Morgan se hallaba sentado al sol en el porche del hotel Western Star con su único traje, sus únicas botas y su único sombrero. Se mecía en la butaca, fumaba un buen cigarro habano, y contemplaba la actividad vespertina de Warlock: el ajetreo de jinetes, carros y peatones por la calle, los ociosos en los soportales, los grupos de huelguistas de la Medusa al extremo de Main Street. Hubo un jaleo de silbidos y exclamaciones mientras tres putas que paseaban con sus mejores galas por Southend Street se detenían a mirar el escaparate de Goodpasture.
Al inclinarse hacia delante en la mecedora para ver las ruinas del Glass Slipper, el cinturón del dinero le apretó en la carne. Se apresuró a recostarse en el asiento. Ahí tenía todo su capital; le habían quemado el local, y ya hacía mucho que estaba más que harto de Warlock. En su imaginación empezó a barajar agradablemente nombres de ciudades, cosas que había oído de un sitio y otro.
Tiró el puro al polvo de la calle, donde desapareció como si se hundiera en el agua. Se meció hacia atrás, miró al sol por debajo del ala del sombrero, y esbozó una sonrisa: una desagradable tira carnosa sobre los dientes. No podía marcharse. Clay no se iría por la señorita Jessie Marlow, y él no podía por Clay, y por McQuown, y porque no sabía qué andaba tramando Kate con el ayudante del sheriff.
En aquel momento apareció Gannon ante su vista, a caballo, procedente de Southend Street. Avanzó al trote por Main Street con una deslucida montura de color azafrán, el sombrero encasquetado en la frente, el rostro vuelto a un lado para protegerse del viento. Al pasar lo saludó gravemente con la cabeza, y Morgan lo siguió con la mirada hasta que tomó el camino de Bright’s City.
Mientras el ayudante del sheriff salía de la ciudad, vio que Kate venía hacia él con la falda al viento y sujetándose con la mano el sombrero adornado con una pluma. Se puso en pie cuando ella subía los escalones del porche.
—Quiero hablar contigo —dijo ella.
—Muy bien. Siéntate y dime.
—Aquí no.
—Tu ayudante se va de la ciudad y lo primero que haces es ir en busca de un donjuán —le dijo, cogiéndola del brazo. Echaron a andar hacia Grant Street, en dirección a la casa de Kate—. Vas a adquirir mala fama en mi compañía —prosiguió—. Soy el diablo, como todo el mundo sabe. ¿Qué es eso de que vas a montar un salón de baile con Buck Slavin?
—Hemos hablado de ello —contestó Kate, con brusquedad—. Está dispuesto a poner el dinero si yo administro el negocio.
—¿Sólo Buck? —inquirió Morgan, sonriendo.
—No, creo que hay alguien más en ello, Tom —contestó ella con indiferencia. Morgan advirtió que Kate estaba muy pálida—. No sé quién es.
—Se trata de Lew Taliaferro, y si crees que le voy a dejar a él lo que queda del Glass Slipper por nada, ya puedes ir cambiando de idea.
Pero ella sacudió la cabeza; no era eso de lo que quería hablar. Abrió la puerta de su casa y lo hizo pasar, observándolo mientras entraba. Luego se le adelantó para colocarse al otro lado de la mesa, como si necesitara que hubiese algo entre los dos.
—¿Qué es lo que te preocupa, Kate?
—Clay ha estado aquí. Dijo que había matado a otro porque era demasiado rápido desenfundando. Quiero saber lo que…
—¿Que dijo qué?
Kate lo repitió. Morgan se la quedó mirando, se quitó despacio el sombrero, lo soltó sobre la mesa, y se pasó la mano por el pelo.
—¿Y a qué ha venido? —quiso saber.
—A preguntar al ayudante del sheriff si había mentido sobre lo que le había dicho Schroeder; era algo acerca de que la señorita Jessie se había equivocado. ¡Pero lo que quiero saber es lo que quiso decir sobre Bob Cletus! Tom, ¿quería decir que había sacado antes de tiempo?
