Padre McQuown

El juez Holloway blandía la muleta a derecha e izquierda, abriéndose paso para entrar en la cárcel.

—¡Quitaos de en medio! ¡Apartaos, condenados!

Ya dentro, lanzó una mirada de preocupación a Gannon, apoyado contra la puerta del calabozo con aire apático, exhausto y profundamente decaído. El juez miró a Skinner, Bacon, Mosbie y a todos los que se encontraban en la estancia.

—Dad la vuelta a la mesa —ordenó.

Acatado su mandato, el juez se sentó de espaldas a la puerta y, al mover la silla, la muleta se le cayó ruidosamente al suelo. Gruñendo, abrió el cajón forzándolo contra la barriga y sacó la Biblia, la Derringer y sus anteojos. Había un continuo murmullo de conversaciones de los hombres agolpados en la puerta.

—¡Quiero un poco de orden aquí! —exclamó el juez, dando un manotazo sobre la mesa—. De lo contrario, os echaré a la calle. Y tampoco voy a tener aquí dentro a toda ese gente de San Pablo, abarrotando la sala. ¿Sabe alguien quiénes son los testigos presenciales?

—Todos, por lo visto —le contestó Bacon, en tono contrito.

—Sal y dile al viejo Ike que puede entrar con otros tres más.

Bacon salió y el juez se puso a tamborilear con los dedos en el tablero de la mesa. Skinner miraba a Gannon encubiertamente, con una mezcla de inquietud y desaprobación. Apoyado en su escopeta, Mosbie mascaba un trozo de tabaco que le abultaba en la mejilla. French y Hasty estaban juntos, recostados contra la pared del fondo. Fuera se produjo un silencio, y se oyó ruido de pasos. Entre los sombreros apareció uno de mujer, y los hombres se hicieron a un lado para dejar paso a Kate Dollar. Entró en la cárcel, alta y de curvas generosas, con chaqueta negra y falda plisada. Llevaba un collar de cuentas negras.

—¡Usted aquí, señorita Dollar! —exclamó el juez—. ¡Eso no está bien! Éste no es sitio para una dama. ¡Vaya, ésta sí que es buena! —dijo, al verla pasar.

Gannon alzó la vista.

—¿Y por qué no? —repuso Kate—. ¿No se permite a las señoras la entrada al juzgado?

—Bueno, mire… esto no es realmente un juzgado.

—Pero yo tampoco soy realmente una señora, juez —arguyó Kate con una sonrisa forzada.

A su espalda se oyeron risitas, y el juez señaló con el dedo a los hombres que permanecían en el umbral.

—Es que simplemente no puede ser, señorita Dollar. Sucios, malolientes, mal hablados…

—No me importa. Imagínese que no estoy aquí.

—Bueno, traedle una silla. ¡Tú, Pike!

Skinner se apresuró a llevársela y Kate se sentó, extendiendo con cuidado la falda y cruzando las manos sobre el regazo. Miró una vez a Gannon, sin mayor interés.

Se formó un nuevo alboroto en la calle y los hombres que estaban en la puerta se apartaron otra vez, ahora para abrir camino a Wash Haggin y Quint Whitby, que traían al viejo McQuown tendido en su jergón. Chet Haggin entró tras ellos, con rostro grave; los demás parecían cansados y furiosos. Dejaron el jergón en el suelo y el anciano se incorporó sobre un codo y paseó en torno su mirada venenosa y desconsolada, que finalmente fue a fijarse en Gannon.

—Vaya, Ike —le dijo el juez—. Has perdido a tu hijo.

El anciano asintió con gesto brusco. Se había cepillado la barba blanca que parecía tan fina y suave como la seda.

—Nunca pensé que viviría para verlo —declaró con su destemplada voz—. Asesinado por la espalda por alguien que acogió cuando era huérfano y a quien dio su amistad. ¡Maldita sea tu alma, que has vendido a Blaisedell, Bud Gannon!

—Johnny asegura que no mató a tu hijo. ¿Estás dispuesto a jurar que fue él?

