El médico asiste a una asamblea

Tras la reunión del Comité de Ciudadanos, el médico, en compañía de Jessie y algunos más, se dirigió a la estación de la diligencia para despedirse de Goodpasture, Slavin y Will Hart, que iban a Bright’s City. Buck los saludó por la ventanilla, cuando el carruaje salió balanceándose de la estación, llevando al General Peach otra desanimada delegación, con otra retahíla de exigencias y peticiones. Y con amenazas, esta vez.

Con Jessie cogida de su brazo, se dirigió a la esquina de Goodpasture. La diligencia casi se había perdido de vista entre el polvo que levantaba por Main Street en su rápido avance hacia el este. Jessie, a su lado, guardaba silencio; el médico era consciente de que la reunión no había sido fácil para ella. Apenas había pronunciado palabra, y tenía un aire apático y fatigado. Bajo sus ojos se apreciaban unas manchas de desagradable aspecto.

—¿Y cómo se encuentra hoy el ángel de los mineros? —preguntó MacDonald, alcanzándolos. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, con el bombín gris ladeado sobre un ojo. En su pálido rostro, arrogante y agraciado, se apreciaba un odio desprovisto de pasión. Saludó al médico con una inclinación de cabeza—. ¿Y el matasanos de los mineros?

Jessie no despegó los labios, mirando de soslayo a MacDonald por el borde de la toca. Apretó la mano en el brazo del médico, que contestó:

—Observación ociosa. No hay muchos enfermos ahora que han cerrado la Medusa.

—Me han dicho que tienes otro trabajo —dijo MacDonald, arqueando con sorna el labio superior.

—¿Me has incluido en la lista de los que tus Reguladores tienen que meter en vereda?

—¡Cállate, por favor! —exclamó Jessie.

Pike Skinner los alcanzó y se puso junto a MacDonald.

—Ya no tienes a los Reguladores —observó Skinner—. ¿Por qué te han dejado, Charlie? ¿Les bajaste la soldada?

—Veo que todos se han puesto en mi contra —repuso MacDonald con voz ronca—. Conozco los bulos que corren. ¡Sé quién los cuenta, quién está conspirando contra mí y en qué pensión! —Señaló de pronto con el dedo, curvando nuevamente el labio superior—. ¡Y sé quién es ahora el principal alborotador!

El médico alzó la vista del dedo, que lo apuntaba a él, y miró a MacDonald. Era evidente que aquel hombre estaba medio trastornado ante el temor de perder su posición. Se encontraba en una situación lamentable, pero no sentía lástima de él. Le habría gustado verlo completamente hundido. Esforzándose por articular claramente cada sílaba, para que no se le quebrara la voz, declaró:

—Charlie, me siento orgulloso de que me cuentes entre tus enemigos.

—¡Oh, dejadlo ya, por favor! —insistió Jessie—. ¿Es que no hay cosas más importantes que esa estúpida discusión sobre la Medusa? ¡Ojalá no existiera esa maldita mina!

—¡Estoy seguro de que se hará todo lo posible para que se cumpla tu deseo, Jessie! —replicó MacDonald—. No me cabe duda de que…

Se calló cuando Pike Skinner lo cogió con fuerza del hombro obligándolo a volverse.

—¡Cuidadito con quién estás hablando! ¡Ella te ha pedido que te calles, y tú te callas!

El rostro de MacDonald se cubrió de manchas rojizas, como de fiebre; se quitó de encima la mano de Skinner, se colocó bien el sombrero y, en silencio, dobló por la esquina con paso digno y desapareció.

Mientras observaba cómo se marchaba MacDonald, el médico vio que Taliaferro cruzaba Main Street, seguido de cerca por el pistolero mestizo que, al parecer, lo acompañaba últimamente a todas partes. Vio también al ayudante del sheriff, que iba por Southend Street en dirección a la cárcel.

—El pobre Charlie anda trastornado —aseguró, dando una palmadita a Jessie en la mano.

—Gannon no se acerca por Main Street, según veo —decía Skinner a Fred Winters, en tono áspero.

El médico sintió que Jessie le clavaba los dedos en el brazo mientras Skinner seguía censurando a Gannon.

—Tengo que ir a un recado, David —le dijo ella, marchándose bruscamente.

El recado, comprendió él, tenía que ver con Gannon, cuya destitución del cargo era uno de los objetivos de la delegación que acababa de partir hacia Bright’s City. Personalmente no había votado a favor, y tenía la seguridad de que la mayoría esperaba que el despido de Gannon viniera en cierto modo a confirmar que había mentido.

