Morgan se queda fuera

Sentado en la cama de su habitación del hotel, Morgan desplegó con mano firme el rígido papel. Alzó una vez la vista hacia el asustado rostro de Dechine, recién llegado de San Pablo, y luego puso el papel bajo la lámpara. Las palabras estaban escritas en mayúsculas, con esmerada caligrafía:

3-7-77

CLAY BLAISEDELL

POR EL VIL ASESINATO

DE WILLIAM GANNON

Y DE CHARLES BURNE

3-7-77

A MANOS DE

ABRAHAM MCQUOWN

JEFE DE LOS REGULADORES

—¿Qué voy a hacer, Tom? —gimió Dechine—. ¡Por Dios santo, qué voy a hacer!

Morgan dobló el papel cuidadosamente. Luego, cogiéndolo de un extremo con el pulgar y el índice, lo sacudió, volviendo a desplegarlo con un crujido. Dechine se estremeció.

—¿Cuántos tienes?

—Diez —respondió Dechine. Se frotó la enrojecida nariz—. ¡Joder! Tengo que poner tres o cuatro en alguna parte, en la estación de la diligencia, en el Lucky Dollar y la tienda de Goodpasture. Los demás son para él, para ti, para Buck y algunos otros; aquí tengo la lista. —Hizo un ademán hacia el bolsillo del chaleco—. Sobre todo, tengo que asegurarme de que él reciba uno. ¡La leche! ¿Qué voy a hacer, Tom?

Morgan volvió a estudiar el pasquín. Estaba bien hecho. Sintió una especie de admiración hacia McQuown, por haber incluido en la lista sólo a Billy Gannon y a Curley Burne. McQuown sabía cuáles eran las cartas más altas en Warlock; aún más altas eran con Clay, pero eso McQuown no lo sabía. El cuatrero había sido lo bastante inteligente para no cargar las tintas. «Bueno, Clay, ¿qué hacemos ahora?», dijo para sus adentros. La voz de Dechine le retumbaba en los oídos.

—Tenía que poner unos cuantos y después largarme. ¡Entregarle uno a él! Entonces, pensé en traértelos para que los vieras, Tom.

—¿Quién se lo ha escrito a McQuown?

—Joe Lacey. Escribe muy bien. ¡Por Dios, Tom! ¿Qué voy a hacer?

—Lo que te han dicho. Si no lo haces, Joe Lacey tendrá que hacer otra tirada.

—¡Ah, no! Ahora mismo me largo del territorio. Ni se me ocurre entregarle uno a Blaisedell, coño. —Dechine tenía los hombros enarcados, como temiendo alguna presencia a su espalda; con cuidado, puso el montón de papeles encima de la mesa de Morgan—. Dije claramente a Abe que no quería hacerlo; pero con él no valen palabras. Tiene una mirada que parece que ha estado mascando peyote. Entonces pensé que sería mejor fingir que iba a hacerlo y poner rápidamente tierra de por medio. Sé que…

—¿Cuándo van a venir?

—No creo que vengan enseguida. Cuando me marché estaban todos comiendo y bebiendo, pero se reían de cómo iban a dejar que se fueran poniendo nerviosos en Warlock. Creo que no será pronto. Pero vendrán todos, esta vez; todo el pelotón que los Haggin reclutaron para McDonald más toda la gente de Abe. Hasta el viejo; van a traerlo en el carro para que vea el espectáculo. ¡Tendrías que haber oído al viejo hijo de perra! ¡Pero yo, no; no, señor! ¡No voy a poner esos puñeteros carteles, Tom!

—Hazlo. Si tú no lo haces, mandarán que lo haga otro.

Volvió a doblar el papel. Seguía teniendo las manos firmes, pero sintió un gusto metálico en la boca al preguntarse lo que haría Clay. Porque no había forma de impedir que se presentaran, ellos u otros como ellos.

—No sé a quién tener más miedo, si a Blaisedell o a Abe —prosiguió Dechine—. ¡Cada día hay que tener más cuidado con Abe! —Vaciló y parpadeó, humedeciéndose los labios—. Bueno, creo que debo decírtelo, Tom. Casi te incluyen en eso a ti también. Pero Abe dijo que no; pensaban acusarte a ti y a Blaisedell del asesinato del tal Cletus…

—¿De quién? —preguntó Morgan, enarcando una ceja.

—Pues de aquel pasajero que mataron cuando Pony y Cal asaltaron la diligencia de Bright’s City. Abe estaba pensando en la forma de culparos a Blaisedell y a ti, o sólo a él. Pero al final decidió dejarlo como estaba. Te digo que se ha vuelto completamente loco allá abajo, y no sólo por lo de Curley. Joder, Tom, cómo me alegraré de salir del territorio. Este país se ha ido al carajo. Te lo digo a las claras, Tom, aun sabiendo que Blaisedell es tu amigo. Aunque conozca a Abe y me haya caído bien. ¡A veces deseo con todas mis fuerzas que vengan y se maten los dos a tiros para que se pueda respirar aquí otra vez! —Se caló el sombrero, y concluyó—: ¿No podrías darme algún dinero, Tom?

