tenía ningún plan. Sólo se trataba de dar un paseo por las calles de Warlock, como correspondía a cualquier ayudante del sheriff, como era su deber y su derecho.
Cruzó Southend Street, con el polvo de Warlock escociéndole en la cara y molestándole en la nariz. Wash Haggin estaba con las piernas separadas en medio de la acera ante la puerta del Lucky Dollar, frente a él.
El viejo McQuown seguía en el carro, a la sombra de un sarape sujeto con cuatro palos. No había nadie más a la vista en ese lado de la calle.
—Padre McQuown —saludó al pasar frente a los frenéticos ojos que lo miraban por encima del tablón lateral del carro. Se detuvo y afirmó—: Haré todo lo que esté en mi mano por averiguar quién lo hizo, Padre McQuown.
Siguió andando, y ahora Wash lo miraba fijamente, el sombrero un tanto echado hacia atrás, dejando al descubierto un oscuro mechón de pelo sobre su frente, los rasgos contraídos en una pétrea expresión que debía de ser un reflejo de su propio rostro. Wash, y no Jack Cade, porque Wash era pariente de Abe, pensó. Alcanzó a ver la cara de Chet Haggin por encima de las puertas batientes del Lucky Dollar, y a Cade, Whitby y, vagamente, a Hennessey detrás de ellos.
—¿Te molestaría dejarme pasar, Wash? —le dijo.
Los ojos de Wash se desorbitaron un poco al oírle hablar, y Gannon sintió una emoción de triunfo cuando Wash se apartó, dando un paso hacia la baranda. Se oyó cómo arrastraba las botas, y luego se hizo un gran silencio que contenía una especie de tictac, como el de un enorme y lejano reloj. Al pasar vio cómo Wash volvía la cara, pero siguió caminando al mismo ritmo. Ahora sentía desazón al final de la espalda y en la nuca. En la acera de enfrente, Peter Bacon sostenía el Winchester un poco más alto que antes; Morgan estaba sentado en su mecedora, en el porche del Western Star. Y ahora, al dejar atrás el carro y los caballos, también vio a Blaisedell.
—¡Bud! —gritó Wash, a su espalda.
Se detuvo. El tictac parecía más próximo, acelerado. Se volvió. Wash estaba de nuevo frente a él, encorvado, la mano moviéndose en pequeños círculos.
—¡Saca el revólver, asesino hijo de puta! —gritó Wash con voz estridente.
—No lo haré a menos que me obligues, Wash.
—¡Sácalo, traicionero asesino!
—¡Mátalo! —aulló Padre McQuown.
Wash abatió la mano. Alguien chilló; al instante hubo un coro de gritos de advertencia. Resonaron en sus oídos mientras giraba hasta quedar de perfil y su mano herida bajaba velozmente hacia el Colt; demasiado lento, pensó, y vio cómo el cañón de Wash se alzaba, y el humo. Gannon dio un traspié hacia delante como si alguien lo hubiera empujado por detrás, y el revólver dio un salto en su mano. Quedó ensordecido, pero vio caer a Wash, envuelto en el humo del disparo. Wash cayó de espaldas. Intentó levantarse, el brazo inerte sobre su cuerpo y el revólver caído en el entarimado. Tuvo un estremecimiento, y ya no se movió.
Gannon lanzó una mirada a la puerta del Lucky Dollar; los rostros de antes habían desaparecido. Luego vislumbró el alargado brillo del cañón de un rifle que lo apuntaba por encima del lateral del carro. Se echó atrás, justo cuando alguien saltaba al carro. Era Blaisedell, y el viejo McQuown chillaba mientras el comisario lo pisoteaba como si matara una serpiente; y volvió a patearlo hasta que el rifle, por el lateral del carro, cayó a la acera.
