15 de abril de 1881
Suele decirse, con esa exageración con que una pizca de verdad se graba en la memoria, que el motivo por el cual permanece la gente en Warlock es que prefiere la muerte antes que un viaje a Bright’s City, y que la condenación eterna es mejor que ir a Welltown en diligencia. No es para tanto, aunque el viaje es una larga jornada llena de horrores, y al llegar a Bright’s City tiene uno la espina dorsal como un barreno que ha perdido el temple.
Esta mañana, pues, hemos ido a ver al sheriff Keller. Es un vergonzoso remedo de autoridad, corrupto, cínico y cobarde, y sin embargo resulta difícil tenerle aversión. Gannon, al parecer, se nos ha adelantado —yendo a caballo a Bright’s City a través de los Bucksaw se invierte la mitad de tiempo que en diligencia—, y Keller nos ha expuesto una serie de argumentos para no aceptar nuestras peticiones de que lo destituya, creo que más por la fuerza de la costumbre que por lealtad a su ayudante. Su razonamiento ha sido el siguiente: 1) es difícil encontrar a alguien que quiera ser ayudante del sheriff en Warlock, ya sea bueno o malo; 2) Gannon está dispuesto a ser ayudante en Warlock; ergo, 3) Gannon sigue siendo ayudante en Warlock.
Estamos tan acostumbrados a que el sheriff Keller frustre nuestros planes y rechace nuestras peticiones que ya no sentimos animosidad contra él. Sin embargo, nos sentimos deprimidos de nuestra entrevista con él, y también porque Whiteside, en su actitud más obstruccionista, nos ha impedido ver al general Peach. Mañana volveremos a intentarlo con más determinación, reanimados por el descanso nocturno en el hotel Jim Bright.
Resulta curioso hablar con los habitantes de esta ciudad sobre los últimos sucesos de Warlock. Los ciudadanos de Bright’s defienden a Blaisedell sin excepción, y por tanto, se sorprenden y se sienten ofendidos de que consideremos que el asunto tiene varios aspectos. Nunca aceptarán el hecho de que en el cielo, en la tierra y en Warlock hay cosas que no tienen cabida en su filosofía. Para ellos, Blaisedell es un Héroe cabal y sin tacha, que lucha contra un Villano llamado McQuown. No existen ni sombras ni confusión, como las que se ciernen sobre nosotros en Warlock. Los mineros y su disputa con MacDonald no suscitan ningún interés, aunque resulta molesto que se describa a los Reguladores como un grupo de ilustres ciudadanos de Warlock creado para ir en ayuda de Blaisedell.
16 de abril de 1881
El coronel Whiteside custodia a su señoría como un león. Es un individuo menudo y apagado, de aspecto preocupado y nervioso, capaz de sacar de quicio al más templado. Se siente incómodo con los civiles y sus modales varían entre las secas órdenes y una inepta zalamería. Esta mañana nos ha vuelto a despedir. Por la tarde hemos logrado que nos llevaran ante su presencia.
No veía al general desde noviembre, cuando pasó por Warlock de vuelta de la frontera, al término de una de sus ridículas incursiones causadas por un rumor sobre Espirato. Desde entonces, según creo, no ha vuelto a salir de Bright’s City. De que está trastornado, no me cabe la menor duda.
Whiteside estaba despidiéndonos de nuevo, aunque con creciente desesperación, cuando el general en persona irrumpió en el corredor del juzgado donde intentábamos conseguir audiencia, gritando de forma incoherente con su sonoro vozarrón. Lo seguía toda una corte de asesores, ordenanzas y sargentos, todos de uniforme, como él mismo, aunque llevaba la guerrera abierta y por la pechera de la camisa se le había derramado algún líquido. Agitando las enguantadas manos gritó a Whiteside algo que parecía tener que ver con la presencia de perros en el puesto y con la manera de tratarlos. Con él llegó el caos, pues emitía ruidosas exclamaciones sin sentido mientras los miembros de su cortejo hablaban todos a la vez, y el coronel Whiteside, lapicero y cuaderno en mano, pedía silencio al tiempo que trataba de entender lo que decía su jefe y nos lanzaba nerviosas miradas recelando un ataque por los flancos.