—¡Pues claro, joder! —exclamó el viejo McQuown—. Y que Blaisedell fue quien lo envió…

—¡Cuida tu lenguaje! —le advirtió el juez—. Hay una señora presente, y aunque esto no sea un tribunal de justicia, procederemos como si lo fuese. ¿Entendido? Se abre la sesión, y tú debes probar que hay causa suficiente para que Johnny Gannon sea enviado a Bright’s City ante un tribunal en toda regla, Ike McQuown. Ahora bien: como ya he repetido miles de veces, aquí sólo soy juez si me aceptan como tal. Johnny, ¿me aceptas en este caso?

—Sí —contestó Gannon.

—¿Y tú, Ike? —preguntó el juez—. ¿Como parte demandante?

El viejo McQuown afirmó a su vez con la cabeza.

—Pike, se te nombra funcionario encargado del mantenimiento del orden en el tribunal. Que se recoja la artillería y se ponga a un lado.

Skinner, moviéndose con la misma cautela y precaución que un perro entre congéneres hostiles, recogió los revólveres de los Haggin y Whitby, y luego del resto de los presentes. Amontonó los Colts encima de la mesa, frente al juez, y colgó la escopeta de Mosbie en los ganchos de la pared.

El juez se había puesto los anteojos de montura metálica, a los que faltaba una patilla. Entregó la Biblia a Skinner y señaló a Gannon con la cabeza.

—Jura decir la verdad y nada más que la verdad, Johnny. Pon la mano sobre el libro y jura.

—Juro —dijo Gannon, y Skinner se volvió con la Biblia hacia el viejo McQuown.

—Juro —dijo despectivamente McQuown, y Skinner se dirigió uno por uno a los demás, que también juraron.

—Muy bien —dijo el juez—. ¿Has matado a Abe McQuown, Johnny Gannon?

—No —contestó Gannon.

—¿Quién dice que ha sido él?

—Yo —contestó el viejo McQuown.

El juez miró a los demás.

—¡Yo también! —exclamaron Whitby y Wash Haggin, casi al unísono.

—Entonces díganme lo que pasó, cualquiera de ustedes —dijo el juez, recostándose en la silla. Padre McQuown, con su áspera y violenta voz de viejo, contó lo que había sucedido. Cuando acabó, el juez prosiguió—: Así que lo viste, ¿eh? Estos muchachos y tú visteis claramente a Johnny allí, en la puerta, ¿no es eso?

—He dicho que lo vi y lo he jurado —contestó el viejo McQuown.

—Yo lo vi con claridad, juez —terció Whitby.

—Muy bien. Ahora cuéntanos tu versión, Johnny.

Gannon dio su explicación de los hechos, mientras el viejo McQuown se removía en su jergón, mascullando y maldiciendo en voz baja, Wash Haggin y Whitby ponían cara de pocos amigos, y Chet Haggin se mordía el labio.

—Entonces, ¿desenfundaste dos veces contra Abe McQuown, como dice Ike? —le preguntó el juez—. Y sostienes que te marchaste y no volviste. Pero oíste disparos, ¿no?

Gannon asintió. Pike Skinner lo observaba atentamente, mientras Mosbie devolvía la mirada a Wash Haggin con el ceño fruncido.

—¿Dijiste que Blaisedell y tú ibais a desquitaros?

—No.

—¡Lo dijo! —exclamó Padre McQuown con vehemencia—. ¿Verdad, Quint?

—Claro que lo dijo —aseguró Whitby.

Hubo un revuelo entre los espectadores de la puerta. Kate Dollar miró fijamente a Whitby, y, cuando él le devolvió la mirada, ella sacudió brevemente la cabeza. Whitby enrojeció.

—¿Y tú? —preguntó el juez a Wash Haggin.

—¡Ah!, sí que lo dijo —respondió el interpelado, eludiendo la mirada de Kate Dollar.

El juez desvió su atención hacia Chet Haggin.

—Yo no le oí decir eso —dijo Chet Haggin.

—¿Quieres decir que no lo dijo?

—Yo no he dicho eso. Sólo que no lo oí. Puede que lo haya dicho y que yo no lo haya oído.

—Ah, ah —exclamó el juez—. Veamos —dijo al viejo McQuown—. Tú no afirmas que Blaisedell estaba con él, ¿verdad?