Esperó hasta ver que Jessie entraba en la cárcel y luego se dirigió solo hacia el General Peach, donde iba a celebrarse una asamblea de mineros. Unos huelguistas de la Medusa lo saludaron al cruzar los soportales, y Morgan lo observaba desde su mecedora en el porche del Western Star. Morgan le dirigió una inclinación de cabeza, pero él no hizo caso del saludo.

En el porche del General Peach había unos cuantos mineros ociosos, pero el comedor, donde debía celebrarse la reunión, aún estaba desierto, y avanzó por el pasillo hacia el hospital. Como había dicho a MacDonald, desde el cierre de la Medusa apenas se habían producido accidentes en las minas, y, además, una gran cantidad de pacientes se había marchado del hospital en lo que parecía una señal de protesta contra Jessie por haber salvado a Morgan del linchamiento. Ahora no había muchas camas ocupadas.

Las cortinas estaban recogidas en la alta y estrecha ventana, y la luz del sol inundaba los catres vacíos. Barnes, Dill y Buell estaban sentados en la cama del primero, concentrados en su interminable partida de naipes, y Ben Tittle y Fitzsimmons seguían de pie el juego. Cerca de ellos, Stacey, con el cráneo y la mandíbula vendados, estaba tendido de costado, leyendo un periódico hecho jirones.

—¿Qué ha pasado? —dijo Dill con voz inexpresiva, tirando una carta—. ¿Contra quién han disparado?

—¿Qué hay de nuevo, Doc? —preguntó a su vez Barnes—. ¿Es verdad que los Reguladores se han ido a casa?

—Se han marchado —confirmó él.

—¿A quién han asesinado ahora? —inquirió Dill, sin dirigirse a nadie en particular y mirando con resentimiento las cartas que había frente a él en la cama.

—¿Dónde se mete últimamente la señorita Jessie, Doc? —quiso saber Buell, evitando mirarlo a los ojos—. Es como si se hubiera largado, dejándonos aquí olvidados.

—¡Cierra el pico! —exclamó Ben Tittle.

—¡Menudas discusiones ha habido aquí todo el día! —comentó Fitzsimmons. Y seguidamente añadió—: No sé qué pensar de la marcha de los Reguladores. ¿Y usted, Doc?

El médico sacudió la cabeza, y comprendió que Fitzsimmons estaba preocupado por si empezaban a considerar seriamente incendiar la bancada de la Medusa ahora que no había vigilancia; eso era lo que tenía aterrorizado a MacDonald. Fitzsimmons se frotó suavemente las manos, inquieto. Los dedos de su mano derecha parecían salchichas dobladas cuando se apoyaron sobre la izquierda, aún vendada.

—Se han cansado, eso es todo —dijo Dill—. Sin nadie a quien disparar. Y yo diría que esto está muy aburrido, hace más o menos veinte minutos que no se oyen tiros. ¿Es que no han matado a nadie más? —Tiró otra carta y añadió—: Bueno, supongo que no vamos mal, aunque todavía no estamos en paz. Schroeder mata a Benny Connors, Curley Burne lo mata a él, y Blaisedell liquida a Burne. Pero cuando Morgan mata a Brunk, entonces la señorita Jessie…

—¡He dicho que cierres la boca! —gritó Tittle.

Echó bruscamente el brazo hacia atrás y la palma de su mano restalló contra la mejilla de Dill, que se desplomo sobre Barnes, maldiciendo, para luego ponerse torpemente en pie y enfrentarse a Tittle. La larga cicatriz de su frente estaba al rojo vivo. Al verlos pelear, el médico se preguntó si valía la pena molestarse por ellos; se avergonzó al darse cuenta de que ninguno le importaba nada, salvo, quizá, Fitzsimmons. Sólo odiaba lo que los oprimía, y a veces temía que no fuese suficiente.

—¡Deja de hablar así, Ira! —exclamó Tittle—. ¡Maldito seas, Ira! ¡No quiero oírte más!

Dill lo insultó, y Fitzsimmons puso un pie en el larguero del catre, entre los dos.

—Hemos estado hablando, Doc —explicó Buell con aire de disculpa—. Y nos hemos acalorado un poco antes de que usted viniera. Ira y yo sosteníamos que Frank Brunk tenía razón, porque resulta duro encontrarse en una casa de caridad. Dese cuenta, Doc.

—¡Pues pagad para que os atiendan! —exclamó Tittle—. Quiero decir que si podéis pagar, hacedlo. O si no, callaos. Que me ahorquen si entiendo por qué mantiene a unos cabrones tan desagradecidos y mal hablados.