Entonces, ya fuera por el alboroto que él mismo había formado en el corredor, o por el deterioro de su cerebro, propenso ya a la senilidad o algo peor, o bien debido a nuestra insólita presencia, el general Peach guardó silencio y sus facciones se llenaron de confusión. Daba pena verlo. Sus ojillos azules, feroces y resueltos un momento atrás, vagaban distraídamente de un lado a otro, perdidos en los gruesos y rojizos pliegues de su cara. Empezó a quitarse los guantes de las manos, rollizas como cojines de sofá, y, en cuanto hubo terminado la operación, volvió a ponérselos, no sin gran esfuerzo, mientras sus ojos iban perplejos de uno a otro como si no supiera dónde estaba, asintiendo con la cabeza cuando el pobre Whiteside le preguntaba por el sentido de alguna orden, tan urgente un momento antes, con una desesperación que suscitaba lástima no sólo por su superior, sino por el propio Whiteside, que debe de ser quien realmente gobierna este territorio al mando de ese demente, procurando al mismo tiempo que el mundo no advierta su locura.
Finalmente los ojos de Peach se fijaron en mí con una mirada enfurecida y desafiante.
—¿Acaso ha enviado el cuartel general otros puñeteros políticos —gritó— para que dirijan mi brigada en mi lugar, señor?
Tartamudeando, le expliqué que éramos una delegación de Warlock con un asunto urgente que reclamaba su atención, a lo cual replicó, con mayor violencia aún, que debía decirles que el puñetero demonio se había ocultado en la Sierra Madre y que él no podía hacer nada a menos que se le concediera autorización para cruzar la frontera y perseguirlo.
—¡Nada, malditos sean sus ojos de piel roja! —exclamó, mientras Will, Buck y yo intentábamos explicarle de dónde éramos y a lo que veníamos.
Por fin se hizo en él algo de juicio o bien nos confundió con otros emisarios, porque de pronto nos vimos empujados al sanctasanctórum, al otro lado del escritorio de Whiteside.
Se trata de un gran salón con ventanas mirando a poniente, atestado de recuerdos de su carrera: un paragüero con raídos estandartes, banderines de regimientos desgarrados por las balas, un par de banderas confederadas; en la pared, un gran lienzo de la batalla del Cruce del Snake River, con Peach dirigiendo a sus hombres entre las pintarrajeadas filas de Ciervo Cojo y los tipis detrás de ellas; también en la pared, una placa barnizada que enmarcaba la cabellera de algún enemigo vencido, con largas y polvorientas trenzas; y había carcajs de flechas, gorras militares roídas por la polilla, escudos apaches, cachiporras, pipas de la paz y fotografías de Peach estrechando la mano a diversos jefes indios. Sobre su escritorio estaba el bastón revestido de cuero que suele llevar y que, supuestamente, es el asta de la flecha que estuvo a punto de matarlo. La sala entera parece un museo descuidado y polvoriento, que tal vez sólo sea un reflejo de su imaginación: un espacio vacío, habitado por heroicas memorias.
Peach se sentó a su mesa, se quitó el sombrero con amplio ademán y lo lanzó sobre la escribanía, se despojó nuevamente de los guantes, nos traspasó con su pálida y centelleante mirada, y dijo que comprendía nuestra postura, pero que él sólo podía llevar a cabo una campaña defensiva mientras los puñeteros e inútiles políticos de Washington no decidieran plantear el asunto al Gobierno de México, y que le resultaba imposible, de momento, salir en persecución de aquel «granuja, el piel roja asesino».
Yo estaba aterrorizado, recuerdo bien, por si a Buck o Will se les ocurría decir que a Espirato se le daba por muerto, y que era sumamente improbable cualquier amenaza por parte de sus renegados. No lo hicieron, sin embargo, y se quedaron tan estupefactos como yo cuando Peach se levantó y se puso a deambular agitadamente por la estancia. Sus movimientos se componen de una serie de gestos mecánicos y rimbombantes, precedidos todos de una leve pausa, como si, en su interior, palancas y engranajes le pepararan los músculos precisos para cada función: casi puede oírse el zumbido del viejo e imperfecto mecanismo de relojería. Luego sacudía la cabeza, como para quitarse de los ojos el blanco mechón de pelo que ya no posee (está completamente calvo, salvo por una especie de apelmazado collarín que da a su cabeza la amplia y achatada apariencia de un tejón), se cruzaba de brazos con mucha dignidad, o se miraba la nariz; se dejaba caer sobre la silla con fuerza suficiente para romperla, o se ponía en pie gruñendo por el esfuerzo. Volvía a pasear con las manos enlazadas a la espalda, como un preso en la celda, o se quedaba quieto con la mirada perdida en el infinito, las piernas separadas con las enormes botazas y una mano remetida en la camisa como Napoleón, o se mesaba la barba con la expresión de quien alumbra una estratagema militar increíblemente astuta. Ahora, según veo, soy capaz de poner en su sitio cada una de sus diversas poses y actitudes; aunque, entonces, acompañadas de la metálica mirada de sus encendidos ojillos de chiflado, daban cierta impresión de majestad.
