18 de abril de 1881
En vista de la importancia de la reunión del Comité de Ciudadanos de esta mañana, consignaré lo sucedido con algún detalle.
Anoche llegó uno de los empleados de Blaikie con la información de que un gran número de vecinos de San Pablo se había congregado en el rancho de McQuown, y, con esa prueba de las intenciones de McQuown, todos los miembros del comité con quienes hablé antes de la reunión se resignaron a la obligada conclusión de que debíamos establecer un Comité de Vigilancia. Era evidente que Blaisedell no podía enfrentarse solo a ese cuerpo de Reguladores, manifiestamente formado para acabar con él, o ponerlo en fuga. El paralelismo con la suerte del pobre Canning resultaba demasiado claro, y no podíamos sentirnos de nuevo avergonzados. Unos estaban ansiosos por presentar batalla, otros, asustados, pero casi todos parecían firmes en su resolución de apoyar a Blaisedell hasta el final.
La reunión se celebró en el banco. Asistieron todos menos Taliaferro: el doctor Wagner, Slavin, Skinner, el juez Holloway, Hart, Winters, MacDonald, Godbold, Pugh, Rolfe, Petrix, Kennon, Brown, Robinson, Egan, Swartze, la señorita Jessie Marlow y yo mismo. También asistió Clay Blaisedell, no como miembro, sino como instrumento del comité.
El comisario no ha tenido buen aspecto últimamente. Pero en el banco de Petrix volvió a parecer él mismo, como si se hubiera restablecido de alguna enfermedad, y mostraba un aire de calma y confianza en sí mismo que a todos nos reconfortó. No se sentó, sin embargo, a la mesa con nosotros —suele ponerse a la derecha de la señorita Jessie—, sino que permaneció en pie, al otro lado del mostrador, mientras Petrix abría la sesión.
Jed Rolfe planteó el asunto: que en el pasado habíamos rechazado muchas veces la idea de un Comité de Vigilancia, pero ahora, en su opinión, era ineludible.
Pike Skinner presentó una moción para el establecimiento de un Comité de Vigilancia, que fue apoyada por Kennon, y se abrió la sesión a debate.
El médico se puso en pie para manifestar que resultaba evidente la verdadera misión de los Reguladores: castigar, asesinar o expulsar de Warlock a los huelguistas de la Medusa; ése había sido su propósito inicial y seguía siéndolo, aunque ahora veían que debían deshacerse del comisario antes de que pudieran llevarlo a cabo, pues desde luego se interpondría en su camino. MacDonald respondió que en principio los Reguladores se habían constituido para defender la propiedad de las minas, pero que ya no estaban a su servicio, no tenía acuerdo alguno con ellos, ni él poseía la patente de ese nombre. MacDonald alegó entonces, a su vez, que el médico era responsable de confabular a los mineros contra él, aparte de redactar unas condiciones indignantes y amenazadoras con arreglo a las cuales, según le había informado una delegación de huelguistas, se pondría fin a la huelga.
El médico le replicó con furia, hasta que con no pocas dificultades pudo Petrix restablecer el orden. Se preguntó a Blaisedell si quería hacer uso de la palabra, pero contestó que prefería oírnos antes de exponer sus propios argumentos.
Will Hart pidió la palabra y dijo muy en serio que era consciente de que lo que iba a manifestar sería mal recibido, pero que, en conciencia, debía exponerlo. En su opinión, dijo, el deber del Comité de Ciudadanos consistía en evitar todo derramamiento de sangre y no el de crear un Comité de Vigilancia. Las medidas de destierro, a su juicio, habían resultado un fracaso, y sólo habían conducido a la misma efusión de sangre que pretendían evitar. Tenía la convicción de que debía hacerse todo lo humanamente posible para impedir una batalla con los Reguladores. Lo que podría conseguirse, aunque lamentaba ser quien presentara tal sugerencia, si Blaisedell se marchaba de Warlock. Se comunicaría entonces la noticia a los Reguladores, privando de razón de ser a su propósito, al que ahora podrían dotar de cierto grado de justicia.
Era de temer, prosiguió un tanto nervioso, que ello pudiera interpretarse como una cobardía por parte de Blaisedell. Él, por supuesto, sabía que el comisario no temía a McQuown; más bien lo contrario. Personalmente, lo consideraría un acto de valor mucho más noble y grandioso por parte de Blaisedell, si se marchaba y nos dejaba en paz.