—¿Y qué es lo que habéis decidido Ira y tú, Buell? —inquirió el médico.

—Bueno, esto es una pensión y la señorita tiene que ganarse la vida con ella —explicó Buell—. Por otro lado, no está bien vivir de la caridad. Así que estábamos comentando que los que puedan pagar, deberían hacerlo.

—Muy bien, hacedlo.

—No hay uno que tenga dinero ahorrado para pagar —observó Fitzsimmons—. Hablan por hablar. Lo que en realidad les preocupa es encontrar el modo de avergonzar a la señorita Jessie por lo que hizo por Morgan.

—Hablas demasiado para ser un mocoso —le advirtió Dill, y Fitzsimmons sonrió al médico.

—Sí, les parece bien que les salve la vida… pero no a quienes no les gusta a ellos.

—Eso es, Doc —terció Dill—. Sabemos quién le gusta a ella. Me parece que su melenudo pistolero huele mejor que nosotros.

—¡Te voy a matar, Ira! —gritó Tittle, abalanzándose hacia él.

—¡Quieto, Ben! —dijo el médico, perplejo por la furia que vio en el rostro de Tittle.

Indicó la puerta con la cabeza, y Tittle, en actitud sumisa, dio media vuelta. Fue renqueando hacia el pasillo, con la ropa colgándole holgadamente sobre el descarnado cuerpo.

El médico se volvió hacia Dill, que lo miró a los ojos de mala gana.

—Entiendo que tú eres uno de los que no pueden pagar, Dill —le dijo—. ¿Qué quieres que haga ella, exigirte el pago de lo que le debes para que puedas insultarla?

Dill no dijo nada.

—Otros que parecían pensar como tú han tenido la decencia de marcharse de aquí —prosiguió, con la mirada fija en el grotesco semblante del minero—. Te sugiero que hagas otro tanto. No eres digno de sus cuidados, ni de la molestia que yo me tomo contigo. No mereces que nadie se ocupe de ti.

—Bueno, pues me iré —repuso Dill—. Sé cuándo no me quieren en un sitio.

—Lo que puedes hacer es comprar unos lapiceros en la tienda del señor Goodpasture y venderlos por la calle. Así no dependerás de la caridad.

—A lo mejor lo hago. No crea que no soy capaz.

El médico dio un paso hacia Dill, que retrocedió. Al ver que Jimmy Fitzsimmons lo observaba con inquietud, el médico hizo un esfuerzo para no levantar la voz.

—Deja que te diga una cosa, Dill. No sé lo que habrás estado diciendo, pero si llegas a hacerle el más mínimo daño con tu estúpido rencor, haré lo que esté en mi mano para romperte esa cabeza que yo mismo te he curado.

—Tranquilo, Doc —murmuró Fitzsimmons.

—¡Y lo digo completamente en serio! —añadió el médico, y Dill retrocedió—. ¿Me oyes, Dill?

—Igual que Morgan hizo con Stacey, ¿eh, Doc? —dijo Dill.

—Exactamente.

Dill se encogió de hombros con arrogancia y se dirigió a su catre, desde donde se lo quedó mirando con el rabillo del ojo.

—¡Venga, Dill! —le gritó el médico—. ¡Fuera de aquí!

Oyó que Ben Tittle lo llamaba desde el umbral, y dio media vuelta.

—La señorita Jessie desea verlo, Doc.

Su furia se apaciguó de pronto. Casi lo sintió por Dill y los demás, cada uno librando su batalla solitaria para mantener un remedo de orgullo. Pasó al lado de Tittle, salió de la estancia y fue al final del pasillo. Allí se habían congregado unos cuantos mineros, hombres con aire de preocupación y rostro severo que llevaban ropa limpia de color azul, varios de ellos con un revólver metido en el cinturón. Todos lo saludaron gravemente. Algunos de ellos, él lo sabía, eran personas responsables, con dignidad, capaces de desenvolverse por sí mismos si se les mostraba el camino. Se preguntó por qué era siempre tan brusco con ellos.

Llamó a la puerta de Jessie, y entró cuando ella le contestó. Estaba de pie, mirándolo de frente, con los puños apretados a los costados, y lágrimas asomando en sus redondos ojos. Nunca la había visto tan encolerizada.

—¿Qué pasa, Jessie? —le preguntó, cerrando la puerta.

—¡Ese ridículo hombrecillo! ¡Oh, ese despreciable y envidioso individuo!

—¿De quién hablas, Jessie?