—Puede que estuviera con él. Sostengo que Blaisedell le encargó hacerlo.

—¿Lo juras, quieres decir? —dijo el juez—. No puedes…

—¡Claro que lo juro, coño! —gritó el viejo McQuown—. ¡Y estos muchachos también! Es lógico, ¿no?

—Ike, ya te he advertido antes que aquí no tolero que se hable mal. Hay una señora presente.

—¿Y qué hace aquí, de todos modos? —masculló Whitby.

—Estoy tratando de averiguar —repuso Kate Dollar con voz clara, sonriendo— si alguno de vosotros es capaz de mirarme a la cara cuando miente.

El juez dio un manotazo sobre la mesa.

—¡Señora, o guarda silencio o haré que desaloje la sala!

—Primo Ike —dijo Chet Haggin—, no se cómo vas a jurar una cosa así. Nosotros no…

Su hermano se volvió hacia él, con rabia.

—¡Chet, sabes perfectamente que Blaisedell se lo encargó!

—No hay hombre en el territorio —dijo el anciano, volviendo a incorporarse sobre un codo— que ignore que Blaisedell quería matar a mi hijo, y ha estado buscando la ocasión desde que llegó a la ciudad. Abe, un muchacho tan pacífico y respetuoso de la ley…

Uno de los que estaban en la puerta soltó una carcajada burlona. El juez se volvió y, señalando con el dedo al infractor, gritó:

—¡Tú! ¡Vete!

La respiración del viejo McQuown llenaba el silencio de la estancia.

—Abe —prosiguió con voz trémula— nunca le habría dado motivos para pelear, porque no quería matar a un hombre que era comisario, aunque fuese el mismísimo diablo. Y como no tenía nada contra él, Blaisedell tuvo que enviar a un cochino y cobarde asesino para dispararle por la espalda, a un hi…

—No te molestes —lo interrumpió el juez—. No viene al caso y además es discutible. Vamos a ver, ¿afirmas que todo el mundo sabe que Johnny Gannon actuó por encargo de Blaisedell?

—Eso he dicho.

—Bueno, Ike, quizá sea así. Pero ahora te digo que también es del dominio público que tú y esos mismos muchachos de ahí, y tu hijo, fuisteis a Bright’s City y prestasteis falso testimonio ante el tribunal no sé cuántas veces para librar de la cárcel o de la horca a algunos de los tuyos, a pesar de que todo el mundo estaba enterado de sus crímenes. ¿Qué tienes que alegar a eso?

—¡Santo cielo! —murmuró el viejo McQuown—. ¡Válgame Dios, George Holloway, acaso nos estás llamando embusteros!

—Exacto —repuso con calma el juez—. Puede que no mintáis esta vez, pero sostengo que lo habéis hecho en otras ocasiones. Acabas de jurarme sobre la Biblia que vas a decir toda la verdad, y yo te pregunto, con arreglo a ese juramento, si habéis mentido en un tribunal antes de ahora.

El viejo McQuown no dijo nada.

—¿Vas a contestar, Ike, o no?

—¡Vete al infierno! —dijo el anciano con voz ronca.

—Juez —dijo Chet Haggin—. Usted podrá llamarnos mentirosos, pero eso no prueba que Johnny no lo sea.

—No, no lo prueba. Pero la cuestión que trato de establecer no es si vosotros habéis jurado una cosa y él otra distinta. —Se quitó los anteojos y dio unos golpecitos en la Biblia con una patilla. Con cuidado, apartó el montón de revólveres que había sobre la mesa—. Ahora quiero que me digáis cómo visteis a Johnny disparar por la puerta. ¿La abrió de una patada, habéis dicho? ¿Y empezó a disparar inmediatamente? ¿Y se le vio con toda claridad?

—Eso ya lo hemos declarado bajo juramento —contestó el viejo McQuown con su voz ronca.

—Supongo que no te importará que lo repasemos otra vez, ¿no?; porque yo no estaba presente. Bueno, y había luz suficiente para verlo, ¿no es así?

—Tres lámparas encendidas. Tenía que verse bien.

—Había luz suficiente, desde luego —corroboró Whitby.