Por todos lados se elevó al instante una indignada protesta ante tal sugerencia. La señorita Jessie exclamó que Will pretendía echar a Blaisedell, y lo reprendió con tal violencia, que todos nos sentimos molestos. «¡Después de lo que ha hecho por Warlock! —gritó—. ¡Por todos y cada uno de los presentes! ¡Cuando teníamos miedo a ser asesinados en plena calle por cualquier vaquero borracho, y te atreves a decir que nos deje en paz!» Y cosas por el estilo. Jessie se extralimitó, pero Petrix, normalmente el más estricto de los parlamentarios, estaba demasiado perplejo para llamarla al orden. Sólo desistió cuando Blaisedell pronunció su nombre y el médico le habló en voz baja.
Jared Robinson declaró ruidosamente que la idea de Will Hart le parecía mala y de mal gusto, y que todos los demás pedíamos disculpas al comisario. «Si Blaisedell se va —dijo—, Warlock volverá a sumirse en el caos, McQuown hará otra vez lo que le dé la gana, y cualquiera que haya tenido amistad con el comisario —sobre todo nosotros, los del Comité de Ciudadanos— se encontrará en peligro de muerte.» Los sucesivos ponentes convinieron y abundaron en eso, hasta que MacDonald reiteró su anterior declaración en el siguiente contexto: el caos ya había descendido sobre nosotros, y ello a raíz de que Blaisedell hubiera permitido que los mineros lo arrollaran a la puerta de la cárcel en su intento de linchar a Morgan.
La señorita Jessie lo llamó embustero de inmediato, reprimenda a la cual MacDonald no quiso replicar, si bien se enfureció claramente. El médico dijo entonces, en un serio y evidente esfuerzo por no perder los estribos, que había que ser mucho más hombre para permitir que lo arrollara un grupo de seres momentáneamente enloquecidos (y con razón, añadió), que para abrir fuego contra ellos como sin duda hubiera preferido MacDonald. Pero, puntualizó, Blaisedell, en el momento en que se atentó contra la vida de Morgan, no estaba a nuestro servicio en el cargo de comisario, y en cualquier caso, su objetivo, que consistía en salvar a Morgan del linchamiento y no en preservar su propia dignidad, se había cumplido satisfactoriamente.
El juez Holloway, que había permanecido sentado en una especie de sombrío y alcohólico trance, parecía ahora haber acumulado energía suficiente para soltar una de sus arengas. Se levantó, se le dio la palabra y golpeó en el suelo con la muleta reclamando silencio. Se aferró al borde de la mesa, tan fiero de aspecto (y tan escandaloso de aliento) como un buitre, y lanzó una fulminante mirada a su alrededor. Resulta aterrador incluso cuando se cae al suelo de la borrachera. Nos llamó necios, y dijo que había un hombre distinto de Blaisedell para ocuparse de la actual situación. Warlock contaba con un ayudante del sheriff para aplicar la ley. Siempre había, afirmó, algún estúpido sediento de sangre que clamaba por un Comité de Vigilancia, o por contratar a un vigilante, pero el ayudante Gannon era quien tenía que ocuparse de los Reguladores.
Su voz quedó sofocada bajo una avalancha de conjeturas sobre el paradero del tal Gannon, que el demonio se lo lleve. Unos pensaban que había huido, otros (como yo mismo), que seguía en Bright’s City, y otros pretendían que se había unido a las fuerzas de McQuown. Pike Skinner nos informó de que había ido a San Pablo, pero con la declarada intención de avisar a McQuown de que no viniera a Warlock; ante lo cual hubo gritos de incredulidad.
Cuando se restableció el orden, el juez reiteró que la responsabilidad de la situación recaía en el ayudante del sheriff. Luego, según su costumbre, empezó a atormentarnos por nuestros errores y osadía. Nos acusó de haber incitado al comisario a matar a un hombre inocente: para mayor desconcierto, en presencia de Blaisedell; nos llamó bobos, estúpidos, idiotas y majaderos. Sofocaba a gritos, presa de ira, toda interrupción, y estuvo, en resumen, imponente en su estilo. Creo que le habría aplaudido si lo que decía no hubiera sido tan penoso.