Veía el puño del viejo que golpeaba la pierna de Blaisedell, de pie en el carro, frente a las puertas del Lucky Dollar. Por un momento, no vio a nadie allí, y Gannon echó a andar hacia donde yacía Wash. Pero entonces salió Chet Haggin y se arrodilló junto al cadáver de su hermano, y Gannon se dio la vuelta. El viejo había dejado de gritar.
Siguió andando hacia la esquina. Al cabo de un momento recordó que llevaba el Colt en la mano, y volvió a guardarlo en la funda. Había el mismo silencio de antes, pero en sus conmocionados oídos lo sentía como un zumbido. Notaba la mano caliente y pegajosa, y, al bajar la cabeza, vio que por debajo de la venda le chorreaba una sangre oscura. En la esquina torció y cruzó Main Street, subiéndose a la acera por donde daba la sombra. Peter no lo miró, siguió rígidamente erguido con el rifle entre las manos, blancas de tanto apretarlo. Tim movió los ojos hacia él, saludándolo con una inclinación de cabeza. Oyó silbar a Mosbie entre dientes. Blaisedell había vuelto a ese lado de la calle y estaba apoyado contra un poste, vigilando el carro. Ahora Gannon oyó los lamentables sollozos y maldiciones del viejo, y vio que Chet seguía inclinado sobre Wash.
—Se lo agradezco —dijo a la espalda de Blaisedell, y siguió andando.
Ahora no miraba a izquierda y derecha, sino que mantenía los ojos fijos en el rótulo blanco y negro que colgaba sobre la puerta de la cárcel. Por un momento vio aparecer el rostro de Kate en el umbral. Había hecho su ronda por Warlock, tal como era su deber, y su derecho; pero le flojeaban las rodillas y el letrero de la cárcel parecía muy lejano. Sentía que la sangre le chorreaba por los dedos, y la culata del Colt le rozaba la muñeca cuando movía el brazo al andar.
—¡Aleluya! —murmuró Pike Skinner cuando Gannon llegó a la esquina.
Él no contestó, y cruzó Southend Street notando las miradas de los hombres allí congregados, que no eran vigilantes. Volvió a verla en el umbral de la cárcel, pero cuando se acercó, Kate desapareció en el interior, y, al entrar él, le dio la espalda.
El juez estaba sentado a la mesa con los hombros encorvados, la muleta apoyada a su lado, y las manos cruzadas entre la botella y el bombín. Enmarcado entre los barrotes, vio el rostro de Buck.
—Te ha dado en la mano, ¿eh? —dijo Buck en tono neutro.
—Sólo se me ha vuelto a abrir la herida.
El juez no dijo nada cuando él pasó frente a la mesa. Oyó que Kate emitía un jadeo.
—¡Tu cinturón! —gritó ella.
Se llevó la mano a la canana y palpó un alargado surco en el cuero; le faltaban algunos receptáculos de balas. Se dejó caer bruscamente en la silla, junto a la puerta del calabozo.
Kate lo miraba fijamente. Le vio las medias cuando se levantó la falda. Kate se desgarró el borde de las enaguas y luego se agachó para morderlo y romper una larga tira. Le cogió la mano y se la vendó bruscamente con la suave y fina tela, rasgando el extremo por la mitad y atándole ambos cabos. Entonces se apartó de él.
—Bueno, ahora ya has matado a alguien —observó, con los pálidos labios firmemente apretados contra los dientes.
—¿Quién ha sido, Johnny? —preguntó Buck.
—Wash.
—¿Qué van a hacer ahora?
—Marcharse, supongo.
—Tiene un hermano, ¿no? —dijo Kate.
El juez miraba la botella de whisky, el rostro salpicado de manchas parduscas, las manos aún cruzadas frente a él.
—Vaya, Gannon —dijo Buck, carraspeando—, hoy te has ganado algunos amigos.
—¡Amigos! —exclamó Kate—. ¿Te refieres a quienes lo consideran un prodigio por el hecho de haber matado a un hombre? ¡Amigos! —repitió ásperamente—. Amigo es quien le diga que ha hecho lo que debía y lo ha hecho bien, y que además lo mantenga. Porque ahora darán la vuelta a lo que ha pasado hasta convencerse de que ha asesinado a éste igual que a McQuown. Lo he visto demasiadas veces. ¡Amigos! Dirán…
—¡Vamos, Kate! —la interrumpió Buck.
