Gannon contó los caballos cuando se detuvo frente a la casa del rancho: diez, once, doce. La luz brillaba en sus lustrosas crines y en el blanco de sus ojos. Los perros se pusieron a ladrar junto al corral de los caballos.
Por las ventanas, a la luz de la lámpara, veía las siluetas de los hombres. Oyó unos tenues y amargos acordes de guitarra. Una voz se elevó en etílica canción, perdiéndose entre risas.
Desmontó despacio, abrumado por la fatiga. Amarró la yegua de Tim a la baranda, junto a los demás, suspiró, se ajustó la canana, y empezó a subir los escalones. En el porche se detuvo para limpiarse la palma de las manos en los pantalones; luego, con ansioso apresuramiento, llamó a la puerta. Se abrió hacia dentro bajo la presión de sus nudillos, y las voces se apagaron. La guitarra siguió tocando un momento más; después, con un rasgueo de cuerdas, enmudeció a su vez.
Todos los rostros se volvieron hacia él, pálidos y untuosos a la luz de la lámpara. Abe estaba apoyado en la panzuda estufa sujetando por el cuello la damajuana de whisky. El viejo McQuown estaba echado sobre un jergón en el suelo. Chet Haggin, desplomado en el asiento de la calesa, con las piernas separadas, se encontraba al lado de Joe Lacey, y, sentado entre los dos en el suelo con una taza de loza en la mano, estaba Wash. Más allá de Abe vio a Pecos Mitchell, encorvado sobre la guitarra, Quint Whitby, con su grueso rostro y su bigote de caballería, el indio Marko, limpiándose las uñas con una navaja, Walt Harrison, Ed Greer, Jock Hennessey y otros cinco o seis que no conocía: todos mirándolo fijamente. Detrás de Chet, de pie, estaba Jack Cade, con su sombrero de corona redonda y cinta de cuero calado sobre la frente, sus labios de ciruela pasa torcidos en una desagradable sonrisa.
—Vaya, pero si es Bud Gannon, que ha vuelto a San Pablo —dijo Abe, dejando en el suelo la damajuana de whisky.
—Bud —lo saludó Joe Lacey.
Nadie habló. Mitchell volvió a rasguear la guitarra, tarareando en voz baja y observando a Gannon con una ceja enarcada en su rostro picado de viruela. El anciano se incorporó sobre el jergón.
—Venga, Bud, pasa —lo invitó Abe—. No te quedes ahí quieto como si no fueras bienvenido.
Llevaba una camisa de ante que le caía por debajo de la cadera, ceñida con un cinturón mexicano del que colgaba un machete en una funda de plata repujada. Parecía borracho, pero con la mirada alerta y brillante, jovial. No había cambiado nada desde la primera vez que lo vio.
—¡Blaisedell lo ha echado de la ciudad! —exclamó de pronto el viejo.
Gannon lo negó con un gesto. Miró a Cade a los ojos y lo saludó con un movimiento de cabeza. De la misma forma se dirigió a los demás.
—Joe —dijo—. Chet, Wash, Pecos, Quint, Padre McQuown.
Los conocía mejor que a nadie de Warlock, pensó; los conocía de emborracharse, trabajar, robar ganado y jugar a las cartas. Se había peleado con Walt Harrison, dándole una paliza, había recibido una buena tunda de Whitby, había tenido a Chet y Wash Haggin por sus mejores amigos, y a Jack Cade como enemigo; con su hermano Billy, y quizá con todos los demás, veneró como a un héroe a Curley Burne, y sintió un reverencial respeto por Abe McQuown. Con todos, menos con los nuevos que no conocía, había matado a los mexicanos en Rattlesnake Canyon. Ahora sabía que hasta el último de ellos lo despreciaba, más aún de lo que le odiaba Jack Cade.
—¿Dónde has dejado aquel escopetón, Bud? —le dijo Wash, echándose a reír.
—¿Dónde está Billy, Bud? —inquirió otro, a su espalda.
—Es de mala educación —le espetó el viejo McQuown— venir aquí llevando esa estrella prendida al pecho, Bud Gannon.