Nos dijo, en un tono ya más contenido, que si no hubiéramos estado tan ciegos habríamos visto que casi habíamos tenido un buen agente de la ley en Carl Schroeder, y que sin lugar a dudas, lo teníamos ahora en Gannon. Expuso, con doloroso sarcasmo, la absoluta ilegalidad de la posición de Blaisedell como comisario, cuestión muy delicada para el Comité de Ciudadanos. Ni uno solo de nosotros cayó en la temeridad de mirar siquiera hacia Blaisedell mientras duró la diatriba, pero al fin la señorita Jessie se puso bruscamente en pie y gritó que si Blaisedell no era un auténtico comisario, Holloway tampoco era un verdadero juez, y que se dejara de hipocresías.
El juez replicó que era plenamente consciente de ser un hipócrita, y que aún se consideraba algo peor, por el hecho de pertenecer al Comité de Ciudadanos. Añadió: «Pero yo no me atrevo a enviar hombres a la horca, señorita Jessie Marlow».
Entonces, cuando la señorita Jessie se disponía ya a contestarle, le dedicó una torpe pero ceremoniosa reverencia y dijo que se negaba a escucharla, porque, como todos sabían, ella era una abogada defensora muy especial; por último, con el aire de quien ha hecho acopio de valor para acercarse a una serpiente cascabel, se volvió hacia Blaisedell.
Al principio, el juez se dirigió respetuosamente al comisario, asegurando que no había nada personal en sus observaciones, y que sus críticas no iban dirigidas tanto contra él como contra todos nosotros. Pronto, sin embargo, recobró su estilo intimidatorio y alzó la voz, enseñó la muleta, la agitó en el aire y gritó que Blaisedell era como el bastón que él sostenía, que había sido útil, y que debíamos estarle agradecido. Pero que sólo un idiota seguiría utilizando la muleta cuando se hubiera curado la extremidad enferma. Abarcándonos a todos con su furibunda mirada, nos informó de que ya no teníamos necesidad de la muleta de un pistolero ilegal, que nos convenía aplicar la ley como era debido si no queríamos que se atrofiara, y que ahora teníamos un agente para hacerla respetar: el ayudante del sheriff.
Petrix preguntó a Blaisedell, que había dado muestras de que deseaba hablar, si quería hacer uso de la palabra. Blaisedell respondió que le gustaría contestar a algunas de las cuestiones que había planteado el juez. Mientras él hablaba, vi cómo la señorita Marlow lo miraba con sus grandes ojos, retorciendo un pañuelo entre las manos. Aseguro que, si alguna vez he visto el corazón de una mujer en la mirada, fue entonces.
Blaisedell mantuvo un semblante muy serio mientras se adentraba por un camino que nos sorprendió. Dijo que sería una pena cargar tan pronto con demasiada responsabilidad al ayudante del sheriff. Añadió que a un caballo joven no se le debe agobiar demasiado. «Se le puede reventar galopando, o matarlo con demasiado peso —dijo al juez. Y prosiguió—: Ha soportado que lo llamaran embustero, cuando no lo era, pero aún no lo creo capaz de hacer frente a una violenta pandilla de San Pablo.»
Continuó en el mismo tono. Pero una vez que comprendimos el hecho de que creía que Gannon no había mentido, y que parecía apoyarlo —aun cuando no lo consideraba preparado todavía para detener a McQuown—, dejamos de asimilar lo que iba diciendo y nos quedamos mirándolo confusos. Observé que Buck Slavin tenía desencajadas las mandíbulas como un muchacho torpe de mollera, y que las facciones de Pike Skinner enrojecían vivamente. La señorita Jessie se había llevado el pañuelo a la boca, y tenía los ojos abiertos como platos.
—Señores —dijo Blaisedell—. He prestado algunos servicios a esta ciudad y creo que ustedes son conscientes de ello. Pero pienso que muchos desean que me vaya, no sólo el señor Hart. —Entonces sonrió levemente—. Será mejor que me marche, antes de que todos me tengan en el mismo concepto que el juez.
Skinner y Sam Brown protestaron con gran emotividad, igual que Buck, pero Blaisedell se limitó a sonreír y prosiguió dando las gracias al Comité de Ciudadanos por haberle pagado bien, apoyándolo tanto como cabía esperar.
—Pero conviene saber cuándo dejarlo. Porque el juez tiene razón en más de un aspecto, aunque haya discutido y me haya enfadado con él igual que todos ustedes.