Pero no era más que una absurda pantomima. Las palabras que acompañaban aquellos gestos y posturas no guardaban relación alguna con ellos. Las expresiones más apacibles correspondían a la gesticulación más violenta, y viceversa. Su discurso, fluyendo a borbotones de las herrumbrosas tuberías de su interior, era de la más espantosa y monumental majadería.
De cuando en cuando aparecía en la puerta el pobre Whiteside, para verse despedido con un gesto de irritada condescendencia. Al menos, cuando me dio ocasión de intercalar una palabra, intenté explicar al general la apurada situación de Warlock. Me dejó hablar, dejándose caer una vez más sobre la silla y escrutándome todo el rato con el barbudo mentón apoyado en el puño, y en el rostro una expresión de tremenda consternación, como si le estuviera comunicando la noticia de alguna derrota ignominiosa. Pero enseguida flaqueaba su atención, y sus ojos empezaban a parpadear confusamente en torno a la habitación; y mi discurso se entrecortaba mientras crecía en mí la sensación de que no había comprendido ni una palabra, y de que, además, en caso de haber entendido algo, le importaría menos que un informe sobre la injusticia entre los gorriones presentado a un Zeus que rumiara la suerte de Troya. Huck no me ayudaba en nada, paralizado como estaba, y Will ha confesado que dedicaba toda su energía a sofocar un ataque de risa que le había sobrevenido como a un colegial en la iglesia.
Me vi reducido, al final, a tartamudear como un chiquillo yo también. Peach sólo me interrumpió una vez. Se retrepó en su asiento, frunciendo el ceño ante algo que yo dije, recogió el sombrero de encima de la escribanía y lo tiró al suelo, cogió una pluma, trazó furiosamente unos garabatos en un papel, y contempló lo escrito con tremenda concentración. Luego tiró la pluma también y masculló:
—Pero si vienen así, Miller podría con media compañía…
Eso acabó conmigo. Buck me lanzó una mirada frenética, desesperada. Will ya se había dado la vuelta para marcharse, y yo me retiré a mi vez, mascullando disculpas, promesas de que volveríamos en otra ocasión, etcétera, lo que debió de parecer tan extravagante e irracional como sus propias palabras. Pero cuando nos íbamos dijo tranquilamente: «Warlock», como si mis explicaciones hubieran calado al fin en su cerebro.
Estaba ahora de pie tras su mesa de despacho, fulminándonos con una mirada que, al fin, tenía cierto brillo de normalidad.
—Díganle que las botas se le están quedando pequeñas —nos dijo—. Digan a ese sinvergüenza que yo soy el gobernador aquí. Díganle…
Y una vez más asomó la confusión a sus ojos y perdió el hilo. Pero aún hizo un esfuerzo por recuperarlo. Dio una palmada sobre el escritorio y dijo que teníamos que comunicar a Whiteside que debía facilitarnos monturas de refresco y los mejores exploradores indios que pudiera encontrar.
Abandonamos la estancia. Frente al escritorio de Whiteside seguía rondando el enjambre de ordenanzas y ayudantes. El coronel escribía afanosamente, no advirtió nuestra marcha en absoluto, y nosotros no teníamos nada que decirle, ni tampoco a John Gannon, con quien nos cruzamos a la salida del juzgado y que parecía deseoso de congraciarse con nosotros. No hicimos caso de sus tentativas de acercamiento y volvimos al hotel más perplejos que decepcionados.
—Más loco que una cabra —es todo lo que Buck acertó a decir, y en mi opinión se quedó bastante corto.