—Pero él no pasó adentro, ¿no? Creí que habías dicho que se quedó fuera, que sólo abrió la puerta de una patada.

—He dicho que se quedó fuera.

—Pero afuera estaba oscuro, ¿no es así?

El anciano no respondió. Paseó la mirada por el rostro de todos los circunstantes, volviendo la cabeza para encontrarse con los ojos de Kate Dollar. Emitió un gruñido de desdén y volvió a tenderse en el jergón, jadeando por el esfuerzo.

—Bueno, a lo que pretendo llegar con esto —prosiguió el juez— no es al hecho consabido de que desde el exterior puede verse perfectamente lo que ocurre en una habitación iluminada, y que en una estancia alumbrada no puede verse lo de fuera cuando está oscuro. No es ahí adonde quiero ir a parar.

Frunció el ceño y alzó la mano cuando Whitby se disponía a hablar.

—Sólo trato de averiguar si estáis seguros de a quién visteis, nada más —prosiguió el juez—. Ahora voy a pediros a ti, Ike, y a esos muchachos, que penséis bien en lo que pasó… en vista de las afirmaciones de que Blaisedell estuvo allí en persona la noche en que Abe McQuown fue asesinado. Os pregunto si estáis absolutamente seguros de que el hombre que visteis disparar mortalmente contra Abe McQuown fue Johnny Gannon, aquí presente. Porque todo el mundo sabe que Blaisedell se había propuesto matar a Abe por encima de todo, como decís. ¿Entonces?

Hubo un alborotado murmullo de comentarios en el umbral.

—¡Pues, hombre, a lo mejor fue así! —murmuró Whitby, triunfalmente—. ¡Vaya! Tapándose la cara con un pañuelo, pero… —Entornó los ojos con astucia y, volviéndose hacia el anciano, añadió—: Oye, Padre McQuown, ¿qué te parece? ¡Vaya si no ha sido Blaisedell en persona, ahora que lo pienso!

—Tú estabas más cerca de la puerta que los demás, ¿verdad, Quint? —inquirió el juez.

—¡Primo Ike! —advirtió Wash Haggin—. ¡Es una trampa!

—¡Cuidado! —gritó el viejo McQuown.

Pike Skinner sonrió de pronto, y se oyeron risas entre los congregados a la puerta. El rostro gordo y moreno de Whitby palideció.

—Resulta difícil ver claramente a alguien —afirmó el juez con afabilidad— que está fuera, a oscuras, desde un sitio alumbrado.

—¡Afirmo que era Bud Gannon! —gritó el viejo—. ¡Por Dios que ya está bien de tonterías!

—¡Silencio! —ordenó el juez.

Empezaron a chillarse mutuamente hasta que el viejo McQuown se rindió, tendiéndose agotado en el jergón.

—Limítate a escucharme —prosiguió el juez—. Voy a hacer ahora un resumen de los hechos y quiero calma y tranquilidad aquí dentro. Veamos, tenemos a Johnny Gannon que jura una cosa, y a otros cuatro que juran lo contrario; y ahí fuera hay más que jurarían lo mismo, por lo visto. Pero…

—¡Ya lo creo que jurarán lo mismo! —lo interrumpió Wash Haggin, gritando.

—… pero, como he dicho antes, eso no quiere decir nada. Así que ahora veré los cargos que se imputan a Johnny Gannon. En primer lugar, que Blaisedell y él se confabularon para matar a Abe McQuown. Desestimado. Ninguna prueba, salvo que al parecer todo el mundo lo sabe.

»En segundo lugar, que Johnny Gannon fue allí y provocó una pelea con Abe McQuown, en presencia de unos quince amigos y parientes, desenfundando el revólver, y todo lo demás. Simplemente, no me lo creo. Nadie con una pizca de sentido común cometería semejante estupidez. Y si llega a matarlo en esas circunstancias, habría sido un suicidio, delante de todos ésos. No tiene ninguna lógica y simplemente no me lo creo.

—¡Fue él! —gritó el viejo McQuown.

—Silencio. Pasemos a lo siguiente, que lo apuñalaron en la mano y se marchó jurando que iba a desquitarse: eso parece lógico, y estoy dispuesto a creerlo. Y puede que haya dicho que Blaisedell y él iban a vengarse, sabiendo que la gente a quien se dirigía estaba a matar con el comisario.