Blaisedell añadió, sin embargo, que quería pedirnos algo.
—Les ruego que me permitan ocuparme de McQuown y sus Reguladores a mi manera —lo dijo de tal modo que era claramente una orden de que nos quedáramos al margen del asunto—. Es mi trabajo —prosiguió—. Y McQuown viene a por mí, de manera que es doblemente cosa mía. Si va a haber vigilantes, pido que no intervengan a menos que yo caiga. —Miró directamente a MacDonald y añadió—: Porque ya se sabe que suelo caer.
Hubo un murmullo general, pues todos comprendimos que Blaisedell tenía intención de enfrentarse solo, o quizás únicamente con Morgan, contra los de San Pablo. Estalló una tormenta de exclamaciones y protestas, a las cuales Blaisedell ni siquiera intentó responder, mientras Petrix golpeaba violentamente la mesa con el mazo.
Fue en ese momento cuando Gannon hizo su entrada. Estaba recién afeitado, bien peinado, pero tenía hinchado y magullado el labio superior y la cara demacrada de cansancio. Observé que llevaba la mano derecha vendada con una tela blanca. En tono beligerante afirmó que en Warlock no habría vigilantes.
La arrogancia de sus primeras palabras nos chocó tanto como la implicación de las últimas de Blaisedell. Personalmente tuve la impresión, sin embargo, de que Gannon se había estado preparando para esa declaración, ensayándola durante algún tiempo, y esperaba asimismo una respuesta enérgica. Al no recibir ninguna, pareció cohibirse de pronto ante nuestra augusta presencia.
En tono más razonable, añadió que lamentaba irrumpir de aquel modo, pero que se había enterado de que el Comité de Ciudadanos pretendía formar una tropa de vigilantes, y había venido a informarnos de que, en Warlock, no habría nada parecido.
Jed Rolfe le preguntó si ésas eran las instrucciones que había recibido de McQuown.
Gannon replicó, sin acalorarse, que él no obedecía órdenes de McQuown. Ni tampoco del Comité de Ciudadanos. Acababa de volver de San Pablo, agregó, adonde había ido a caballo para decir a McQuown que disolviera a sus Reguladores. Ahora nos decía a nosotros que tampoco habría vigilantes. Sentí cierto respeto entonces por aquel individuo, pensando que no debió de agradar a McQuown más que a nosotros.
Skinner dijo con sorna que apostaría a que Gannon había metido miedo en el cuerpo a McQuown, disuadiéndolo de su insensatez, y que era ciertamente estupendo que ni Warlock ni Blaisedell tuvieran nada de que preocuparse. Al oír eso, Gannon pareció ofenderse, enojándose como un chiquillo. Anunció, no obstante, que si McQuown acababa viniendo, nombraría ayudante a todo aquel que fuera necesario para recibirlo, y reiteró su afirmación de que no habría vigilantes. Observé que deliberadamente evitaba la mirada de Blaisedell.
Joe Kennon dijo a gritos que nadie tenía suficiente confianza en Gannon como para aceptar ser su segundo, a lo que el ayudante del sheriff replicó que cualquiera a quien él nombrara, tendría que aceptar el cargo o ir a Bright’s City a exponer sus motivos ante el tribunal. Esa discusión fue seguida de otras airadas declaraciones, hasta que Blaisedell intervino para afirmar que le correspondía a él hacer frente a McQuown y a quienquiera que viniese con él. «Esto va contra mí —concluyó—. De manera que soy yo quien tiene que enfrentarse a ellos, ayudante.»
Habló con voz firme, y Gannon palideció visiblemente. Permaneció quieto, sin mirar a Blaisedell, con la mano vendada sobre el mostrador, y con la frente surcada de lo que debían de ser desagradables pensamientos. Para nuestra sorpresa, sacudió la cabeza con determinación.
—Si fuera simplemente usted contra McQuown, yo me mantendría al margen, comisario —dijo—. Pero resulta imposible cuando viene todo un grupo armado con el nombre de Reguladores.
—Sí, es posible —repuso Blaisedell.
No me pareció que lo dijera precisamente en tono de amenaza, pero se irguió en toda su estatura mientras miraba a Gannon por encima del hombro.
El ayudante del sheriff, sin embargo, se mantuvo firme. Luego, con voz emocionada, dijo:
—He advertido a McQuown que no se acerque aquí con esa gente. Le he dicho que se lo impediré, si se atreve. Y eso es lo que pienso hacer.