—Yo no he matado a Abe McQuown, Kate.
—¿Y qué más da? —le gritó ella—. ¡Amigos! Un amigo dura lo que un montón de nieve en una plancha caliente, y los enemigos…
—Está usted muy amargada para ser tan joven, señorita —observó el juez.
Gannon dejó caer la cabeza de pronto, inclinándose aún más. Se sentía desfallecer, le daban vahídos, le latía aceleradamente el corazón, y tenía un regusto a bilis en la boca. En la imaginación veía no el rostro pétreo de Wash Haggin, sino el desencajado semblante oscuro del mexicano que subía por el barranco hacia él.
—¿Amargada? —oyó Gannon a Kate, entre el murmullo que zumbaba en sus oídos—. ¡Pues sí, estoy amargada! Porque la gente siempre encuentra el modo de crucificar a todo hombre decente, empezando por Nuestro Señor. No, ni siquiera es amargura; sólo sentido común. Lo admirarán como un prodigio porque ha matado a un hombre contra el que ellos no se enfrentaban por falta de agallas. Pero por eso mismo, acabarán odiándolo. Así que dirán que lo ha asesinado, igual que a McQuown. O que fue muy fácil, con Blaisedell detrás prestándole su apoyo, y todos los demás. Lo dirán, porque son hombres. ¿No cree usted, juez?
—Está usted amargada —insistió el juez con la misma voz apagada—. Y también tiene miedo por él. Pero según creo, yo conozco a los hombres mejor que usted, señorita Dollar. No son tan malos.
—¡Dígame uno que no lo sea! Indíquemelo. Pero no se lo diga a ellos. ¡O lo matarán por eso!
—Hay hombres que quieren a sus semejantes y participan de sus sufrimientos —declaró el juez—. Pero a causa de su odio, señorita, usted sería incapaz de reconocerlos.
Gannon alzó la cabeza para mirar el rostro de Kate, vuelto hacia el juez: y tenía una expresión dura, de odio, como había dicho Holloway.
—Le señalaré uno; Blaisedell, por ejemplo —dijo el juez.
—Blaisedell —repitió Kate en un murmullo—. ¡No, Blaisedell no!
—Blaisedell. A pesar de la dureza con que lo he juzgado, es un hombre decente. Y él sabía mejor que usted, señorita, lo que debía hacerse ahora. Que había que dejar a Johnny solventar la situación y cubrirse de gloria, porque le hacía falta, con todo lo que McQuown le había arrebatado. Es un hombre bueno. Y le indicaré también a Pike Skinner, que pensaba que Johnny había engañado a la ciudad con lo de Curley Burne, pero que ahora lo ha apoyado igualmente. Y los demás que están ahí fuera. ¡Hombres buenos, señorita Dollar! ¡Llevan la bondad en la sangre, y son mejores cada día!
—¡Por eso la derraman!
—Por eso la derraman. Y acabarán venciendo, señorita; aunque usted se burle de quien se lo está diciendo. Este viejo mundo renace una y otra vez, siempre con pena y sudor, y siempre se crucifica a los mejores. La gente como usted no lo verá, a causa de su amargura; como yo antes, y por eso lo sé. Y seguirán diciendo que una ciudad como ésta devora a un hombre cada mañana. —Dio un manotazo en la mesa y, alzando la voz, añadió—: ¡Pero ya no habrá más muertos para desayunar! ¡Ni tampoco crucificados, para mayor gloria de Dios! ¡Ni acuchillados, ni descuartizados…!