—¡Del ayudante del sheriff! —exclamó ella, como si fuera un estúpido por no adivinarlo—. ¡No veo por qué no podía hacerlo! ¡Es tan envidioso! ¡Tan insignificante! El…

—No sé de qué hablas, Jessie. ¿Qué es lo que Gannon no ha querido hacer?

Ella hizo un esfuerzo por recobrar la compostura. Las comisuras de su boca se fruncieron, y era, pensó él, como si aquellos músculos diminutos tiraran de su propio corazón.

—¿Qué ocurre, Jessie? —le preguntó, con más delicadeza.

—Fui a decirle que Henry, Buck y Will han ido a Bright’s City a pedir su destitución —explicó ella—. Le dije que… que no sabía si lo conseguirían o no. Y… bueno, pensé que se marcharía si yo se lo pedía, David.

—Ah, ¿sí? —repuso él, preguntándose cómo era capaz de pensar tal cosa, y qué esperaba ganar con ello.

—Me pareció que si se lo pedía yo… —repitió ella. Las lágrimas volvieron a aflorar a sus ojos; se las enjugó con el pañuelo—. Creí que si le hacía comprender… —entonces añadió, con furia—: ¿Sabes lo que me contestó? ¡Que Clay no podía desempeñar ese cargo!

—Le pediste que dimitiera para que Blaisedell pudiera ser ayudante del sheriff —resumió él, y, aunque asintió con la cabeza, comprendió que Gannon tenía razón.

Había muchos motivos por los que Blaisedell no podía desempeñar ese cargo, pero hubiera preferido abofetearla antes que entrar en razones con ella.

—¡Despreciable hombrecillo, envidioso y petulante! —exclamó Jessie.

Se llevó el pañuelo a la boca en lo que parecía un injustificado acceso de amargura.

—¿Qué pasa, Jessie? —insistió él, pasándole un brazo por los tensos hombros.

—¡Ah, es Clay! —murmuró ella—. Clay le ha dicho que yo había mentido, y él estaba tan petulante. ¡Oh, cómo lo odio! —Se apartó de él y se dejó caer sobre la cama. Sollozó en la almohada. Él creyó oírla decir—: ¡Si se marchara, nadie se enteraría!

Fue a sentarse a su lado, y al cabo de un tiempo ella cogió su mano entre las suyas, la apretó fuerte y se la llevó a la húmeda mejilla.

—Ay, David —murmuró—. Qué bueno eres conmigo, y yo soy tan horrible…

—No eres horrible, Jessie.

—Le mentí. Y él lo ha descubierto.

—¿Blaisedell? —le preguntó, pues no estaba claro.

Jessie asintió; él notó en la mano el calor y la humedad de las lágrimas.

—Le mentí sobre lo que Carl Schroeder había dicho.

Se quedó mirando los tirabuzones caídos, en silencio; suavemente, con torpeza, los acarició con la mano izquierda. Ella volvió a sollozar.

—Le expliqué que había mentido por él. Por eso se enteró. ¡Pero lo hice por él! Pensé que si le pedía al ayudante que…

—¡Calla! No tan alto, Jessie. Todo irá bien.

—¡Clay me odia, debe de odiarme!

—Nadie podría odiarte, Jessie.

Llamaron a la puerta.

—Es la hora de la asamblea, Doc. —Era la voz de Fitzsimmons.

—Un momento —contestó. Pasó la mano por el cabello de Jessie y, sin pensar siquiera en lo que decía, repitió—: Todo irá bien, Jessie.

Bajó la vista hacia los cabellos castaños que estaba acariciando. Jessie había hecho algo indigno de ella: por el bien de Clay Blaisedell. Estaba entregada a él. Rogó con súbita rabia por que volvieran los días en que no había ningún Clay Blaisedell en Warlock.

—¿Y qué voy a hacer ahora? —dijo Jessie—. ¡Si Gannon se fuera nadie le creería!

No le contestó, porque Fitzsimmons volvió a llamar.

—¡Están empezando, Doc! Será mejor que venga.

Jessie sollozaba mansamente cuando la dejó, y Fitzsimmons pareció aliviado al ver al médico.

—¡Vamos! ¡Daley nos está guardando un sitio!

Habría unos treinta hombres en el comedor. Se sentaban en mesas y bancos de tablones arrimados contra la pared y en dos filas de sillas al fondo de la estancia, más allá de las cuales estaban Frenchy Martin y el viejo Heck, en la mesa de Jessie. Algunos permanecían en pie. El médico advirtió que, si bien en su mayor parte eran de la Medusa, también había un contingente de la Sister Fan y, según parecía, un representante como mínimo de las demás minas. Eso constituía el esqueleto del Sindicato de Mineros, establecido bajo la dirección de Lathrop, sin actividad desde hacía bastante tiempo, pero en modo alguno olvidado.

