Pike Skinner cruzó el umbral de la cárcel y se detuvo allí, con una expresión ceñuda en el rojizo semblante. En el interior, Peter Bacon estaba sentado a la mesa, llevándose a la boca cucharadas de almíbar de una lata de melocotones, y Tim French en una silla situada junto a la puerta del calabozo, un poco más allá del círculo de luz que proyectaba la lámpara. Apoyado en la pared había un paquete cuadrado y plano, envuelto en papel de periódico.
—¿Todavía no ha vuelto Gannon? —preguntó Skinner.
—Sí, pero se ha marchado otra vez —contestó French.
—Esta noche estoy yo de jefe —informó Bacon, limpiándose la boca con la manga de la camisa—. Pero no quiero saber nada de líos. Si alguien mete las narices aquí dentro, decid que soy lo que se os ocurra con tal que no crea que hay alguna autoridad.
—¿Adónde coño habrá ido ahora?
—A San Pablo —le contestó French.
—Ha vuelto a vendernos, ¿no? —exclamó Skinner—. Ha ido ahí abajo para traerse luego a los Reguladores.
—¡Un momento! —replicó French.
—La tienes tomada con él porque crees que no hace nada bueno, ¿verdad? —terció Bacon—. Pues ha ido a impedir que vengan.
—Eso es lo que te ha dicho él, ¿no?
—Pues, sí —replicó Bacon.
—Y te lo has creído, ¿eh?
—Sí.
—Antes yo tampoco le tenía confianza —dijo French—. Pero por lo visto estaba en un error.
—¡Sigo diciendo que ése miente más que habla! —insistió Skinner.
—Bueno —dijo Bacon, encogiéndose de hombros—, en todo caso le he dicho que no me moveré de aquí hasta que vuelva. O hasta que alguien traiga su pobre cadáver, agujereado, despedazado y triturado, para que lo enterremos.
—¿Cómo cree que se lo va a impedir? —preguntó Skinner, con sarcasmo.
—No dio explicaciones. Vino reventado de cabalgar desde Bright’s City, y nada más enterarse de la noticia dijo que sería mejor impedírselo, de modo que cogió prestada la yegua de Tim y se marchó.
Bacon empezó de nuevo a llevarse a la boca cucharadas de almíbar de la lata de melocotones. Skinner cerró la puerta de un puntapié.
—Buck y los otros acaban de volver de Bright’s —anunció—. Buck dice que Johnny casi ha convencido a Keller de lo que supuestamente le dijo Carl.
—Menuda ayuda —opinó Bacon.
—¡Será posible, Pete; creía que Carl era amigo tuyo! Maldita sea, ¿es que no le viene bien a McQuown?
—Eso no cambia las cosas, Pike —observó French.
—¿Quieres decir —preguntó Skinner, sacudiendo la cabeza— que Gannon se ha ido para allá él solo para decirles que no vengan?
—Eso pretendía, y se ha ido solo, que yo sepa —dijo Bacon, mirando a Skinner con sus pálidos ojos.
—¡A mí iban a pillarme para ir allí! —dijo Skinner. Lanzó una mirada casi furtiva a la pared donde estaban grabados los nombres en el enjalbegado—. ¿Qué es ese envoltorio de ahí?
—Un letrero nuevo que le ha dado Keller —le informó Bacon. Se quedó mirando la lata vacía—. A Carl le habría gustado.
Skinner se acercó a donde estaba el paquete, lo cogió del suelo y le quitó la cuerda y el papel de periódico. El letrero era cuadrado, escrito con letras negras sobre fondo blanco y con un recuadro en negro:
CÁRCEL DE WARLOCK
AYUDANTE DEL SHERIFF
Skinner le dio la vuelta; por detrás, era igual.
—Está bien hecho —observó—. En el viejo ya no se sabía lo que estaba escrito.
—Podríamos colgarlo para que Johnny lo vea mañana —sugirió French—. Mientras esperamos.
Skinner volvió a dejarlo donde estaba.
—Veo que Gannon ha grabado su nombre ahí, en la pared —observó, irguiéndose y dándose la vuelta.
—Es el ayudante —dijo French—. Los ayudantes del sheriff ponen su nombre ahí. ¿Por qué no iba a hacerlo él?
—Yo sólo he dicho que lo ha puesto ahí, eso es todo.
—Más vale que dejes de fijarte en esos nombres, Pike —le advirtió Bacon, en tono no enteramente jocoso—. O cuando menos te lo esperes alargarán la mano y te cogerán.