—¿Whisky, Bud? —le ofreció Abe.
—Gracias —contestó él, sacudiendo la cabeza.
—¿No has venido a beber? ¿Ni a hablar tampoco? ¿Sólo para quedarte ahí plantado sin abrir la boca?
Mitchell rasgueaba la guitarra, y Joe Lacey la miró y luego, con toda intención, a Gannon.
—Yo siempre he preferido la armónica —declaró.
Jack Cade se cruzó de brazos y sonrió. Lo mismo que Abe, enseñando los dientes entre la barba roja.
—¿No tienes nada que decir, Bud?
—¿Son éstos tus Reguladores?
—Los Reguladores —contestó Abe, asintiendo lacónicamente.
—¿Vais a ir todos a Warlock?
—Eso pensamos —contestó Abe, arqueando una ceja—. ¿Por qué? ¿Alguna objeción, ayudante?
Gannon asintió, y vio que a Abe se le subían los colores.
—¡Cómo te atreves, hijoputa de mierda! —exclamó Cade.
—¡Arrancadle esa estrella, muchachos! —gritó el viejo.
—¿Ya nos han desterrado, Bud? —preguntó Wash, lloriqueando burlonamente.
Cade no dejaba de maldecir.
—Si hay que insultar, lo haré yo —dijo Abe, y Cade guardó silencio. Sonriendo de nuevo, añadió—: ¿Qué objeción, Bud? ¿Nos han echado de la ciudad?
—No han desterrado a nadie. Pero esa banda descontrolada que atiende al nombre de Reguladores no va a venir a causarnos problemas, Abe. No vendrá mientras yo tenga la facultad de reclutar contra ella hasta el último hombre de Warlock.
—De modo que así están las cosas, ¿eh? —observó Abe en tono ecuánime—. ¿Es eso, Bud?
Gannon asintió con la cabeza, mientras a su alrededor se iba alzando un rumor.
—Pero yo sí puedo ir solo, ¿no? —prosiguió Abe—. Claro, eso estaría muy bien, con Blaisedell, Morgan y media docena de pistoleros macarras asándome a tiros. No; no creo. Voy a ir con unos amigos que me respalden, nada más. Como él tiene los suyos para que lo apoyen. —Se pasó la mano por la barba—. Voy a matarlo por haber asesinado a tu hermano, Bud —añadió, en voz más baja—. Y lo mataré también por asesinar a Curley. —Empezó a temblarle la voz—. ¿Qué coño es lo que pretendes? —exclamó—. ¿Vienes a mi casa a decirme que no vaya a Warlock?
Gannon, rígido e inmóvil, miraba de frente a Abe McQuown.
—He dicho que no vayas, Abe.
—¡Puñetero mocoso! —gritó el viejo.
—Huye y escóndete, Abe —dijo Whitby—. ¡Cuidado! ¡Bud se está enfadando!
—¿Sabes lo que te pasa, Bud? —dijo Abe con toda tranquilidad—. Le tienes tanto miedo que no soportas que alguien no se lo tenga. Si hay gente que no le tiene miedo, tú quedas en mal lugar. Mató a Billy, y lo único que hiciste fue lamerle las botas. Mató a Curley —prosiguió, alzando la voz—. Después de que juraste que no quería matar a Carl. ¿Y qué es lo que hiciste, a pesar del testimonio? Seguir lamiéndole las botas. Eres un ayudante estupendo. —Dio un paso hacia él—. Y la ciudad entera está llena de gente como tú. En cuanto Blaisedell da un soplido, perdéis el sombrero. Como no podéis llamaros hombres, no dejáis que nadie lo sea. Y no habrá un hombre en ningún sitio hasta que alguien acabe con ese puñetero demonio, salido de los mismos infiernos. ¡Malditos seáis…!
—No vas a entrar en Warlock con ninguna banda de Reguladores, Abe —sentenció Gannon, alzando la voz más que McQuown—. He venido a advertirte que nombraré ayudantes a todos los ciudadanos para que te lo impidan.
—Te has puesto completamente en contra nuestra, Bud —dijo Chet Haggin.
—Soy el ayudante del sheriff, Chet. Hay cosas que tengo obligación de hacer.