Daley les había reservado dos sillas en la primera fila. Fitzsimmons se sentó muy envarado, poniéndose cuidadosamente las manos delante del pecho, y el médico conocía la costumbre del minero de colocarlas así con objeto, en parte, de llamar la atención sobre ellas, como un soldado con sus heridas: una especie de prueba de madurez e iniciación ante sus compañeros.

El viejo Heck agitó el brazo al fondo de la sala, y la puerta se atrancó con cerrojo. Heck miraba bajo las fruncidas cejas, grises e hirsutas, mientras daba palmadas en la mesa reclamando silencio. Tenía un feo moratón a un lado de la cabeza, y unos rasguños en la frente que le conferían una furibunda expresión. A su lado, Martin tenía un ojo magullado, y, con su largo y engominado bigote, ofrecía el mismo aspecto de fiereza.

—Los Reguladores ya se han ido. Hemos ido a comprobarlo. Allí sólo queda una recua de capataces y una barricada que han levantado en el camino, pero eso es todo. Y ahora, todo el mundo sabe la cuestión que vamos a tratar aquí.

—Yo estoy a favor —dijo alguien en voz baja, y el médico volvió la cabeza y vio que se trataba de Bigge.

Tenía en mejor concepto a Bill Bigge, que se sonrojó al encontrarse con su mirada.

—Yo estoy a favor —declaró Frenchy Martin—. Ya está bien de que nos lo traguemos todo. Ahora nos toca morder, ¿eh?

Fitzsimmons se puso en pie.

—¿Quién ha dejado entrar a ése? —gruñó alguno.

Fitzsimmons permaneció erguido, con las manos quemadas frente al pecho, y dijo:

—Me gustaría preguntar su opinión al médico, si todo el mundo está de acuerdo.

Hubo una andanada de aplausos. Gritaron su nombre, al parecer con buena disposición, aunque debían de saber lo que iba a decirles. Se levantó y buscó con la mirada a Daley, Patch y Andrews, que lo habían invitado a asistir.

—Muy bien —dijo—. Me parece que todos sabéis lo que voy a decir. ¿Empiezo?

—Adelante, Doc —lo animó Daley.

—¡Deles fuerte! —murmuró Fitzsimmons.

—Os diré que más vale que lo penséis bien antes de dar un paso, cosa que ya deberíais saber. Y también que tenéis muchas más posibilidades de conseguir lo que queréis por medio de la razón antes que por la fuerza. A menos que lo que pretendáis sea desencadenar una violencia irracional, en cuyo caso habéis procedido correctamente en todo momento, y no tengo más que felicitaros.

Hubo risas, mezcladas con abucheos. Cuando cesó el alboroto, prosiguió, en tono más grave:

—Sé muy bien cuál es el motivo de esta asamblea, y me niego siquiera a discutir su objeto. Ya ha habido demasiados incendios e intentos de linchamiento, todos ellos estúpidos. Espero que quien se encargó de incendiar el Glass Slipper haya comprendido a estas alturas el perjuicio que os ha causado a todos vosotros. Porque lo que necesitáis en Warlock son amigos que os ayuden en vuestra causa. Y si creéis que no los necesitáis, yo no os hago ninguna falta. Me gustaría saber si ésa es la actitud predominante, en cuyo caso no hay razón para que siga gastando saliva.

—¡Claro que nos hace falta, Doc! —afirmó Fitzsimmons, alzando la voz.

—¡Eso! ¡Eso! —gritó Patch desde el fondo de la sala.

Martin se estaba chupando el nudillo del pulgar, y Heck mostraba un agrio gesto de desaprobación.

—Muy bien —continuó el médico—. Vuelvo a repetir que necesitáis a todos los amigos que podáis tener. MacDonald os ha proporcionado algunos con su ridículo intento de traer a sus Reguladores a Warlock. Y con el mismo estúpido proceder, podéis perderlos con vuestro vergonzoso comportamiento. Yo, en vuestro caso, me ocuparía de no volver a jugar con fuego, ni de tirar piedras a los escaparates de las tiendas, ni nada por el estilo. Y sobre todo, perderéis cualquier ventaja que hayáis conseguido en cuanto encendáis un fósforo. ¿Me habéis comprendido?