Decidimos enviar telegramas a Washington, tal como se nos había encomendado, si todo lo demás fallaba. Como el texto ya estaba fijado, nos dedicamos a copiarlo y, además, formulamos una declaración en una carta que Askew se ofreció a imprimirnos y que llegaría después de los telegramas, en donde exponíamos nuestras quejas. Entonces Whiteside irrumpió en el local (porque se lo habíamos advertido antes de ver al general), cogió una copia del telegrama, lo leyó y prorrumpió en las más asombrosas amenazas contra nosotros si se nos ocurría enviarlo. Dijo que nos llevaría ante un tribunal militar y nos procesaría con todos los poderes a su alcance, que según apuntó eran sustanciales; añadió además que nos detendría inmediatamente, que cerraría la oficina de telégrafos, etcétera. No estábamos dispuestos a dejarnos intimidar, sin embargo, y alegamos que sabíamos perfectamente que no podía detenernos, y que, si cerraba la oficina de telégrafos, iríamos a Rincón a enviar nuestros mensajes.
Fracasadas las amenazas, pasó a las súplicas; sus motivos estaban claros, y, en efecto, los expuso. Resulta evidente que guarda una demencial lealtad a su chiflado jefe. El general es viejo, afirmó; una personalidad, un gran hombre, pero ya en decadencia, próximo a su fin. ¿Acaso no veíamos que se estaba muriendo? ¿No podíamos esperar un poco? Will repuso que, en su opinión, Peach iba a vivir una eternidad, al contrario que nosotros, si Warlock seguía en su actual estado. A Whiteside no le impresiona mucho la importancia de Warlock ni sus habitantes, pero procuró congraciarse con nosotros y trató por todos los medios de no ofendernos. Recurrió a la dilación. Quería que le concediéramos un poco de tiempo; un mes o seis semanas. El general Peach iba consumiéndose rápidamente, él lo comprobaba día a día. El general albergaba ciertos prejuicios contra Warlock, pero si le concedíamos a él, a Whiteside, seis semanas, se ocuparía de dar las órdenes necesarias para la promulgación de los estatutos de ciudad, y, por añadidura, el establecimiento de otro condado, con Warlock, por supuesto, de capital (ahí vi que se le encendían los ojos a Buck). Haría todo lo que estuviera en su mano para que el general se aviniera a tales disposiciones, y, si fracasaba en ese empeño, falsificaría su firma tal como evidentemente ya había hecho con diversos documentos administrativos de menor importancia.
Creo que todos sentimos cierta lástima por Whiteside. En cualquier caso, prometimos esperar un par de meses, pasados los cuales, si nos fallaba, asediaríamos Washington con cartas y telegramas, dando cuenta de todo. Whiteside nos quedó muy reconocido y se retiró; nosotros nos fuimos a beber una botella de whisky, bastante lúgubres y deprimidos, preguntándonos a cuánta gente habríamos condenado a muerte en ese plazo, sometiendo el bien común al prestigio ya marchito de un solo hombre. Y me pregunté el daño que podríamos infligir a la reputación de Blaisedell, preciosa para nosotros, haciendo esa concesión al nombre de Peach, al que no dábamos valor alguno.
Únicamente nos servía de consuelo la esperanza, y hago votos para que sea legítima, de que consiguiendo el apoyo de Whiteside tuviéramos más que ganar que poniéndonos en su contra, y de que, aunque nuestros telegramas podrían perderse fácilmente entre la burocracia de los despachos y el cesto de los papeles, si no los enviábamos servirían de acicate para poner a Whiteside en movimiento.
Will y Buck se han retirado a sus habitaciones, sumiéndose en sus propios sueños y pesadillas. Veo por la ventana la alegría que reina esta noche en Bright’s City. Aquí se respira una atmósfera muy diferente, la presencia y la conciencia de la paz, y la confianza en el orden público. ¿Resultará infundada la esperanza de que Warlock sea así algún día? ¿O se agotarán nuestras minas y nuestra ciudad se desvanecerá, reducida a un montón de ruinas abandonadas antes de haber conocido el sosiego?
Volveremos a Warlock, según me temo, con los ánimos decaídos, sintiéndonos culpables, y, pese a las promesas de Whiteside, con pocas ganas de dar las obligadas explicaciones a nuestros conciudadanos.