Dicho lo cual se volvió para marcharse, y, aunque esperamos sin aliento la respuesta de Blaisedell, el comisario no dijo nada. Fue el juez quien rompió el silencio:
—¡Eso, eso! ¡Muy bien! —exclamó en un detestable tono de triunfo.
Su voz quedó ahogada por el subsiguiente griterío, y Gannon fue verbalmente desollado, destripado y descuartizado, y luego arrojado a la basura.
Al final, sin embargo, no se tomó decisión alguna sobre el Comité de Vigilantes.
19 de abril de 1881
He de confesar que, durante cierto tiempo, he tenido de nuestro ayudante una opinión más alta de la que antes tenía. Eso fue ayer. Hoy, el mercurio de mi estima ha caído en picado hasta desaparecer de la vista, pues Gannon, en su afán de impedir que McQuown viniera a Warlock, ha perpetrado una de las imposturas más monstruosas, grotescas y enteramente irracionales de que alguna vez haya tenido noticia.
En una palabra, Gannon está acusado de asesinato. McQuown no vendrá con sus Reguladores a Warlock porque está muerto, tiroteado por la espalda, y una multitud de testigos identifica a Gannon como el asesino.
Los Reguladores, en efecto, han venido, pero no en ese papel. Son portadores de un féretro, en el que reposa Abraham McQuown. La historia me la ha contado Joe Lacey, que jura haberlo presenciado todo.
Tal como informó ayer al Comité de Ciudadanos, Gannon había ido a caballo a San Pablo la noche anterior. Abordó a los Reguladores, reunidos en el rancho de McQuown, con la misma brusquedad que demostró en el banco ante el comité. Se cruzaron unos insultos, y al poco, según afirma Lacey, Gannon sacó el revólver contra McQuown. Eso lo pongo un tanto en duda hasta que conozca toda la historia, porque apuntar con el revólver a McQuown en presencia de sus amigos parece un acto de increíble majadería. Sea como fuere, McQuown se le echó encima y peleó con él, y, al defenderse, apuñaló a Gannon en la mano, lo que explica el vendaje con que lo vimos ayer. Entonces permitieron a Gannon que se fuera, lo que hizo muy groseramente, gritando que Blaisedell y él «se desquitarían».
En opinión de Lacey, Gannon pudo quedarse al acecho, porque los perros, que estaban encerrados, se pusieron a ladrar en cuanto él salió de la casa del rancho y ya no volvieron a callarse del todo, como si advirtieran una presencia siniestra. Una hora después, poco más o menos, la puerta se abrió de golpe y Gannon disparó sobre McQuown, que estaba de espaldas a la puerta, matándolo en el acto. Entonces huyó, pero no antes de que lo reconocieran el viejo Ike McQuown, Whitby y otros cuantos.
Todos salieron en tropel y le dispararon mientras huía, pero no pudieron perseguirlo porque había desatado los caballos, que se espantaron con el tiroteo. Para cuando recuperaron las monturas era claramente inútil tratar de ir en su busca, y algunos temían que Gannon hubiera ido acompañado por un grupo de asesinos de Warlock, con idea de que lo persiguieran para atraer a los vaqueros a una emboscada. Lacey no tiene la menor duda de que Gannon es el asesino, porque, aunque no lo vio con sus propios ojos, muchos compañeros suyos sí lo vieron.
No hace dos horas que ha llegado el cortejo fúnebre. Era bien sabido que los Reguladores iban a venir, pues se los había avistado a bastante distancia de las afueras. Gannon había nombrado ayudantes, sin las dificultades que algunos habían previsto, a más de veinte hombres buenos, apostándolos a lo largo de Main Street y en las azoteas de los edificios. Salió a caballo solo, al encuentro de los Reguladores y de su carromato fúnebre, cuando subían por la loma de las afueras. No me he enterado aún de lo que allí pasó, y me sorprende que no le dispararan en el acto, pero el caso es que volvió a la cárcel y se entregó al juez Holloway. Pronto se verá su causa y tendrá otra ocasión de comparecer y jurar ante el juez, no como testigo esta vez, sino como acusado. Resulta curioso que Ike McQuown actúe de querellante.
Este sesgo de los acontecimientos nos ha dejado a todos de una pieza.