—Por Blaisedell —apuntó Chet.
Gannon sacudió la cabeza.
—¡Sí, por Blaisedell! —exclamó Wash Haggin, y todos empezaron a hablar a un tiempo, hasta que Abe gritó airadamente, reclamando silencio.
—Sólo quiero preguntarle una cosa más, Abe —prosiguió Chet—. ¿No crees, Bud, que Blaisedell no va a perseguirnos y matarnos uno a uno, a menos que vayamos por él todos juntos?
—No tiene nada contra vosotros. Eso sería algo que yo tendría la obligación de impedir, supongo.
Chet sonrió desdeñosamente y Wash soltó una sonora carcajada. Todos se echaron a reír.
Abe se puso las manos en el cinturón y se balanceó sobre los talones.
—¿Igual que cuando le impediste que matara a Curley, ayudante?
Gannon sintió que se ruborizaba penosamente.
—Fue una pelea limpia, Abe. Pero tú no tienes intención de enfrentarte limpiamente con él. Tú vas a…
—¡Eres un embustero! —le espetó Abe—. Pelea limpia.
—No habrá pelea. No vas a llevar a esta gente allí.
—¡Maldito seas! —exclamó Walt Harrison.
—¡Intenta detenernos, Bud! —lo desafió Whitby.
—Os detendré.
—Déjame hablar un momento con él, Abe —dijo Jack Cade con su chirriante voz.
Avanzó hacia Gannon, con los pulgares metidos en la canana. Gannon aguantó su dura mirada.
—Tú —le dijo Cade, haciendo una larga pausa—. Tú eres un cobarde mamón. —Sonrió, colocándose el cinturón. Se raspaba el labio inferior con los sucios dientes—. Eres un cobarde gallina, un cagueta, un mandria, un hijo de puta sin cojones. Eso es lo que eres, lo digo yo. Y digo que…
Gannon permaneció inmóvil oyendo la serena y chirriante voz que intentaba provocarlo con creciente maldad. No temía especialmente que lo obligaran a pelear, porque pensaba que no era eso lo que quería Abe. Apenas escuchó los insultos, porque no le importaban, pero era consciente de que debía pararlos, porque cuando un hombre actuaba en nombre de la ley había que mostrarle cierto respeto, o de lo contrario la ley dejaría de existir y su viaje hasta allí habría sido peor que inútil. Paseó la mirada alrededor y se le encogió el corazón al ver en todos los rostros no sólo desprecio, sino satisfacción y grosero entusiasmo. Únicamente Wash Haggin parecía un tanto avergonzado, y Joe Lacey, molesto. Chet había desviado la vista. Abe sonreía levemente, vigilando la escena con el rabillo del ojo.
Las viles palabras siguieron resonando, sin sentido. Gannon se quitó la estrella de la chaqueta y alargó el brazo para entregársela a Chet Haggin.
—Guárdamela —le dijo—. No quiero que pueda ir diciendo por ahí que ha matado a otro ayudante del sheriff.
—¡Lo diré! —exclamó Cade, triunfalmente—. ¡Afuera, ayudante!
—Aquí —dijo Gannon—. Así será una pelea limpia. —Se desató el pañuelo del cuello, y rápidamente hizo un nudo en cada extremo—. Cuenta tú —le dijo a Chet—. Sacaremos a la de tres.
Mordió el nudo de uno de los extremos del pañuelo, y alargó el otro; inmediatamente vio que Cade no iba a luchar.
—¡No soy tan imbécil como para pelear con el pañuelo! —declaró Cade con voz ronca.
Era suficiente, pensó Gannon, guardándose enseguida el pañuelo en el bolsillo y recogiendo la estrella. Nadie dijo nada.
No había tenido importancia, pero esperaba haber recobrado algo ante sus ojos. Aunque era consciente de que Abe había visto el farol y su necesidad, y con temor comprendió que al parar los pies a Cade había desafiado al propio Abe. Ahora se preguntó si Abe estaba tan seguro de su propia autoridad como para dejarle mantener su ventaja moral.
