Bright’s City se encontraba justo al este de los Bucksaw, a la orilla del río Bright’s. Había un denso tráfico de carros en el ruidoso puente de madera sobre el río, más allá del cual, en línea recta por Main Street, estaba la plaza. Hacia la derecha, a un kilómetro por Fort Street abajo, se extendía el fuerte Jacob Collins, con la vistosa bandera rizada por el viento, y, a la izquierda, el juzgado, un edificio de ladrillo rojo de tres plantas, las altas ventanas con los postigos echados para que no entrara el sol, su cúpula, revestida de cobre, alzándose como un casco sobre la cabeza de un dragón.
Los soldados del fuerte paseaban por la calle o estaban parados en las esquinas. Había muchas mujeres en Bright’s City, y muchos hombres con trajes de confección mezclados con rancheros y vaqueros, más toscamente vestidos. Los ciudadanos y las amas de casa se congregaban en la parte norte de Main Street, mientras que las mujeres de vida alegre paseaban con sus mejores galas por la parte sur de la misma calle, acompañadas de los silbidos de vaqueros y soldados.
La delegación del Comité de Ciudadanos de Warlock salió del hotel Jim Bright. Un ayudante del sheriff de Bright’s City, mascando un palillo, los saludó amablemente mientras hacía su ronda con aire despreocupado.
—Es en verdad envidiable —observó Will Hart— ver de servicio a los mismos ayudantes siempre que se viene aquí.
—Ojalá viéramos a un sheriff diferente —repuso Buck Slavin de mal talante.
—Bueno, vamos a ver con qué sheriff nos encontramos —dijo Goodpasture.
Acto seguido, todos se encaminaron hacia la oficina del sheriff, que estaba junto al juzgado. A través de los polvorientos cristales de la ventana se veía a Keller. Cómodamente sentado con las botas repujadas sobre el escritorio de casillero, llevaba su elegante sombrero blanco inclinado sobre los ojos.
Keller se puso pesadamente en pie al verlos entrar. Era un hombre voluminoso, con cuello de toro, rostro de alegre sabueso, bigote manchado de tabaco, y una cadena de oro con eslabones como alambre de espino cruzándole el macizo estómago. A su espalda las puertas de los calabozos estaban abiertas, y en uno de ellos un grupo de presos jugaba a las cartas.
—Pero si son unos caballeros de Warlock —los saludó Keller, quitándose el sombrero y sonriéndoles. Su rostro se entristeció al declarar—: He lamentado mucho lo de Carl Schroeder. Era un buen hombre.
Sacudió la cabeza con pesar y chasqueó la lengua. Los presos dejaron las cartas y se agolparon a la puerta del calabozo.
—¿Qué ha pasado? —gritó uno de ellos.
—¿Blaisedell no se ha cargado todavía a McQuown?
—¡Callaos ya, muchachos! —rugió el sheriff—. ¡Eh, volved ahí dentro! —Los presos se retiraron al interior de la celda y Keller se acercó a la puerta y la cerró—. ¡Quiero un poco de paz y tranquilidad! —añadió con severidad, volviendo con la delegación.
Entró otro ayudante.
—Branch, ve a buscar a Jim Askew —le ordenó el sheriff—. Tenemos noticias de Warlock y seguro que le daría una apoplejía si se pone a imprimir antes de oírlas. Veamos, ¿qué ocurre ahora, caballeros?
—¡Queremos que se cumpla la ley en Warlock, sheriff! —exclamó Slavin—. El Comité de Ciudadanos nos ha enviado aquí para que insistamos…
—Bueno, un momento, eh —lo interrumpió Keller—. Todo está arreglado. El joven Gannon ha venido antes que ustedes a decirme que iba a dimitir, pero lo he convencido para que no lo haga. Además, todavía tienen a Blaisedell, ¿no?
—¡Maldita sea! —exclamó Slavin.
—El caso es que queremos despedir a Gannon, sheriff —terció Will Hart—. Debo decir que sentimos que lo haya convencido para que no renuncie.
—Veamos, caballeros —dijo el sheriff, sentándose y frunciendo severamente el ceño—; me ha dicho que la gente se había vuelto contra él, creyendo que había prestado falso testimonio sobre Curley Burne. Puede que así fuera, pero al final todo salió como es debido, ¿no? —Los observó uno por uno—. Ustedes, los de Warlock, deben comprender que no es fácil; encontrar un hombre honrado para ejercer el puesto de ayudante. No se puede echar a uno que haya hecho un par de cosas que no les gusta; no, señor. —Miró con evidente disgusto al ayudante, que aún no se había marchado—. Vete ya, Branch. Tráeme a Jim Askew, muchacho.