—¡Por Dios, Doc! —exclamó el viejo Heck, pero una voz de atrás sofocó la suya:

—¡Tenemos que hacer algo, Doc! ¡No podemos quedarnos de brazos cruzados hasta que MacDonald nos mate de hambre!

—¡El fuego no da de comer! —terció otro, y en el comedor resonaron gritos y discusiones.

El viejo Heck dio unos puñetazos en la mesa para imponer silencio, y el médico esperó pacientemente con los brazos cruzados.

—Os acordaréis —dijo al fin— de una cosa que Brunk solía decir: que la gente os mira por encima del hombro. Creo que Brunk no llegó a comprender por qué; sólo se lo tomaba a mal. Yo os explicaré por qué. Lo sé, porque obedece al mismo motivo por el cual me agotáis la paciencia. Os miran mal por el bárbaro e irresponsable vandalismo al que os entregáis con demasiada frecuencia. Algún idiota de entre vosotros habría sido capaz de prender fuego a la ciudad. ¿Y os extraña que los ciudadanos decentes no os miren con buenos ojos?

»Como he dicho antes, MacDonald es un estúpido. Y debido a su estupidez ya existe cierta corriente de simpatía hacia vosotros, a pesar de vuestro comportamiento. En el futuro debéis procurar no ser aún más estúpidos que MacDonald, para que esa comprensión hacia vuestra difícil situación pueda seguir creciendo. En la opinión pública hay una fuerza cuyos efectos siente hasta el propio MacDonald. Él…

—¡MacDonald no sentiría nada aunque se le derrumbase encima la mina entera! —interrumpió Bull Johnson, pero nadie rió.

—Ya lo ha sentido. Los ayudantes del sheriff podrán haber impedido el paso a los Reguladores la primera vez que vinieron, pero ¿alguno de vosotros se ha preguntado por qué no volvió a traerlos? Pues porque se dio cuenta de que esta ciudad estaba enteramente en contra de tal proceder. El comisario…

Ante esa palabra se elevó una protesta generalizada, y de pronto el médico se enfureció. Tomó asiento.

—¡Vamos, Doc! —lo animó Fitzsimmons—. ¡No se irá a enfadar ahora!

Daley se inclinó hacia él, tratando de llamar su atención. El griterío fue bajando de tono.

—Ya es suficiente, Doc —le dijo Frenchy Martin.

El viejo Heck se limitaba a fruncir el entrecejo.

—¡No había ánimo de ofender, Doc! —exclamó una voz.

Empezaron a salmodiar su nombre a coro, y sintió un repentino júbilo al ver que aceptaban sus palabras a pesar de hablarles como lo había hecho. Pero al volver a levantarse los miró a la cara, con desdén.

—¿Por qué no había de molestarme? Vosotros mismos os ofendéis enseguida, por lo visto. Cualquier cosa que se haga en esta ciudad que no sea enteramente de vuestro agrado, la consideráis una traición. Si os ponéis en contra de la señorita Jessie como unos críos enfurruñados, o contra el pobre Schroeder que aplicando la ley os defendió tanto a vosotros como a Morgan…

Hubo otro griterío aún más ensordecedor; se oyeron los nombres de Blaisedell, Morgan, Brunk, Benny Connors, Schroeder y Curley Burne. Esta vez él también gritó hasta hacerse oír.

—¡Despreciables mentecatos! ¿De qué sirve tratar de ayudaros? ¿A quién le importa vuestro mísero dólar diario? A mí, no. Esperaba que hubiera algo de decencia y sentido común entre vosotros, pero veo que no hay nada. Dedicaos a vuestra violencia y vuestros incendios, a ver adónde os conducen. ¡Podéis prender fuego a ese pozo para fastidiar al individuo que odiáis, y tirar así piedras contra vuestro propio tejado!

Volvió a sentarse, y de nuevo le rogaron que siguiera hablando, pero no se levantó. No estaba especialmente enfadado, y pensaba que acabaría convenciéndolos, pero consideró conveniente dejar que siguieran esperando durante un rato su consejo. Cuanto más reacio se mostrara a dárselo, más lo desearían.

Fitzsimmons se puso en pie, y su gesto fue acogido con silbidos. Y él gritó a su vez, alegremente:

—¡A ver esas piedras, muchachos! ¡Tiradlas contra vuestro propio tejado! —Alzó las manos quemadas y esperó a que se hiciera silencio, y luego prosiguió—: Podéis reíros de mí porque soy más joven que vosotros. Pero también soy más minero que las tres cuartas partes de la chusma y la gentuza que me rodea. Trabajo bajo tierra desde los doce años, y sé algo sobre huelgas que, por lo visto, vosotros ignoráis. Sé que cuando hay una huelga, la mina no produce y los mineros no comen. Pero una mina puede pasarse mucho tiempo sin producir.