—Pues, claro. ¿Cuánto me debes; quinientos o seiscientos? Quédate con eso.

—Tom, yo…

Dechine se volvió hacia la puerta al oír pasos, en las escaleras, en el corredor. Llamaron.

—¿Tom? —dijo Clay.

—Pasa —contestó Morgan, sonriendo a Dechine.

Dechine retrocedió a un rincón, se quitó el sombrero y empezó a retorcerlo entre las manos. Clay lo miró al entrar.

Morgan entregó el papel a Clay.

—¡Yo no tengo nada que ver con eso, comisario! —exclamó Dechine—. ¡Me habrían despellejado vivo si no los hubiera traído! ¡Pero he venido enseguida para enseñárselos a Tom!

—Creía que tenías prisa por marcharte, Dechine.

Dechine soltó un sonido como el de una bomba que pierde agua. Se dirigió despacio hacia la puerta, asintiendo con aire obsequioso; bajó las escaleras corriendo torpemente.

Clay se quedó un buen rato de pie, leyendo el papel.

—La vieja señal del vigilante —dijo al fin—. Un metro de ancho por dos de largo, por dos de hondo —y luego, doblando cuidadosamente el papel, añadió—: Jefe de los Reguladores.

—Vendrán todos —le explicó Morgan—. Los que formaban los Reguladores de MacDonald y otros más.

—Bueno, está bien —repuso Clay.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Morgan, con calma—. ¿Escapar?

—De McQuown, no.

—¿Qué piensas hacer? —repitió, con menos calma—. ¿Vas a dejar que te maten sin pelear?

—A McQuown, no —contestó Clay. Sonrió de pronto. Tenía cierto aire infantil cuando sonreía de aquel modo, y le preguntó—: ¿Tienes whisky, Morg?

—Tengo —repuso Morgan. Lo cogió y sirvió dos vasos. Riendo con entusiasmo entre dientes, añadió—: ¡Salud!

—Salud —dijo Clay, asintiendo con la cabeza, y ambos bebieron juntos.

—¿Recuerdas aquella vez en Fort James, cuando sorprendiste a Hynes y a su pandilla?

—Ya lo creo —contestó Clay. Tomó asiento, quitándose el sombrero y dejándolo en el suelo, a su lado. Su pelo claro relucía como el oro a la luz de la lámpara—. Te aseguro, Morg, que valía la pena verte salir por aquellas puertas batientes. Daba la sensación de que tenías seis brazos, que movías como aspas de molino, con una pistola en cada mano. Creí que morirían pisoteándose unos a otros al salir de allí, mientras tú y yo los perseguíamos gritando y disparando al aire.

Clay parecía muy animado, y le contagiaba el entusiasmo; nunca se había sentido tan complacido, ni tan orgulloso. Pero entonces Clay, bajando la vista, frunció el ceño, y en otro tono dijo:

—Sí que lo pasamos bien, en Fort James.

—Bueno, parece que esta vez también vas a necesitar ayuda.

Vio que la mano de Clay apretaba el vaso que aún no había apurado.

—No —dijo Clay—. No me va a hacer falta ayuda, Morg.

Morgan se volvió hacia la ventana. La luna llena colgaba enfrente como una calabaza iluminada por dentro. En la redonda superficie dorada se distinguían todas sus manchas. Se quedó como si se le hubiera cortado la respiración, mientras seguía el hilo de los pensamientos de Clay, tratando de comprender su decisión. Parecía haberlo enjuiciado, y Clay nunca había hecho eso antes.

—Clay —dijo con voz apagada—, ¿crees que sólo va venir McQuown? Es todo San Pablo.

—Esto es entre McQuown y yo.

—Naturalmente. Los demás caerán desmayados a la vista de tus pistolas de oro.

Oyó el crujido del papel, a su espalda.

—Esta vez no necesito ayuda, Morg —aseguró Clay.

«Maldito idiota», pensó, ni siquiera irritado; condenado imbécil. Pero era inútil llamarle estúpido, discutir no tenía sentido. Vio lo que tenía que hacer. Había dicho a Kate que él nunca se pondría en contra de Clay, pero esta vez lo haría.

—¿Vas a marcharte, Morg? —preguntó Clay en tono inexpresivo.

«Gracias, pero no, gracias, y ahora que lo dices, ¿por qué no te marchas tú? Debes hablar por boca de la señorita Jessie Marlow. Antes eras dueño de ti mismo, Clay Blaisedell —pensó amargamente, mirando a la luna de Warlock, blanca como la leche—. Ahora resulta que te han convencido para que hagas de Clay Blaisedell.»

—No te importará que me quede a verlo, ¿verdad? —le dijo—. Podría invitarte después a un whisky, para que se te calmaran los nervios. O acompañar tu féretro.