Los presos murmuraban nerviosamente.
—Como decía, de todos modos la cosa terminó bien, con Blaisedell liquidando a Curley Burne —prosiguió Keller—, así que no entiendo por qué están ustedes tan preocupados.
—¡Insistimos en que despida a Gannon! —dijo Slavin—. El Comité de Ciudadanos nos ha enviado aquí precisamente para decirle…
—¡Ja! —lo interrumpió Keller—. ¡Vaya, hombre! ¿Quién es el Comité de Ciudadanos para decirme a mí a quién debo despedir? Es decir, quisiera complacerlos, amigos, pero es difícil contratar a alguien para ese puesto.
—¿A qué ha venido Gannon, sheriff? —preguntó Goodpasture.
Keller se recostó en el respaldo de la silla, arrugando la cara con sorna.
—Bueno, en realidad no es que quisiera dimitir. Sólo trataba de ablandarme. Quería otros cuatro ayudantes más. ¡Cuatro! —recalcó, alzando cuatro rollizos dedos—. Bueno, es joven, pero buen tipo. Le prometí que si esperaba un par de días le daría un letrero nuevo para la cárcel.
—Algo es algo —observó Goodpasture.
—¡Pero bueno, sheriff! —resopló Slavin, acalorado, para callarse enseguida con un suspiro.
Keller se frotó la nariz, surcada de venillas rojas, y volvió a mirarlos a la cara, uno por uno.
—Caballeros, deben ustedes arreglárselas con el ayudante que tienen. Están en contra de él, ¿no? Pues dejen que les diga una cosa. O bien mintió para que Curley Burne saliera libre, o no mintió. ¿Están ustedes completamente seguros de que mintió, caballeros?
—Todo el mundo sabe que mintió —observó Slavin.
—Bueno, señor Slavin, me refería a pruebas. No, vamos, que no lo saben con certeza. En todo caso, en el supuesto de que mintiera; ¿qué se puede hacer con alguien que ha mentido para salvar a un antiguo amigo suyo? Ustedes habrían hecho otro tanto; y a lo mejor yo también, aunque no lo reconocería así como así. Y es que no es un puesto muy apetecible, la paga es bastante mala, y tampoco se vive lo suficiente para ahorrar mucho. Fíjense en el pobre Carl. Y eso que vivió una eternidad, comparado con la mayoría. Es decir, a un hombre que acepte un trabajo así hay que darle cierto margen.
—Pero hay otra forma de ver las cosas —repuso Hart—. Probablemente, Burne habría salido absuelto de todos modos si al final lo hubieran juzgado aquí.
Los detenidos soltaron una sonora carcajada. Keller arrugó el ceño y se rascó la nariz.
—¡Bueno, veamos! —dijo—. Ya saben lo que dijo aquél cuando vio a un sueco de pelo negro, ¿no? ¡Pero si es un nórdico de color! —Prorrumpió en sonoras carcajadas, en medio de un coro que nuevamente se elevó en el calabozo. Los delegados de Warlock se miraron unos a otros, desesperados. El sheriff adoptó entonces una expresión grave y añadió—: Bueno, y ahora, respecto a que los muchachos de McQuown salen absueltos de aquí. Permítanme que lo dude. La gente ve ahora las cosas de distinta manera. No creo que ningún jurado de Bright’s vuelva a dejar escapar tan campantes a esos pistoleros de San Pablo. Es decir, que a Abe ya se le ha acabado la cuerda. La gente se asustaba y se encogía murmurando: ¡McQuown! Eso se ha terminado, con Clay Blaisedell pisándole el rabo y eliminando a sus pistoleros, como está haciendo. Es como cuando el viejo general persiguió a Espirato y lo hizo salir corriendo.
—Según lo cuenta, no corre usted mucho peligro desempeñando el cargo, sheriff.
—Oiga, señor Hart, insultar no va a serles de gran ayuda. Siempre me vienen ustedes con la misma cantilena, y se lo juro, lo único que puedo decirles es que un día de éstos Warlock será un condado independiente. Se llamará Peach County, supongo. Entonces podrán elegir sheriff. La semana pasada precisamente estuve hablando de esto con Whiteside, y me dijo que cualquier día…
—No quisiera recordárselo, sheriff —terció Goodpasture—, pero hace más de un año que viene siendo cualquier día.