»Pero eso no prueba que haya sido él quien asesinara a Abe McQuown, que es lo fundamental aquí. Whitby y tú, Ike, juráis que fue Gannon porque lo visteis. Sólo que Whitby ha cambiado ligeramente su testimonio; y reconozco que he tratado de confundirlo diciendo eso de Blaisedell, porque aquella noche estaba en la ciudad a la vista de todos, por mucho que digan los rumores que circulan sobre él. Pero ahora resulta que Whitby no vio las cosas con tanta claridad como aseguró al principio, y dice que el asesino se cubría el rostro con un pañuelo, algo que habría sido muy lógico. Sólo que se os olvidó lo del pañuelo en vuestra primera declaración. De manera que, como Whitby piensa que sería estupendo si al final hubiera sido Blaisedell, creo que no debió de ver quién era, porque Gannon y él no guardan parecido físico alguno. ¡De lo que deduzco que si Whitby no vio quién fue, entonces tampoco lo pudo ver nadie, y me parece que habéis acusado erróneamente a Johnny Gannon y que lo habéis hecho a sabiendas!

Dio un manotazo en el tablero de la mesa que sonó como la detonación de un revólver.

—¡Desestimado! Declaro que no existe ninguna prueba en contra de Johnny Gannon para que la causa sea vista en un tribunal propiamente dicho, ¡y que además no me lo creo!

El viejo McQuown escupió en el suelo. Whitby, todavía colorado, rió amargamente, y Wash Haggin fulminó a Gannon con la mirada.

—La vista ha concluido —se apresuró a decir el juez Holloway. Se quitó los anteojos y, junto con la Biblia y la Derringer, los guardó en el cajón—. Y ahora, Ike, puedes decir lo que piensas de mí sin ofender al tribunal.

El viejo McQuown lanzó una mirada desafiante en torno a la cárcel con los ojos llenos de lágrimas y de odio.

—Han asesinado a mi hijo —dijo—. Le han disparado por la espalda delante de mí, y nada ni nadie en el mundo puede remediarlo.

—Tenemos mucho que hacer, primo Ike —le recordó Wash Haggin.

—Creo que eso me incumbe a mí, Padre McQuown —terció Gannon de pronto—. Me ocuparé de encontrar al culpable.

El anciano gruñó como si fuera de dolor. No miró al ayudante del sheriff.

—Me parece que tú no vas a poder ocuparte de nada, si es que queda un hombre en algún sitio —replicó, y volviéndose hacia el juez, añadió—: ¡He venido aquí en busca de justicia, George Holloway, aun sabiendo que eras un yanqui!

—Ike —le contestó el juez en tono amable—. Dijiste que aceptarías mi decisión. ¿Vas a echarte atrás ahora?

—¡Sí! ¡Porque he visto cómo mataban a mi hijo y el cobarde cabrón que lo hizo sale libre!

—¿Y cuántos andan en libertad —repuso el juez— porque tu hijo y su gente los exoneraron cometiendo perjurio en Bright’s City?

—Yo confiaba en ti, George Holloway —prosiguió el anciano, sacudiendo la cabeza—. Pero nos has engañado y te has burlado de un viejo a quien acaban de matar a su hijo. He venido aquí a mi pesar, igual que estos muchachos. Pensé que, antes o después, irían cambiando las cosas, pero veo que somos todos contra todos, como siempre, y que sólo hay justicia cuando uno se la toma por su mano.

—Bud —advirtió Wash Haggin a Gannon—. Podría decirse que hiciste a Curley un flaco favor prestando testimonio para que lo dejaran libre y luego lo matara Blaisedell. El juez acaba de causarte el mismo perjuicio, Bud. Eres hombre muerto.

Kate Dollar se irguió rígidamente en el asiento. Todas las miradas se volvieron hacia Gannon.

—Wash —repuso Gannon—. Tú me conoces; ¿qué he hecho yo alguna vez para que puedas pensar eso de mí?

—Sé en lo que te has convertido —arguyó Wash Haggin.