Él apenas la escuchaba; la cólera que sentía hacia Jessie Marlow era tan intensa que creía reventar; luego, pena y rabia por Clay, que había matado a Curley Burne injustamente, según creía él: «Te equivocas una vez, y luego todo son errores», había dicho Clay. Cada vez más, al parecer, la gente sólo veía en Clay un nombre, una cosa, una máquina con la que se entretenía echándole monedas para sacarle siempre el mismo producto y catalogarlo como bueno o malo. Incluso la señorita Jessie Marlow; estaba seguro de que le había hecho esa jugada a Clay sin siquiera preguntarse cómo. Convencerlo para que volviera a asumir el cargo, para empezar. ¡Maldita puñetera! Ya no había nadie aparte de Tom Morgan que viera al hombre dentro de la máquina.
Pero a Kate no le interesaba Curley Burne ni la señorita Jessie Marlow; su único interés era Bob Cletus.
—No sé lo que ha querido decir, Kate. ¿Por qué no se lo preguntaste?
—¿Qué quiso decir, Tom? —Dio un puñetazo en la mesa y luego se apoyó con fuerza en ella, y la pluma tembló en su sombrero. De pronto pareció que iba a desmoronarse—. ¡Ya no lo sé! ¿Es que no lo entiendes? Ahora, ya… —Haciendo un esfuerzo, recobró la compostura y prosiguió—: Tom, ¡dime lo que pasó de verdad!
—Te lo he dicho una y otra vez, pero no quieres creerme. Cletus desafió a Clay por lo de Nicholson.
—¡A Bob no le importaba nada Nicholson! ¡Lo sé!
—Diga lo que diga —repuso él, encogiéndose de hombros—, creerás que Clay lo mató porque yo se lo pedí.
Vio cómo se le descomponía el semblante. Podía sonreír, porque decía la verdad.
—Yo no dije a Clay que lo matara. No se lo habría pedido aunque hubiese querido verlo muerto, porque Clay no lo habría hecho —e inclinándose hacia ella, añadió—: Kate, ojalá te hubieras casado con Bob Cletus y yo te hubiera entregado al feliz novio. Ahora habrías engordado como una cerda y estarías rendida, guisándole solomillos, y él tan contento con dos docenas de hijos y todos sus vaqueros en aquel rancho suyo. ¿No crees que hubiera deseado todo eso?
Oyó que ella emitía un sonido agudo con la garganta.
—¿Qué quiso decir Clay con eso, Tom? —murmuró Kate, perdida.
—Pregúntaselo. Pero deja que te pregunte yo una cosa. ¿Qué estás tramando con el ayudante del sheriff, Kate? Cualquiera pensaría que te traes algo entre manos con alguien a cuyo hermano ha matado Clay. ¿Estás tratando de utilizarlo?
Kate sacudió ligeramente la cabeza; tenía los ojos hinchados.
—No, nada. No puedo utilizar a nadie, porque tú te encargarías de que lo mataran. ¿No es así?
—No sé en qué sentido lo dices. En cierto modo, sí lo haría.
Se sentó, echó la silla hacia atrás y cruzó los pies sobre la mesa. Ella se lo quedó mirando fijamente, con los rojos labios entreabiertos.
—Kate, deja que te diga algo con toda franqueza y absoluta sinceridad —empezó a decir con una gravedad que pocas veces había mostrado. Señalándola con el dedo, prosiguió—: Muy pocas personas han significado algo en mi vida. Bien pensado, tal vez sólo sean dos. Y nunca las he perjudicado ni las perjudicaré jamás.
—¡Dos! —exclamó ella—. ¿Te refieres a mí? ¡Me has crucificado!