—Dos años —corrigió Hart.
—Bueno, pues ahora va a ser un día de éstos. Apostaría lo que fuera; seguro que no pasa de un mes.
—¡Cuentos! —exclamó Slavin—. Le advierto una cosa, Keller. Si esta vez no nos da una solución, ¡iremos a ver a Peach!
—¡A Peach! —repitió Keller, sonriendo burlonamente—. Pues vayan.
—¡Y si él tampoco nos da una respuesta satisfactoria, le juro que iremos a Washington, si es preciso!
—Adelante —dijo Keller—. Seguramente tendrán que ir. A mí también me gustaría. Dicen que es muy agradable allí, en esta época del año.
—Hemos venido a pedirle ayuda, sheriff —intervino Goodpasture—. La situación en Warlock es más difícil de lo que usted cree.
Keller parpadeó brevemente. Se echó hacia delante en la silla y abrió las manos.
—Pero ¿qué quiere que haga, señor Goodpasture? ¡Pues no faltaba más! Me pasaría el tiempo yendo y viniendo, y yo ya no estoy para andarme con tonterías. Y no me importa decir que tengo miedo, señor Goodpasture, no voy a negarlo. Aquí yo soy el sheriff, desde luego, pero a mi entender este condado llega hasta los Bucksaw y ahí se acaba mi jurisdicción. Así son las cosas, en este momento; saben perfectamente que tampoco me he acercado por allí con anterioridad. Me gusta mi gruesa barriga tal como está, no quiero que me la agujereen. Como a Carl, ese tal Brunk y no sé cuántos más antes que ellos. Yo no soy el sheriff de Warlock, y ya está. ¿Qué es lo que pasa con Blaisedell para que de repente estén otra vez tan descontentos? Desde aquí parece que todo va como una seda.
—No ha dado resultado, sheriff —resumió Will Hart—. Ha tenido que matar a demasiada gente.
—¡Vaya por Dios! No irán a decirme que les da mucha pena esos cuatreros que está liquidando, ¿verdad?
—Sheriff —terció Goodpasture—. Blaisedell no tiene autoridad alguna. Y nosotros tampoco la teníamos cuando lo contratamos. El Comité de Ciudadanos y él han asumido demasiadas responsabilidades por su cuenta y riesgo.
—Pues aquí tenemos la sensación de que todo va perfectamente. Ha parado los pies a McQuown y ha hecho una buena limpia en San Pablo. Esos vaqueros se van a pillar los dedos muy pronto y se quedarán quietecitos. Caballeros, les daré el mismo consejo que he dado a Gannon. Dejen que Blaisedell se ocupe de todo. Por lo que me han dicho, en ningún sitio hay nadie mejor que él. He dicho a Gannon que no se ponga nervioso, y lo mismo les digo a ustedes. Cuando las cosas van mal es cuando hay que preocuparse, no…
—Las cosas van mal —puntualizó Hart.
—¡Usted es un funcionario judicial! —bufó Slavin.
—Pero no de Warlock.
—Bueno —dijo Hart—, si tuviéramos tres o cuatro ayudantes más, como sugiere Gannon…
—Para tener tres o cuatro —repuso Keller, sacudiendo la cabeza—, tendrían que recaudar impuestos en Warlock, y para eso haría falta otra docena de agentes. ¡Que supieran luchar! Ahora bien, a ustedes quizá no les importaría pagar impuestos, y posiblemente al señor Slavin tampoco le importaría tener la concesión del transporte de prisioneros hasta aquí, pero deben saber, caballeros, que los rancheros ni siquiera saben lo que son los impuestos. ¡Pensarían que un recaudador de impuestos es un salteador de caminos! Miren, para recaudar impuestos en Warlock harían falta Peach y toda la artillería del fuerte. ¿Y todo eso para unos cuantos ayudantes del sheriff? Pero si Blaisedell les presta mejor servicio que diez ayudantes juntos. ¿Acaso no es así, señor Goodpasture?
—Blaisedell es un hombre excelente —convino Goodpasture—. Sólo nos ha dado motivos para estar muy satisfechos con él. Es cuestión de autoridad. Nos encontramos en la coyuntura de ordenarle que mate a gente. Nos vemos obligados a hacer que se cumplan unas leyes que ni siquiera existen, cuando la responsabilidad es sólo suya, sheriff.