—¡No soy ningún idiota! —insistió Cade—. ¡Sal fuera a pelear como es debido!
—Acero puro —declaró Abe—. Vaya, un hombre duro como el acero merece como mínimo una medalla. —Se volvió hacia el indio—. ¿Dónde está la medalla, Marko? —El indio se quedó totalmente perplejo. Abe hizo un ademán hacia la boca, y Marko se sacó algo del bolsillo. Abe lo cogió, y, con un movimiento veloz, despojó a Gannon del sombrero, poniéndole un cordón en torno al cuello. De él colgaba una armónica. Alzando la voz, añadió—: Curley ya no la necesitará más. ¿Qué os parece como medalla para Bud, muchachos?
En sus carcajadas reconoció la liberación de la tensión; lo que había ocurrido entre Jack Cade y él había quedado en nada, y a sus ojos volvía ser ahora un estúpido y un traidor. Se quitó el cordón del cuello y devolvió la armónica a Abe, cogiendo su sombrero.
—Será mejor que te la quedes tú —dijo, viendo cómo los ojos de McQuown se arrugaban peligrosamente—. Me voy. Ya has oído lo que he dicho de los Reguladores. Que se vayan con la música a otra parte.
Se sorprendió al oír la frase de Carl en sus propios labios.
—¡Abe! —gritó el viejo—. ¿Vas a dejar que ese hijo de puta se marche tan fresco?
—Un momento —dijo Abe.
Los demás se inclinaron hacia delante, atentos y expectantes. Todos tenían miedo, comprendió Gannon de pronto. Quizá pensaban, como había dicho Chet, que Blaisedell se los iría cargando uno a uno si ellos no lo mataban antes a él.
—¿Qué derecho tienes tú a impedir que vayamos? —prosiguió McQuown con voz queda—. ¿Cuándo fuiste incapaz de evitar que Blaisedell matara a Curley? Dímelo, Bud. ¿Cómo vas a decirme que no puedo echar a Blaisedell de la ciudad y matarlo si no se marcha, cuando no hiciste nada para que no matara a Curley? —Y concluyó, en voz aún más baja—: Curley era mi amigo.
—¡Y mío también, joder! —protestó Wash.
—¡Hay que matarlo a tiros en la tumba de Billy! —intervino el viejo McQuown—. Billy era un muchacho espléndido, y él no es nada.
—Yo estoy hablando de Curley —dijo Abe. Hizo una pausa, su rostro una máscara barbuda, llena de surcos; los ojos, velados. Luego, añadió—: Tendrías que venir con nosotros, Bud.
Gannon sacudió la cabeza.
—Pero lo juraste, ¿no? Juraste que Carl te confesó que fue culpa suya, ¿no es así? ¿O te has retractado de eso?
—Aún no —contestó, comprendiendo al momento que lo que había considerado como una amenaza pasajera era algo mucho más serio.
Oyó el silbido que hizo Abe al aspirar aire, y vio cómo se le abría de par en par el ojo derecho, mientras el izquierdo seguía siendo una hendidura.
—¿Qué pretendes insinuar con eso? —murmuró Abe.
No le contestó enseguida. Pero él no había ido allí, pensó, para luego marcharse como si nada. Había venido a decirles que no se presentaran en Warlock bajo el nombre de Reguladores.
—En Warlock va a haber paz y se va a respetar la ley —sentenció con voz fatigada—. Y si no, ahí estará Blaisedell. Si dejáis las cosas tranquilas, se marchará. Sabe que tiene que irse, porque se ha equivocado.
—Pues que se vaya.
—Para que se marche tenéis que dejar las cosas en paz. Yo me ocuparé de que así sea, y Warlock también. Tengo otros medios para impedir que vayáis, aparte de nombrar ayudantes.
—Qué miedo me da esa pandilla de culogordos empleados de banca a los que va a nombrar ayudantes —dijo Whitby—. ¡Uyuyuuy! Me…
—¡Cállate! —soltó Abe. Miró fijamente a Gannon con la frente inclinada, de modo que la barba le rozaba el pecho, y sus verdes ojos parecían desencajados—. ¿Qué otros medios, Bud?