Fitzsimmons parecía un tanto sorprendido de que aún no lo hubieran hecho callar a gritos. Al mirar al muchacho, el médico percibió la dura fibra de que estaba hecho, dándose cuenta, también, de que el chico era tan paciente, calculador e implacable como un buen jugador.

—Y sé otra cosa que vosotros parecéis ignorar —prosiguió—. Sé que si se prende fuego a la bancada, la mina sigue ardiendo mucho tiempo, con lo cual tampoco se come mientras dura el incendio. Ni después.

—Hay más minas, chico —replicó el viejo Heck—. Hay otros campamentos, aparte de Warlock.

—¡No, para los que incendian la mina no los hay!

—¡El muchacho lleva razón en eso, viejo!

De nuevo se pusieron a hablar todos a la vez. Fitzsimmons trató de hacerse oír, pero sólo se callaron cuando Bull Johnson se puso en pie, sonriendo y gesticulando con los brazos.

—Yo opino que podemos hacer polvo al señor Mac —dijo Johnson con poderosa voz—. A él, a los Haggin, a Morgan, a Blaisedell, al Comité de Ciudadanos y a cualquier hijo de perra que se confabule con él. Digo que somos más fuertes que ellos, y lo único que hemos de hacer es conseguir armas y…

—¿Y ponernos a buscar plata por nuestra cuenta? —lo interrumpió Patch—. ¿Y no crees que Peach se nos echaría encima con la Caballería?

—Bah, no sacarías a Peach de Bright’s City ni con una palanca.

—¡Mejor Peach que esa pandilla de pistoleros de los Reguladores!

El viejo Heck daba puñetazos en la mesa. Fitzsimmons sacudió desesperadamente la cabeza, y se dejó caer en la silla.

—¡Doc! —entonaban su nombre de nuevo.

En cuanto se puso en pie, todos guardaron un respetuoso silencio.

—Entiendo vuestro temor. —Ahora hablaba con voz queda, para que mantuvieran el silencio si le querían oír—. Ahora que habéis emprendido esta huelga, debéis conseguir algo a cambio de vuestro esfuerzo, si no queréis parecer idiotas. Igual que a vosotros, a mí no me gustaría nada ver que MacDonald se alegra porque no habéis sacado nada en limpio. Pero ¿qué es lo que pretendéis, en el fondo? ¿Que os aumenten el sueldo, o establecer el Sindicato de Mineros?

Paseó la mirada por los preocupados rostros, y nadie le contestó.

—Me parece que no vais a lograr ninguna de las dos cosas —les advirtió—. El sindicato que creó Lathrop era una pesadilla para MacDonald, que ni siquiera toleraba ese nombre, y ahora MacDonald se ha puesto en tal coyuntura que para salvar la cara no puede situar los jornales al nivel que estaban antes. Iban a bajar de todos modos, y estoy seguro de que la compañía le ordenó que los redujera, aunque probablemente no hasta el punto en que él lo hizo.

»Mi consejo es que aceptéis esos dos hechos. Por el momento, no deis mucha importancia al sindicato, y dejad que MacDonald se salga con la suya sobre el salario. Entonces, ¿qué es lo que podéis esperar? Sé que debéis salvar la cara, pero también tenéis que salvar la vida, y con eso me refiero a que insistáis en la entibación de las galerías.

»Considero que debéis preparar una serie de peticiones para presentársela a MacDonald. Él las rechazará, y entonces le presentaréis otras ligeramente diferentes. Si sigue rechazándolas, su postura será cada vez menos razonable a ojos de todo el mundo, incluida la Compañía Minera Porphyrion y Western. Me parece que ésa es la forma de vencerlo.

Vio que casi todos los mineros estaban de su parte. Respiró hondo.

—Entre vuestras exigencias deberían figurar éstas: pedid ante todo una entibación adecuada, en especial en el pozo número dos. Otra, que el ascensor número dos ofrezca total seguridad. Ventilación en los niveles inferiores. Hay muchas otras cuestiones que afectan a vuestra seguridad personal y que vosotros conocéis mejor que yo. La gente se mostrará favorable a ese tipo de reivindicaciones, igual que no entenderá la reducción de jornales ni, por el momento, el Sindicato de Mineros.