—Vamos, Kate, has sido puta porque has querido. Ningún chulo te obligó. Pensé que veías las cosas del mismo modo que yo, y la prostitución es un modo de ganar dinero como otro cualquiera. No me imaginaba que te ibas a volver tan delicada sobre ese particular. Las personas son como son y no tienen que avergonzarse de ello.
—¡No me refería a eso!
—Ah, ¡te referías a Cletus! Bueno, no tiene sentido hablar del asunto si sigues pensando que metí a Clay en eso.
—¡Eres incapaz de decirme eso mirándome a la cara!
La miró a los ojos y afirmó que no lo había hecho. Se le ocurrió de pronto si no habría obrado de otro modo de haber sabido que nunca iba a recuperar a Kate, pasara lo que pasase.
—He dicho que ha habido un par de personas por las que he sentido gran estima. Una eres tú, y la otra Clay. Supongo que no lo entenderás, siendo como eres una zorra cuarterona, pero así es.
Se calló, miró sus grandes ojos y vio que volvía a abrir la boca, como si fuera a hablar de nuevo. Pero Kate no dijo nada, y él prosiguió:
—Pero ahora me refiero a Clay, porque tú has ido por tu camino, que no es el mío. Llamo amigo a Clay, y me parece que nunca he tenido otro. ¿Sabes lo que quiere decir tener un amigo? No creo que lo sepas, pues lo único que has conocido es un montón de putas que tenías en poca estima, y además lo decías. Considero amigo a Clay, y me importa un pito que algunos lo tengan por el Dios salvador de este país, y otros lo tilden de perro asesino. Y no creo que a él tampoco le importe mucho lo que la gente piense de mí.
»Bueno —prosiguió, volviendo a señalarla con el dedo—, eso es así, lo comprendas o no, aunque supongo que no lo entenderás. Pero es muy importante para mí. Y ahora déjame decirte algo más. Hay gente que trata de destruirlo. Me refiero a ti en particular, y quizás a tu ayudante. Y a McQuown. Y hay otros, como la señorita Jessie Marlow, aunque no creo que se dé cuenta de que lo está haciendo. Ahora bien; como te dije en cierta ocasión, creo que veré morir a Clay Blaisedell. Porque así es su oficio. Pero voy a ocuparme de que muera dignamente, sin perjuicio de su reputación y con todos los honores. Aunque no sea como preferirían algunos. Atiende bien: no me despegaré de su lado y me cargaré a cualquiera que pretenda dispararle por la espalda, incluyéndote a ti, y a Gannon, si es que estáis tramando algo los dos. Y a McQuown, a todos. Tú quieres verlo muerto, con tu mezquindad femenina, pero te combatiré hasta el final. Puede que creas que has ganado cuando esté muerto, pero yo también ganaré, porque me ocuparé de que al final caiga como él se merece.
Kate se disponía a hablar de nuevo, y otra vez volvió Morgan a apuntarla con el dedo.
—Siempre he conseguido lo que me he propuesto. Escúchame y dime si no es así. Y ése es mi propósito. Y lo llevaré a buen término por muchos hijos de puta que se opongan. Mataré a cualquiera que yo considere una amenaza para él en ese sentido. O moriré en el empeño sin que me importe en absoluto, si es que sirve de algo. ¿Me entiendes, Kate?
—Tom —dijo ella, con voz trémula—. No quiero oír una palabra más de este asunto. No…
—Una cosa más —repuso él. Tenía la garganta reseca—. Escucha. Llegará el día en que saque tajada de todo esto. Cuando llegue a las puertas del cielo mirarán los archivos, como suelen hacer. Y cuando vean lo que he hecho se pondrán a dar gritos. Entonces les diré que ésa era mi forma de ser, pero que hice una cosa decente en la vida. Y no creo que vean muchas cosas dignas para que me la desprecien. Podré decir: hice esto, y desde luego que lo hice como mejor pude, y era algo que merecía la pena. Podré decir que tenía una razón de ser, cosa que no tienen muchos de los que me rodean. Podré decir que tuve una razón para vivir, que era sólo mía, que tenía algún valor y…
—¡Yo tengo mi razón de ser! —exclamó Kate.