—Chet —dijo Gannon—. Quizá tú seas capaz de comprender que si todo el mundo piensa lo peor de los demás, al final no quedará nadie que valga la pena.

Los músculos de las mandíbulas de Chet Haggin se proyectaron hacia fuera, pero no dijo nada.

—No andarás mucho por aquí —amenazó Wash Haggin en tono apagado— para ver si queda alguien que valga la pena.

—George Holloway —dijo el viejo McQuown—, te conozco desde hace tiempo, y tú a mí. Y te digo que debería darte vergüenza. Te has burlado de mí, valiéndote de una miserable estratagema. Tú no sabes lo que es perder a un hijo y que encima se rían de ti, para que luego el cabrón que lo asesinó quede en libertad.

—Nadie se ha reído de ti, Ike.

—Se me han reído en mi propia cara, y aquí mismo. Era un buen muchacho, amante de la paz, y se han burlado de mí cuando lo he dicho. Se quedó en casa sin hacer nada durante todo este tiempo aun a riesgo de que lo llamaran cobarde, sólo porque no quería enfrentarse con Blaisedell, que era el comisario de esta ciudad. No cabía ni un ápice de cobardía en su pobre cuerpo, ya muerto. Ah, sí, yo era tan malo como el que más, y lo digo sin tapujos; su propio padre era peor que ninguno, y todos le dábamos la lata para que se enfrentara con Blaisedell. Pero él sabía que no debía hacer una cosa así. Lo sabía mejor que yo, que Dios lo tenga en su gloria, porque en mi orgullo me importaba más lo que algunos coyotes pensaran de mi hijo. Y Blaisedell hostigándolo y provocándolo, a él, que sólo quería que lo dejaran en paz y actuar de un modo correcto, hasta que al fin ese demonio desalmado lo presionó al límite asesinando a su mejor amigo. Y ya no tenía más remedio que venir, no podía hacer otra cosa.

»Y entonces Blaisedell envía a este Judas lameculos para matarlo a traición, en vez de enfrentarse con él aquí, en la calle, en una pelea limpia. Pero así es. Duele mucho, George Holloway, pero voy a jurar algo que no he jurado antes porque sólo habría servido de mofa, para que se burlaran aún más de mí. Juro que mi hijo irá al cielo, y ese fétido demonio al infierno, que es donde debe estar, y Bud Gannon junto con él.

—Y pronto —agregó Whitby en voz baja.

—Eso es competencia de otro juez, Ike —repuso Holloway.

—Ese juez ya lo ha juzgado. Abe nos está viendo ahora mismo desde el cielo, y nos compadece a todos nosotros, miserables mortales.

—Antes de que anochezca será más feliz —apostilló Wash Haggin, mirándose las manos.

El viejo McQuown se recostó en el jergón y alzó la vista al techo.

—¿Adónde hemos ido a parar? —murmuró sosegadamente—. Aquí todos eran personas decentes, y sólo se ocupaban de sus cosas y nunca tenían que pedir ayuda a nadie, porque siempre había quien la diera sin pedirla. Apaches asesinos que luchaban como diablos y enfrentamientos con mexicanos, y hombres de verdad por todas partes, entonces. Cuando se cometía un asesinato se cogía al perro asesino y se acababa con él, con ayuda de amigos si era preciso. En aquellos tiempos, cuando aún los había. Cuando uno podía venir libremente a la ciudad, y reír y divertirse con la gente, y los amigos podían reunirse y disfrutar en la ciudad, y entonces daba gusto. Beber whisky, jugar un poco, pelearse a cuerpo limpio alguna vez cuando había diferencias, y luego otra vez tan amigos. En aquellos días, nadie decía que no a nadie, ni lo mataba si no salía huyendo con el miedo metido en el cuerpo. En aquellos tiempos valía la pena vivir.

—Y los hombres se mataban unos a otros como si tal cosa, en aquellos tiempos —puntualizó el juez, con la misma tranquilidad—. No sólo apaches. Cuatreros y salteadores de caminos por todas partes, que los sábados por la noche tomaban a esta ciudad por una galería de tiro, para diversión de los vaqueros. Mineros muertos como si dieran recompensa por ellos, y un inofensivo barbero asesinado a tiros porque se le resbaló un poco la navaja de afeitar. Sí, todo se hacía libremente en aquellos tiempos.