»Tenéis todo el derecho del mundo a exigir esas cosas, pero yo pediría mucho más al principio para que luego estéis en condiciones de negociar. Yo pediría… —Se detuvo un momento. Lo que iba a decir parecía en cierto modo una traición a Jessie, pero comprendió que deberían tenerlo algún día. Y Jessie, pensó amargamente, tenía ahora a Blaisedell. Prosiguió—: Pediría una especie de hospital para los heridos, que debería financiarse a medias entre vosotros y los dueños de la mina. —Alzó la mano reclamando silencio, y elevó la voz por encima de los murmullos—. Y debe constituirse un comité de mineros, encargado de supervisarlo todo y asesorar sobre lo que debe hacerse en materia de seguridad personal en la Medusa. Eso es lo más importante. ¡Un Comité —repitió, haciendo otra pausa para captar toda su atención— que servirá de base para el Sindicato de Mineros!

Lo vitorearon con una sola voz, y no pudo dejar de sonreír. Se apresuró a sentarse entre los prolongados gritos y aplausos. Fitzsimmons se puso en pie como movido por un resorte.

—¡Escuchad! —gritó—. El médico nos ha indicado el mejor camino, creo que todos lo hemos comprendido; pero hay otra cuestión que tratar. Estamos esperando a que Peach conceda a Warlock el estatuto de ciudad. Pensad por un momento adónde irán nuestros votos cuando tengamos derecho al voto. Nosotros…

—¡Siéntate! ¡Chaval, siéntate!

—¡Escuchad! ¡Por qué no queréis oírme! Lo que os digo es que podremos elegir al alcalde, a los concejales y todo… ¡y al sheriff! Nosotros…

—¡Siéntate, chico! —masculló Bull Johnson.

—Peach nos tiene aquí olvidados. Piensa que estamos en México.

—Brunk ya anduvo detrás de MacDonald para que reforzaran el entibado, Doc. Lo único que logró es que lo despidieran.

—¡Yo digo que incendiemos la Medusa en memoria de Frank! —gritó Bull Johnson—. Entonces sí que tendrán que entibar de nuevo.

—¡Eso! ¡Eso!

El viejo Heck aporreó la mesa. Fitzsimmons se dejó caer en la silla otra vez, y volvió la cabeza para sonreír amargamente al médico.

—No van a hacer caso. ¡Maldita sea, no quieren!

—Está bien, me parece que Bull ha vuelto a sacar la cuestión que hemos venido a votar —observó el viejo Heck—. Lo demás no deja de tener interés, y puede que sea edificante, Doc, pero nos hemos reunido para votar sobre lo primero. ¡Venga, vamos a ello!

El viejo Heck se puso en pie para contar las manos.

El médico no se volvió para ver cuántas había alzadas, contentándose con observar el rostro del viejo Heck. Fitzsimmons, que había mirado alrededor, le sonrió guiñándole un ojo.

—Siete a favor —anunció agriamente Heck—. Vale, de acuerdo; en contra.

—Esta noche no hay fuego —concluyó Frenchy Martin.

—¡Cabrones, cobardes! —gritó Bull Johnson.

Por todas partes, los reunidos empezaron a removerse y ponerse en pie. Esa noche no habría incendios.

El médico suspiró y se levantó; ya era hora de volver con Jessie. Se disculpó y salió apresuradamente del comedor, saludando con la mano y con inclinaciones de cabeza a quienes intentaban hablar con él.

Cruzó el vestíbulo y entró sin llamar en la habitación de Jessie. Blaisedell estaba sentado en el mismo sitio donde él había estado antes, y Jessie tenía la cabeza apoyada en su pecho. No parecía que el comisario la odiase, como ella había temido. Los dos se quedaron mirándolo, el comisario con los colores subiéndole a las mejillas, Jessie con los ojos brillantes y muy abiertos. Le sonrió, y Blaisedell empezó a ponerse en pie.

—Sería conveniente que cerraras la puerta, Jessie —dijo el médico, cerrándola rápidamente al salir.

La entrada estaba llena de mineros, pero pensó que ninguno había visto nada.

Lo llamaron y se dirigió hacia Fitzsimmons, Daley, Patch y otros dos o tres que parecían formar la camarilla del muchacho. Fitzsimmons le preguntó si quería ir con ellos a echar una partida al Billiard Parlor, y parecieron agradablemente sorprendidos cuando él aceptó.

—Podrá sujetarme el taco, Doc —bromeó Fitzsimmons, cuando salían juntos del General Peach—. Pero será mejor que me deje a mí contar los tantos.