El juez se calló y giró en la silla cuando se oyeron pasos afuera. Gannon se puso en pie en el momento en que Chet Haggin apareció en el umbral. No llevaba canana, y tenía una mancha de sangre en la pechera de la camisa azul. Se quedó en la puerta, mirando fijamente a Gannon con ojos apagados, oscuros, y las facciones enteramente serenas.
—Lo siento, Chet —dijo Gannon.
Chet asintió brevemente con la cabeza. Paseó la mirada de Gannon, a Kate, a Buck y al juez, para volver al punto de partida.
—Nunca he creído que volvieras para matar a Abe —dijo con voz áspera y sin inflexión—. Te conozco un poco, Bud. Y sé que acabas de matar a Wash porque no has tenido más remedio, tal como estaban las cosas. He venido a decirte que lo comprendo. —Fue a introducir los pulgares en el cinturón, pero hizo una mueca y, bajando la vista, prosiguió en tono de disculpa—: Pensé que sería mejor venir desarmado. Las cosas están que arden ahí fuera.
El juez permanecía inmóvil, con la barbilla apoyada en las manos. Kate, de pie y muy erguida, tenía las manos cruzadas sobre la cintura y la vista fija en el suelo.
—Bud, cuando mataron a Billy pensamos muy mal de ti. Y dijimos cosas desagradables. Ahora comprendo lo que debiste sentir, porque cuando provocas a alguien para matarlo y él te mata a ti para evitarlo, ¿a quién hay que culpar? En todo caso, creo saber por qué no te enfrentaste a Blaisedell, y eso que no tenías miedo de hacerlo. —Los ojos se le llenaron súbitamente de lágrimas—. Porque yo no voy a enfrentarme contigo, Bud. ¡Pero tampoco te tengo miedo!
—Sé que no, Chet.
—Ellos dirán que sí. Malditos sean. No te desafiaré, Bud. Pero ellos intentarán matarte. Sobre todo Jack… No descansarán hasta que lo consigan. ¡No me pondré en contra tuya, pero tampoco puedo ir en contra de los míos! No puedo revolverme contra ellos, ni ponerme al lado de Blaisedell, como tú has hecho. ¡No puedo!
Salió, dando un traspié, y desapareció.
—Siempre he dicho que ése era el bueno —observó Buck, y el juez le lanzó una mirada de reprobación.
Gannon se quedó mirando la polvorienta luz del sol que entraba a raudales por la puerta. Ahora oyó el chirrido de las ruedas del carro. Avanzó despacio, pasó por delante de Kate y se detuvo en la puerta. El tiro de caballos con el carro venía hacia él por Main Street, y los jinetes detrás, envueltos en el polvo que levantaban. Pike Skinner, que seguía a la puerta de la tienda de Goodpasture, le hizo señas para que volviera a meterse dentro.
—¿Se van? —preguntó el juez.
—Eso parece.
—¡Será mejor que te apartes de la puerta, Johnny! —dijo Buck.
Pero no se movió, se quedó mirando cómo venían por Main Street, Joe Lacey y el indio Marko sentados en el pescante del carro, y detrás, el sarape que daba sombra al jergón del viejo. Los jinetes se habían desplegado para ocupar toda la calle. Gannon esperaba a Jack Cade.
Cade venía algo rezagado. Iba encorvado sobre la silla, con el sombrero de copa redonda blanco de polvo y el chaleco de piel desabrochado; llevaba los pantalones de rayas negras y malvas remetidos en las botas altas. Una funda de rifle con flecos pendía del arzón, inclinada a lo largo del pescuezo de su bayo. Dirigió la montura a la acera, y a su espalda, Gannon vio en la esquina a Pike Skinner, que bajaba la mano hacia el Colt.
El carro pasó frente a él; los que iban en el pescante miraban fijamente el camino. Los ojos del anciano lo escrutaron por encima del lateral del carro, desencajados, como ciegos, enloquecidos. Los jinetes se habían tapado la boca con los pañuelos, y resultaba difícil saber quién era quién. Volvieron la cabeza hacia él, como soldados de Caballería pasando revista, pero Jack Cade se le acercó.