—Lo comprendes, ¿verdad, Morg?

—Pues claro. Si no estoy, no puedo perjudicarte, y ya te he hecho bastante daño aquí.

—Eso es una estupidez —afirmó Clay, después de emitir un gruñido de indignación—. No me vengas con que no lo entiendes. Esto sólo me incumbe a mí.

Morgan no se volvió de la ventana. Las estrellas se perdían entre la luz de la luna; sólo se distinguían unos cuantos puntos sin brillo.

—Bueno, no te importará que no me vaya inmediatamente, ¿verdad? Aún tengo pendiente algún asunto.

—¿De qué se trata, Morg?

No sabía por qué se sentía tan avergonzado. Se volvió para mirar a Clay y le dijo:

—No fueron los mineros quienes incendiaron el Glass Slipper, ¿sabes?

—Ah, ¿no?

—¿Te has fijado últimamente en Taliaferro? Tiene a ese pistolero del French Palace pegado a sus talones como una sombra.

Clay asintió con un leve movimiento de cabeza.

—¿Fuiste tú quien mató a aquel crupier suyo, Morg?

—¿Te refieres a Wax? ¿El que abrió la cabeza a mi Profesor por orden suya?

Clay recogió el sombrero, se lo colocó sobre las rodillas y empezó a abollarle la copa con el canto de la mano, primero en diagonal y luego de atrás hacia delante, repitiendo los movimientos con una especie de abstraída atención, como si no tuviera otra cosa que hacer en el mundo. Pero al fin dijo, sin alzar la vista:

—Nunca te he pedido algo así.

—¿El qué?

—Dejar en paz a Taliaferro.

—De acuerdo.

—Como un favor —dijo Clay. Se levantó y se puso el sombrero. Cogió el papel y, lanzando una mirada al montón que había sobre el escritorio, observó—: Es una tontería que ponga esos pasquines contra mí mismo. ¿Sabes de alguien que pueda hacerlo?

—Se lo diré a Basine.

—Que lo haga cuanto antes —recomendó Clay, dirigiéndose a la puerta.

—¿Como un favor?

—No te enfades, Morg —repuso Clay, deteniéndose—. No es nada entre tú y yo. Creí que lo entenderías.

—Pues claro que lo entiendo —protestó.

Se acercó al escritorio y cogió la botella otra vez. De espaldas a Clay se sirvió whisky en el vaso en un lento chorro hasta que oyó cerrarse la puerta y los pasos de Clay alejarse.

Se acercó entonces a la ventana, y, en la oscuridad, vio cómo la alta figura aparecía en la calle bajo su vista. Levantó el vaso y musitó:

—¡Salud! —Bebió un buen trago, y, sentándose bruscamente al borde de la cama, añadió—: Sí, Clay, lo entiendo perfectamente. Pero no te lo permitiré. Ni a McQuown. ¡Maldita santurrona, mojigata, virgen y puta! —exclamó, pensando en la señorita Jessie Marlow.

Ya era hora de que hablara con ella, y a ella se dirigió mirando al vaso de whisky.

«Tú —dijo—, tú pusiste a Curley Burne en la lista para que lo crucificaran, y supongo que no te importaría que Clay se enfrentara solo a esa pandilla de vaqueros porque haría muy buena figura, ¿no? ¿No sabes que McQuown ha estado esperando pacientemente, cargado de todo su odio y malicia, calculando el momento oportuno para hacer su jugada? Tú se lo has puesto en bandeja, con Curley Burne.»

—Cómo debes de odiarte a ti misma, señorita Jessie Marlow —la remedó en voz alta—. ¿Crees que desearán que se los trague la tierra en cuanto lo vean, sólo porque es tan valiente? Será él quien acabará bajo tierra, porque lo agujerearán por todas partes, por la espalda, por los lados y de frente también.

»De acuerdo, me salvaste la vida, pero de muy mala gana. Y quieres que me vaya, no es eso, y se lo has dicho, ¿verdad? ¿Estás satisfecha con lo que estás haciendo con él? Lo has conquistado, y él ya no sabe ni quién es. Yo soy el horrible sapo al que salvaste la vida porque no te quedaba otro remedio, y yo se la voy a salvar a él cuando venga McQuown. Supongo que te pondrás a dar gritos con sólo pensar que voy a salvarlo, ¿no? ¿Qué tienes que objetar a eso, señorita Jessie Marlow?

Soltó una carcajada al ver en su imaginación el horrorizado semblante de Jessie.

«Pero maldita sea, puñetera, ¿lo dejarás en paz, después? ¿Podrás hacerlo? Porque seguirá viviendo.»

—¿Permitirás que dé cartas al faraón en un salón? —inquirió en voz alta, remedando de nuevo su aire despectivo—. ¡Déjalo estar, señorita Jessie Marlow, antes de conseguir que lo maten por querer convertirlo en una puta estatua de mármol!