Pero él tuvo una gran sensación de triunfo al ver que se le quebraba la voz.
—Bueno, esa razón no vale nada, y tú lo sabes. Un perdón de tres al cuarto no hará olvidarlo todo. ¡Hacer lo posible para que muerda el polvo alguien que nunca ha querido hacerte daño ni a ti ni a los tuyos! Y tú, siendo católica, con tu Virgen a la que rezar, tus velas y todo eso… ¿Acaso crees que cuando te presentes allá arriba y te pregunten por la razón que tenías para vivir podrás decir que era ver cómo deshonraban y mataban a un hombre? No colará, Kate. —Se echó a reír—. Te mandarán a una parte del infierno más honda que a mí. ¿No causará eso un dolor insufrible a tu alma inmortal?
Soltó una sonora carcajada, dándose una fuerte palmada en la pierna. Al ver el rostro de Kate intentó sofocar la risa, pero no lo consiguió.
—¡Eso sí que será un auténtico infierno!
—¡Basta!
Se calló. Bajó los pies de la mesa, se inclinó hacia ella, y, otra vez serio, le dijo:
—Kate, ¿crees que Clay no me importaría un rábano si yo estuviera en condiciones de decirle que saliera a matar al primer desgraciado hijo de puta que quisiera quitarme la novia?
La vio luchar contra la incertidumbre. Kate sacudió la cabeza, y la pluma de su sombrero osciló de un lado a otro; él podía hacerla creer que la verdad era mentira, pero no convertir lo falso en verdadero.
—¡Espera! —dijo él, cuando Kate se disponía a hablar—. A ver si nos aclaramos. A lo mejor sé lo que pasó, ahora que lo pienso. Te diste unos cuantos revolcones en la cama con Clay, ¿verdad?
—¡No!
—¿Estás segura? —le dijo sonriendo, despreciándose a sí mismo, como si le corriera una bilis negra por las venas—. Porque yo creo que sí, Kate. ¡Un momento! Me pregunto si Cletus no se enteraría también. ¿Era celoso? A lo mejor fue ésa la razón.
Ella se llevó las manos a la cara y Morgan pensó que había ganado; se preguntó por qué creía haber triunfado. Dijo entonces, en voz baja:
—Seguramente fue por eso por lo que Cletus desafió a Clay, Kate. ¿No crees que puede haber sido ése el motivo? Tú lo conocías mejor que yo.
—¡No es cierto! —replicó ella, sin quitarse las manos de la cara—. Que yo… Tom, yo sabía que era amigo tuyo. Yo…
—Bueno, no sería la primera vez que se pone en entredicho algo que no es verdad.
Ella se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa y los hinchados ojos fijos en los suyos.
—Tú… —musitó—, tú…
—Sólo decía que se lo podía haber dicho alguien —repuso él, con toda naturalidad—. Y si era celoso… Me han dicho…
—¡No te creo! —exclamó ella—. No te han dicho nada. Sólo tratas de… ¡No te creo, ni nunca te podré creer! ¡Sal de aquí, Tom!
De pronto lo afectó mucho la expresión de su rostro, de modo que cogió el sombrero y se dirigió a la puerta. Sólo había pretendido distraerla un poco de Blaisedell para que pensara en él. Recordó las veces que la había visto enojada, y abatida; se le ocurrió, ahora, que nunca había sentido lástima de ella. Se volvió y dijo:
—Kate…
—¡Oh, vete de aquí, por favor!
Salió a la calle, en donde sus ojos se entornaron ante el resplandor del sol. Oyó los sollozos a su espalda. ¿Por qué no podía decirle la verdad? ¿Por qué no podía ser todo más fácil? Estuvo a punto de volver con ella, pero, al cabo de un momento de vacilación, no lo hizo. No, pensó, no podía volver nunca más.