—¡Eran mejor que éstos! Puede que los hombres se mataran entre sí, pero lo hacían limpiamente, en igualdad de condiciones, y no se cometían carnicerías como ahora, ni se acababa con ellos por la espalda. ¡Y que no haya nadie con dignidad suficiente para impedirlo!

»¡Pero aún queda gente para decir basta! En el valle quedamos algunos que no servimos para ser ciudadanos, ni estamos ansiosos de dinero, ni locos por sacar plata ni consumidos por el miedo. Cuando se asesina a un hombre de forma repugnante e injusta ante los ojos de Dios, siempre habrá otro para vengar su nombre. ¡Aún quedan algunos!

—Todo el mundo se pondrá en contra vuestra, Ike —le advirtió el juez—. Es una batalla que los necios, estúpidos, ignorantes, confundidos e intransigentes como vosotros han librado más de un millón de veces sin ganar ni una sola, y yo perdí esta pierna al combatiros en una ocasión. Porque los tiempos cambian, y cambiarán, y están cambiando, Ike. Si se deja que los cambios sigan su curso, la mudanza será fácil. Pero si te opones a ellos como hasta ahora, el cambio no será tan hacedero y te reducirá a polvo, porque pasará por encima de ti como una piedra de molino.

—¡Ya veremos quién es el molinero! —exclamó el viejo McQuown.

—Blaisedell es quien es, Ike. Lo estáis presionando cada vez más, y también a nosotros, a quienes puede que tampoco nos guste lo que él representa más que a vosotros. Pero entre él y vosotros, nos quedaremos con él; y vosotros también os quedaréis con él si os negáis a que se imponga el orden público.

—No habrá orden público mientras esté Blaisedell —terció Chet Haggin.

—A Blaisedell se le ha acabado la cuerda —dijo ásperamente Wash Haggin.

—Eso creo yo —reconoció el juez—. Pero comprobaréis que le queda suficiente si os empeñáis en perturbar la paz por sistema. Donde yo vivía de pequeño había una estatua frente al juzgado que representaba la justicia. Tenía una espada con la que no amenazaba a nadie, llevaba los ojos vendados, y una balanza nivelada. Puede que fuera distinta para vosotros, los Confederados. A juzgar por los muchos de los vuestros que he conocido, supongo que en el sur debéis de tener una estatua diferente. Que siempre blande la espada contra quien la mira. Que no lleva venda en los ojos, de manera que da la impresión de mirarte directamente a ti. Y la balanza inclinada hacia ti, en todo momento. Nunca he visto que esos hombres traten de desafiarla y combatirla.

»Puede que se pudiera ganar con una impostora como ésa. Pero ahora estamos en los Estados Unidos de América, y ésta es mi estatua de la justicia, que representa a la nación. Podéis cruzar espadas con ella hasta morir en el intento, pero siempre acabaréis perdiendo. Porque detrás de ella, justo a su espalda (o quizá mucho más lejos, como en este territorio), está el pueblo entero. Todo el pueblo. Y si os oponéis a ella, os enfrentaréis con todos y cada uno de nosotros.

—Sacadme de este lugar, muchachos —ordenó el viejo McQuown—. Aquí estamos demasiado apiñados. Vamos fuera a enterrar a mi hijo, y a ocuparnos luego de nuestro asunto.

—¡Eh, un momento! —dijo Pike Skinner—. He oído cómo amenazabais a Johnny Gannon. Es el ayudante del sheriff en esta ciudad. Os advierto, malditos cuatreros, que hay bastante gente vigilando para que no provoquéis altercados.

—Mucha gente —confirmó French—. Contadla cuando salgáis de aquí.

—¡Sacadme fuera, muchachos! —gritó el viejo McQuown—. Sacadme de aquí y llevadme a donde vea caras de hombres decentes, de mi misma especie, que no sean rastreros, cobardes y tunantes de ciudad.

Los hermanos Haggin levantaron el jergón, y llevaron fuera al viejo entre la gente agolpada a la puerta, que respetuosamente les abrió paso.