—Me retractaría con tal de impedíroslo.
—¿De qué coño estás hablando? —inquirió el anciano—. No sé de qué…
—¡Cierra la boca! —ordenó Abe, poniendo la palma de la mano encima de la estufa y apoyándose pesadamente en ella—. ¡Maldita sea tu puñetera estampa! ¡Serás cabrón, viniendo aquí a decirnos con muchos miramientos cuál es tu obligación! ¡Yo te diré lo que tienes que hacer! ¡Maldito lameculos, di ahora mismo lo que Carl te dijo y jura que es verdad! —Dio un paso hacia él—. ¡Júralo, imbécil!
—Me parece que no… —empezó a decir, tratando de echarse a un lado cuando la mano de Abe le cruzó la cara.
Se tambaleó por el golpe; la mejilla empezó a arderle de un modo enloquecedor, y se le saltaron las lágrimas. Oyó un murmullo de aprobación de los demás, a quienes, de momento, no podía ver.
—¡Júralo! ¡Vas a jurar la verdad, o te mataré!
Él sacudió la cabeza; vio que el brazo de ante se abatía sobre él. Esta vez no se apartó, sólo echó la cabeza atrás para mitigar el golpe. Sintió dolor y el sabor de la sangre en la boca.
—¡Sacúdelo bien! —decía el viejo.
—¡Cárgatelo, Abe!
—¡Dilo! —le conminaba Abe.
Él negó con la cabeza y tragó sangre salada.
—¡Dilo!
El puño, que esta vez ni siquiera vio venir, le estalló de nuevo en la cara, y retrocedió tambaleándose en medio de un frenético griterío con la habitación dándole vueltas alrededor. Los chillidos cesaron bruscamente mientras recuperaba el equilibrio, y entonces sintió en la mano, horrorizado, los duros y redondeados contornos del Colt que acababa de sacar. Al aclarársele los ojos vio que Abe McQuown estaba un poco encogido con el puño hacia atrás, deteniendo el movimiento de un nuevo golpe. Abe se irguió despacio, el pecho vestido de ante moviéndose al ritmo de su jadeante respiración, la mano izquierda masajeando los nudillos de la derecha, alzando la mirada del Colt al rostro de Gannon. Una sonrisa le marcaba afilados pliegues en la barba.
Gannon escupió sangre. El peso del Colt se le hacía insoportable en la mano. Abe alargó su sonrisa.
—¡Ah, no, Bud! —le dijo, avanzando un paso. Dio otro; sus mocasines susurraban sobre el suelo—. Ah, no, Bud.
La mano de Abe cayó sobre la suya tan afilada y dura como una garra, arrancándole el revólver. Abe tiró el arma al suelo, a su espalda, y se echó a reír. Alzó el brazo para pegarle de nuevo.
Gannon enarcó el hombro para amortiguar el golpe. Levantó la mano derecha para detener el siguiente con el antebrazo. Con súbita euforia lanzó el puño y sintió pelo y hueso. Abe retrocedió tambaleándose y Gannon saltó hacia él.
Le pusieron la zancadilla. Cayó pesadamente más allá de Abe, que se echó a un lado. Un puño se abatió en su espalda cuando se apoyaba en el suelo con las manos para incorporarse. Gritó de dolor cuando una bota le aplastó las costillas, y volvió a caer. Bajo su cuerpo notó la dura forma de su Colt, en donde Abe lo había tirado.
Lo sacó a tientas con la mano izquierda, apoyándose con la derecha en la mesita de la calesa en un nuevo esfuerzo por levantarse, echándose a un lado cuando Whitby le lanzaba otra patada y los que estaban allí sentados se apartaban. Entonces pudo mover el revólver y apuntó desesperadamente a Cade, que había desenfundado. Sólo vio el alargado destello del cuchillo a la luz de la lámpara.
Dio un grito y se quedó paralizado, a medio incorporarse, con la mano derecha clavada al tablero de la mesa.
De una patada, Whitby le quitó el revólver de la mano izquierda.
—¡Levántate! —jadeó Abe.