—¡No, señor! Tampoco es mía. No, señor. Ya asumen ustedes toda la autoridad que hace falta.
—Y el ámbito de actuación de Blaisedell —dijo Goodpasture, suspirando— es necesariamente limitado. Tendría usted que comprenderlo.
—¿Se refiere a esos mineros que lo arrasan todo cuando les da la vena? MacDonald ha venido a quejarse de eso últimamente, pero tengo entendido que ustedes han constituido una especie de Comité de Reguladores para encargarse de esos bárbaros.
—Es MacDonald quien lo ha formado —corrigió Hart—. Le ruego que no nos relacione con esa horda de cabrones.
—Creía que era cosa del Comité de Ciudadanos —repuso Keller—. Igual que todo el mundo. Bueno, pues ya ven.
—¡Oigan! —intervino uno de los detenidos—. ¿Piensan que McQuown va a intentar una jugada contra Blaisedell? Hay apuestas a que no se atreverá.
El sheriff también los miró con aire inquisitivo, pero, sumidos en la desesperanza, ninguno de los delegados contestó. Keller sonrió entre dientes y dijo:
—Eso sí que iría a verlo.
—Salgamos de aquí, vamos a ver a Peach —propuso Slavin—. Sabía que era inútil venir a Bright’s City.
—Vayan a verlo —repuso Keller, dando su aprobación.
—¡Pues claro que vamos! ¡Ahora mismo!
—Permitan que les diga algo antes —dijo Keller en tono confidencial—. Lo mismo que he advertido a Gannon, que también estaba firmemente decidido a ir a verlo. Si ven a Peach, no mencionen a Blaisedell. El general no quiere saber nada de él. —Guiñó ostensiblemente un ojo—. ¡Celos! Está celoso de Blaisedell como un perro faldero. Porque, ¿saben ustedes cuál ha sido la hazaña más grande en este territorio? La expulsión de los apaches por Peach. Pero ya hace mucho que la gente se ha olvidado incluso de que había apaches, y los recién llegados ni siquiera han visto alguno. Y ahora lo más grande que existe es Blaisedell. ¡Y de lejos! Jim Askew está ganando una fortuna en los periódicos de todo el país.
»¡Pero si incluso envía artículos por telégrafo, por amor de Dios! Y esos periódicos del este le pagan y no se cansan de pedirle más, según él. Que no hay nada nuevo de Blaisedell, pues él escribe sobre algún que otro chismorreo, cualquier cosa. Allá en el este, Peach no es más que un nombre del pasado, como si se hubiera muerto ya, con todo el tiempo que hace que no se oye hablar de él. ¡Pero Blaisedell…! Sólo con el duelo del Corral Acme, Jim se hizo de oro, y no ha parado desde entonces. ¡La que armó, al enterarse de lo de Curley Burne! ¡Tendrían que haberlo visto!
»Ah, Blaisedell ha llegado a ser el mayor acontecimiento que hemos tenido por estos lares, y recuerden lo que les he dicho, no insistan, si es que tienen que mencionárselo al general. O hablen mal de él. —Señaló a la ventana con la cabeza y añadió—: Ahí viene Jim.
Jim Askew, director y editor del Star-Democrat de Bright’s City entró apresuradamente. Era un individuo menudo y arrugado, con patillas, una visera verde sobre los ojos, los puños de cartón de la camisa manchados de tinta, y un delantal de lona. El ayudante del sheriff iba pegado a sus talones, y el otro ayudante, con el que se habían encontrado los delegados frente al hotel, apareció detrás de él.
—¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado ahora? —preguntó Askew, sacando un bloc de papel de periódico por debajo del delantal y quitándose el lapicero de la oreja. Paseó la mirada de uno a otro con unos ojos como platos bailando por detrás de las gafas de montura metálica—. ¿Qué ha ocurrido en Warlock, amigos?
—Warlock ha desaparecido, Jim —le dijo Hart—. Fue algo horrible. La vieja mina de Warlock se abrió de parte a parte, tragándose a toda la ciudad. No ha quedado nadie, salvo los desgraciados supervivientes que tienes delante.
—Vamos, vamos, amigos —repuso en tono admonitorio el periodista—. Ahora, en serio, ¿qué ha pasado últimamente? ¿En qué anda metido Blaisedell ahora?