—¡Yo te mataré, Bud! —lo amenazó con voz que apenas era un susurro, pero que retumbó en medio del silencio.
Luego saludó con la cabeza, picó espuelas y el bayo se lanzó a un trote rápido para alcanzar a los demás.
Siguieron cabalgando calle abajo detrás del carro: formas que se desdibujaban entre el polvo blanquecino y volátil, su paso casi inaudible salvo por el ocasional chirrido de una rueda defectuosa. Cuando casi habían llegado a la loma de las afueras, Gannon vio que una de las monturas se ponía de patas, y entonces resonó un disparo; súbitamente, todos los caballos se encabritaron en un confuso y grotesco amasijo, y todos los jinetes dispararon al aire y chillaron y aullaron en endeble e inútil desafío.
Hubo un golpazo seco sobre su cabeza y el rótulo osciló de repente. Los disparos y los gritos cesaron tan súbitamente como habían empezado, y, como si hubieran caído por una trampa, los caballos de tiro, el carro y los jinetes desaparecieron cuesta abajo por el camino de vuelta a San Pablo.
Alzó la vista hacia el agujero de bala en la esquina inferior del letrero nuevo, que seguía oscilando, y volvió dentro.
—¿Era Cade? —susurró Kate.
Asintió con la cabeza y la oyó suspirar, y ella alzó las manos y, como una criatura cansada, se frotó los ojos con los puños. Hubo otros gritos alborozados en la calle, más cerca, y de pronto Kate avanzó, se apoyó en la mesa, bajó la cabeza y se encaró con el juez.
—Ahora todo va perfectamente, ¿verdad? —le preguntó—. No hay nada de que preocuparse, ¿eh? Ah, los buenos siempre acaban ganando y todo está bien aunque los crucifiquen, porque…
—Vamos, Kate —dijo Buck—, no sé por qué te lo tomas así. Ya ha pasado todo, y de ahora en adelante va a tener detrás a mucha gente.
—¿Y a quién va a tener delante? —replicó ella, justo cuando Pike Skinner entraba apresuradamente.
Pike se abalanzó sobre Gannon, riendo a carcajadas, gritando y abrazándolo; luego fueron entrando los otros hasta que no cabía nadie más en la estancia, todos hablando a la vez y acercándose a darle una palmada en el hombro o estrecharle la mano buena, examinando el rasguño de bala en su canana y lanzando exclamaciones, preguntándole qué le había dicho Chet. No vio marcharse a Kate, sólo se dio cuenta de que se había ido, y de que el juez ya no estaba. Alguien había traído una botella de whisky y se la estaban pasando unos a otros. Algunos salmodiaban:
—¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós, Reguladores, adiós…!
Dio las gracias a Pike, y transmitió su reconocimiento a los demás, uno por uno, a medida que se aproximaban.
—Bien hecho, chico, muy bien —le dijo Peter Bacon—. Daba gusto verte, tenía la impresión de que estaba haciendo algo más que estar allí parado con el Winchester de contrapeso.
Una y otra vez le pasaban la botella. Alguien había sacado a Buck del calabozo. Le dio un vuelco al corazón al pensar que hacía mucho tiempo que en Warlock no se conocía tal júbilo y regocijo.
Oyó que alguien preguntaba dónde estaba Blaisedell y French respondió que no había venido con ellos. Le habría gustado dar las gracias al comisario. Dio un respingo cuando alguien le dio una palmada en el hombro, rozándole la mano por descuido. Hap Peters le metió un dedo en el agujero de la canana.
—¡Bebe! —gritaba Mosbie, agitando la botella frente a él—. ¡Bebamos a la salud del ayudante más aguerrido, valiente y mejor tirador de aquí a Tombuctú!
Mosbie le puso la botella en la boca, pero se atragantó con el amargo whisky. De pronto no pudo soportarlo más, salió, y casi echó a correr por la acera hacia su habitación en la casa de huéspedes de Birch.