Trató de hacerlo, ladeando el hombro hacia abajo para mantener la mano estirada sobre la mesa. Apenas podía ver entre el sudor que se le introducía en los ojos. Abe hizo fuerza sobre el cuchillo con ambas manos, no para clavarlo más, sino para mantenerlo en el sitio.
—Muévete y te la rebano, Bud.
No se movió.
—Cástralo, hijo —dijo el viejo, tranquilamente.
Ahora simplemente no sentía la mano, y empezó a recobrarse del desmayo. Sin dejar de apretar el machete, Abe quitó del mango la mano derecha, y, con un movimiento cuidadoso, calculado, lo abofeteó, débilmente.
—No te muevas, Bud —repitió Abe, sonriendo.
La misma mano volvió a abofetearlo en la mejilla. Una y otra vez, siempre con más fuerza. A medida que el filo del cuchillo le cortaba la mano, le sobrevenía un nuevo desvanecimiento. Sólo sentía el desgarro, pero ningún dolor.
—No te muevas, Bud —seguía advirtiendo Abe, mientras lo abofeteaba.
Casi estaba desmayado.
—¡Júranoslo, Bud!
Sacudió la cabeza. Ahora sintió la sangre pegajosa bajo la mano, de modo que, además de clavada, parecía encolada a la mesa.
—¡Júralo, cabrón de mierda! —gritó Abe, al borde de la histeria.
—Haz un poco de palanca con el mango, hijo. Que chille.
—¡Por amor de Dios, Abe, así no conseguiremos nada! —exclamó Chet Haggin.
—¡Déjame a mí el cuchillo! —dijo Cade.
Abe apretó el mango hacia abajo, y Gannon cerró los ojos. Al cesar la presión, volvió a abrirlos. Distinguió el brillo de la saliva en las comisuras de la boca entre la barba roja. Miró a los demás, vagamente complacido de obligarlos a apartar la vista.
—¡Déjalo, Abe! —gritó Chet.
—¡Júralo, Bud! —murmuró McQuown—. ¡O juro por Dios que te corto la mano! ¡Te mataré!
—Más vale que me mates si quieres entrar con tus Reguladores en Warlock —repuso él—. Porque si no, te lo impediré.
Era una salida, si Abe quería, y Gannon estaba seguro de que aprovecharía la oportunidad. McQuown apartó la cara. De perfil, su alargada mandíbula tenía un aspecto feroz, y el sudor le corría por la mejilla. Estaba pálido.
—¡Me gustaría ver cómo nos lo impide! —dijo Wash apresuradamente.
—¡Me gustaría verlo! —coreó Walt Harrison.
Abe sacó el cuchillo de un tirón, y Gannon jadeó cuando el aire le penetró en la herida como otro puñal. Dejó la mano sobre la mesa, mientras observaba cómo Abe se limpiaba la hoja en la pernera del pantalón. El viejo murmuraba.
—Saca el pañuelo y véndate la mano —dijo bruscamente Chet—. Puede que a algunos les guste el olor a sangre, pero a mí no.
—Me sorprende mucho ver que aún le queda algo —observó Whitby.
Con mano trémula, Gannon se sacó el pañuelo del bolsillo y trató de vendarse la herida. Joe Lacey se acercó para ayudarlo, estirando el pañuelo y atándole las puntas.
—Prepárate para detenernos —dijo Abe fríamente—. Iremos mañana.
—¡Maldita sea, volverá a avisar a Blaisedell para que se largue de la ciudad, hijo! —gritó el viejo McQuown—. ¡Te digo que lo mates o lo retengas aquí!
—Deja que arregle cuentas con él, Abe —pidió Cade.
McQuown sonrió con sorna.
—Venga, Bud —dijo—, lárgate antes de que cambie de idea.
Gannon miró alrededor, buscando su revólver.
—Dádselo —ordenó Abe—. No puede hacer nada con él.
Walt Harrison le entregó el revólver. Lo cogió con la mano herida. Se le escapó entre los dedos y, con un movimiento brusco, lo sujetó con la palma contra la pierna. Con dificultad, lo introdujo en la funda. Whitby le encasquetó el sombrero en la cabeza. Pasó en medio de todos ellos hacia la puerta. Allí se volvió. Abe continuaba de pie junto a la mesa, clavando la punta del cuchillo en la madera con una especie de apática crueldad.
—Estáis avisados —dijo Gannon—. No vayáis a Warlock, tal como tenéis pensado.
Esta vez, nadie rió.
Gannon salió a la vibrante oscuridad. Bajó los escalones con cuidado. Un perro se puso a ladrar, y los demás le hicieron coro. Estarían dentro, recordó; siempre los encerraban, cuando alguien tenía que entrar o salir de noche.
Se quedó inmóvil durante un rato en la silla, los ojos cerrados, la mano izquierda aferrada al pomo. Uno a uno, con mucha cautela, trató de mover los dedos de la derecha: el meñique, el anular, el corazón, el índice y el pulgar. Suspiró aliviado al comprobar que no le había cortado ninguno, y agitó las riendas. Sujetándose en el pomo, rígido, pesado e inseguro sobre la silla, picó suavemente espuelas y murmuró:
—Vámonos a casa, chica.
La yegua subió la primera loma a la pálida luz de la luna, bajó la cuesta, ascendió el segundo cerro; él no volvió la vista ni una vez. Una estrella errante cruzó el firmamento a lo lejos, disolviéndose, al caer, en la nada. Soplaba un viento frío. Tiritó, pero se irguió aún más, soltó la mano del pomo y se la llevó al sombrero para ajustárselo mejor. Al bajarla, rozó con el pulgar la estrella que llevaba prendida al pecho, asegurándose de que no la había perdido.
La rabia que sintió era como el principio de un dolor de muelas.
—¡Yo soy la ley! —dijo en voz alta.
La furia fue creciendo en su interior. Lo habían insultado, maldecido y amenazado, le habían pegado y apuñalado, habían deliberado sobre si lo mataban o no, habían pretendido juzgarlo, y, finalmente, lo habían soltado despreciando su advertencia. Ante su presunción e ignorancia, sintió que la ira invadía hasta el último rincón de su ser.
Pero ¿por qué tendrían que pensar de otra manera? Siempre había sido así. Él había dado muestras de coraje para hacerles comprender. Antes, al menos, reconocían el valor, y lo respetaban. A lo mejor era que no lo apreciaban en él, o puede que ya no tuvieran esa cualidad en alta estima, que sólo conocieran el miedo, el odio y la violencia. La furia ciega fue abandonándolo; no había llegado a demostrarles nada. Y ahora, casi sentía lástima de McQuown al recordar la desesperación que había observado en sus ojos cuando apretaba el cuchillo: Abe peleando y torturando por la Justicia, como si fuera algo que pudiera conseguirse por la fuerza. Porque la Justicia se había personificado en la muerte de Curley, y quizá Blaisedell estuviera a su modo tan desesperado por la Justicia como McQuown. Pero Gannon sabía muy bien que Blaisedell nunca mataría a sangre fría por la Justicia, ni tramaría nada para conseguirla por medio del engaño y la traición.
Hacía ya una hora que cabalgaba a lo largo de los álamos del río, entre la más densa oscuridad, cuando oyó el disparo. Fue un sonido tenue, seco y lejano, pero inconfundible. Hubo un silencio en el que incluso el líquido rumor del río pareció acallarse, y luego, una descarga entrecortada. Al cabo de otra pausa hubo otras dos ráfagas, y, después, silencio de nuevo.
Siguió cabalgando, con la vista vuelta atrás. No veía ni oía nada salvo el rumor de la corriente y el viento entre los árboles, el sordo paso de la yegua y, de vez en cuando, el ruido de sus cascos contra algún afloramiento de piedra. Finalmente se acomodó en la silla cogiendo de nuevo el monótono ritmo de vuelta a Warlock, cabeceando, despertándose de pronto, y volviéndose a quedar dormido.
Mucho después, creyó oír, hacia el este, el estrépito de los cascos más rápidos de otra montura, pero al despertarse, en el súbito y desapacible esfuerzo por recobrar la conciencia, no llegó a estar seguro. Ya despierto, no oyó nada, y pensó que debía de haberlo soñado.